I

Hacia Ultramar

Al concluirse las guerras napoleónicas, Inglaterra pasó a ser en Europa el asilo de las ideas políticas liberales. Mina conoció en Londres a lord Holland, un noble no menos famoso por su amor a la libertad que por su cortesía y largueza para con los extranjeros. Frecuentó también a muchos españoles americanos que predicaban con pasión la independencia de sus respectivos países, y, sobre todo, a uno, elocuente y persuasivo: fray Servando Teresa de Mier, dominico mexicano en cuya palabra eran lumbre las razones para que su patria se emancipase.

El trato con todos aquellos entusiastas de la libertad llevó a Mina a entender como fases diversas de un solo hecho histórico y político las revoluciones de México, de Venezuela, de Buenos Aires, y las inquietudes de los constitucionalistas españoles. Era en ambos continentes la lucha de la libertad contra el absolutismo, personificado entonces en Fernando VII y tan intolerable ya en América como en Europa. Siendo esto así, ¿habría diferencia alguna entre conquistar las libertades en España o conquistarlas en las colonias de América, que no eran menos España que la otra? Convencido, Mina decidió proseguir en Ultramar la guerra que en la península tenía jurada a los absolutistas. Lord Holland lo puso en relaciones con un general norteamericano, Winfield Scott, que se apresuró a ponderarle, casi oficialmente, la ayuda que encontraría en los Estados Unidos una expedición destinada a liberar a México. Varios lores del partido liberal le proporcionaron manera de adquirir un buque, armas, municiones, vestuario, y también medios de reunir el núcleo inicial de una tropa expedicionaria. Y el resultado de todo ello fué que Mina y Mier, más dos docenas de militares españoles, italianos, ingleses, se embarcaron para América el 5 de mayo de 1816, resueltos a secundar la causa que en Nueva España había iniciado el cura Hidalgo.

Quiso Mina, en un principio, ir en derechura hasta las costas mexicanas. Pero como a última hora le llegaron noticias sobre graves derrotas sufridas por los insurgentes, prefirió dirigirse primero a los Estados Unidos, para orientarse allí, y fortalecerse, antes de seguir definitivamente hasta México.

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Durante la travesía tuvo Mina serios altercados con cuatro oficiales descontentos, los cuales, así que el buque fondeó en Norfolk, fueron a presentarse al ministro de España, don Luis de Onís, para ponerlo al tanto de la expedición que se proyectaba. Onís pidió al gobierno de Norteamérica que estorbase los planes de Mina, y si bien no logró su propósito, pues en Wáshington declararon no ser bastantes los datos en que la reclamación se fundaba, ni existir ley que prohibiese la exportación de municiones y armas, la intervención del ministro no dejó de suscitar incidentes y tropiezos. Con todo, no desistió Mina ni flaqueó. Al revés: en los Estados Unidos se alistaron bajo sus banderas algunos oficiales norteamericanos, varios de nacionalidades diversas —que habían servido en Europa en los ejércitos franceses o ingleses— y una multitud de entusiastas y aventureros de los que por aquella época abundaban en Filadelfia y Baltimore.

Concluidos los preliminares de la expedición, Mina despachó de Baltimore, con destino a Haití aunque con papeles expedidos para Saint-Thomas, la fragata Caledonia, en que había venido de Inglaterra, a bordo de la cual se embarcaron, cerca del fuerte MacHenry, 200 hombres bajo la dirección del coronel alemán conde de Ruuth. Además de éstos, se embarcó entonces en una goleta, que acompañaría al otro buque, una compañía de artilleros al mando del teniente coronel Myers. Los dos barcos tomaron el rumbo de la isla de Santo Domingo y perdieron de vista las costas de Virginia el día l.º de septiembre; pero como en la travesía los separara el mal tiempo, cada uno llegó por su lado a Puerto Príncipe, y allí un huracán hizo encallar la goleta y causó a la fragata grandes averías.

Con anterioridad al embarco de las tropas cerca del fuerte MacHenry, fray Servando Teresa de Mier se había hecho a la mar en una goleta muy velera. Iba a acercarse a las costas de México para indagar el estado de las cosas y ponerse en comunicación con el general Guadalupe Victoria, dueño por entonces, según se decía, de Boquilla de Piedras, puerto sobre el Golfo. Mina y su estado mayor —con el coronel Montilla, colombiano que había servido a las órdenes de Bolívar, y el doctor Infante, habanero que se juntaba a la expedición en calidad de literato y periodista— salieron de Baltimore el 27 de septiembre, en un bergantín comprado allí. La adquisición de este barco, lo mismo que la de algunos pertrechos y otras provisiones, se hizo con fondos que varios comerciantes de Filadelfia dieron a Mina, bien a título de préstamo, bien en pago de letras sobre Londres a cargo de lord Holland.

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Mina se encontró en Puerto Príncipe con el desastre de sus buques y con la deserción de algunos oficiales europeos y norteamericanos. El general Pétion, presidente de Haití, le prestó auxilios para reparar la fragata. Como la goleta se había perdido, hubo que fletar otra. Varios marineros franceses, escapados de una fragata de guerra de su país, reemplazaron a los desertores. Finalmente, la expedición se hizo de nuevo a la mar el 24 de octubre, ahora con rumbo a la isla de Gálveston, donde, según se sabía, estaba el comodoro Aury, nombrado por los insurgentes mexicanos gobernador de la provincia de Texas. El viaje resultó difícil y doloroso. Calmas prolongadísimas retardaron la navegación y produjeron a bordo la fiebre amarilla; murieron ocho de los expedicionarios que iban en la goleta, entre ellos uno de los médicos, el doctor Daly. Todo lo cual, por de pronto al menos, hizo que los ánimos decayesen.

En Gálveston, Aury recibió bien a Mina y le proporcionó víveres frescos. Desembarcada la tropa, se improvisó un campamento al sur de un fuerte que Aury empezaba a construir; se prepararon armas y municiones; se distribuyeron uniformes a oficiales y soldados. Mina se ocupó en organizar los cuadros de los regimientos que luego habrían de llenarse con los voluntarios mexicanos hasta el efectivo de una división. Con los oficiales que no hablaban español formó una compañía aparte, llamada «Guardia de Honor del Congreso Mexicano», mandada por el coronel norteamericano Young. Nombró jefe de la caballería al coronel conde de Ruuth. Puso al frente del futuro primer regimiento de infantería de línea al mayor José Sardá.

Por informes que trajo la goleta en que había salido de Baltimore el padre Mier, se supo que Boquilla de Piedras estaba de nuevo en poder de las tropas realistas, pero que Victoria se había posesionado del puerto de Nautla. La goleta llevó entonces cartas para Victoria. Mas como entretanto Nautla dejó de pertenecer a los insurgentes, los planes de Mina, que consistían en desembarcar en Nautla para unirse a Victoria, Osorno y Terán, quedaron otra vez desconcertados.

Mina publicó en Gálveston un manifiesto donde exponía las razones que lo impulsaban a combatir a Fernando VII y donde hacía ver —defendiéndose de que se le considerase traidor— que la independencia de México contaba con la simpatía de todos los españoles liberales y cultos. Y prueba evidente de que su verdadera actitud espiritual era ésa, la dió en su viaje a Nueva Orleáns. Negociantes de allí le ofrecieron dinero, armas y municiones con que apoderarse de Panzacola, en la Florida; pero al tanto él de que sólo se pretendía encontrar un nuevo asilo de piratas contra el comercio español, rechazó la oferta, diciendo que «hacía la guerra al tirano de España y no a los españoles».

En Nueva Orleáns, Mina compró un barco, la Cleopatra, con que sustituir el fletado en Londres, cuyo contrato había concluido. Compró también el Neptuno, un bergantín. Y armados ya y bien dispuestos estos buques, volvió a la isla de Gálveston, de donde poco después partió la expedición hacia las costas de la provincia de Nuevo Santander. Iban, además de la Cleopatra y el Neptuno, el bergantín adquirido en Baltimore, llamado ahora Congreso Mexicano, la goleta y otros buques. Figuraban en la expedición 300 hombres; la escoltaban el comodoro Aury, su flota y su gente.

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Demasiado lento el viaje, el agua se agotó. Hubo que proveerse de ella izando los colores españoles a la desembocadura del río Bravo, guardada contra los piratas por un destacamento realista. Se ahogó allí un oficial. Cuatro soldados desertaron y fueron a denunciar la expedición ante las autoridades del virrey, lo que puso en armas a toda la costa de la provincia.

Mina aprovechó aquella arribada para dirigir una proclama a los soldados mexicanos. No era su propósito —les explicaba— conquistar el país, sino todo lo contrario, socorrerlo para que se emancipase; exigiría, eso sí, la más severa disciplina; impondría el respeto a las personas, a la propiedad y a la religión.

La expedición no se detuvo mucho en la barra del río Bravo. Provista de agua y víveres, se hizo otra vez a la mar, ahora para dirigirse a Soto la Marina, en la desembocadura del río Santander, y allá fueron llegando los barcos a partir del 11 de abril, fecha del arribo de la Cleopatra.

Juntos todos, el desembarco se efectuó el día 15, y una semana después, descargados todos los pertrechos y anclados los buques en el mar, pero al arrimo de la costa, Mina y su división —nombre que se daba a la fuerza expedicionaria— emprendieron la marcha hasta la villa de Soto la Marina, situada a dieciocho leguas de la desembocadura, sobre el río.

Mina iba a pie, encabezando toda su gente. La vanguardia, compuesta de la Guardia de Honor, de la caballería y de un destacamento del l.º de Línea, no encontró resistencia, no obstante que durante la marcha fué siguiéndola a lo lejos la caballería realista del coronel Felipe de la Garza. Éste había abandonado la villa diciendo a los habitantes que quienes venían a ocuparla eran unos herejes amantes del saqueo y de los peores desórdenes.