XVII

La Horie

Hacia mayo de 1811 un general francés, Víctor Fanneau de La Horie, vino a figurar entre los presos que ocupaban el piso donde estaba Mina.

La Horie acababa de sufrir cinco meses de incomunicación rigurosa en uno de los secrets de la torre. Era hombre como de cuarenta y cinco años, de aspecto benévolo, de muy buenas maneras. En 1804, al abortar la conspiración de Pichegru y Cadoudal contra el Primer Cónsul, se le tuvo por cómplice de Moreau, y desde entonces, condenado primero a muerte, luego a destierro, había conseguido vivir oculto en París, pese a la enconada persecución que se le hacía. Su arresto daba idea de la perfidia de Savary. Tras cinco años de tribulaciones azarosas, La Horie pudo al fin encontrar refugio seguro en casa de un viejo compañero de armas, el coronel Hugo, de uno de cuyos hijos, Víctor, niño de imaginación y elocuencia extraordinarias, La Horie era padrino. Pero meses después Savary, despechado de que su cacería no diese ningún fruto, varió de táctica: hizo llegar al fugitivo seguridades de que no se le perseguiría más y aprovechó, para prenderlo, la confianza que tales promesas inspiraron.

La Horie y Mina, compañeros de celda, no sólo trabaron buena amistad, sino que aprendieron pronto a matar juntos muchas horas de su encierro. Los unía el ser ambos, aunque por distintas razones, víctimas de un mismo poder. Los acercaba el amor al arte de la guerra y a la gloria de las armas, espoleado aquí por dos circunstancias propias para completarse. Una era que mientras La Horie, militar técnico hecho en la cultura de Francia, había subido hasta muy altos puestos, Mina, soldado casi imberbe, guerrero por instinto, empezaba apenas su carrera. La Horie, por otra parte, sentía la inclinación de enseñar, mientras en Mina había grandes deseos de aprender. De todo ello resultó que La Horie fuera aficionándose a dar a Mina explicaciones metódicas sobre diversos asuntos, verdaderas lecciones que Mina escuchaba y aprendía; y de este modo se produjo el raro caso de que un antiguo colaborador del general Moreau, un ex jefe del estado mayor del Ejército del Rin, enseñara táctica y estrategia al guerrillero que en España había probado la gloria batiéndose contra las tropas del imperio.

Un fondo de valoraciones éticas acompañaba aquellas enseñanzas: el que de sí daba la personalidad de La Horie, que además de militar de primer orden era hombre de valor poco común, de gran rectitud espiritual y de ánimo sereno y generoso. Movido por su austeridad cívica, exclamaba a menudo: «Antes que todo, la libertad», y buen lector de los clásicos, se hacía traer a la prisión libros que exaltaban las virtudes ciudadanas y los supremos atributos del héroe. Sus autores favoritos eran Tácito, Plutarco, Polibio, Jenofonte; los cuales, puestos luego en manos de Mina, prendían en el espíritu del discípulo idéntica llama a la del maestro. Bajo la tutela del general francés, el guerrillero español leía y comentaba, dentro del recinto que en otros siglos albergara grandes ambiciones regias, La anábasis, Las vidas, Las historias, Los anales. De noche, en el silencio del donjon, las sombras, mal ahuyentadas por la vela, solían poblarse de visiones del mundo antiguo, hasta que, de pronto, un graznido próximo rompía el encanto: eran las cornejas de la capilla gótica, que venían a revolotear cerca de las ventanas de la torre. Si hacía luna se las veía pasar en vuelo quebrado, colgantes las patas, negro el bulto contra el azul plata del cielo.

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En la rigurosa clausura de Vincennes —tan absoluta a veces que hacía esperar como algo amable la visita del médico o de los consejeros de Estado— el menor cambio interior, el más leve atisbo de lo de afuera cobraban proporciones de grande acontecimiento.

Mina, hasta la llegada de La Horie, había seguido el proceso de su herida no con el interés que todo enfermo concede a sus dolencias, sino con la atención minuciosa de quien está explorando mundos nuevos. El modo como su brazo, tras de amenazar anquilosársele en la estrechez de la incomunicación, había recuperado vigor y movimiento al solo contacto del aire libre, se le convirtió en objeto de contemplación, fué suceso no menos atractivo, por su riqueza episódica, que la tenebrosa historia de la torre y el fusilamiento del duque de Enghien. Pero luego, la curación de la herida y, más aún que eso, la presencia de La Horie, confortadora y reanimadora, contribuyeron a que Mina fuera interesándose en los pequeños incidentes de su cárcel.

Cuatro categorías de presos había en Vincennes: la de los personajes poderosos, que lo pagaban todo de su peculio; la de otros, no menos importantes, cuyos gastos eran por cuenta del imperio; la de los reclusos pobres a quienes se guardaban ciertas consideraciones, y la de los infelices en quienes se cebaba la brutalidad de un régimen carcelario execrable. Dentro de estas categorías, los presos, ya en grupos, ya en aislamiento individual, vivían sin comunicarse todos entre sí, y era también muy raro que los individuos de una categoría se comunicaran con los de otra. Sin embargo, a pesar de que en muchos casos el alejamiento era absoluto, en las salas comunes algo se sabía siempre respecto de los presos más ocultos o remotos. Sabíase, por ejemplo, de don José de Palafox, a quien muchos jamás veían, que frecuentemente se regalaba con grandes festines solitarios. Contaban del obispo de Troyes, preso con los demás prelados en el primero y segundo pisos de la torre —las salas regias de los siglos XIV y XV—, que entretenía las horas decorando al temple las paredes de su celda. A un prisionero se le suponía en el goce de las supremas consideraciones: al multimillonario Ouvrard. Y contrapuesto a él, en el polo de las privaciones más crueles, se pintaba a otro preso a quien tampoco se veía nunca: al guerrillero español Abad, cuya espantosa incomunicación parecía destinada a perpetuarse año tras año.

En lo concerniente a los carceleros, el interés de los reclusos no era menor. El cantinero, David —que jamás ponía manteca en la comida, sino sebo; que igual adulteraba el vino de los presos ricos que el de los pobres; que las más de las veces daba un pan que no podía mascarse, y que por todo cobraba precios exorbitantes—, era blanco de eternos vituperios y abominaciones. Suceso sin precedente fué el relevo del alcaide, Gillet, substituido por otro teniente de la gendarmería d’élite, Lelarge, que llegó prometiendo mejoras en la situación de los prisioneros, y que, en efecto, algo hizo. Poco después del relevo fué menos mala la comida; se dió a los guardias, en lugar de los harapos que tan siniestros los hacían, uniforme compuesto de tricornio, casaca y pantalón, la casaca con muchos botones y emblemas imperiales; incluso se creó una pequeña biblioteca de autores clásicos y modernos.

Pero en punto a novedades interiores, pocas había como la llegada o salida de algún preso. Si éste entraba o se iba a la luz del sol, los de las salas centrales solían verlo pasar, entre gendarmes, por el patio mayor del castillo, cuyo trajín paraba entonces un momento. Si el suceso ocurría de noche, en los días siguientes se iba poniendo poco a poco en claro para todos, o casi todos. Uno o dos meses después de llegar Mina —esto lo sabría él con el tiempo— habían salido los hermanos Polignac. Posteriormente al ingreso de La Horie se fué Ouvrad; luego, el abate Laneufville; luego, el general Desnoyers. En agosto de 1811 una orden del emperador, dictada en consulta con los consejeros de Estado, puso libre a la mayoría de los presos, y entonces sólo quedaron en la torre, además de los eclesiásticos, trece civiles y militares, entre ellos Mina, Palafox, Abad, La Horie. Este último escribía sin tregua cartas donde reclamaba que se le sometiera a juicio; pero como a Mina en los primeros meses de su prisión, se le contestaba con el silencio.

Algunos periódicos, que lograban furtivo acceso hasta ciertas celdas, traían a los prisioneros, de cuando en cuando, vago rumor de las inquietudes militares y políticas del mundo. Solían también traerlo las raras visitas que algunos presos podían recibir, y más aún si el visitante pasaba del locutorio. Buenas o malas, las nuevas se propagaban entonces gracias a los contactos parciales del jardín o al hilo transmisor que el paso de algunos guardas tendía de celda en celda y de piso en piso. A veces, como eco lejano, resonaba en el espíritu de Mina la tremenda lucha de España contra Napoleón: se desvanecían de súbito las realidades inmediatas de la cárcel; cobraban curso libre las evocaciones de Navarra, conmovida por el torbellino de sus guerrilleros. Pero disipada luego la ensoñación bélica y heroica, la evidencia de la prisión reasumía su imperio.

Una noticia, apenas creíble para Mina, hizo que en los primeros meses de 1812 su pensamiento no abandonara las imágenes de la resistencia española. ¡Blake, el vencedor de Alcañiz, el que fuera general en jefe del ejército de Cataluña, había caído prisionero en Valencia y estaba ahora encerrado ahí, en Vincennes! ¿Cuándo, cómo había llegado? Y se sabía que con él estaban otros cuatro generales españoles: O’Donnell, Zayas, Lardizábal y La Roca, cuya presencia fué trasluciéndose por indicios y conjeturas, pues a todos, salvo La Roca, se les designaba —como a Palafox— con nombres incompletos o falsos.

Fué también por ese tiempo, o poco antes, cuando los trabajos del arsenal crecieron de tal modo que pronto llegaron a ser febriles. Los domingos no se oía ya en la torre la musiquilla con que las guinguettes del pueblo atraían a la multitud parisiense. La ahogaba el ruido, persistente y confuso, de las fábricas militares, que no descansaban. Y todavía así, algún suceso anunciaba diariamente que la fabricación de armas, de municiones, de vestuario, tendía a ser mayor. Se construían cobertizos y se instalaban otros talleres. Se almacenaban monstruosas cantidades de pólvora —hasta ciento cincuenta carros de ella llegaban en un día solo— para dar abasto a la producción diaria de trescientos mil cartuchos de fusil y cuarenta mil de cañón. El nuevo director del arsenal, Daumesnil, llenaba el castillo con su actividad múltiple e inagotable. Más de cien veces cruzaba a diario los patios, pese a su pierna de madera. Era un tipo fabuloso: a los treinta y seis años de edad tenía en su haber veintidós campañas, veintitrés heridas, ocho banderas cogidas al enemigo, cuatro generales prisioneros. En la batalla de Arcola había cubierto con su cuerpo a Napoleón; en la de Wagram, según cargaba al frente de uno de los regimientos de la Guardia, una bala de cañón le había arrebatado la pierna.

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En mayo de 1812, La Horie recibió aviso de que el gobierno imperial decidía enviarlo desterrado a los Estados Unidos. En junio Napoleón declaró nueva guerra al Zar. El 14 de julio, mientras el emperador y el Grande Ejército avanzaban por las llanuras de Rusia, La Horie obtuvo que se le trasladara a la prisión de La Force, en París, para ultimar desde allí su viaje a América.

Mina se quedó entonces sin el amigo y maestro con quien había vivido más de un año, y conforme pasaron las semanas fué plegándose a la idea de que acaso nunca volviese a saber de él. Pero a fines de octubre, la torre de Vincennes, igual que París y, días más tarde, Francia entera, se estremeció con la noticia de que La Horie y otros dos generales, Malet y Guidal, tras de fugarse de las prisiones donde se les recluía, habían puesto en obra una conspiración que estuvo a muy pocos pasos de acabar con el imperio.

El suceso, por lo extraordinario y súbito, apenas podía creerse. De la campaña de Rusia habían venido recibiéndose, desde el principio, boletines nada tranquilizadores. Napoleón avanzaba, avanzaba siempre, pero su avance, más que marcha por el interior de un país, semejaba atracción maléfica de interminables llanuras deshabitadas. A la semana de iniciarse la guerra, las tropas napoleónicas, mal provistas de forrajes y de pan, habían perdido 50,000 hombres sin dar una batalla ni quemar un cartucho. ¿Iba Napoleón en pos de un enemigo fantasma, de un enemigo que lo aniquilaría con sólo atraerlo y evitarlo?

En este ambiente de inquietud, un prisionero de Estado, el general Malet —a quien poco antes se había sacado de La Force para llevarlo a un sanatorio—, consideró la posibilidad de que Napoleón muriera en Rusia, e imaginando lo que entonces ocurriría al llegar de pronto la noticia a París, y tomando esto como base, se puso a urdir, él sólo, un plan para el restablecimiento de la república. Cuatro fueron sus primeros auxiliares: un clérigo realista apellidado Lafon, que estaba preso con él y que creía conspirar en favor de los Borbones; un cabo casi imbécil, Rateau, que al escribir lo que Malet le dictaba suponía estar copiando documentos para la historia de Francia; un estudiante llamado Boutreux, y un sacerdote español, Caamaño, a quien se dijo que sólo se trataba de libertar a Fernando VII.

Con la ayuda de Lafon y de Rateau, Malet hizo, en el secreto de su cárcel, toda una documentación que simulaba medidas de gobierno tomadas de improviso al saberse en París la muerte de Napoleón en Moscú. Un senadoconsulto desposeía del trono a la familia imperial y nombraba un gobierno que proclamaría la república. Al general Malet se le hacía gobernador militar de París y comandante de la Primera División, en sustitución del general Hulin. Al general Lecourbe se le nombraba jefe del Ejército del Centro. En otros documentos, Malet, como gobernador militar, designaba a La Horie jefe del Estado Mayor General, ponía a las órdenes del general Guidal las fuerzas encargadas de proteger el Senado y dirigía a las tropas de París una proclama favorable al nuevo gobierno.

No era lo menos extraordinario de estos documentos la perfección minuciosa con que se les había falsificado. De tal modo estaban en regla, que no faltaba una disposición, un sello, una firma ni nada de cuanto en realidad se hubiese requerido, de ser cierta la caída del imperio, para mantener el orden y asegurar el ejercicio del nuevo poder.

Listos así los preliminares, Malet preparó su fuga y la de Lafon y dió cita en casa de Caamaño, para el 22 de octubre a medianoche, a Rateau y Boutreux. Cuantos habían de figurar luego en el desarrollo de la trama ignoraban por completo, al realizarse la fuga, la complicidad y el papel que Malet les tenía asignados.

El momento era propicio: casi no había noticias de Napoleón y su ejército, perdidos en la inmensidad de Rusia después del incendio de Moscú. Malet se vistió de uniforme en casa del sacerdote español, montó a caballo y, a las dos de la madrugada, seguido de Rateau como ayudante, y de Boutreux como comisario de policía, se presentó a dar órdenes en el cuartel de la 10.ª Cohorte. El coronel estaba enfermo; hubo que ir a buscarlo a su casa. Malet, tras de enterarlo de la muerte de Napoleón y leerle las resoluciones del Senado, le mandó poner en pie y armar a la cohorte, que desde luego debía salir a la calle dando escolta al nuevo gobernador militar de París. El coronel obedeció.

Dieron en esto las cuatro de la mañana. Cerca de las cinco, Malet, al frente ahora de la cohorte, se dirigió a La Force para poner libres a La Horie y Guidal, lo cual consiguió sin grandes obstáculos, pues el alcaide, aceptando que Malet fuera en efecto el funcionario que simulaba, entregó en el acto a los dos prisioneros.

La Horie y Guidal recibieron allí mismo, bajo sobre cerrado, el nombramiento que a cada uno correspondía, y casi sin leerlo se dispusieron a obedecer. Malet ordenó lo siguiente: mientras La Horie y Guidal iban, con un batallón, a prender a Savary y a Pasquier —el prefecto de policía— él, con las demás fuerzas, se encargaba de apoderarse de Hulin, el verdadero gobernador militar, y Rateau iría a la vez a comunicar al comandante de la guarnición lo que Malet ordenaba, y otro oficial se presentaría a posesionarse del Ayuntamiento.

La Horie y Guidal consumaron su propósito: prendieron a Savary y a Pasquier, a quienes mandaron presos a La Force, y se adueñaron del ministerio de Policía y de la Prefectura. El comandante de la guarnición, considerando auténticas las instrucciones que Rateau le comunicaba, procedió a cumplirlas. En el Ayuntamiento ocurrió otro tanto. Pero Malet, que se había reservado la tarea más difícil, fué causa de que la conspiración fracasara debido a que su excesivo arrojo y su mala fortuna le depararon dos contratiempos: haber tenido que emplear las armas para someter a Hulin y haberse dejado sorprender y desarmar por dos ayudantes en el momento —eran las ocho de la mañana— en que conseguía instalarse en las oficinas del Estado Mayor.

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Creyendo acatar decisiones del Senado, La Horie había sido instrumento de una trama poco menos que diabólica. El 28 de octubre compareció ante un consejo de guerra con Malet, Guidal, Rateau y otros veinte acusados. El 29, a las cuatro de la tarde, él y trece reos más cayeron fusilados en la llanura de Grenelle.