II
Los Insurgentes
La expedición fué bien recibida en Soto la Marina. El jefe procedió desde luego a nombrar alcalde y demás autoridades. Hizo que las lanchas subieran de la playa, por el río, un cañón, municiones y otros efectos. Al conde de Ruuth, que manifestó deseos de reembarcarse con el comodoro Aury, se le sustituyó en el mando de la caballería ascendiendo a mayor al capitán suizo Maylefer. Quedó instalada la imprenta que se traía desde Inglaterra, y pronto vieron la luz el manifiesto de Gálveston y el primer boletín de la expedición. Se redactó una proclama a las tropas europeas que operaban en el país.
Mina se sentía satisfecho del feliz principio de su empresa. Más de 100 hombres vinieron a pedirle que los alistara en sus filas. Se le presentaron también el teniente coronel realista Valentín Rubio y un hermano suyo, por cuya mediación se adquirieron buenos caballos para el regimiento de dragones y para un cuerpo de húsares —jinetes de profesión que se incorporaban—. Pudo así Mina explorar el país y hacer que lo recorrieran partidas que De la Garza no molestaba, y de las cuales una llegó hasta la capital de la provincia.
Entretanto, Aury se había alejado con su escuadrilla y el Congreso Mexicano, cuya compra ajustó con Mina. Sólo quedaron cerca de la desembocadura del río la Cleopatra, el Neptuno y la Elena Tooker, buques que días después fueron atacados por barcos de guerra que el virrey mandó de Veracruz. La Elena Tooker levó anclas y escapó; la Cleopatra y el Neptuno, abandonados por sus tripulantes, cayeron en poder de la escuadra realista.
Tanto por esta pérdida, como por los preparativos que el general Arredondo hacía en la comarca para enfrentarse a los invasores, Mina resolvió construir un fuerte. Su idea era dejar los almacenes al cuidado de una pequeña guarnición, mientras él y el grueso de las tropas avanzaban al interior del país hasta comunicarse con los insurgentes. Toda la división puso manos a la obra y en poco tiempo el fuerte se halló en estado de admitir que sobre sus baterías se montasen varios cañones.
Cuando se supo que Arredondo se acercaba con 2,000 hombres y 17 piezas de artillería, Mina dispuso la marcha. La temeridad de la empresa empezó entonces a dibujarse en toda su amplitud: el país, en poder del enemigo; los barcos, echados a pique. Asustados de aquello, el coronel Perry, el mayor Gordon, otros oficiales y 51 soldados desertaron hacia Matagorda —luego se sabría cómo acababan todos al encontrarse con tropas realistas salidas de San Antonio de Béjar—; pero, a pesar de eso, se mantuvo firme el ánimo de las fuerzas restantes.
El 24 de mayo Mina se puso en movimiento al frente de 300 hombres. Con aquella minúscula fuerza iba a desafiar todo el poderío de los virreyes de Nueva España. ¿Se daba cuenta de su verdadera situación? Al aventurarse hacia el corazón de México era evidente que se lanzaba a una de las más audaces empresas militares que jamás se han concebido.
* * *
Eludiendo con rapidez la columna del teniente coronel De la Garza, la división se dirigió al sur de la provincia. En una hacienda del tránsito Mina se apoderó de muchos efectos, que hizo distribuir entre la tropa. Entró en la villa de Horcasitas, cerca de la cual cogió 700 caballos que un coronel realista tenía allí, y eso le permitió montar a toda la división. Como su propósito no era combatir desde luego, sino evitar todo encuentro y doblar jornadas hasta reunirse con los insurgentes del Bajío, burló los movimientos de las tropas realistas que trataban de salirle al paso, y con tal tino obró, que estaba ya muy cerca de la provincia de San Luis Potosí mientras sus perseguidores se hallaban todavía a dos jornadas de Horcasitas.
A la salida de la sierra, sobre Valle del Maíz, quiso venir al encuentro de Mina un capitán destacado allí con un escuadrón de dragones. Eran apenas 150 hombres. Mina los llevó en derrota hasta el pueblo mismo, que el capitán y los suyos abandonaron, y con sólo veinte húsares los persiguió luego hasta el valle de San José. Consecuencia de esta primera acción, librada el 8 de junio, fué que Mina, por la intrepidez y habilidad de que dió pruebas, se ganara la confianza y el afecto de sus soldados, a la vez que ellos dejaban ver que su valentía y decisión no eran pocas.
Valle del Maíz, a orillas del Pánuco, vivía entonces en gran abundancia. Mina mandó que la tropa se abstuviera hasta del menor desorden y sólo exigió a los vecinos una contribución en dinero y algunos artículos indispensables. Quiso al pronto proporcionarse algún descanso; pero enterado de que se le aproximaba una columna, la del general Armiñán, dos días después reanudó la marcha hacia el Bajío, casi en el mismo momento en que la caballería de Armiñán entraba en Valle del Maíz. Uno de los húsares, que allí quedó herido, cayó luego prisionero y fué fusilado.
A marchas forzadas, la noche del 14 de junio llegó Mina a la hacienda de Peotillos, a quince leguas de San Luis Potosí. El mayordomo y los criados habían huido llevándose el ganado y las provisiones. Fatigada, hambrienta, la tropa se echó a dormir, segura de poder hacer rancho conforme llegase la mañana. Pero al día siguiente, Armiñán, que también había doblado jornadas, se presentó a la vista de Peotillos con 2,000 hombres. Sabía —por un rezagado a quien interrogó y fusiló después— que los soldados de Mina no pasaban de 300.
Inevitable, la batalla se libró. Duró tres horas. Contra fuerzas siete veces superiores, la división se batió en circunstancias y con arrojo apenas creíbles. La arenga previa de Mina había sido contestada con tres hurras afirmativos de que los soldados seguirían a su general a todas partes. Y el resultado fué una victoria tan absoluta, que hubo jefe realista que salió huyendo en ancas del caballo de un corneta, y el propio Armiñán no paró la carrera hasta San José, pese a su jactanciosa orden del día. Porque suponiendo por anticipado que saldría vencedor, esa mañana se había felicitado de tener a Mina a su alcance y había dispuesto no dar cuartel ni empezar el saqueo hasta no acabar la matanza. El triunfo sobre tan numeroso enemigo costó, sin embargo, enormes sacrificios: Mina tuvo 11 oficiales muertos, entre ellos 8 de la Guardia de Honor y un navarro, Lázaro Goñi, y 19 soldados muertos y 15 heridos. Total: 56 bajas, la quinta parte de todo su ejército.
Para eludir nuevo combate en condiciones tan adversas, a las dos de la madrugada del día 16 salió oculto de Peotillos, que en seguida sería ocupada por Armiñán. En la Hedionda, el cura lo recibió con repiques, mientras en secreto tomaba acerca de las fuerzas informes que comunicaría luego a los realistas. En la hacienda del Espíritu Santo, abandonada por el dueño y todos los hombres —aunque fortificada—, las mujeres salieron en procesión con la imagen de la Virgen. Imploraban que se les ahorrasen los atropellos de que se creían amenazadas, y casi tomaron a milagro el ver que aquellas tropas respetaban personas y cosas y lo pagaban todo con dinero.
El pueblo de Real de Pinos, fortificado y defendido por 300 realistas con 5 cañones, intentó resistir. Por la noche, 15 soldados de Mina lograron pasar, en silencio, de azotea en azotea, descolgarse en la plaza, sorprender la guardia, apoderarse de la artillería y producir así la caída de la población, que, en castigo de su resistencia inútil, fué entregada al saqueo, aunque con tal respeto a las personas, y para las cosas santas, que a un soldado que robó los vasos de una iglesia se le fusiló con la división delante. Los trofeos de este nuevo triunfo sumaron una bandera, cuatro cañones y pertrechos en abundancia.
Tenía Mina que atravesar las áridas llanuras de Zacatecas; pero, de súbito, tres días después de marchas fatigosas, casi sin víveres, apenas con agua, la descubierta de la división se encontró con una partida de insurgentes. Sin noticia alguna sobre Mina, y ante tropas con buenos uniformes, la partida insurgente se creyó en presencia de los realistas y empezó a disparar. No sin trabajo se aclaró el error; quedó en rehenes el jefe de la descubierta, y varios de los insurgentes pasaron a hablar con Mina, cuya alegría, y la de toda la división, no conocieron límite al ver que el primer propósito de la empresa, unirse a los revolucionarios, se había al fin conseguido.
Mina fué a saludar al jefe de la partida insurgente, don Cristóbal Nava, y en la tarde volvió con él al campamento. Nava, vestido de charro al estilo de México, con sombrero de ancha toquilla de plata y una estampa de la Virgen de Guadalupe en la copa, llamó la atención de los soldados de Mina, que no admiraron menos el peculiar aspecto de los soldados insurgentes, bien montados y bien armados.
* * *
Enterado Mina de que a cinco leguas de allí estaba un rancho donde podía alojarse, y cuatro leguas más adelante el fuerte del Sombrero, se puso en marcha lleno de satisfacción. Por los altos de Ibarra se descubrió en la llanura un considerable cuerpo de realistas, que, por fortuna, no hizo intento de trabar pelea. En el rancho se encontraron abundantes provisiones. Un oficial de la división pasó al fuerte del Sombrero, cuyo jefe, D. Pedro Moreno, mandó a Mina felicitaciones por su llegada. Le instó también para que se trasladase al fuerte y trasmitió la noticia a la Junta insurgente, reunida en Jaujilla, que a su vez difundió por todas partes la nueva del suceso.
Mina y su división entraron en el fuerte del Sombrero el 24 de junio. Se le recibió con las más cordiales muestras de regocijo. Llegaba con 269 hombres, 25 heridos entre ellos; en un mes había andado 220 leguas por territorio que dominaban los realistas; en su marcha, casi siempre a la vista del enemigo, había padecido toda suerte de privaciones, había ganado dos acciones reñidas —una contra fuerzas mayores siete veces— y había sometido un lugar fortificado. Con gran prestigio entre su gente, que siempre lo vió a la cabeza en las horas de peligro y esmerándose en dar buen ejemplo, su reputación a ojos de los mexicanos fué desde luego tan grande, que él y sus soldados parecían a muchos casta de hombres distintos de los demás.
Nuevo combate, en que Mina derrotó al comandante general de Guanajuato, al salirle éste al encuentro, confirmó aquel parecer. Porque Mina no dispuso entonces sino de 200 hombres de la división y 130 de Moreno, más un aparente refuerzo de 400 soldados de infantería, casi sin fusiles, y así y todo obtuvo magnífica victoria. Su triunfo fué de tal magnitud, que, a cambio sólo de ocho muertos y nueve heridos suyos, quedaron 339 muertos y 220 prisioneros de los 700 realistas que habían venido al ataque. Esto permitió a Mina volver al fuerte del Sombrero con dos piezas de artillería, 500 fusiles y gran acopio de municiones, todo quitado a los realistas. En Jaujilla, aquel hecho de armas se celebró con Te Deum, salvas, música, iluminación y fuegos artificiales.
Tras corto descanso, Mina, acompañado de Moreno, volvió a salir del fuerte, y el 7 de julio, sin que se le sintiera, cayó sobre la hacienda del Jaral, que estaba fortificada y guarnecida; en ella se apoderó de 140,000 pesos de plata y cuantiosos víveres.
Al regresar de expedición tan audaz se encontró con que lo esperaban en el fuerte del Sombrero, para saludarlo, el padre Torres, nombrado teniente general por la Junta de Jaujilla, y los comisionados de ésta. Tratóse de concertar el plan de las operaciones, que por entonces se reducirían a conservar los sitios fortificados, y se dió a Mina el mando supremo. El padre Torres —ocultando apenas la envidia que le causaba el engrandecimiento del recién llegado— consintió en ceder el primer puesto, aunque sólo por consideración especial, pues dijo ser él a quien el mando, por derecho, le correspondía. Como Torres, por otra parte, asegurara disponer de 6,000 hombres, que desde luego dejaba a las órdenes del nuevo jefe, Mina contestó que, siendo así, marcharía directamente sobre la capital.
Sus ilusiones, sin embargo, empezaron a disiparse tan pronto como se ahondó su intimidad con aquellos insurgentes. No advertía Mina entre ellos más que ignorancia y desorden, y, en vez de los nobles motivos y ardiente entusiasmo que debieran vibrar allí en favor de las libertades, sólo hallaba voluntades anárquicas y bajas pasiones. Ocultó, con todo, la pesadumbre que esto le produjo, y si la descubrió en secreto a varios de sus amigos, aún se lisonjeaba de dar a la revolución nuevo espíritu, contando para ello con la ayuda y sacrificio de algunos jefes. Tal cooperación la halló sólo en Moreno, Borja, Ortiz y otros cuantos. Los demás, bien por desconfianza respecto de la sinceridad de Mina, bien por otras causas, se mantuvieron siempre tan opuestos o fríos, que su actitud habría de ser funesta para todos.