XVIII
Savary
En los dos años y medio que Mina llevaba encerrado en Vincennes, sólo dos cartas —una de su padre a principios de 1811, otra de Carlos Saint-Martin en octubre de 1812— le habían traído noticias familiares. ¿Era creíble que así se le olvidara?, ¿que en los veintidós largos meses medianeros entre carta y carta, toda relación suya con el exterior se redujese a haber recibido una segunda remesa de fondos por cuenta de Ballarín y Compañía?
Sus sospechas no alcanzaban a imaginar que Savary, para vivir tranquilo en cuanto a la correspondencia de ciertos presos con parientes y amigos, se valía de un procedimiento sencillísimo: suprimir la correspondencia quedándose, salvo excepciones, con todas las cartas. No servía de nada que Desmarets, o cualquier otro funcionario del ministerio de Policía, hiciese traducir íntegramente hasta las cartas menos sospechosas, para someterlas luego con anotaciones caritativas. Implacable, el ministro, tras de apartar lo que pudiera ser útil a sus investigaciones, mandaba añadirlo todo al expediente; y de esta manera, desalentada por larguísimos silencios, la comunicación epistolar iba languideciendo hasta cesar del todo.
Al recibir en octubre la carta de Saint-Martin, la cual versaba casi exclusivamente sobre las cuentas de Mina con Ballarín y Compañía, pero hacía referencia a cosas de los parientes y anunciaba próximas cartas familiares, el prisionero, gozoso y acongojado, cogió pluma y papel y se puso a escribir a su padre. Las primeras líneas, de vehemente desorden interrogativo y exclamativo, eran como la efusión de un retorno después de larga ausencia:
«En propias manos, que beso, del señor Juan José Mina: ¡Gracias a Dios, querido padre, que al fin tengo el consuelo de saber que viven Vmds! ¡Con qué impaciencia aguardaré la respuesta!… ¿Tiene hijos mi tía Simona?… Hágame Vmd. el favor de mandar ésta a mi tío… ¿Están buenos mis amigos Santos y Gregorio?… Hace dos años escribí una carta a mi amigo Blas Navarro: ¿sabe Vmd. si la recibió?… ¿Crecen mucho mis hermanos? ¿Saben escribir? ¡Cuántas veces me habrá Vmd. escrito todo esto! Pero como no he recibido más de una carta suya, y eso hace dos años, nada sé. ¿Alguna mía ha llegado a sus manos? Parece que el conducto de ahora es seguro. ¡Por Dios, no pierda Vmd. un instante!…».
Y satisfecho así el primer desahogo, la carta continuaba más tranquila:
«Me han curado perfectamente el brazo, pero los fríos que reinan en este país me hacen sufrir muy fuertes dolores. Si mi mala estrella me detiene aquí todavía el año que viene, representaré al ministro de la Policía la necesidad de tomar baños calientes. Creo que no habrá inconveniente de que los tome en París… Es cierto que debo mil quinientas cuarenta y cinco pesetas a los señores Ballarines. Le estimaré a Vmd. que les dé dos mil, si se halla en disposición de hacer ese sacrificio sin incomodarse mucho. En ese caso los señores Ballarines me harán el favor de enviarme cuatrocientos cincuenta y cinco francos por vía del señor Saint-Martin… Le repito a Vmd. que no pierda tiempo. Cada minuto es un año para su querido hijo…».
¡Candorosa ansiedad! Entre las muchas cartas unidas al expediente de Mina en los archivos policiales las había de su padre, de Manuela Torres, de Carlos Saint-Martin. Un grupo de ellas, escritas en Bayona seis meses antes, habría conseguido revivir en torno del preso, como si todavía estuviese respirándola, la belicosa atmósfera de Navarra: le habría hecho ver cómo los franceses se exasperaban ante las proezas de Espoz, digno sucesor de su sobrino y jefe, y cómo para vengarse se ensañaba el enemigo encarcelando y desterrando a los parientes de ambos guerrilleros.
«A tu hermano Martín José —decía en una de aquellas cartas Juan José Mina, y hablaba de su hijo de once años igual que si se tratara de un hombre de treinta— lo han traído preso a Bayona por ser interesado de Espoz. Yo he venido en su seguimiento para ver su destino y darle lo necesario para el viaje. Van también presos, y por la misma causa, la Simona, la tía de Tirapu, el escribano de Monreal y la Clementa de Sangüesa con todos sus hijos; mañana, 18 del corriente, salen de ésta para su destino, que es Epinal, en el departamento de los Vosgos. Tu hermano va muy alegre y consolado al ver que a todos los llevan juntos, y aunque tu madre quedó muy triste y afligida, Dios asiste para llevar con paciencia los trabajos. No hemos tenido ni un dolor de cabeza. Desde que tú partiste de aquí, tu madre se ha mantenido más firme que nunca.»
¡Cuánto no habría confortado al preso tan sobria pintura del estoicismo familiar, y qué no hubiera dado por leer, contiguas a esas líneas, aquellas otras en que su padre, sin el más leve abandono de su fortaleza, insinuaba el jadeo de la lucha y la crueldad de la suerte! «Hace un año largo que no tengo noticias tuyas con seguridad. Yo, con mi cuidado siempre, he preguntado a varias personas, pero nadie me daba razón hasta que he llegado a Bayona. En adelante mira si puedes escribir de mes en mes… El pan tenemos muy caro; el robo de trigo vale veinticinco pesetas… Recibirás muchas expresiones de tu madre y hermanos. Darás a ésta un abrazo y harás cuenta que te abrazas a tu padre.»
Dos días antes de redactar Juan José Mina aquella carta, Manuela Torres, animosa y discreta, valiente y enamorada, había escrito esta otra:
«Mi querido primo Xavier: El día de hoy, 15, hemos llegado a esta ciudad, después de siete meses de prisión en las Recoletas de Pamplona, madre, Ignacia, Pepita, Félix y tu nunca olvidada Etcétera. A más de nosotras vienen la prima Simona, una tía de Tirapu, el escribano de Monreal y tu hermanito Martín José. Viniendo de Pamplona caímos todos de la calesa y madre tomó un golpe bastante fuerte. Nuestro alojamiento aquí es el mismo que tú tuviste. Madre está con su mal en la misma cama tuya y yo con ella. ¡Milagro por cierto parece que por tus mismos pasos hemos de pasar! Por eso lo llevo con la mayor conformidad: por sólo ocupar tu puesto y tu mismo cuarto. Con tu cirujano, que cura a madre, hemos tenido larga conversación tuya. — ¡Ah, querido, cuántas cosas he pasado desde tu separación, y cuántas Dios quiera que te pueda decir! Nuestro trabajo es grande, hazte cargo. A toda la familia nos traen por el parentesco con el primo. Pero para mí, nada; sólo de considerar que hacia ti me acerco, hallo en todo la mayor complacencia, aunque pase mil trabajos. Mi fina amistad jamás se ha olvidado; la tuya, no sé. Espero me lo digas, si lo tienes por conveniente. — He tenido las más finas proposiciones para mi estado; pero acordándome de quien tanto aprecio hacía de mi persona, las he abandonado enteramente. Siempre que he estado con tu amiguito Fernando, y mío, nuestras conversaciones han ido hacia ti y hacia nuestras cosas pasadas. Él ha aprobado mi modo de pensar. Conforme te lo digo, lo hago y lo haré hasta morir, pues no quiero ser de nadie. — Tu padre está en nuestra compañía. Me ha dicho que puedo escribirte desde dondequiera que esté. Parece que se le ha pasado el nublado. A tu madre, lo dudo. En fin, Dios haga lo que guste: soy prisionera como tú y alguna vez se concluirá nuestro infortunio. Mil abrazos de madre y de hermanitas, y tú no olvides a quien jamás lo ha hecho. Es tu desgraciada prima, Etcétera. — Espero que, aunque de mala gana, me escribirás dos letras, que para mí no habrá mayor consuelo. ¡Cuánto quisiera ser la conductora de ésta para…! Etcétera.»
Pero igual para estas cartas que para otras de fecha anterior, y para otras que llegarían después, el dique de Savary resultaba infranqueable.
Hambriento y en la miseria, en febrero de 1813 —por esos días muchos presos de Vincennes carecían hasta de ropa con que cubrirse— Mina, tras de esperar en vano meses y meses carta de su padre o de Saint-Martin, se quejó a Desmarets por el aislamiento en que se le tenía. Su carta, escrita en francés, decía así:
«Tengo el honor de dirigirme a usted una vez más para saber si es intención del gobierno el privarme de toda comunicación con mis padres, o si puedo al fin esperar noticias de ellos. Mucho me sorprendería que no hubiesen contestado a la última carta que para ellos tuve el honor de remitirle. Tenga usted la bondad, se lo suplico, de hacer que se me entregue, por conducto del alcaide de la prisión, la respuesta que se haya recibido para mí; y en caso contrario, espero de su benevolencia el facilitar que llegue a su destino la carta que aquí incluyo».
La carta anexa era para los señores D’Espagne, banqueros de Saint-Martin en París, y en ella pedía Mina que se le proporcionaran 600 francos por cuenta de las personas que ya le habían hecho, usando aquel mismo conducto, otras remesas de fondos. Pero también en estas cartas la mano del ministro de Policía garabateó las palabras implacables: «Únase al expediente», anuncio de lo que varias semanas después acontecería al memorial en que Mina solicitaba ir a tomar los baños calientes de Tívoli, recomendados por el médico. Una nota, puesta al calce, consignó que Su Excelencia no se había siquiera dignado leer la solicitud que el preso le hacía.
¿Se explicaba todo por mero ensañamiento, como en el caso de Palafox y de Abad? ¿Se debía al enojo de ver que en Mina no quedaba ya nada de aquel impulso que pareció disponerlo a servir al emperador a cambio de que lo libraran de la terrible incomunicación en que se le había tenido al principio? Era un hecho que, periódicamente, los consejeros de Estado, al visitar la prisión, exponían al preso las ventajas de someterse a las banderas del rey José; a veces lo hacían con tan grande apremio que Mina se creía obligado a manifestar por escrito el porqué de su negativa. Así ahora nuevamente. Con la petición para ir a curarse a Tívoli coincidió tal recrudecimiento de las urgencias sobre la oportunidad de alistarse en el Ejército de España, que el 22 de marzo Mina escribió a Desmarets, en el francés diplomático y ceremonioso que le había enseñado La Horie, esta carta:
«A monsieur Desmarets, Jefe de la 1.ª División de la Policía General, en París».
»Señor: No he querido responder decisivamente a la invitación que los señores consejeros de Estado me hacen para que sirva en las tropas del rey José porque ya usted conoce cuál es acerca de eso mi modo de pensar, según carta que tuve el honor de dirigirle hace catorce meses. Decía yo en ella que “al tomar las armas contra los franceses lo había hecho con la intención de combatirlos mientras hubiera probabilidad de arrojarlos de mi patria, si bien consideraría yo un crimen toda resistencia tan pronto como dicha probabilidad dejase de existir”. Así pensaba, así pienso y así pensaré siempre, pues tal me mandan el honor y el deber.
»Espero, sin embargo, señor, que esto no será obstáculo para que haga usted cuanto sea posible a fin de que se me conceda ir a Tívoli a tomar las duchas calientes».
Que había órdenes de tratar a Mina con rigor excesivo, vino a confirmarse una vez más a los ocho meses de serle negado el permiso que el médico recomendaba. En noviembre de 1813, el ministro de Policía autorizó que se reuniera en un mismo piso de la torre a todos los presos españoles, a fin de hacerles la suerte menos dura. Pero no obstante ser Mina uno de los reclusos que habían sufrido peor cautiverio, y uno también de los más antiguos, se le excluyó de aquella disposición juntamente con Palafox y Abad. Los prisioneros más recientes: Blake, O’Donnell, Lardizábal, La Roca —cuyo ingreso databa apenas de 1812—, disfrutaron desde entonces el privilegio de constituir en el donjon una diminuta sociedad española que se consolaba de la clausura y del destierro creando colectivamente el recuerdo de España. En cambio, Palafox, preso en la torre desde abril de 1809, y Mina y Abad, que allí habían llegado en mayo de 1810, siguieron sometidos al régimen de aislamiento total o parcial en que penaban desde hacía años.
Menos mal que para Palafox las medidas rigorosas ya no duraron mucho: se le puso en libertad el 13 de diciembre de ese mismo año de 1813. Pero Abad y Mina, que no eran generales ni tenían en España valimiento político alguno, ¿qué podían esperar sino la indefinida prolongación de la crueldad carcelaria que se cebaba en ellos?