XIII
Dufour
Nadie quería creer en Pamplona que Javier Mina hubiese caído prisionero. Pero esa misma tarde (la del 29 de marzo) la multitud aglomerada en las calles tuvo que aceptar lo que le decían los ojos.
Mina entró preso por la puerta de San Nicolás. Lo precedía y seguía infantería de línea; lo rodeaban gendarmes. Venía decaído, ensangrentado, sucio. ¿Cómo identificar con aquella figura lastimosa la del guerrillero, fabuloso casi, que durante siete meses había exaltado hasta las más tranquilas imaginaciones de Navarra? Tan maltrecho se veía ahora todo él, que su sola presencia bastó para que en el pecho de los pamploneses se levantaran —igual que dos años antes al entrar las primeras tropas napoleónicas— sordos tumultos de patriotismo.
Contemplando así a su héroe, el alma popular se acogió al consuelo de la fantasía. Nació allí la leyenda de Mina prisionero, hermana de la otra: la del escolar convaleciente, ávido de vengar afrentas familiares, que se había echado al campo en busca de los invasores. Sólo que esta vez la fantasía, para mantener íntegra la imagen de su héroe, degradaba a quienes lo habían capturado. «¡Mentira que Mina hubiese caído peleando en buena lid! ¡Mentira que tuviera tiempo ni de echar mano a la espada! Lo habían vendido, lo habían traicionado. Alguien, dándole pérfidamente un bebedizo, le había enturbiado la clarividencia militar hasta dejarlo inerme en manos de los franceses.»
* * *
En la ciudadela, adonde se le condujo sin demora, pusieron a Mina centinelas de vista y se tomaron con él precauciones que lo acreditaban como reo de los más peligrosos o como enemigo de los más considerables. En esto, al comandante de la plaza no le faltaba razón. Dufour acababa de prevenirle que lo hacía a él, en persona, responsable de la seguridad del prisionero.
Horas después, bien entrada la noche, se presentó en la ciudadela el general Reynaud, primer ayudante de Dufour. Venía a dar nuevas órdenes y a presenciar y dirigir el interrogatorio. Un piquete de soldados sacó a Mina de su encierro, lo puso entre filas y lo llevó, bordeando masas de sombra, por el interior de la fortaleza. ¿Podían no avivarse en él lúgubres presentimientos conforme avanzaba? ¿O es que había alguna razón para que a él no lo arcabucearan desde luego como a tantos otros patriotas, muertos sin formación de causa? En el escenario que lo rodeaba, la mera historia de sus proezas casi exigía ese remate. Era un escenario todo de silencio y oscuridad: el más leve rumor, el fulgor más tenue envolvían en inmediata, inevitable, implacable presencia enemiga. ¡Y qué extraña anticipación, qué nuevo sentido los que irradiaba cuanto parecía ir presagiándole el sacrificio próximo! En el suelo se movía, al compás de los pasos, la mancha luminosa de un farol; por sobre los ojos rasgaban la oscuridad efímeros brillos de bayoneta; a uno y otro lado se encendían, por instantes, las botonaduras de los uniformes. Todo lo cual, para Mina, duplicaba afuera, cadenciosamente, la experiencia interior que su ánimo apuraba en desorden caótico. La sensación de la noche, y de sus relumbres, y de sus bultos, y de su incontrastable fluir por un cauce hecho de sonidos con ritmo marcial, era la superficie tersa donde el prisionero vaciaba sin querer, para que allí cabalgaran y se empujaran sin freno ni tregua, imágenes inconexas, trozos de imágenes, escenas de recordación remota o cercana… ¿Quién le había vaticinado en Tortosa que la horca sería su fin?
La escolta se detuvo. Mina fué introducido en una habitación donde estaban, sentados en torno de una mesa, varios militares. Uno era el comandante de la ciudadela; otro, el general Reynaud. Iluminados de lleno por la lámpara, sobre la mesa se veían varios papeles, entre los cuales, sin duda, estarían los que él llevaba consigo al ser capturado esa mañana. No habían sido muchos: el billete amoroso de Manuela Torres, recibido un día antes; un cuaderno de canciones injuriosas para los franceses y el emperador, y la carta de un talabartero, que hablaba de entregar esa semana ciertas bridas y monturas que se le habían pedido. Al margen del billete de Manuela Torres, firmado no con su nombre, sino con una &, según costumbre de ella, el general Reynaud escribiría luego esta breve nota: «Lettre de sa maîtresse».
Durante el interrogatorio, Mina se portó dignamente. Pese a su quebranto físico y a su decaimiento moral, nada dijo que opacara su prestigio de guerrillero de veinte años. Cuidaba, sobre todo, de no comprometer a sus amigos y protectores; y así, si las preguntas versaban sobre la ayuda o recursos que hubiera recibido, él hacía que las respuestas girasen en torno del prior de Ujué, que ya estaba en salvo. Un intérprete formulaba las preguntas en español y traducía las respuestas al francés.
—¿Quién le mandaba a usted noticias desde Pamplona?
—Nadie.
—¿Y dinero?
—En Navarra sólo me daba dinero el prior de Ujué.
—¿Dónde está ahora el prior?
—Lo ignoro.
—¿Desde cuándo no recibe usted noticias de él?
—Desde hace tres semanas.
Las preguntas de carácter militar las respondía Mina con sencillez un tanto arrogante.
—¿Cómo pasó usted el Ebro en los alrededores de Alfaro?
—En las barcas que siempre tuve allí dispuestas.
—Y en Milagro, ¿cómo pasó usted el Aragón?
—Del mismo modo.
—¿Dónde se hallan sus principales depósitos de municiones?
—No tengo ningún depósito.
—¿Por qué se detuvo usted en Labiano?
—Para descansar.
—¿Maduraba usted allí algún proyecto?
—Sí: ir a volar la fundición de Orbaiceta.
—¿Con qué elementos?
—Con los que esperaba recibir de Cataluña.
—¿Qué elementos eran?
—Artilleros y bombas.
Varias horas continuó así el interrogatorio, múltiple, minucioso, extenuante. Por último, se preguntó a Mina si sabía qué suerte le esperaba; y como él contestase que seguramente se le guardarían las mismas consideraciones que él había tenido siempre para los prisioneros, se le replicó que no, que su caso, enteramente aparte de los usos de la guerra, era merecedor de castigo ejemplar: había orden de cortarle la cabeza, y de cortársela, no obstante la benignidad que inclinaba al general Dufour a perdonar la vida a un mozo de tan pocos años, esa misma noche.
Breve pausa, propia para que el prisionero se penetrase bien de su fin próximo, dejó a Mina más exhausto aún de lo que ya estaba a consecuencia del esfuerzo, de la herida, de las emociones. Entonces el intérprete añadió:
—Acaso habría un medio de que se librara usted de la muerte.
—¿Cuál?
—Que toda la guerrilla se entregase.
—Mis voluntarios —replicó Mina— lo intentarán todo en mi favor; pero no abandonarán por eso su causa ni se rendirán. Quizás la partida se disgregue por ahora, quizá se oculte; pasado algún tiempo volverá a surgir.
—¿Y si usted les ordenara que para salvarle la vida se acogieran todos a un indulto?
—Harto sé que no me obedecerían. Preso, ya no puedo mandar.
—Puede usted pedir, suplicar, aconsejar… Si escribe usted ahora mismo una carta exhortando a la guerrilla a que se rinda, la sentencia quedará en suspenso.
Mina había expuesto la vida en cien combates. En aquella misma hora en que tan terriblemente se le ponía a prueba —hora terrible para cualquier hombre, más terrible aún para un joven de veinte años—, no habría vacilado un momento, con todo su cansancio físico, con toda su postración espiritual, con todos los dolores de la herida que desde por la mañana le martirizaba el brazo, en ir a ponerse al frente de sus guerrilleros para cargar sobre el enemigo, y ello no a fin de asegurar la vida, sino con ánimo de arriesgarla en defensa de sus ideales. Pero ¿tenía objeto aceptar el martirio, habiendo, para evitarlo, un resquicio que prácticamente no significaba nada? Estaba en poder de los franceses, y éstos, lejos de respetarle la vida como él había respetado la de todos los prisioneros, le exigían, para no decapitarlo, que cumpliese condiciones innobles. Muy bien: allá los franceses con la responsabilidad de semejante conducta. En cuanto a él, que no era un fanático, sino un guerrero, Navarra entera comprendería y lo absolvería; ninguno de sus hombres, él estaba seguro, depondría las armas.
A tres cartas aumentó luego la condición: una para Santos, jefe de parte de la guerrilla; otra, para Iriarte, comandante de la caballería, y otra para los guerrilleros en general: cartas trémulas, impregnadas de un temblor patético y elocuentes a pesar de todo. Mencionaban la benignidad de Dufour y la justicia de sus pretensiones. Sus principales frases eran éstas: «La superioridad decretó mi decapitación en el instante en que fuese apresado…». «Sólo queda un recurso para libertar la vida a uno que tantas veces os ha manifestado el firme amor que os profesaba…» «Soldados, os lo vuelvo a decir: por obras habéis conocido lo mucho que os estimo, y así, espero no permitiréis que se decapite a vuestro jefe…» «Sabed que de vosotros depende mi vida… y que al mismo tiempo aseguraríais la vuestra, tan en peligro por las continuas tropas que salen y regresan para perseguiros…» «Sí, creedme, pues lo digo desde la puerta del suplicio…, este benigno general quiere que vengáis a rendiros a Pamplona y os promete a cada uno un indulto con tal que os presentéis a los alcaldes de vuestros respectivos pueblos, y los que lo tuvieren lejos, como los alemanes e italianos, se presentarán en la Casa Colorada, donde serán muy bien recibidos…» «El que quiera servir, será vestido y pagado en alguna compañía suelta; el que no, irá a su hogar a disfrutar de la tranquilidad…» «¿Quién de vosotros tendrá corazón para negarse a esto?… Nadie…» «Favor que espero de los corazones vuestros, siempre apasionados por mí…» «Pamplona, 29 de marzo de 1810.»
* * *
Que los franceses especularan con la cabeza de Mina probaba, entre otras cosas, la mucha importancia que para ellos tenía el haber capturado al guerrillero. El general Dufour rebosaba de satisfacción. Seguro de que aquello le permitiría restablecer el orden en el territorio de su mando, resolvió escribir un parte diario sobre todo lo relativo a la captura y sus frutos, y se apresuró a formular elogios y hacer recomendaciones para las recompensas.
En esto último su entusiasmo rebasaba todo límite. No sólo quería que se premiara al cazador Thirienne, que puso el primero la mano sobre Mina, y al gendarme Michel, que lo hirió, y al gendarme Gallien, que cogió la yegua y las pistolas, y al subteniente Perrin, que mandaba la sección de gendarmes, y al capitán Brunneau, que mandaba la gendarmería, y al comandante Schmitz, que mandaba la columna; solicitaba, además, tras de recomendar en junto a todos los soldados presentes en el combate, que se premiara a los mayores Pelage y Déferny, jefes de otras dos columnas que habían llevado la persecución a buen término, y, no contento aún, mencionaba de modo especial a su ayudante el general Reynaud, «oficial meritísimo, que le había ayudado mucho en aquella coyuntura».
Días después, Napoleón pediría en Compiègne datos para premiar a quienes tan bien servían los fines del imperio, y el príncipe de Neuchatel y de Wagram, mayor general del ejército de España, se apresuraría a informarle que las primeras recompensas, aparte de los ascensos que se concediesen, ya se habían otorgado: mil quinientos francos al comandante Schmitz, ciento cincuenta a los dos gendarmes y al cazador, y sumas menores a todos los componentes de la columna.
Era un hecho que lo acaecido en Labiano se prestaba a cálculos militares y políticos. La caída de Mina, casi tanto como a Navarra, interesaba a Vizcaya y Aragón, y así venían a decirlo, cada uno a su manera, los generales gobernadores de las tres provincias. Porque no sólo Dufour informó sobre el suceso; lo comunicaron también Thouvenot, gobernador de Vizcaya, y Suchet, gobernador de Aragón. Si el mariscal Augereau, que mandaba en Cataluña, hubiese hecho otro tanto, la cosa habría tomado en el papel la trascendencia verdaderamente pirenaica que acaso tuviera en los hechos. Dufour decía: «Mina, el principal de los guerrilleros, ha caído por fin en nuestras manos. El acontecimiento es de grande importancia en esta región, donde Mina gozaba de confianza y crédito extraordinarios». A esto añadía Thouvenot: «Mina es un brigante habilísimo; conoce sin duda el nuevo plan de insurrección, que habría de hacerse con desembarque de municiones en la costa; desplegaba grande actividad, inteligencia, tenacidad y valor en la causa que había abrazado». Y en cuanto a Suchet, no era menos expresivo. Tras de reclamar para sí parte de la gloria, pues uno de sus generales, decía, empujó a Mina desde las Cinco Villas hasta Navarra, terminaba ferozmente: «Importa a la tranquilidad de las provincias del Ebro que este bandolero de peligrosa celebridad reciba ejemplar castigo: que el bosque del Carrascal, teatro de sus crímenes, sea también el de su vergüenza».
En Compiègne, el primer inspector de la Gendarmería Imperial haría luego, como glosa de las opiniones militares francesas, este resumen: «Importa sobre todo la captura de Mina, porque él, con sus nuevos planes, hubiera interrumpido la línea del Mediterráneo al Atlántico».
* * *
A las veinticuatro horas de su ingreso en la ciudadela, se practicó a Mina la primera curación. En ello estaba el cirujano, cuando el comandante de la plaza, también presente, permitió que entraran a hablar con el preso, no obstante haber órdenes de incomunicación rigurosa, el secretario y uno de los ayudantes del general D’Agoult, M. Théophile. El general Reynaud, que sobrevino casi al mismo tiempo, se airó al descubrir tamaña anomalía, increpó al comandante de la plaza, le impuso un arresto y ordenó que salieran los dos oficiales de D’Agoult, todo ello en presencia del médico y el prisionero.
Este incidente y otro más —el que se suscitó a la otra mañana al encontrarse y hacerse de palabras Reynaud y D’Agoult en la propia puerta de la ciudadela— dieron cuerpo a lo que empezaba a susurrarse en Pamplona: que D’Agoult y Dufour, por obra de la prisión de Mina, no ocultaban ya sus celos y rivalidades. D’Agoult, en efecto, veía con malos ojos que su sucesor hubiese logrado en pocas semanas lo que él no pudo obtener en muchos meses de mando; y Dufour, descontento de los servicios de su antecesor, a quien consideraba peligroso por sus muchas relaciones con navarros, y capaz de los negocios más turbios, no escondía el recelo de que la gente de D’Agoult, dada la importancia de Mina y el enorme interés que su suerte despertaba, llegara hasta procurar la fuga del preso si había quien la pagara con largueza. ¿No se aseguraba que ya Mina otra vez, en grave apuro, había conseguido librarse de sus perseguidores mediante cierto dinero que mandó a Théophile? En todo caso, «para nadie —decía Dufour— son un secreto los negocios que Théophile hace a beneficio de su jefe, y ahora es evidente (sobre todo esto no me cabe la menor duda) que la prisión de Mina los ha afligido».
Un remedio tenían los temores del gobernador: fusilar o ahorcar a Mina inmediatamente. Pero esto, poco acertado en lo militar, porque quitaba a los franceses la ventaja de servirse del prisionero, en lo político parecía a Dufour una verdadera imprudencia. ¿Cómo no oír, cómo pasar por alto la agitación que en torno suyo hacían, para que no dictase sentencia de muerte, todas las fuerzas sociales de Navarra? ¡Singular personaje el tal Javier Mina! Se indagaba su edad: veinte años; se inquiría su profesión: estudiante. Y he aquí que el señor general de división Jorge José Dufour, caballero del Imperio, comandante de la Legión de Honor, gobernador de Navarra, y dueño, por derecho de conquista, de imponer la ley a comarcas enteras, no estaba muy seguro de que lo más cuerdo fuese respetar la vida de aquel enemigo casi imberbe. Sin embargo, sus dudas hubieran podido ser todavía mayores, pues una semana después, Napoleón, enterado de la captura del guerrillero, dictaría y firmaría estas palabras perentorias: «Atended a que Mina sea pasado por las armas lo más pronto posible».
Tras cuatro días de vacilaciones decidió Dufour que lo mejor era mandar a Mina fuera de Navarra, lo cual comunicó en el acto al príncipe de Neuchatel. «He creído político —le decía— retardar el consejo de guerra; pero como no estimo prudente que el prisionero permanezca aquí, mañana saldrá para Bayona custodiado por 400 hombres que llevan orden de matarlo si sobreviene algún ataque serio.»
En efecto, se tomaron las providencias necesarias: se ordenó la formación de la columna que conduciría al prisionero; se sacó a éste de la ciudadela y se le puso guardia de vista en espera del momento en que debería partir. Y para mayor eficacia en los fines políticos, se redactó una proclama destinada a ver la luz cuando ya el preso estuviera en camino.
Dufour, en este nuevo documento, se pintaba de cuerpo entero; sin eufemismos, sin rebozos. Su propósito era destruir el prestigio de Mina, como medio infalible de que el espíritu navarro se doblegase definitivamente; y a fin de lograr tal objeto, el gobernador injuriaba y denigraba al caudillo vencido, atribuyéndole, con dolo, una actitud opuesta a la que acababa de reconocérsele en los informes oficiales. En el parte sobre la acción de Labiano, Dufour había dicho dos días antes: «El comandante Schmitz atacó por tres puntos con grande impetuosidad. Mina, el más valiente de los guerrilleros, quiso ser el último en abandonar el campo de batalla. Entonces tres soldados cayeron sobre él y uno le asestó un sablazo». Luego, al informar acerca de las cartas escritas por Mina horas después de su prisión, Dufour había explicado en términos nada equívocos: «Mando también aquí la traducción de dos de las cartas que le hicimos escribir». Pues bien, todo esto, esencia real y verdadera del episodio, no sólo lo olvidaba el gobernador al redactar ahora la proclama, cosa que podría parecer natural, sino que lo recordaba falseado, invertido hasta producir la imagen de un Mina cobarde e implorante. En sus párrafos principales la proclama decía así:
«Navarros: Si el Dios de los Ejércitos protege a los valientes que con honor sirven a la patria, también castiga con severidad a quienes, poniéndose al frente de las cuadrillas de malhechores, asuelan su país, siendo de él el azote más terrible».
»Mina es de esto el más visible ejemplo. El decantado Mina, que llegó a seducir a tantos insensatos; el Mina que se suponía tan valiente, no tuvo esfuerzo bastante para exponerse a morir: prefirió dejarse sorprender y ser cogido.
»Insurgentes y cuantos no se han sujetado en el término prescrito por mi proclama del 10 de marzo último: todos merecéis la pena de muerte. Mas por si acaso la presencia de Mina os alentaba, quiero todavía, ya que os falta ese apoyo, daros una última prueba de mi indulgencia. Deseo que la prisión de Mina os sirva de ejemplo y os traiga a la senda del deber. Me ha ofrecido que si le concedía la vida vosotros depondríais las armas. ¡Ea, pues! Sois dueños de su suerte, que está en vuestras manos: lo he enviado a Francia y su cabeza me responderá de vuestra pronta sumisión».
Los insurgentes contestaron al gobernador acercándose una de aquellas noches a las puertas de Pamplona e inmolando allí, al pie mismo de los muros, cinco prisioneros franceses, es decir, un número de víctimas exactamente igual al de los guerrilleros que Schmitz había fusilado después del combate de Labiano. ¿Estaba claro que ni amenazas ni exhortaciones doblegarían el ánimo de Navarra? Así tendría que reconocerlo Dufour cuando otros hechos lo obligaron a escribir de allí a poco: «La captura de Mina ha afectado mucho a las partidas de voluntarios, pero todas, a lo que parece, persisten en llevar la guerra adelante».