VI

Una gran parte del firmamento estaba ocupada por el brillante semidisco de Weald, que relucía bajo los rayos de su sol. Tenía casquetes de hielo en los polos y había mares, y el moteado aspecto de la tierra, que mantenía con cuidado y equilibrio la balanza entre bosques y zonas cultivadas, tan efectiva para el control climatológico. El navío médico flotaba libre y Calhoun con cuidado recorrió todas las frecuencias de la radio conocidas por los hombres, para averiguar si alguien llamaba.

Dentro del navío había un relativo silencio. Maril miraba a Calhoun en una especie de desesperada indecisión. Los cuatro jóvenes pieles-azules todavía dormían, aún atados de manos y pies sobre el suelo de la sala de control. Murgatroyd les miraba, y a Maril, y a Calhoun, por turno, y su pequeña y peluda frente se fruncía en un gesto de impotencia.

—No pueden haber hecho aterrizar lo que yo estoy buscando —protestó Calhoun mientras su búsqueda no alcanzaba resultado—. ¡No pueden! Sería demasiado sensato para ellos el haberlo hecho...

—¡Jiii! —exclamó Murgatroyd con vocecita minúscula.

—Pero ¿dónde diablos los habrán puesto? —preguntaba Calhoun—. Una órbita polar sería ridícula. Ellos... —entonces gruñó disgustado—. ¡Oh! ¡Claro! Veamos, ¿dónde estará la torre de aterrizaje?

Trabajó afanoso durante minutos, comprobando la posición de la torre de control wealdiana, que estaba marcada en el mapa del Directorio del Sector, contra el aspecto de los continentes y mares del semidisco tan claramente visible. Descubrió lo que quería. Colocó a la nave a velocidad de sistema solar.

—Desearía haber pensado con sensatez la primera vez —se quejó a Maril—. ¡Y es todo tan evidente! Si usted quiere colocar algo en el espacio que no interfiera con el tráfico, ¿a qué órbita y a qué distancia lo colocaría usted?

Maril no respondió.

—Con toda evidencia —dijo Calhoun—, lo pondría lo más lejos posible de la zona de aterrizaje de las naves que entren al espacio-puerto. Usted lo colocaría al lado opuesto del planeta. Y usted lo pondría en un sitio donde no sería estorbo, donde nadie pueda saber qué hora es del día o de la noche sin tener que calcular bastante. Así pues se le colocaría en órbita de forma que girase en torno a Weald exactamente un día, que fuese su tiempo orbital de veinticuatro horas, ni más ni menos, es decir, le colocaría encima del Ecuador. Y entonces quedaría allí completamente estacionario, por encima de un lugar del planeta, a ciento ochenta grados de longitud con respecto a la torre de aterrizaje, y encima precisamente del Ecuador.

Garabateó en un papel durante un momento.

—Eso significa a sesenta y ocho mil kilómetros de altura, un centenar más o menos, y... ¡aquí! Y yo que los buscaba en una órbita más próxima...

Gruñó para sí. Esperó mientras la velocidad «sistema solar» empujaba al navío médico la cuarta parte del camino en torno al brillante planeta. La línea del sol poniente se desvanecía, y el semidisco se iba convirtiendo en un círculo completo. Entonces Calhoun escuchó de nuevo por los auriculares y gruñó una vez más, y cambió de curso, y al poco emitió un ruido indicando satisfacción.

Abandonó el control de los instrumentos y atisbó directamente por un ventanillo, manipulando la velocidad sistema solar con gran cuidado.

—¡Jiii! —exclamó Murgatroyd deprimido.

—Deja de preocuparte —le ordenó Calhoun—. Nadie nos ha pedido identificación y hay un trasmisor funcionando, para asegurarse de que nadie caiga dentro de lo que están buscando. Es una gran ayuda, porque queremos entrar, pero con suavidad.

Las estrellas giraron en torno al ventanillo por el que Calhoun miraba. Apareció algo oscuro y luego líneas rectas y curvas exactas. Incluso Maril, desesperada y azorada como estaba, advirtió algo mucho más grande que el navío médico, flotando en el espacio. Lo miró con fijeza. El navío médico maniobró con la mayor precaución. La muchacha vio otro objeto largo. Un tercero. Un cuarto. Parecía haberlos por docenas.

Eran naves espaciales, enormes en comparación al Aesclipus Veinte. Flotaban en el vacío como el navío médico. No derivaban. No estaban en formación. Ni siquiera guardaban distancias iguales de una a otra. No señalaban en la misma dirección. Colgaban en el vacío, como derrelictos.

Calhoun condujo su pequeña nave con infinito cuidado. Al poco, sobrevino el más suave de los impactos y un sonido metálico. La zona de visión del ventanillo mostró algo fijo y estacionario, aunque increíble. El navío médico estaba adosado magnéticamente a la vasta superficie metálica combada.

Calhoun se relajó. Abrió un panel de la pared y sacó un traje espacial. Comenzó a ponérselo apresuradamente.

—Las cosas van como una seda —comentó—. No nos han descubierto. De otro modo, nos habrían preguntado por nuestra filiación. Nuestros amigos de allá abajo vendrían en seguida. De todas maneras, voy a descubrir ahora si soy un héroe, o sólo un especialista en armar jaleos...

—Yo no sé qué es lo que ha hecho, excepto... —comenzó a decir Maril vacilante.

Calhoun la guiñó el ojo, mientras se ajustaba en el pecho el traje espacial y cerraba la parte de los hombros.

—¿No está bien claro? —preguntó—. He dado lecciones de astronavegación a estos tipos. Es verdad que no les he ayudado a dejar caer cultivos bacteriológicos sobre Weald... ¡Les traje hasta aquí! ¿Aún no lo ve? Éstas son naves espaciales. Están en órbita en torno a Weald. No van tripuladas, y carecen actualmente de control desde tierra. En realidad, no son más que graneros espaciales.

Pareció considerar completa aquella explicación. Acabó de ajustarse las mangas y los guantes del traje. Se colgó los tanques de aire y los conectó.

—Volveré —dijo—. Espero que con buenas noticias. Tengo razones para sentirme esperanzado, porque estos wealdianos son hombres prácticos. Tienen las cosas bien preparadas y aseadas. Sospecho que encontraré a esos navíos con los depósitos llenos de aire y de combustible, por si acaso Weald lograse hacer algún trato de venta del grano almacenado dentro de ellos. Entonces, no tendría nada más que hacer que instalar tripulaciones en las naves, y partir hacia el destino deseado.

Alzó el casco, descolgándolo del perchero, y se lo colocó. Lo comprobó, leyendo los manómetros de presión de aire, de energía almacenada y otros datos procedentes de los instrumentos en miniatura visibles a través de pequeñas aberturas a nivel de los ojos. Se ató en su torno una cuerda espacial, y para hablar con ella, abrió la placa facial.

—Si nuestros amigos despiertan antes de que vuelva —dijo—, tenga la bondad de apaciguarlos. Me sabría muy mal quedarme estacionado en esas naves espaciales.

Se dirigió pesadamente hasta la escotilla con la cuerda enrollada en un brazo. Se cerró la puerta interior tras él. Un poco más tarde, Maril oyó cómo se abría la exterior. Luego, silencio.

Murgatroyd lloriqueó un poco. Maril se estremeció. Calhoun había salido de la nave para introducirse en la nada. Había dicho lo que buscaba y lo que encontraría, pero estaba a muchos miles de kilómetros de Weald. Uno podía imaginárselo cayendo cientos y cientos de metros, mientras que era imposible hacerse una idea de lo que representaba en la astronavegación una caída de un año luz.

Calhoun caminaba por encima de las planchas de acero en una gigantesca nave espacial que flotaba entre docenas de otras iguales, parecidas a derrelictos y abandonadas en apariencia. Le era posible caminar sin dificultades a causa de las suelas magnéticas de sus botas. A ellas confiaba la vida y, también, a la fina cuerda espacial que servía de nexo entre él y la escotilla del navío médico.

Pasó el tiempo.

Un reloj tictacqueaba a aquel apresurado ritmo de cinco tics por segundo que es costumbre en los relojes desde tiempo inmemorial. Pequeñísimos y triviales ruidos salían de la cinta magnetofónica destinada a formar ambiente, evitando el profundo silencio que dentro de la nave se haría intolerable. Maril se encontró a sí misma escuchando tensa algún otro ruido más. Uno de los cuatro pieles-azules maniatados se agitó, rezongó y volvió a dormirse. Murgatroyd miró en su torno con aire infeliz, saltó al suelo de la sala de control y luego se detuvo, por falta de sitio dónde ir o de cosa que hacer. Se sentó y empezó, no de muy buena gana, a lamerse las patillas. Maril se agitó.

Murgatroyd la miró con cierta esperanza.

—¿Jiii? —preguntó con vocecita aguda.

La chica sacudió la cabeza. Se había acostumbrado a comportarse como si Murgatroyd fuese un ser humano.

—No —dijo intranquila—. Todavía no.

Pasó más tiempo. Un tiempo largo e insoportable. Entonces se oyeron unos débilísimos chasquidos metálicos. Se repitieron. Luego, de súbito, se oyeron ruidos en la escotilla. Continuaron. Eran rumores de roce.

La escotilla exterior se cerró. La interna se abrió. Una bruma densa y blanca salió de ella. Hubo movimiento. Calhoun siguió a la bruma saliendo de la esclusa. Portaba objetos que habían carecido de peso, pero que de repente se habían convertido en cosas pesadas dentro del campo de gravedad artificial de la nave. Había allí dos trajes espaciales y un conjunto de curiosos paquetes. Los extendió, abrió la placa facial de su casco y dijo con viveza:

—¡Este material está muy frío! ¿Quiere usted, Maril, subir la calefacción?

Comenzó a quitarse el traje espacial.

—Tal como pensaba —dijo—. Los navíos tienen combustible y provisiones. ¡Una gente muy práctica esos wealdianos! Esas naves están dispuestas a partir en cuanto se haya recalentado lo bastante su interior. Un sol de medio grado de cuadrante no irradia suficiente calor para mantener a la nave a una temperatura soportable, cuando el resto del Cosmos está efectivamente cerca del cero Kelvin. Aquí, apunte los calefactores así.

Ajustó los aparatos de calefacción radiante. La niebla desapareció en cuanto funcionaron sus rayos. Pero las partes metálicas de los trajes espaciales brillaban y despedían vapor, y dicho vapor desaparecía en cuestión de centímetros. Estaban tan completa y profundamente helados que condensaban el aire como un líquido, que se reevaporaba para convertirse en niebla, que se calentaba y desaparecía e inmediatamente se veía reemplazada.

—Otra cosa —dijo Calhoun de nuevo, en tanto sacaba sus brazos de las mangas del traje espacial—. Los controles son de tipo corriente. Nuestros dormidos amigos serán capaces de navegar con esas naves de regreso a Dará sin dificultad, siempre y cuando nadie venga aquí a molestarnos antes de que partan.

Se despojó de las últimas piezas del traje, sacando los pies de las perneras.

—Y traje provisiones de emergencia para todos... —acabó, con tono pesimista—. Pero soy lo suficiente idiota para decir que si las comiese, me sentarían mal... al pensar que en Dará se están muriendo de hambre.

—Pero es que no hay ninguna esperanza para Dará —exclamó Maril—. ¡Ninguna verdadera esperanza!

Calhoun la miró.

—¿Para qué se cree usted que estamos aquí?

Se puso a la tarea de reanimar a sus cuatro recientes discípulos. No fue muy difícil. La dosis mezclada en el café que les hizo beber como ceremonia de graduación —ceremonia que consistió únicamente en beber el líquido negro y desmayarse— permitía el proceso de reanimación. Calhoun tuvo primero la precaución de desarmarles; al poco, los cuatro jóvenes le miraban con ojos airados.

—Solicito voluntarios —dijo Calhoun, jugueteando negligentemente con un desintegrador manual—. Solicito voluntarios. Hay hambre en Dará. Desde cierto tiempo han habido en Weald cosechas inimaginablemente excesivas. En Dará, las raciones alimenticias que reparte el Gobierno apenas sirven para mantenerse en pie. En Weald, el Gobierno ha comprado el grano recogido en exceso para seguir manteniendo los precios altos. Con el fin de evitarse altos costes de almacenaje, se cargó dicho grano en unas anticuadas naves espaciales, que se utilizaron antaño para formar un cuerpo de vigilancia en Dará, y evitar que los darianos partieran de su planeta por el espacio cuando se produjese otra plaga de hambre. Esas naves fueron colocadas en órbita, y ahora estamos adosados a una de ellas. Tiene una carga de dos millones de hectolitros de grano. He traído trajes espaciales, y he puesto el mecanismo de la superimpulsión de esa nave para dar un salto hasta Dará. Ahora pido un voluntario para que lleve esos dos millones de hectolitros de grano a donde hacen muchísima falta. ¿Quién se quiere presentar?

Se presentaron los cuatro. No de inmediato, porque estaban avergonzados de que Calhoun hubiese hecho imposible que llevaran a cabo su plan original y fanático y que ahora les ofreciese algo mucho mejor en compensación. Se sentían furiosos. Pero dos millones de hectolitros de grano significaban que multitud de personas que de ordinario morirían, podrían seguir viviendo.

Por último, de manera truculenta, primero uno y luego otro, asintieron con energía.

—¡Bien! —exclamó Calhoun—. Ahora, ¿cuántos de vosotros se atreven a viajar solos? Tengo un navío granero recalentando. Hay otros más, en abundancia, en torno nuestro. Si cada uno de vosotros es capaz de tomar una nave por sí solo y llevar dos millones de hectolitros de grano a Dará, ¡demostraréis ser unos valientes!

La atmósfera cambió, y de repente le vitorearon por la tarea que les ofrecía. Se sentían todavía incómodos. Él les había mandado y enseñado hasta que se sintieron pilotos capaces, y experimentaron el orgullo de serlo. Luego les rebajó los humos. Pero si volvían a Dará con cuatro navíos enemigos, y cantidades inimaginables de provisiones que servirían para hacer una brecha en el hambre...

Primero había que hacer cierto trabajo, claro. Sólo una de las naves estaba recalentada. Había que entrar en tres más, utilizando los trajes espaciales, y era preciso poner en funcionamiento la calefacción interior para hacer respirable el aire que pudiese existir y, por lo menos, parte de las provisiones almacenadas era necesario descongelarlas hasta una temperatura razonable para que pudieran ser utilizadas durante el viaje.

Luego era necesario inspeccionar el mecanismo de la superimpulsión, y ajustarlo para la longitud del viaje que condujese en un salto directo a Dará, y Calhoun tenía que asegurarse de nuevo que cada uno de los cuatro podría identificar el sol de Dará bajo todas las circunstancias imaginables, y que sería capaz de dirigirse hacia él con la requerida precisión, tanto antes de lanzarse a superimpulsión como después de salir de ella. Cuando todo estuviera cumplido, Calhoun podía esperar razonablemente que llegasen. Pero, sin embargo, tampoco había certidumbre absoluta.

No obstante, al poco, sus cuatro discípulos le estrecharon la mano, con la magnífica tolerancia de los jóvenes que se creen capaces de mayores progresos que los que realizó su maestro. Ya no volverían a hablar por el comunicador, porque sus mensajes podrían ser recogidos en Weald.

Naturalmente, si aquella acción altamente heroica tenía éxito, era preciso que se realizara con la sigilosidad de aquellos antepasados del hombre espacial que, en la India y en las junglas, se dedicaban a cazar serpientes vivas en sus propios escondrijos.

Pasó lo que pareció un largo tiempo. Luego, uno de los navíos giró lentamente sobre un eje invisible. Retrocedió oscilando fuerte y de prisa, buscando el sitio en que apuntar su proa. Un segundo se retorció en su sitio. El tercero puso la marcha más lenta en el sistema motor de impulsión solar para apartarse de los demás. El cuarto...

Una nave se desvaneció. Había entrado en superimpulsión, dirigiéndose hacia Dará, a muchas veces a la velocidad de la luz. Otra. Dos más.

Eso fue todo. El resto de la flota pendía torpemente en el vacío. Y Calhoun, ahora preocupado, repasaba mentalmente las lecciones que había dado en tan patético y escaso número de días. Si los cuatro navíos llegaban a Dará, sus pilotos serían héroes. Calhoun había logrado hacerles sobreponerse a su amarga decepción. Pero hallarían la gloria... siempre que llegaran a Dará.

Maril le miró con ojos extrañados.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Nos quedaremos por aquí, para ver si sube alguien de Weald a investigar lo que ha ocurrido —contestó Calhoun—. Es siempre posible recoger una señal cuando una nave entra en superimpulsión. De ordinario, nada significa; no hay quien le preste atención. Pero si alguien viene aquí...

—¿Qué?

—Sería lamentable —prosiguió Calhoun. Se sintió de repente muy cansado—. Estropearía cualquier posibilidad de volver y robar más alimentos, como si fuéramos ratones interestelares. Si descubren lo que hemos hecho, esperarán a que lo volvamos a hacer. Puede que incluso se dispongan a luchar... O quizá, con más sencillez, hagan aterrizar al resto de estas naves.

—Si yo me hubiese imaginado lo que usted intentaba —dijo Maril—, me hubiese unido a las lecciones. Pude haber pilotado otra de las naves.

—Usted no lo habría querido —contestó Calhoun, bostezando—. Usted no querría ser una heroína. A ninguna chica normal le gusta eso.

—¿Por qué?

—Korvan —contestó Calhoun. Volvió a bostezar—. Ya le he preguntado acerca de él. Está tratando desesperadamente de alcanzar la aprobación de sus compañeros, los pieles-azules. Todo lo que ha conseguido es desarrollar un modo de morirse de hambre sin dolor. No se sentiría muy tranquilo con una chica que consiguiera que fuese innecesario morirse de hambre. La admiraría educadamente, pero jamás se casaría con usted. Y eso usted lo sabe muy bien.

Maril sacudió la cabeza, pero no era fácil presumir si dudaba de la reacción de Korvan, a quien Calhoun jamás había conocido. Parecía que no, que para él era más importante ella que ninguna otra cosa. Esto último fue lo que Calhoun entendió, lisa y llanamente.

—¡Usted no parece estar buscando ser un héroe! —protestó ella.

—Me gustaría —admitió Calhoun—, pero tengo un trabajo que hacer. Es preciso que lo haga. Es mucho más importante que sentirse admirado.

—Es que usted podría llevar a Dará otro navío —le repuso ella—. Sería de más utilidad para mi planeta que el propio navío médico. Y entonces, todo el mundo se daría cuenta de que el plan había nacido en usted.

—Ah, pero usted no tiene idea de lo mucho que importa este navío a Dará —exclamó Calhoun.

Se sentó ante los controles. Se puso el casco de auriculares. Escuchó. Muy cuidadosamente, recorrió en los diales todas las extensiones de onda y formas de modulación de amplitud y frecuencia que podía imaginar utilizarse en Weald. No había ninguna mención a la singularidad de comportamiento de aquellos navíos cargados de trigo y cereales que vagaban en órbita, aparentemente inmóviles. Ni siquiera se mencionó nada concerniente a naves. Se hablaba mucho de Dará, y de los pieles-azules, y de la malintencionada lucha política ahora existente, para ver qué partido podía prometer la protección más completa contra los pieles-azules.

Después de toda una hora, Calhoun apagó el receptor e hizo girar el navío médico hasta un punto preciso y exacto que apuntaba hacia el sol en torno al cual giraba Dará.

—Entramos en superimpulsión, Murgatroyd —exclamó.

Murgatroyd se agarró firme. Las estrellas desaparecieron, el universo retrocedió y la nave médica se convirtió en una especie de cosmos propio, dentro del cual no podía entrar ninguna señal, no podía penetrar ningún peligro y en el que no habría otro sonido que aquel pergeñado para impedir que el silencio se hiciese avasallador.

Calhoun bostezó de nuevo.

—Ahora, hasta dentro de un par de días, no tenemos nada que hacer —dijo cansado—, y empiezo a comprender por qué la gente duerme cuanto puede en Dará. Es un modo de no sentir hambre. ¡Y se sueña con comidas tan deliciosas! Aunque... parecer hambriento es un síntoma de elegancia social en Dará.

—¿Vuelve usted? ¿Después de que le quitamos el navío? —repuso Maril, con expresión tensa.

—No he terminado mi trabajo —explicó Calhoun—. Ni tampoco acabó el hambre, y esa hambre tiene un efecto secundario. Si no hubiese pieles-azules no habría hambre, pues se podría comerciar importando los alimentos necesarios. Tenemos que hacer algo para asegurarnos de que ya no habrá más plagas de hambre.

Ella le miró de una forma rara.

—Sería cosa muy de desear —dijo con cierta ironía—. Pero eso no lo puede usted conseguir.

—No, aún no —admitió Calhoun. Luego dijo, con añoranza—: Viniendo hacia aquí no dormí mucho; me tenía ocupado el dirigir un seminario de astronavegación. Me parece que daré una cabezadita.

La muchacha se adelantó y casi con ostentación entró en la otra cabina, dejándole solo. Calhoun se encogió de hombros. Se instaló en una silla que, para permitir al miembro del Servicio Médico romper la monotonía de la vida en un recinto cerrado e inmutable, se convertía en uno de los lechos más cómodos que pueden imaginarse. Instantáneamente se quedó dormido.

Durante muchísimas horas del tiempo de la nave, no hubo acción o actividad o acontecimiento de ninguna clase de consecuencia imaginable en el navío médico. Muy, muy lejos, años luz más adelante, cuatro navíos cargados de grano marchaban hacia un planeta poblado por hombres pieles-azules dominados por el hambre. Cada navío tenía un piloto piel-azul por toda tripulación, y este piloto además no era experto por completo.

Miles de millones de soles fulguraban con violencia apropiada a sus tipos estelares, en una Galaxia en la que sólo una pequeñísima proporción había sido explorada y colonizada por la humanidad. La raza humana se contaba por cuatrillones en cientos y cientos de mundos habitados, pero el pequeñísimo navío médico parecía la más insignificante de todas las posibles cosas creadas.

Podía viajar entre sistemas estelares y entre macizos de estrellas, pero no era todavía capaz de cruzar el continente de soles sobre el que la raza humana nació y creció. Y entre cualquier viaje entre dos sistemas solares, el navío médico consumía mucho tiempo. Toda esta meditación sería enloquecedora para alguien que no tuviese trabajo que hacer, o fuerzas en sí mismo para mantenerse apartado de esa clase de aniquiladores pensamientos.

En el segundo día, tiempo de la nave, Calhoun trabajó penosamente y, en cierto modo, a disgusto en el diminuto laboratorio biológico. Maril le contemplaba en una especie de silencio meditativo. Murgatroyd durmió la mayor parte del tiempo, con su peluda colita envuelta meticulosamente en torno a su morro.

Hacia el fin del día Calhoun acabó su trabajo. Tenía cuestión de seis o siete centímetros cúbicos de un claro líquido como conclusión del largo proceso de cultivo, examen por microscopio y otra vez cultivo hasta el filtrado final. Miró el reloj y calculó el tiempo.

—Será mejor esperar hasta mañana —observó, y colocó la pequeña cantidad de líquido claro en un lugar de temperatura uniforme dentro del armario de seguridad.

—¿Qué es eso? —preguntó Maril—. ¿Para qué sirve?

—Es parte del trabajo que tengo entre manos —contestó Calhoun. Meditó unos instantes—. ¿Qué le parece si ponemos un poco de música?

La muchacha pareció asombrada. Pero Calhoun ajustó un instrumento colocando una microcinta en él y se instaló cómodamente para escuchar. Entonces se produjo una música tal como la joven jamás había escuchado antes. Era otro ingenio para contrarrestar el aislamiento y la monotonía en los viajes entre planetas.

Para evitar que perdiese su efectividad, Calhoun racionaba la música también, como otras muchas cosas. Una indulgencia repetida con frecuencia se convierte en hábito, en el sentido de que dicho hábito referente a la música impediría que ésta diese placer especial cuando fuera necesario, pues se notaría a faltar uno de los elementos más preciosos y precisos con que les había dotado el Servicio Médico. Calhoun, deliberadamente, pasaba semanas entre uno y otro de sus registros musicales, consiguiendo así que la música fuese un acontecimiento ansiado y apetecido.

Cuando hubieron escuchado las inquietas sinfonías de Kun Gee, alternándolas con las melodías tranquilizadoras y acariciantes de la escuela de compositores Rim, Maril le miró con una expresión bastante peculiar.

—Creo que ahora comprendo —dijo despacio—, comprendo el porqué usted no actúa como las demás personas. Conmigo, por ejemplo. El modo que tiene usted de vivir le da lo que otra gente desea conseguir alocadamente... más que nada, para dar satisfacción a su vanidad y justificar el orgullo, y hacerle sobresalir de los demás. Pero usted se dedica por entero a su trabajo.

Calhoun meditó en aquellas palabras.

—La rutina del Servicio Médico está estudiada para mantener sana la mente de uno —admitió—. Da muy buen resultado. Satisface todos mis apetitos mentales. Pero hay instintos...

Ella aguardaba. Él no acabó.

—¿Qué es lo que hace usted con esos instintos que ni el trabajo, ni la música ni otras cosas pueden satisfacer?

Calhoun sonrió con malicia.

—Me muestro duro con ellos. No tengo más remedio.

Se levantó y demostró bien a las claras que esperaba que la muchacha entrase en la otra cabina para pasar la noche. Ella se fue.

Fue después del desayuno del siguiente día de la nave cuando sacó la muestra del claro líquido y trabajó largo rato en ella.

—Ya veremos qué resultado da —observó—. Murgatroyd está a mano, en caso de equivocarme. Es un producto perfectamente seguro mientras lo tengamos a él a bordo, y estemos aquí sólo nosotros dos.

Ella contempló cómo Calhoun se inyectaba medio centímetro cúbico del producto bajo su propia piel. Entonces la muchacha se estremeció un poco.

—¿Qué le producirá?

—Eso hay que verlo todavía. —Calhoun se detuvo un momento—. Usted y yo —dijo con sequedad—, haríamos una prueba perfecta para cualquier cosa. ¡Si pilla la misma enfermedad que yo, es que es contagiosa!

La muchacha le miró largo rato sin comprenderle.

Calhoun se tomó la temperatura. Sacó las hojas que eran sus órdenes de visita, concernientes a cada uno de los planetas sobre los que tenía que realizar una inspección por cuenta del Servicio Médico. Weald tenía su hoja propia. Dará, no. Pero un miembro del Servicio Médico tiene tanta libertad de acción como su buen juicio le permite esperar, incluso aunque eso obligue a no respetar la rutina normal del Servicio Médico. Cuando se ve ante operaciones malamente descuidadas, necesariamente su libertad de acción aumenta. Calhoun comenzó a examinar los folios.

Dos horas más tarde tornó a tomarse la temperatura. Parecía complacido. Hizo un asiento en el diario de a bordo de la nave. Dos horas más tarde, sin embargo, se encontró bebiendo sediento y con aspecto todavía más complacido.

Hizo otra anotación en el libro y, con cierta indiferencia, se sacó una pequeña cantidad de sangre de la vena y llamó a Murgatroyd. Murgatroyd se sometió amablemente a la trivialísima operación que llevó a cabo Calhoun. Éste apartó el equipo y vio a Maril mirándole con una cierta expresión de sorpresa y asombro.

—No le hace ningún daño —explicó Calhoun—. Nada más nacer, hay un lugar diminuto en su flanco que tiene insensibles al dolor los nervios que por allí pasan. Es decir, que no sufre si le pinchas allí. Murgatroyd está bien. ¡Para eso es para lo que sirve!

—¡Pero es su amigo! —exclamó Maril.

Murgatroyd, a pesar de su pequeño tamaño y de su peluda piel, poseía todos los atributos humanos de un animal que vive entre hombres y que, por ello, no tarda en adquirirlos. Calhoun lo miró con afecto.

—Es mi ayudante. No le pido nada que no pueda hacer yo por mí mismo. Pero ambos pertenecemos al Servicio Médico. Y yo hago cosas por él que él no puede hacer para sí. Por ejemplo, le hago café.

Murgatroyd oyó la palabra familiar.

—¡Jiii! —dijo.

—Muy bien —asintió Calhoun—. Haremos un poco.

Hizo café. Murgatroyd se lo tomó en la tacita hecha especialmente para sus patas. En una ocasión se rascó el lugar de su flanco donde no tenía nervios de dolor. Le picaba. Pero estaba perfectamente contento. Murgatroyd estaría siempre contento, siempre y cuando se hallara cerca de Calhoun.

Pasó otra hora. Murgatroyd trepó al regazo de Calhoun y con aire definido se puso a dormir. Calhoun lo molestó lo bastante para sacar un instrumento de su bolsillo. Escuchó el latir del corazón de Murgatroyd, mientras el animalito dormía.

—Maril —dijo—. Tenga la bondad de escribir algo por mí. La hora, y noventa y seis, y uno veinte sobre noventa y cuatro.

Ella obedeció, sin comprender. Media hora más tarde, todavía sin agitarse para no molestar a Murgatroyd, la hizo escribir otro tiempo y una serie de cifras, muy poco diferentes de las primeras. Media hora más tarde, un tercer juego. Por entonces, puso a Murgatroyd en el suelo, satisfecho.

Se tomó su propia temperatura. Asintió.

—Murgatroyd y yo tenemos una tarea más que hacer —informó a la muchacha—. ¿Quiere usted entrar en la otra cabina durante un momento?

Perpleja, la muchacha hizo lo que se le mandaba. Calhoun sacó una muestra pequeña de sangre de la zona insensitiva del flanco de Murgatroyd. Murgatroyd se dejó hacer con completa confianza en el hombre. Al cabo de diez minutos Calhoun había diluido la muestra, añadiendo anticoagulante, agitando a la perfección, y filtrando hasta conseguir un líquido claro, separando los corpúsculos rojos y blancos. Otro miembro del Servicio Médico hubiese considerado que Calhoun había hecho que Murgatroyd preparase una muestra pequeñísima y espléndida de un suero que contuviese anticuerpos, por si acaso algo se le escapaba de control. Con el preparado podría asistir a dos pacientes.

Pero también un hombre del Servicio Médico habría reconocido que se trataba simplemente de una de aquellas precauciones escrupulosas de todo médico, que las toma cuando utiliza cultivos para conservarlos.

Calhoun apartó a un lado la muestra y llamó a Maril.

—No era nada —explicó—, pero no le hubiese gustado verlo. Simplemente es una muestra más de la rutina del Servicio Médico. Ahora, todo va bien.

No ofreció ninguna explicación suplementaria.

—Prepararé el almuerzo —dijo ella. Dudaba—. Usted trajo alimentos de aquel primer navío de Weald. ¿Quiere que...?

Calhoun sacudió la cabeza.

—Soy un mojigato —admitió—. Lo que pasa en Dará es culpa del Servicio Médico. Antes de mi época, por supuesto, pero sin embargo... me aguantaré con las raciones que todo el mundo come.

La contempló sin entrometerse todo el resto del día. Advirtió que la muchacha estaba un poco ruborosa. Poco después de la cena de aquellas singulares y poco apetitosas raciones dorianas, la joven bebió sedienta. Calhoun no hizo ningún comentario. Sacó una baraja y le enseñó un complicado solitario en el que la aritmética mental y el uso experto de las probabilidades incrementaban la posibilidad propia de ganar.

A medianoche la chica había aprendido el juego y se dedicaba a él absorta. Calhoun podía así examinarla sin llamar la atención y se sintió de nuevo satisfecho. Cuando mencionó que el navío médico llegaría a Dará al cabo de ocho horas más, Maril apartó las cartas y entró en la otra cabina.

Calhoun tomó el diario de a bordo. Añadió las notas que Maril había tomado por él, del pulso de Murgatroyd y de la presión sanguínea después de la inyección del mismo cultivo que producía fiebre y sed en él mismo y más tarde, sin contacto con él o con el cultivo, en Maril. Al final añadió un comentario profesional:

El cultivo parece haber mantenido sus características normales durante el largo almacenaje en estado esporádico. Revivió y se reprodujo con rapidez. Inyecté cinco centímetros cúbicos bajo mi piel y en menos de una hora mi temperatura era de treinta y ocho grados con ocho décimas. Una hora más tarde era de treinta y nueve grados y nueve décimas. Ese fue su punto culminante. Inmediatamente volvió a lo normal. El único síntoma observable fue un ligero aumento en la sed. La presión sanguínea y el pulso permanecieron normales. La otra persona del navío médico demostró los mismos síntomas, en cuanto al tiempo y a su repetición, sin haber mediado ningún contacto físico.

Se fue a dormir, con Murgatroyd enroscado en su cubil, la cola envolviéndole con cuidado su nariz.

El navío médico salió de la superimpulsión a las 1300, tiempo del navío. Calhoun estableció contacto con la torre de control y no tardó en ver cómo su nave descendía hasta el suelo.

Casi dos horas más tarde, a las 1500, tiempo de la nave, los habitantes de Dará fueron informados por radio de que Calhoun iba a ser inmediatamente ejecutado.