XV

Vincennes

¿Podía esperarse que Napoleón no se ensañara con Mina, si para otros, infinitamente más altos, daba libre curso a su humor rencoroso y vengativo? Un año antes, rendida Zaragoza, había escrito a Fouché: «Palafox, su madre y su mujer llegarán pronto a Bayona. Que a Palafox se le conduzca como criminal a Vincennes y se le incomunique allí de modo que su prisión se ignore. Su madre y su mujer serán enviadas a Ham en rehenes de los muchos prisioneros que están en poder de los insurgentes». Y tres meses después de expedido aquel documento, Palafox, que tuvo oportunidad de quejarse por escrito, indignado de atropellos tales, mereció la gracia imperial que se le otorgaba en esta reprimenda al ministro de Policía: «He recibido el galimatías de Palafox. Me disgusta que, habiéndolo aceptado y hécholo traducir, hayáis dado a conocer que Palafox se encuentra en Vincennes, cosa que debía guardarse secreta. Este malvado trae encima la sangre de más de cuatro mil franceses que bárbaramente mató en Zaragoza: que siga olvidado en Vincennes, sin papel, sin pluma, sin medio alguno de interesar en su favor a los enemigos de Francia. No habéis secundado mi propósito. Debíais ignorar que Palafox se halla preso en Vincennes. Repito que mi voluntad es que viva allí secuestrado del mundo entero y sin manera de escribir ni hacer saber que existe. Por eso, desentendiéndome de sus crímenes, no lo entregué a un consejo de guerra».

* * *

El 25 de mayo, Mina, su médico y su guardián estaban ya en París.

En el ministerio de Policía, el jefe de la Primera División, así que le presentaron al prisionero, cogió una hoja de papel y trazó en ella esta nota: «El español Mina ha llegado; lo trae un teniente de la gendarmería y lo acompaña un joven cirujano encargado de sus curaciones. Tiene una herida gravísima en un brazo; no se lo amputaron en Bayona porque él se opuso. Todavía se encuentra muy mal». Luego, el jefe de la Primera División hizo que pasaran la nota al ministro, y de allí a poco el ministro se la devolvió con esta otra línea al pie: «Envíesele a Vincennes, a la enfermería».

De nuevo fuera de París, la calesa que conducía a Mina rodó, entre dos filas de olmos, por una larga calzada desde cuyo extremo lejano, por la derecha, fué acercándose, envuelta en brumas azules, la negra mancha de un bosque. Un trazo blanco surgía remoto de entre la masa de árboles, un trazo que poco a poco se precisó, creció, se ensanchó, y que, ya cerca, resultó ser, formidable, recogida, misteriosa, una gran torre blanca que daba la sensación de formar no una torre sola, sino un haz de ellas, coronado por múltiple conjunto de cornisas, cubos, parapetos y atalayas.

Poco después, ya casi a un paso de las primeras casas de Vincennes, aparecieron los muros de un enorme recinto fortificado. Luego se vió otra torre, ésta ancha, baja, cuadrangular, de tres cuerpos con ventanas largas y estrechas, de piedras negras, de muchos contrafuertes. Y, por último, del pie de esta segunda torre se desprendió, oblicua hacia el camino, una pared aspillerada, con puerta que guardaban centinelas y con garitas a un lado y otro.

La calesa se detuvo allí. Mina pasó por la puerta; atravesó en seguida, en parte sobre puente de mampostería, en parte sobre puente levadizo, un foso de más de treinta varas de ancho. Entró luego por una poterna contigua a una gran puerta principal y siguió, bajo bóvedas, por un corredor estrecho que daba a un rastrillo, entonces levantado. Varios soldados, que asomaban el rostro por aberturas hechas en lo alto del corredor, lo vieron pasar. Traspuesto el rastrillo, Mina salió a un amplísimo patio. Conforme avanzaba por él vió, al fondo, arcos monumentales y una columnata; a la izquierda, una bella capilla gótica y hermosos edificios; en el centro, uno como abrevadero. Y a la derecha, dentro del recinto de las murallas, aunque independiente de él, contempló, ahora más maciza, más imponente, más dominadora, la torre blanca que minutos antes columbrara desde el camino. Aquella torre era el donjon de Vincennes.

Otras garitas. Otro foso con puentes de mampostería y puente levadizo. Otra puerta flanqueada de cubos con matacanes y almenas. Por entre la penumbra de un espacio abovedado, también con rastrillo al fondo, Mina salió a otro patio, éste relativamente pequeño, que limitaban pesadas cortinas de muralla y que tenía en el centro, abrumador y blanco, solitario y enorme, el haz de las cuatro torres cilindricas del donjon.

A la derecha de la portada por donde Mina acababa de pasar se abrían sobre el patio, en serie a lo largo chía muralla, cuatro puertas tristes y oscuras, ante una de las cuales departían —acaso fuese la de la cantina de la prisión— varios guardias. Uno de ellos vino al encuentro de Mina y sus conductores, habló un instante con estos últimos y señaló, a la izquierda, entre otra serie de puertas situadas simétricamente respecto de las anteriores, la más próxima a ellos: era la alcaidía.

En el libro de la prisión, Mina quedó registrado con estas palabras: «Xavier Mina, estudiante». Acto seguido le quitaron parte de su ropa y otros efectos; le hicieron dejar allí, para depositarlos en la caja, sus 500 francos y cuanto se consideró valioso, y, sin otros trámites, un carcelero lo sacó otra vez al patio y lo condujo hacia el donjon.

Mina pasó por una puerta que había a ras del suelo, cerca de la torrecilla de la izquierda. Se halló en un espacio estrecho, irregular, lóbrego, que le hizo sentir, opresoramente, el grueso del muro en cuya masa se contenía aquella oquedad. Al atravesarla vislumbró a la izquierda, por entre una puerta, uno como cuerpo de guardia; luego, por otra puerta, entró en una amplia sala, no menos lóbrega que el sitio de donde venía; y de aquel lugar, por una puertecilla, el carcelero lo llevó a un pasadizo que terminaba en una escalera de caracol construida en el espesor del muro.

Subió Mina muchos escalones. Puertas por un lado, claraboyas por otro, iban indicándole el nivel de los pisos que pasaba. A la altura del cuarto, del quinto tal vez, el carcelero se detuvo para abrir los cerrojos y cerraduras de una reja de hierro, luego los de una puerta de madera, por donde Mina y él pasaron al interior. La puerta daba a una habitación espaciosa, cuadrangular, con ventanas y otras puertas, éstas, al parecer, correspondientes a las celdas de cuatro o cinco presos que allí estaban.

Conducido por su carcelero, Mina pasó por entre aquellos presos y luego siguió, abierta la cerradura de otra puerta, por un pasillo estrecho y oscuro. En el fondo, el carcelero descorrió nuevos cerrojos, abrió otra cerradura, y, siempre acompañado de Mina, cruzó una pequeña estancia y abrió otra puerta más, que comunicaba con una celda circular iluminada por ventanillos estrechos. En seguida, tras de pronunciar varias frases que Mina entendió apenas, el carcelero tornó a salir y se fué echando llave y cerrojos a todas las puertas que antes había abierto.

* * *

¿Cuánto tiempo iba a pasar Mina en aquella celda circular, de ocho pies de diámetro? Su incomunicación fué tan rigurosa que durante muchos días, durante muchas semanas, el horizonte se le redujo a la pared que lo cercaba, sólo interrumpida por tres hendeduras que de día dejaban apenas paso a la mancha difusa de la luz. Había en aquella celda un catre de correas, una estufa, una mesa, una silla, un arca, una cubeta, una palangana. El catre tenía un jergón, unas malas mantas, un cabecero y una almohada de cutí. Sobre la mesa, además de un jarro con agua y un vaso, había una palmatoria y unas despabiladeras.

El médico de la prisión, que hizo pronto al preso la primera visita, adoptó luego la costumbre de venir a curarlo cada cinco o seis días, lo que acabó por ser, durante mucho tiempo, el único suceso imprevisto en la vida del prisionero. Todo lo demás empezó a repetirse, a renacer en el vacío de una regularidad que poco a poco fué trascendiendo hasta los matices de la luz del día y los cambios en el estado del tiempo. Subían al silencio de la torre, lejanísimos, rumores casi imperceptibles; iba aclarándose a primera hora, cambiando de color después, enturbiándose al fin segundo a segundo, la atmósfera de la celda; silbaba el viento en alguna oquedad —el preso sabría luego que era la letrina de la pieza inmediata—, de donde no cesaban de venir emanaciones pestilentes que se colaban por debajo de la puerta. Un zumbido interior, cuando el preso no hablaba consigo mismo, era como reloj de arena donde las horas, los minutos, los segundos se dilataban.

El carcelero traía por las mañanas una taza de café, que Mina tenía que recalentar en la estufa o a la llama de la vela, y más tarde, en dos fracciones, le subían el resto de los alimentos para veinticuatro horas: media botella de vino, dos libras de pan, un caldo seboso y nauseabundo, alguna hierba con huesos o piltrafas y un trozo de carne. El preso hubiera podido proporcionarse algo mejor, pagándolo con el dinero que le guardaba el alcaide; pero como su régimen era de incomunicación estricta, no se le autorizaba a disponer sino de los cuatro francos diarios que le asignaba el Estado. De éstos, la Administración se reservaba dos para lavado, luz y combustible, y los otros dos eran para el pago de la comida.

Reclusión y privaciones tan excesivas hicieron que el ánimo de Mina, después de algunos arrebatos, fuera decayendo paulatinamente, a la vez que el brazo se le anquilosaba en la inmovilidad del encierro y toda su salud, aunque sin desquiciarse por completo, iba resquebrajándose. Se le caía el cabello a mechones; su organismo todo, hasta parecer otro, daba señales de verdadera decrepitud.

* * *

El 26 de julio sacaron de su celda al preso, para llevarlo a París, al ministerio de Policía. El contacto del aire libre y la sensación, redescubierta al pronto, de que su cuerpo era susceptible de desplazarse, de andar bajo el sol, y sus ojos capaces de contemplar los árboles y el campo, agitaron a Mina con tal vehemencia, que, íntegra, la lumbre de su temperamento ardió entonces en una aspiración sola: librarse de la cárcel de Vincennes, salir de Francia, volver a subir y bajar por los valles de Navarra, que con el recuerdo de sus montes, de sus bosques, de sus lugares, de sus ríos, le produjo una nostalgia tan avasalladora que ya no era pasión del ánimo, sino enfermedad del cuerpo, trastorno físico.

En el ministerio, el jefe de la Primera División, M. Desmarets, lo sometió a larguísimo interrogatorio. Le hizo preguntas sobre el padre Agustín Ximénez, de Aibar, sobre el ejército de Cataluña, sobre las bombas incendiarias que Mina esperaba recibir en Labiano el día de su captura. Él respondió a todo con su entereza habitual, y concluídas las preguntas, se quejó de la dureza con que se le trataba en Vincennes, ante lo cual Desmarets, por deber acaso, acaso por simpatía, aconsejó al preso que para mejorar su suerte pidiera servir bajo las banderas del imperio.

De aquella conversación Mina salió convencido de que lo primero, para él, era recobrar la libertad, y si no la libertad, sí un modo de vivir menos inhumano que el de los dos últimos meses. De regreso en el donjon, consiguió que el alcaide le diera papel, tinta y pluma, y solo de nuevo en la incomunicación de su celda, escribió esa tarde a Savary (el ministro de Policía, nombrado poco antes en lugar de Fouché) una instancia donde le decía, con emoción que le hizo saltar letras y juntar o partir palabras:

«Hallándome deseoso de contribuir cuanto pueda a la tranquilidad de la España, suplico se me admita bajo las banderas del rey, a quien (si no tiene inconveniente en acceder a esta mi súplica) prometo, a una con el juramento de fidelidad, hacer se disipen todas las partidas que infestan las provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, Navarra y Aragón».

No se quedaba corto en prometer; como que su único anhelo era salir de allí, verse otra vez dueño del aire y la luz de Navarra, a reserva de cumplir luego, o no cumplir, cuantas promesas se le exigiesen ahora. Así y todo, consideraba su libertad ilusión de tal modo inasequible, que concluyó el memorial en estos términos, no menos notables por la modestia de las pretensiones, que por la sobriedad elocuente con que se dolía de sí mismo:

«Si no se cree conveniente condescender a esta mi súplica, cuando menos espero de la bondad de V. E. que se me saque de esta tan estrecha clausura, pues me hallo encerrado en una celda de ocho pies de diámetro y entre vientos corrompidos, lo que es muy sensible a mi edad, que no pasa de veintiún años».

Pero se sucedieron once días sin que hubiera contestación del ministro. Y luego pasaron otros doce de igual modo, sin embargo de que Mina escribió otra instancia, solicitando ahora que lo llevaran a una casa de sanidad o que, por lo menos, lo sacaran a una de las grandes salas de la torre, «en que pudiera recibir vientos más sanos, indispensables a su salud».

Y así transcurrió luego un mes, no obstante que el preso mandó otro memorial, y después otro, y otro, y otro. En vano pedía «con tímidos ruegos», en vano invocaba «piedad para las sentidas súplicas de un joven», en vano aseguraba que «existiría gustoso con sólo estar en comunicación con otros prisioneros». Siguieron pasando, lentos e interminables, los meses; y Mina, sujeto a un rigor implacable, no se movió del círculo de su pared, ni respiró otra atmósfera que la de su letrina, ni vió otras caras que la del carcelero, la del médico y las de los consejeros de Estado que de tarde en tarde visitaban la prisión.

¿Era porque los memoriales se perdían en el camino? Si él lo creía, se equivocaba. Los memoriales llegaban al ministerio. Desmarets, condolido, les ponía notas y los hacía pasar a Savary juntamente con relaciones favorables al prisionero; aun llegó a redactar un largo informe para Su Majestad el Emperador y Rey, en el cual, después de recomendar al guerrillero preso, indicaba la conveniencia de darlo de alta en algún regimiento acantonado en territorio francés, «no fuera que habiendo canje de prisioneros, Mina, vuelto a España, se lanzase otra vez a capitanear sus antiguas guerrillas».

Esfuerzos inútiles. Inútil asimismo que la Regencia de España se hubiese dirigido a las autoridades francesas pidiendo para Mina, como prisionero de guerra, trato de teniente coronel. Savary, bárbaro intérprete de los deseos de Napoleón, no quiso tomar siquiera a su cargo el informe escrito por Desmarets, y todavía prolongó por mucho tiempo la incomunicación del preso en lo más alto de la torre.