III
Pamplona
Javier Mina identificó pronto a Pamplona, más que con los estudios, con la realización de dos novedades: una, no ser ya un simple aldeano de la Cuenca; otra, ir asomándose con interés a los acontecimientos políticos de España y de Europa.
Pamplona, en efecto, tenía entonces un buen instituto para la enseñanza del latín, de las matemáticas, de las humanidades. En el seminario había cátedras de filosofía y de moral. Mas ¿qué mejor escuela, para un aldeanillo imaginativo y voluntarioso, en la crisis de los diecisiete a los dieciocho años, que el escenario de la ciudad misma? De un modo íntimo, Javier Mina se sintió allí envuelto en la atmósfera, concentrada por siglos, del alma de Navarra. De un modo externo, esa presencia, hecha espacio, se extendió en torno de él sobre cuanto veían sus ojos. Y de esta suerte, el sitio que ocupara en su formación de niño el concierto natural y grandioso de las montañas y los valles vinieron a llenarlo en su formación de hombre los entes ciudadanos —entes actuales, entes históricos— y aun la parte de ellos que tenía existencia corpórea: las calles, los edificios, la muralla, la ciudadela.
La muralla, con sus grandes fosos, con sus puentes, con sus baluartes, era algo magnífico. Las calles de la ciudad, limpia siempre y bien pavimentada, prolongaban contrastes de sombra y luz en perspectivas cuya estrechez, sinuosa a veces, convertía las irregularidades en sorpresas. Las plazas se embellecían con las fuentes. Las casas eran altas, de cuatro y seis pisos, con anchos balcones volados y fachadas de ladrillo y piedra bajo el recogimiento de enormes aleros. La ciudadela, formidable, avanzaba hacia el campo. Los paseos eran amenos, con asientos acogedores, con filas de árboles frondosos. Todo lo cual, evocativo y turbador cerca del misterio de iglesias y conventos (había monjas clarisas y carmelitas, monjes agustinos, franciscanos, mercenarios, de la Trinidad, del Carmen calzado y descalzo), se tornaba bullicioso, inmediato, al toque de la agitación comercial de otros parajes. Así en la plaza de la Fruta y en la plazuela de Santo Domingo; así en las calles céntricas —la de Mercaderes, la de la Curia, la de Caldererías—, que aún seguían animadas al encenderse el alumbrado público; así por la parte del río, hacia el arrabal, donde día y noche molían trigo las piedras de cinco aceñas.
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Quiso el azar, en parte al menos, que Mina parase mientes en sucesos políticos cuando apenas tenía dieciocho años. Poco después de iniciados sus estudios se había hecho de un amigo, o, más exactamente, de un protector: el coronel retirado don Juan Carlos de Aréizaga. Éste, soldado por afición y de no escasos merecimientos —tendría cincuenta años, lo habían herido en Argel, había peleado en Francia contra los ejércitos de la República—, seguía con mucho interés las guerras europeas de entonces; su amistad, pues, no sólo le valió a Mina frecuentes consejos y una que otra ayuda, esto en pago de pequeños servicios de carácter personal, sino que a menudo vino a traducirse para el joven, conforme los lazos se estrechaban, en pláticas sobre las naciones, sobre sus rivalidades y sobre sus guerras.
Contribuían a ello la turbulencia y la teatralidad de los tiempos. La propia España daba señales de sorda inquietud. Rumores de oprobio y escándalo arrastraban por su suelo, patrimonio de una dinastía tan torpe como abyecta, los nombres de Carlos IV, de la reina María Luisa y del favorito Godoy. Y simultáneamente con esta crónica, toda ella de vilipendio, corría otra, inquietante también, aunque venida de más allá de las fronteras, y hecha, tal parecía al menos, con las mayores grandezas de la historia.
Porque era justamente la hora en que Napoleón, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, Protector de la Confederación del Rin, Mediador de la Confederación Suiza, llenaba con sus hechos los ámbitos del mundo. Su dinamismo, apoteosis de lo individual, rompía todos los diques; su personalidad arrolladora azoraba y deslumbraba. Se le concebía sólo haciendo y deshaciendo imperios al golpe de sucesos mágicos que se designaban con nombres hasta entonces desconocidos: Ulma, Austerlitz, Auerstaedt. Las gacetas lo pintaban en la cúspide de la gloria coronándose a sí mismo en la catedral de París: él y Josefina vestidos de púrpura; a su espalda, el Papa y los mayores dignatarios de la Iglesia; a la derecha, reyes y reinas, sus hermanos; a la izquierda, virreyes y príncipes, y en todo el derredor, destellantes de oro los uniformes, plenas de arrogancia las actitudes, los más ilustres mariscales del Imperio: Kellermann, Jourdan, Massena, Bessières, Lannes, Ney, Lefebvre.
Lejano y vago en un principio, todo aquello se acercó, se precisó para el espíritu de Mina al juntarse en el otoño de 1807 las dos corrientes de sucesos: los borbónicos y los napoleónicos, los de la bajeza y los de la grandeza. Fué cual si se encontrasen de súbito un reverso y un anverso que se buscaran. Pisaron tierra española 25,000 soldados franceses que iban a la conquista de Portugal. Se habló de un convenio: Francia se comprometía a elevar a rango de rey al favorito de la reina de España. Y hubo algo más: el príncipe Fernando —a quien se acusaba de conspirar contra el rey su padre, según unos, o contra su madre y el favorito, según otros— andaba en tratos para convertirse en sobrino de Napoleón Bonaparte, sin importarle un bledo que su tío, el rey de Nápoles, hubiese sido depuesto del trono por un simple decreto del emperador.
No fué entonces, sin embargo, cuando la atención de Mina, como la de todos los españoles, se volvió completa hacia Napoleón y sus manejos con la corte española. Fué semanas después, según vino produciéndose el caso insólito de que una nación invadiera a otra en nombre de intereses comunes. Porque era un hecho que Francia invadía entonces a España, y que la invadía, si en son de paz, con olas de soldados cuya marea creciente carecía de toda explicación visible. Tras el ejército de Junot —el destinado a la campaña de Portugal—, en diciembre vino otro, el de Dupont, que fué a poner su cuartel general en Valladolid. Luego, en enero de 1808, otros 28,000 hombres, al mando de Moncey, asomaron en Irún. Y no se apagaba aún el estrépito que en los caminos hacían los nuevos parques, la nueva caballería, los nuevos cañones, cuando se vaticinaba ya la llegada de otras tropas: las que entrarían por Cataluña, las que vendrían de Pau. Sin saberse bien cómo, las ciudades españolas —Vitoria, Burgos, Valladolid, Salamanca— iban quedando una a una sujetas al poder militar francés, que se conducían en ellas con la brutal arrogancia de los invasores.
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El 9 de febrero de ese año de 1808, Pamplona despertó sobresaltada por la noticia de que D’Armagnac, uno de los generales de Moncey, venía, al frente de 4,000 soldados, por la carretera de Roncesvalles. Mina olvidó sus libros de matemáticas y de filosofía e hizo lo que casi todos los pamploneses: correr a los muros, ir a ver desde lo alto aquella porción minúscula del invencible ejército que parecía dueño entonces, no sólo de Europa, sino del destino y de la fama.
La columna no era tan numerosa como se la anunciaba: se compondría, a lo sumo, según los conocedores, de 2,500 hombres. Con todo, detenida al pie de la muralla, en espera de que se le franqueasen las puertas, daba la impresión, como si tuviese la virtud de multiplicarse prodigiosamente, de un valor y un vigor incontrastables. Horas después, tras larga conferencia entre el virrey y el general D’Armagnac, la columna desfiló.
Era el mediodía. Los franceses entraban en Pamplona por la puerta de San Nicolás, a la vista de la multitud, que se aglomeraba. Mirándolos ahora de cerca, los pamploneses experimentaban sentimientos incoherentes, casi contradictorios. Algo, inexplicable y confuso, los empujaba a admirar: su confrontación imprevista con seres como de fábula. Y al mismo tiempo, otra realidad más fría, más concreta, los arrastraba a temer y sufrir; los hacía sentirse hondamente humillados.
Acentuóse lo uno y lo otro así que las tropas de D’Armagnac, tras de mover sombra y luz bajo los balcones y aleros de varias calles, vinieron a formar imponente cuadro en la gran plaza del Castillo. La amplia austeridad del sitio favorecía el alarde: de una parte, el monasterio de las Descalzas con el pórtico de su iglesia y la tapia de su huerto; en los otros tres costados, los soportales penumbrosos, con sus cuatro hileras de balcones; en medio, la fuente, con su estatua colosal. Y todo lo bañaba una luz tenue, suave —luz de invierno—, que añadía gravedad a la materia borrando las líneas. Envuelto en ella, el cuadro de la tropa daba, en peso, sensación de su capacidad bélica. Los escuadrones de caballería —cazadores, coraceros— formaban masas compactas; las filas de infantes se apretaban. Éstas eran sólidos conjuntos blancos, azules, grises, sobre la faja incierta y negruzca en que se fundían abajo los pares de polainas. Y mayor parecía el aplomo de su solidez en el contraste con el brillo de las armas y las notas alegres de los uniformes. Por sobre las cabezas, de uno a otro extremo de la plaza, pálidos reflejos corrían entre pequeñas manchas movibles, entre puntos de color difuso: las bayonetas alternaban con el amarillo, con el rojo, con el verde de los airones.
Media ciudad de Pamplona, que había acudido bajo los soportales, miraba desde allí. Mina, por supuesto, se encontraba entre ella, y su tío el vicario, y un hermano de éste, Francisco Espoz, que casualmente esa mañana, como otras muchas, había venido de Idocin a visitar a sus parientes.
Por entre la penumbra del soportal corrían comentarios en voz baja. La multitud, libre ya de la primera impresión, expresaba sus temores y sus recelos.
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Más tropas, llegadas en los días siguientes, aumentaron la inquietud. Con sólo 14,000 habitantes y 300 inválidos catalanes a modo de guarnición, ¿cómo no había de sentirse Pamplona abrumada bajo los 4,000 soldados extranjeros que de repente pesaban sobre ella? El alojamiento de los oficiales originaba en las casas trastornos y conflictos; de los cuarteles se desbordaba la tropa. Y si esto había que añadir a lo fundamental, a los sentimientos patrióticos heridos, quedaba algo más importante: la religiosidad escandalizada, alarmada. Porque para la Navarra de entonces el soldado francés era, en mucha parte si no ante todo, el satánico portador, el difundidor perverso, de las ideas revolucionarias francesas.
El descontento cuajó en indignación al ocurrir, la mañana del 16 de febrero, un suceso que apenas podía creerse. Las cosas pasaron así: D’Armagnac había estado pidiendo que se permitiese a sus tropas el uso de la ciudadela, cuyo recinto, hasta entonces, sólo se abría al pequeño grupo de soldados franceses que allá iba a diario en busca de las raciones de pan. Pero el virrey se negaba a tales demandas, alegando no tener órdenes de Godoy, por lo que D’Armagnac ideó un ardid para lograr su propósito. En su casa (casi frontera a la puerta principal del fuerte) reunió con gran sigilo, el día 15 por la noche, 300 granaderos, a quienes otro día, desde muy temprano, puso en acecho. Había nevado la víspera. A la hora de costumbre, los soldados encargados de recoger el pan aparecieron por la calle lanzándose bolas de nieve. No jugaban: fingían, y los más de ellos —a todos se les había escogido entre los cazadores reconocidamente ágiles y audaces— caminaban un poco a distancia, como si sólo vieran el juego, y mientras, procuraban disimular bien las armas que traían ocultas debajo del capote. A la puerta de la ciudadela la batalla de nieve arreció. Y como aquello, a la vez que permitía a los franceses apiñarse sobre el puente levadizo y paralizarlo, distrajera suficientemente a los centinelas catalanes, sobre éstos se arrojaron, a una señal, los soldados de las armas ocultas, que consiguieron imponerse. Los cazadores entraron en seguida en el cuerpo de guardia para apoderarse de los fusiles puestos sobre el armero; y en ello estaban cuando de un golpe se precipitaron en su auxilio los 300 granaderos preparados en la casa de D’Armagnac. Éstos, y alguna otra tropa venida del cuartel de San Martín, concluyeron pronto la conquista de la fortaleza.
Pamplona se conmovió de impotencia y de rabia. Pero ¿qué podía hacer? No le cupo sino rabiar más con la lectura del bando en que D’Armagnac, raro ejemplo de cinismo, la tranquilizaba así, horas más tarde:
«Habitantes de Pamplona: En la mudanza de las cosas no veáis la traición ni la perfidia, sino una conducta dictada por la necesidad y la seguridad de mis tropas. Napoleón, mi amo, que ha firmado con España la más estrecha alianza, os responde de mi palabra».