IX
D’Agoult
Si mucho pensaban en Mina los navarros, los franceses no pensaban menos. En la tercera semana de octubre, D’Agoult había ya ordenado que se persiguiera a la guerrilla hasta exterminarla. Mina, avisado a tiempo, no desistió por eso de su programa de instrucción y organización. Se limitó a pensar en trasladarse a sitio más seguro, y como confiara en encontrarlo al otro lado de Navarra, esa misma noche, en marcha oculta, sigilosa, salió de Monreal hacia Los Arcos.
Traspuesto apenas el Arga, supo que las columnas que lo buscaban eran tres: una iba por la carretera de Sangüesa, otra venía a batir el Carrascal, otra adelantaba hacia Puente la Reina. Creyendo, sin embargo, que las columnas francesas no lo descubrirían en varias horas, no juzgó imprudente detenerse en Estella para que la tropa descansase.
¿Fué erróneo su cálculo? ¿Hubo engaño?, ¿indiscreción? El caso es que una de las tres columnas logró acercársele de repente y atacarlo dentro de la ciudad misma cuando él menos lo esperaba. ¡Terribles escenas, vertiginosos minutos los que se agolparon entonces bajo las doradas cumbres de Estella proyectando jadeo de lucha sobre inconexas visiones de templos y palacios magníficos!
Mina y sus mejores jinetes no tuvieron tiempo sino de echar la silla a los caballos y salir a batirse —a batirse cuerpo a cuerpo—, en espera de que el resto de la caballería se les sumase hasta dar tiempo a que la infantería ganara las alturas. Pero los franceses, aunque sólo infantes, eran muchos, demasiados para que la guerrilla los pudiera resistir. Grupos de ellos cruzaban el puente, otros surgían por la derecha, otros por la izquierda. Abrumados así, los guerrilleros que trataban de cubrir la retirada retrocedieron de calle en calle, cejaron al abrigo de las esquinas y tardaron poco —aquellos cuya fortuna llegó a tanto— en lanzarse al galope detrás de casi toda la infantería navarra y lo principal de la caballería, que iban poniéndose en salvo.
Mina, que quiso escapar el último, prolongó la lucha con temeridad, y cuando por fin acudió a la fuga, ya los franceses, dueños de todo, no dejaban libre ninguna salida. Por ventura para él, un estellés sereno y valiente —luego sabría que se llamaba Hilario Martixa— le salió al paso en una calle, tiró de su cabalgadura, lo ocultó durante varias horas y luego, disfrazándolo y ya de noche, lo sacó al campo.
La escapatoria había sido milagrosa. ¿Anunciaría acaso —en aquella hora de hombres y sucesos extraordinarios— que en el destino de Mina estaba el ser invulnerable?
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No juzgó Mina importante su primer descalabro, entre otras cosas porque no lo era. A su papel de simple guerrillero cuadrarían poco susceptibilidades de general. A la mañana siguiente, además, reunido ya con el Corso en la Venta de Urbasa, confirmó que sus bajas se advertían apenas. Otra cosa lo preocupaba: haber consumido muchas municiones en los combates posteriores al de Oyarzun y verse escaso de ellas ahora, ante la eventualidad de que los franceses no cesaran de perseguirlo.
Así fué. La guerrilla salió de la Venta de Urbasa esa misma tarde, y no había caminado aún muchas horas cuando topó con otra columna que venía a su encuentro. Mina procuró no trabar combate en forma. Resistió sólo lo indispensable para no envalentonar al enemigo, al cual burló al fin, tan pronto como vino en su ayuda la noche, deslizándose muy calladamente hacia Viana. Con todo, aquel segundo choque le costó caro en hombres; tuvo, entre otras, la pérdida de Vicente Carrasco, uno de sus mejores guerrilleros, que cayó en poder del enemigo, junto con dieciocho de los voluntarios que mandaba.
De cualquier modo, había maniobrado con tino y se había batido bien, pues cerca de dos semanas permaneció en Los Arcos sin que allí le ocurriese el menor contratiempo. Realizó entonces lo que se proponía: coordinó los diversos grupos de la partida, adiestró a los menos aptos, equipó a muchos de ellos, se municionó, se proveyó. Hizo más. Para aumentar los recursos indispensables al crecimiento de la guerrilla puso en práctica nueva providencia: cobrar las rentas decimales del Estado, que todos los pueblos empezaron a pagarle gustosos. De este modo no estaría ya atenido, en materia de fondos, a las solas remesas de Pamplona y del prior de Ujué.
A principios de noviembre, el Corso Terrestre era una verdadera unidad militar. Se componía de 300 infantes y 100 jinetes. A la cabeza de las distintas secciones figuraban subjefes que merecían considerarse aguerridos. Había también, confundidos entre los guerrilleros, algunos soldados de oficio y varios desertores alemanes y polacos del ejército francés. La presencia de estos últimos había sido, al principio, origen de dudas y recelos entre algunos soldados; pero desde la sorpresa de Estella, donde se vió que los desertores no sólo eran bravos y leales, sino que peleaban bien, se les puso en pie de igualdad con lo mejor de la tropa. Lo que los navarros hacían por patriotismo, en los desertores nacía, cuando no de pericia, de un grande arrojo o de simple temeridad aventurera.
Sólo una clase de desertores no aceptaba Mina: los franceses. Si alguno venía —y se daba el caso— el jefe de los guerrilleros lo rechazaba sin ambages, o bien le aconsejaba, dando desahogo a la indignación, que fuera a juntarse con la partida del cura de Valcarlos, a quien tenía por cobarde y bandolero.
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Seguro ya en cuanto a la eficacia de su instrumento militar, Mina abandonó Los Arcos y vino a surgir, cruzando Navarra de parte a parte, por los alrededores de Tiermas. Levantaban su optimismo noticias favorables a la causa española: en Astorga se triunfaba; Gerona, tras cinco meses de sitio, seguía resistiendo heroicamente; los franceses, derrotados en Tamames, evacuaban a Salamanca. ¿Se repetiría, con mejor suerte esta vez, el avance de Wellesley y Cuesta después de la victoria de julio en Talavera? Esta posibilidad encendía más el ánimo de Mina porque acababa de saber que Aréizaga, llamado a la Mancha semanas antes, había recibido el mando del Ejército del Centro, que venía empujando al enemigo hacia Madrid. Mina, pues, se sentía orgulloso, tan orgulloso que, dejándose llevar del entusiasmo, velaba inconscientemente la importancia de otros sucesos, los desfavorables, que también se producían entonces. Uno, no el menor sin duda, era la nueva paz concluida entre Austria y Napoleón.
Por Tiermas lo alcanzaron dos avisos: uno, que cierta columna enemiga venía sobre el Corso Terrestre por la carretera de Sangüesa a Jaca; otro, que Vicente Carrasco, el guerrillero cogido por los franceses en la acción posterior al paso por la Venta de Urbasa, había sido ahorcado en Pamplona, mientras al pie de la horca se arcabuceaba a los dieciocho voluntarios que con él cayeron presos.
¿Carrasco, el valeroso Carrasco pendiente de una horca? ¿Arcabuceados los prisioneros navarros, cuando a los prisioneros franceses la guerrilla los mandaba humanitariamente a Lérida? Una circunstancia fortuita hizo que la indignación de Mina encontrara en aquella coyuntura ocasión propicia al mejor desahogo. Momentáneamente sus fuerzas se habían acercado a las de Miguel Sarasa, el guerrillero aragonés de la sierra de la Peña. Mina invitó a Sarasa a enfrentarse con la columna francesa que venía por la carretera; Sarasa aceptó, y juntos entonces tomaron posiciones en el puente de Tiermas y esperaron.
Pronto se vió al enemigo; eran no menos de 500 hombres. Así que advirtieron la resuelta actitud de los voluntarios, se lanzaron al ataque con su denuedo peculiar. La posición de Mina era dominante, y sus tropas, con el refuerzo de Sarasa, superaban en número a los franceses. Éstos, empero, no parecían dejarse influir por tales consideraciones: la furia de su avance, la intensidad arrolladora de su empuje, recordaron a Mina lo que había visto en Alcañiz. Pero así como allá, con la visión de Zaragoza ante los ojos, los aragoneses de Aréizaga supieron resistir, así aquí, en el humilde puente de Tiermas, los navarros de Mina contenían todas las embestidas de los invasores.
El combate, en verdad, semejaba por momentos la batalla de Alcañiz: un Alcañiz perfecto, aunque en miniatura. Los franceses —granaderos con el arma al brazo, cazadores ágiles y astutos— volvían a la carga cada vez con ferocidad creciente. Y entretanto, los guerrilleros, dueños de una capacidad que hasta entonces no creían tener, confiados en la virtud de su valor, esperaban los asaltos con vigor que también iba en aumento. Por fin, después de cuatro horas de lucha, los franceses se convencieron de lo costoso e inútil de su tentativa, recogieron sus heridos —con aquella misma serenidad que Mina vió por primera vez en Alcañiz— y contramarcharon hacia Sangüesa.
Mina quedaba vencedor: vencedor en su primer combate a cara descubierta, como antes en su primera emboscada; vencedor como Aréizaga en el cerro de los Pueyos, vencedor como Blake. Pero si Blake no pudo allá perseguir a Suchet, porque su caballería era mala y poca, Mina, seguro de sus cien jinetes y de la celeridad de los infantes navarros, se lanzó aquí en seguimiento del enemigo.
Dejando a un lado Javier, llegó a Sangüesa a la mañana siguiente; los franceses habían abandonado la ciudad y huían presurosos rumbo a Lumbier. Mina dudó entonces un instante: en Sangüesa supo que de Sos, al conocerse el descalabro de Tiermas, acababan de despachar sobre él refuerzos poderosos. ¿Renunciaba a la persecución, para no verse cogido por la retaguardia? ¿Salía al encuentro de los de Sos? Sin datos concretos acerca de la columna que venía resuelta a coparlo, optó por el camino intermedio: ir sobre los que huían hacia Lumbier, alcanzarlos, batirlos y escapar tan pronto como los de Sos llegaran.
Sin perder segundo ejecutó su plan. Cayó de un golpe sobre los franceses fugitivos en el alto de Rocaforte, frente por frente del cerro extraño que en la muesca de sus retorcimientos cobija al pueblo de ese mismo nombre, y antes de que la fuerza auxiliar lo compeliera a retirarse, logró infligir a la columna vencida en Tiermas gran número de bajas, cogerle 30 prisioneros, cercarla y tenerla casi a punto de que no escapara uno solo de los soldados que la componían.
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Esa noche descansó Mina en el lugar de Peña, a media jornada de Sos y más cerca aún de Sangüesa. ¿Lo retenía por allí la grata proximidad de Manuela Torres? Su prima mostraba cada día mayor interés por él, interés que no dejaba de manifestarse en los billetes casi amorosos que iban siguiendo los pasos del guerrillero. Tenían aquellos billetes la peculiaridad de que la prima no siempre los firmaba con su nombre, sino las más de las veces con una & prometedora. ¿Cómo, pues, renunciar al halago de quedarse unas horas a la vista de Sangüesa, después de haber pasado por sus calles envuelto en el clamor que acompaña a los vencedores? ¿Que era desafiar en exceso los peligros y comprometer la buena suerte? Mina confiaba en su conocimiento de todos aquellos valles y montañas, cuyas veredas, hasta las más recónditas, le eran familiares trecho a trecho. Pero más aún que por esto, se sentía protegido por la atención vigilante de los moradores de todos los pueblos, de todas las aldeas, oportunos siempre en sus informes desde la sorpresa de Estella.
Muchos eran ya, en efecto, los lugares, las villas, las ciudades que reivindicaban la gloria de ser el origen, el centro o el sostén principal del Corso Terrestre de Navarra. Y ¿en cuál de aquellos sitios no se veía por Mina como por cosa propia? No sólo se proveía y equipaba a la guerrilla, sino que se la seguía a distancia y se la acompañaba en sus evoluciones a modo de espíritu protector. En algunos sitios, para alojarla y racionarla pese al brutal castigo —horca o arcabuz— de los comandantes franceses, había alcaldes que se hacían atar y amordazar a fin de aparecer entregando por la fuerza lo que daban sin el menor apremio. Otros pueblos, demasiado importantes para teatro fructuoso de castigos ejemplares, acogían y alimentaban al Corso Terrestre a sabiendas de las exorbitantes multas que luego pagarían.
Tal devoción popular —que a Mina solía hacerle decir: «Si tuviera 20,000 fusiles, tendría 20,000 hombres»— no menguaba ni con los castigos, más y más rigorosos, que D’Agoult prescribió contra los simpatizadores. En vano se llenaban las cárceles de Pamplona: cada nuevo preso era pie de muchos simpatizadores más. Ni valía tampoco, antes resultaba también contraproducente, ejercer violencia con las familias de los guerrilleros. Preso en Otano desde mediados de octubre, el padre de Mina había ido a parar, junto con otros parientes o amigos de voluntarios, en un calabozo de Pamplona. Mas ¿iban por eso a deponer las armas Mina y los suyos, así les doliesen aquellas represalias y aun las llorasen? Quiénes más, quiénes menos, todos sacrificaban lo que la lucha exigía. Hilario Martixa, el salvador de Mina en Estella, también estaba preso, y Malacría, el sepulturero del Hospital Civil, habría de pagar en la horca las audacias de su patriotismo.
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Desde Peña, Mina reanudó sus apariciones, ya clásicas, en la carretera de Tafalla, al sur del Carrascal. Esta vez lo obedecía numerosa tropa de jinetes e infantes, de modo que asestaba golpes simultáneos en lugares tan lejanos entre sí que la ubicuidad del guerrillero empezaba a ser causa de asombro. Sus ambiciones guerreras se ensanchaban. ¿No acababa de probar entre Sangüesa y Jaca que era dueño de las comunicaciones de Navarra con el Alto Aragón? Pues ahora, entre Tafalla y Olite, reafirmaría su dominio de la ruta de Pamplona a Tudela y Zaragoza.
Para hacer esto último más patente aún —patente como su presencia en Tiermas— concibió un proyecto audaz. Supo que 400 franceses, de infantería y caballería, iban camino de Tudela con un convoy de uniformes para las guarniciones de las ciudades aragonesas, y resolvió batir a la escolta y apoderarse de los carros.
Según lo concibió lo ejecutó. Bajó con cautela hasta el término mismo de Caparroso, adonde logró acercarse tan diestra y calladamente que se vino a situar, oculto entre la espesa vegetación del río, frente al puente de la carretera. Éste, defendido entonces por una batería, era buena protección para Caparroso y cuanto quedaba del lado de allá. Pero el río, allí ancho y profundo, iba a contribuir no poco a los efectos del ataque, por sorpresa, que Mina preparaba. ¿Cómo no había éste de admirar la afortunada rapidez de su carrera? No hacía aún cuatro meses, esperaba, temblando de emoción, el paso de 10 artilleros por las soledades del Carrascal; hoy, al alcance de una batería enemiga, se conservaba impasible en acecho de una columna de 400 hombres.
Mina había ordenado que la caballería aguardara lo bastante lejos para lograr silencio mayor. Pero en cambio él, con toda la infantería, avanzó todavía más, valido de su escondite tras la cortina de verdura. De esta suerte, así que el convoy enemigo estuvo a igual distancia del puente y de los guerrilleros, les bastó a éstos aparecer para que su propósito se consumara. Unos se lanzaron al asalto del puente, otros cargaron sobre la escolta, tan confiada, tan ajena al huracán que sobre ella se desataba desordenándola y abatiéndola, que apenas atendía a resistir, cuando el temor de ver el puente cogido por los guerrilleros ya no la dejó pensar sino en salvarse. En tropel sin freno, cubierto de heridos y muertos el camino, abandonado el convoy, se abalanzaron los franceses a trasponer el río, que era lo que Mina esperaba. Entonces los desconcertó por completo, les deshizo el ánimo, y, una vez ellos en fuga hacia Caparroso, la guerrilla recogió armas y municiones, saqueó los carros y se alejó.
* * *
Al conocer D’Agoult y Suchet, el uno en Pamplona, el otro en Zaragoza, las circunstancias de aquella acción, el orgullo militar francés se sintió lastimado en lo hondo. ¡Mina, un brigante, un desvalijador, atacaba y derrotaba a la propia puerta de plazas fortificadas columnas francesas de 400 hombres! ¿Iba Navarra a ser, pese a sus guarniciones numerosas, la tumba de los franceses que transitaban por los caminos? Y lo más irritante, lo más intolerable, era que el tal Mina, seminarista défroqué, no tenía sino veinte años y una mala cuadrilla de bandoleros apenas dignos de la horca. ¡Con cuánto gusto el colérico Suchet habría plantado, en medio del Carrascal, una sola horca donde una sola cuerda estrangulara a Mina y a cada uno de sus guerrilleros!
Pero la realidad no ofrecía verdugos que infamasen; exigía medidas militares, que glorificaban. Navarra vió entonces renacer muchos castillos y fortalezas muertos hacía siglos. Se fortificaron iglesias, conventos, palacios. Se reconcentraron y distribuyeron tropas; se destacaron columnas; se crearon bases de aprovisionamiento. Y algo más se añadió: tronaron desde Pamplona, en nombre del emperador de los franceses, y rey o protector de media Europa, tremendos decretos y amenazas contra los pueblecitos y aldeas que contribuyesen, bien con el producto de sus valles, bien con sus noticias, bien con sus mozos, a la prosperidad de los guerrilleros.
¿Serviría de algo aquel torrente de impetuosidad napoleónica? Mina había dejado de ser un simple guerrillero de genio: se había convertido —cosa mucho más inasible y eficaz— en un prestigio, en un símbolo. Llevaba ya por delante lo que no habría de morir ni en el supuesto de que él muriera entonces: la magia de su nombre.