VIII
Guerrillero
Vivo aún el recuerdo de Belchite, Mina se trasladó a Lérida entre los oficiales de Aréizaga, que había merecido ascenso a teniente general por su conducta en Alcañiz e iba a mandar las tropas en aquella ciudad de Cataluña.
El acaso, de este modo, favorecía las aspiraciones del presunto guerrillero. Porque en Lérida, al fin, Mina pudo comunicar ampliamente a su jefe cuanto había visto y oído cerca de los voluntarios navarros: pudo extenderse en reflexiones propias, bosquejar sus planes. Y la consecuencia de todo ello fué que el nuevo teniente general, gracias a sus recientes poderes, autorizase a su discípulo a levantar por sí mismo, y a capitanear, un cuerpo franco que se llamaría «Corso Terrestre de Navarra».
Mina acababa de cumplir veinte años. Era un mozo gentil y simpático; de buen porte y no mala estatura; fuerte, ágil, flexible. Elocuente con la palabra, afable en el modo, sabía ya insinuarse en las voluntades y atraerlas, pues era mucha su maestría para interesar a los otros en cuanto refería o imaginaba, así como su arte de convencer. Su solo aspecto predisponía a estimarlo. La inteligencia y el valor le asomaban a los ojos, que tenía brillantes, aunque pequeños, y la voluntad —profunda, indómita— iba definiéndosele en la energía del labio y en cierta firmeza, imponderable, que hacía ya precisas las facciones de su rostro, todavía juveniles. Verlo era como sentir presentes el impulso noble, el arrojo, la resolución, la serenidad.
* * *
Pamplona convirtió pronto en hecho visible la idea de que Javier Mina, el estudiante, se echaría al campo capitaneando una partida de guerrilleros. Varias conversaciones y juntas en la ciudad —seguidas de misteriosos viajes por los pueblos de la Cuenca y del contorno— encauzaron los primeros trabajos. ¿O podían los valles de la Cuenca, los valles de Mina, no ofrecer en el acto el puñado de hombres y de armas indispensable para empezar? Con su entusiasmo, él persuadía; con su aplomo, arrastraba. Atrajo hacia el proyecto, con ruegos y razones realzados por la firmeza, el apoyo de su padre y de toda su familia; buscó a sus antiguos condiscípulos; reanudó amistades aldeanas de los días en que, niño aún, iba, escopeta al hombro, de monte en monte y de río en río.
Todo comenzó haciéndolo él: desde imaginar cómo se pertrecharía una vez lanzado a la lucha, y cómo se enteraría de los movimientos enemigos, y cómo se comunicaría con Aréizaga, hasta escoger cuidadosamente, de antemano, el sitio infalible para su primer golpe —el que habría de valerle desde luego la confianza y la obediencia de su tropa—. Sería su primer caballo de batalla el de las labores agrícolas paternas; sería su primer proveedor su tío Clemente Espoz, vicario del Hospital Civil; sería su primer agente de informaciones secretas y su primer tesorero fray Casimiro Javier de Miguel, prior de Ujué.
* * *
En busca de la primera acción, Mina abandonó su casa en los días más calurosos de aquel año de 1809. Su gente, ya presta, lo esperaba en el sitio convenido. Eran doce hombres, labriegos los más. Los principales se llamaban Félix Sarasa, Ramón Elordio, Lucas Górriz. Entre ellos estaba el otro tío de Mina: Francisco Espoz.
Todos —armados de trabucos, de escopetas y de una que otra arma blanca— evocaban tan lejanas las fatigas militares, y tan próximas las faenas campestres, que su primer desfilar por entre las rugosidades del monte —desfilar lento, silencioso— se avino a maravilla con el distante panorama del valle. Aquellos hombres habían nacido para empuñar la laya, no el fusil: los llamaba el oro del trigo, que brillaba abajo recogido ya en millares de gerbas; iban, aunque mudos, respondiendo a los gritos de la trilla, coreando los cantos de los segadores.
Mina, naturalmente, había señalado para sitio de sus primeras tentativas guerreras el escenario que lo vió crecer. La reunión de su gente acababa de efectuarse arriba de Otano, en la sierra de Alaiz. Él y la partida treparon luego hasta los hayedos de la cumbre —para cruzarla en toda su anchura—, y después bajaron a emboscarse entre los carrascos del otro extremo de la falda. Una vez allí, tuvieron detrás, invisible, pero protector, el empinado pico de la sierra.
Hubo que esperar pacientemente, durante días enteros, la ocasión propicia. Caía a plomo sobre los campos el calor de agosto. Los bisoños guerrilleros, ocultos entre la tibia sombra del Carrascal, veían discurrir por la carretera de Pamplona a Tafalla sillas de posta, viandantes, caballerías, que de noche, al resplandor de las estrellas, se transformaban en tenues manchas movibles, en ruido de carros y bestias, en rumor de voces acompañadas a veces por un punto de luz. Pasaban también, de tarde en tarde, columnas de tropa enemiga y convoyes o correos militares; pero eran tan numerosas las unas, iban tan bien escoltados los otros, que lo juicioso era no moverse.
* * *
Por fin, una mañana, Mina se decidió a obrar. La partida, por adiciones espontáneas, había crecido algo: armas y hombres pasaban de quince. Por entonces también empezaban a recibirse de Pamplona y Tafalla informes sobre las tropas que de allá salían. Justamente el informe de esa mañana era favorable a tal punto, que la hora de probar fortuna no debía retrasarse. Mina apostó su gente, se colocó en acecho y esperó.
El aviso era exacto: a poco asomó en la lontananza, a pie, un grupo de soldados enemigos no más numeroso que la guerrilla, o acaso menor. Viéndolos venir, los hombres de Mina pasaron de las palabras a los susurros y de los susurros al silencio. Todos se mantenían inmóviles; mano al arma, atendían sólo a mirar. Los franceses se acercaban paso a paso. Según se vió por los uniformes, cuya negrura se destacaba sobre lo blanco del camino, eran artilleros. Traían las armas al descuido, venían charlando y riendo; nada sospechaban.
Mina los miró aproximarse y fué sintiendo una emoción imprevista, una emoción diversa de la de Belchite y Alcañiz. Sí, le latía el corazón —quizá le latiera más que en aquellas dos batallas; sentía brincos y retumbos dentro del pecho—; pero estos latidos, si más violentos, eran análogos a los de otra experiencia suya más lejana: la del día en que estuvo, agazapado entre las hayas de la sierra, atento al paso de su primer jabalí. De pronto se le irguió ante los ojos la actitud de cada uno de sus hombres. ¿Experimentaban también ellos esa sensación suya, esa sensación de estar cazando fieras?… En aquel momento, los franceses empezaron a pasar por delante de él: se oían claras, distintas, sus exóticas palabras…
Mina y los suyos —él acometido de un arranque ciego, irracional— brotaron de su escondite y se arrojaron encima de los artilleros con tamaña furia, que no sólo les coartaron todo movimiento, sino que no fué siquiera preciso el disparar: los diez enemigos —porque eran diez— rindieron las armas y se entregaron. ¡Magnífica victoria! ¡Magnífico botín! Sólo los diez fusiles, ampliamente dotados de cartuchos, valían varias veces más que el armamento y pertrechos de la guerrilla.
Fué problema inesperado el de la guarda de tantos prisioneros. Pero tras el éxito brillante de su primera empresa, ¿iba Mina a ver obstáculo en tan fútiles cuestiones? Sujetó a los cautivos lo mejor que pudo; les puso una guardia, y en seguida, con el resto de su gente, se trasladó a Beriáin, donde esa misma tarde realizó otra hazaña semejante.
* * *
A partir de entonces no dejó Mina de aprovechar, sostenido por un dinamismo que multiplicaba sus fuerzas, cuanta coyuntura favorable le deparaba la carretera de Tafalla. De este modo consiguió dos cosas: armarse bien y descubrir, inventar, los recursos del género de guerra que iba practicando.
Poco después —siempre con el Carrascal como guarida o base de operaciones— inició a mayor distancia golpes de mayor aliento. Atravesando montes y valles —los mismos que conocía palmo a palmo desde su niñez— cayó de súbito, cuando el enemigo no sospechaba siquiera su existencia, sobre el destacamento de Puente la Reina, al que arrebató, entre otras cosas, 60 mulas. La presa, considerable en sí, lo sería más por su resonancia. Mina había ya demostrado a sus hombres que sabía pelear y mandar; ahora, para que vieran que también sabía premiarlos, vendió las mulas en las aldeas del contorno y repartió entre ellos el producto.
De Puente, en un brinco, se apareció en Estella. Pasaba por la ciudad, conduciendo piezas de paño para uniformes, un piquete francés. Mina lo sorprendió, lo puso en fuga y se hizo dueño del cargamento y otros efectos. Y como este solo hecho proveyera de fondos a su guerrilla y acentuara la posibilidad de lo mucho que tenía imaginado, regresó en seguida al Carrascal para constituir un almacén o fondo común y para dar rápido ensanche a sus fuerzas. Haría que se le sumasen, con reconocimiento de la jefatura de él, todas las bandas anárquicas que infestaban los caminos.
* * *
La reunión de Mina y las bandas anónimas se efectuó en la villa de Monreal, al pie del pico áspero y enhiesto. La convocatoria, aunque persuasiva, había salido de tal modo enérgica, que entre los mismos que la acataron algunos venían con aire provocativo y muchos con semblante receloso. Pero la guerrilla, exaltada en su calidad bélica gracias a los recientes triunfos, se impuso con sólo llegar.
Mina arengó al informe concurso de gente armada, previamente dispuesta en la plaza del pueblo. Él estaba en la parte alta con los principales jefes de las guerrillas; veía enfrente y arriba, agrandada por la proximidad, la higa formidable y rugosa; abajo, a sus pies, la masa confusa, torva, oscura, de los guerrilleros. ¿Era porque allí, a la vista de la montaña familiar, en medio del paisaje de motivos cotidianos —valle de Ibargoiti, montes de Ibarcoa y de Zabalza, peña de Izaga—, el brío de su lenguaje se convertía en elocuencia? Habló de sus poderes extraordinarios y del teniente general que mandaba en Lérida; hizo ver cómo no era lo mismo guerrear por la patria que por el pillaje, y acabó exigiendo que los patriotas se le unieran y sometiesen y los demás depusieran allí mismo las armas.
El resultado del discurso fué que todos los presentes, a quienes en tropel amenazador se acababa de ver bajando por las accidentadas calles de la villa, solicitaran, entre mansos y entusiastas, alistarse en el Corso Terrestre de Navarra —todos, menos algunos que el comandante no quiso aceptar—. Y de este modo, la guerrilla, días antes compuesta de sólo 12 hombres, pasó a tener, en un momento, hasta 200 soldados.
* * *
La abundancia de guerrilleros y armas permitió un esbozo de organización. Mina designó varios jefes subalternos, aunque todavía sin grado militar fijo: fueron Sarasa, Górriz, Azcárate, Espoz. Pudo asimismo resolver el problema de los prisioneros: los mandó escoltados a Lérida, junto con un informe para Aréizaga. Finalmente, decidió hacer de Monreal su base de operaciones y permanecer allí en espera de que sus hombres, organizados y adiestrados, estuviesen a la altura de los planes que empezaban a ocurrírsele.
Una circunstancia facilitaba sus propósitos: el estar ya en marcha el sistema de espionaje y aprovisionamiento ideado al principio. El prior de Ujué, aparte mandarle algún dinero, lo tenía al tanto de cuanto sus confidentes escuchaban en la propia tertulia de D’Agoult, el general en jefe francés. Clemente Espoz ya había hecho los primeros envíos de armas, de municiones, de vestuario. Los cargamentos los sacaba de Pamplona, en el carro de los cadáveres, el sepulturero del Hospital Civil, Malacría, que luego, en la soledad del cementerio, entregaba bultos y cajas a los agentes de Mina. ¡Valeroso Malacría! En cada uno de aquellos viajes se jugaba la cabeza; pero, en cambio, la partida iba recibiendo así, bajo los propios cañones del enemigo, camisas y pantalones, alpargatas, una que otra arma de fuego y millares de cartuchos.
* * *
Sorprendió a Mina en medio de sus preparativos de Monreal la noticia de que por la carretera de Vitoria iban prisioneros a Francia algunos soldados españoles, entre ellos una banda de músicos. ¿No era su deber acudir a libertarlos? Tentaba su arrojo el prestigio consiguiente al rescate; lo amedrentaba la incompleta preparación de sus guerrilleros. Pero impaciente por esto mismo —incapaz de esperar más tiempo la acción sosegadora de su vehemencia—, a la postre se decidió.
Partió de Monreal con ánimo de salir al paso de los prisioneros en las cercanías de Irún. Hizo en tiempo apenas creíble, con toda su gente, la veintena de leguas que de allá lo separaban. (Era, sólo que al revés, casi la misma senda que él y Aréizaga recorrieran juntos un año antes.) Una vez en el paraje elegido, se apostó en Oyarzun y esperó.
Cuando los prisioneros y el convoy que los conducía pasaron cerca, Mina y todo el Corso cayeron sobre la escolta con la tremenda furia que tan eficaz iba resultándoles, lo cual produjo lo de siempre hasta entonces: vencidos los franceses, dispersos, prisioneros, soltaron o entregaron cuanto llevaban. ¿Qué gesto salvaje, qué ademán espantable había él descubierto y comunicado a su tropa, que ésta, con sólo hacerlos, parecía anonadar al enemigo?
La acción de Oyarzun permitió a Mina remitir más cautivos con destino a Lérida, adornar su guerrilla con una banda militar y volver a su base de operaciones convencido, para siempre, de sus aptitudes como guerrillero.
Pronto a usar sus fuerzas con amplitud, de regreso en Monreal tornó —como parte de la obra organizadora— a sus primitivos ataques sobre la carretera de Tafalla, si bien ahora en forma intensiva. Sorprendía destacamentos, capturaba pequeños convoyes, apresaba correos —cuyos papeles, si eran importantes, remitía a Lérida— y no descuidaba medio de hacer precarias las comunicaciones francesas entre Navarra y Aragón. Dió un paso más: mandó recorrer el valle de Aezcoa en busca de caballos útiles para la guerra, y como de allí le trajeran hasta ochenta, hizo que en Lumbier, mientras reposaba la tropa, le forjaran ochenta lanzas y le fabricaran arreos para otros tantos jinetes. El Corso Terrestre, de allí en adelante, tendría un escuadrón de caballería.
* * *
Mediaba octubre. Sólo dos meses habían pasado desde la minúscula acción del Carrascal y ya la guerrilla era temible y famosa. ¡Mina! ¡Mina!, sonaba el nombre de labio en labio. Estremecida de emoción, Navarra creía haber encontrado al fin su caudillo en el guerrillero de veinte años. Y lo creía, o lo sentía, no porque descubriese trascendencia militar inmediata en las hazañas del Corso Terrestre; lo creía por el espíritu que animaba tales hazañas: por la voluntad guerrera eficaz, por la presencia múltiple, por el coraje optimista y triunfador que iba sembrando entusiasmo bélico desde un extremo de Navarra al otro. La llama del Roncal, extinta con el aniquilamiento de Renovales, se reencendía ahora desde Roncesvalles hasta Viana, desde el Baztán hasta Sangüesa.
Nació entonces entre los jóvenes navarros una frase que luego consagrarían los viejos: «Irse a Mina» —que equivalía a decir: «Irse a pelear con los franceses»—. Se iban a Mina los mozos de Pamplona y de la Cuenca, los de Aoiz, los de Estella, los de Olite; se iban los labriegos, los artesanos, los estudiantes. Y mientras de este modo la realidad bélica se plasmaba en torno de la guerrilla, la leyenda —la leyenda iluminadora de la realidad— se ensayaba en interpretar, en crear la imagen del guerrillero. ¿Cómo y cuándo había empuñado las armas aquel estudiante de diecinueve años? Se sabía de mil modos, a cuál más patético y mejor. Tres rasgos someros, más profundos que el complicado desarrollo de toda una historia, podían decirlo. Mina estudiaba en Zaragoza a la llegada de los franceses. Heroicamente peleó allí. Enfermó. Regresó a Navarra. Y hallábase convaleciente en su valle natal cuando su casa fué saqueada por los franceses, en venganza de un sargento muerto en el pueblo, y su familia señalada como responsable. Eso lo impulsó a presentarse en Pamplona para que su padre no sufriera persecuciones, y poco después, redimido con dinero, volvió a la guerra.
Navarra, demasiado aparte hasta entonces del impulso heroico que sacudía a toda España, tenía ya en Mina una medalla que exhibir.