Contra el mundo, contra la vida

Hoy, más que nunca, Lovecraft sería un inadaptado y un recluso. Nacido en 1890, a sus contemporáneos ya les parecía, en sus años de juventud, un reaccionario pasado de moda. No es difícil adivinar lo que pensaría de la sociedad de nuestra época. Tras su muerte, la sociedad no ha dejado de evolucionar en un sentido que le incitaría a aborrecerla todavía más. La mecanización y la modernización han destruido ineluctablemente ese modo de vida al que se aferraba con toda su alma (por otra parte, nunca se hizo la menor ilusión sobre las posibilidades humanas de controlar los acontecimientos; como escribe en una carta, «todo en el mundo moderno es la consecuencia absoluta y directa del descubrimiento de las aplicaciones a gran escala del vapor y de la energía eléctrica»). Los ideales de libertad y de democracia, que detestaba, se han difundido por todo el planeta. La idea de progreso se ha convertido en un credo indiscutible, casi inconsciente, que no tendría más remedio que indignar a un hombre que declaraba: «Lo que aborrecemos es simplemente el cambio en sí». El capitalismo liberal ha extendido su influencia sobre las conciencias; a la par que él, han llegado el mercantilismo, la publicidad, el culto absurdo y socarrón a la eficacia económica, el apetito exclusivo e inmoderado por las riquezas materiales. Peor aún: el liberalismo se ha propagado del ámbito económico al ámbito sexual. Todas las ficciones sentimentales se han hecho añicos. La pureza, la castidad, la fidelidad, la decencia se han convertido en estigmas ridículos. Actualmente, el valor de un ser humano se mide por su eficacia económica y su potencial erótico: es decir, justamente las dos cosas que Lovecraft más detestaba.

Los escritores de literatura fantástica son, por regla general, reaccionarios, por la sencilla razón de que son especial, podríamos decir profesionalmente conscientes de la existencia del Mal. Resulta bastante curioso que, de entre los discípulos de Lovecraft, ninguno haya sentido el impacto de este simple hecho: que la evolución del mundo moderno ha conseguido que las fobias lovecraftianas estén todavía más presentes, todavía más vivas.

Señalemos como excepción el caso de Robert Bloch, uno de sus corresponsales más jóvenes (en sus primeras cartas a Lovecraft, tenía quince años), que firma sus mejores relatos cuando se permite dar rienda suelta a su odio hacia el mundo moderno, la juventud, las mujeres liberadas, el rock, etc. El jazz ya es para él una obscenidad decadente; en cuanto al rock, Bloch lo interpreta como el retorno del salvajismo más simiesco, fomentado por la amoralidad hipócrita de los intelectuales progresistas. En Sweet Sixteen, un grupo de Hell’s Angels, simplemente descritos al principio como gamberros ultraviolentos, acaba dedicándose a ritos sacrificiales con la hija de un antropólogo. Rock, cerveza y crueldad. Está perfectamente logrado y justificado, es perfectamente coherente. Pero tales tentativas de introducir lo demoníaco en un marco moderno siguen siendo excepcionales. Y Robert Bloch, con su escritura realista y la atención que presta a la situación social de sus personajes, se ha apartado muy claramente de la influencia de HPL: de los escritores más directamente ligados al movimiento lovecraftiano, ninguno ha recogido las fobias raciales y reaccionarias del maestro.

Cierto que se trata de un camino peligroso, y que la salida que ofrece es muy angosta. No es tan sólo cuestión de censura y procesos judiciales. Los escritores fantásticos intuyen, probablemente, que la hostilidad a cualquier forma de libertad termina engendrando la hostilidad a la vida. Lovecraft lo intuye tan bien como ellos, pero no se queda a medio camino; es un extremista. Que el mundo sea maligno, intrínseca, esencialmente maligno, es una conclusión que no le molesta en absoluto; y éste es el sentido de su admiración por los puritanos: lo que lo maravilla de ellos es que «odiaban la vida y consideraban una banalidad decir que merece la pena vivirse». Atravesaremos este valle de lágrimas que separa la infancia de la muerte; pero tendremos que conservarnos puros. HPL no comparte en absoluto las esperanzas de los puritanos, pero comparte su rechazo. Detallará su punto de vista en una carta a Belknap Long (escrita, además, pocos días antes de su matrimonio):

En cuanto a las inhibiciones puritanas, las admiro un poco más todos los días. Son intentos de hacer de la vida una obra de arte —para dar forma a un modelo de belleza en esta pocilga que es la existencia animal— y de ahí surge un odio por la vida que marca el alma más profunda y más sensible. Estoy tan cansado de oír a unos asnos superficiales despotricar contra el puritanismo que creo que me voy a hacer puritano. Un intelectual puritano es un idiota —casi tanto como un antipuritano—, pero un puritano es, en su forma de comportarse en la vida, la única clase de hombre que uno puede respetar honestamente. No siento ni respeto ni consideración alguna por los hombres que no viven en la abstinencia y la pureza.

Hacia el fin de sus días llegará a expresar pesadumbre, a veces conmovedora, ante la soledad y el fracaso de su existencia. Pero esta pena seguirá siendo, por así decir, teórica. Recuerda con claridad las diferentes etapas de su vida (el fin de la adolescencia, el breve y decisivo interludio del matrimonio) en las que podría haber tomado el camino de lo que llaman felicidad. Pero sabe que probablemente no estaba en condiciones de conducirse de otra manera. Y finalmente considera, como Schopenhauer, que tampoco «se las ha arreglado tan mal».

Acogerá la muerte con valentía. Enfermo de un cáncer de intestino que se ha extendido al conjunto del tronco, ingresa el 10 de marzo de 1937 en el Jane Brown Memorial Hospital. Se comportará como un enfermo ejemplar, educado, afable, de un estoicismo y una cortesía que impresionarán a sus enfermeras, a pesar de sus terribles dolores (afortunadamente, atenuados por la morfina). Cumplirá con las formalidades de la agonía con resignación, por no decir con una secreta satisfacción. La vida que escapa de su envoltura carnal es para él una vieja enemiga; él la ha denigrado, ha luchado contra ella; no tendrá una sola palabra de arrepentimiento. Y fallece, sin más incidentes, el 15 de marzo de 1937.

Como dicen los biógrafos, «una vez muerto Lovecraft, nació su obra». Y así es; empezamos a otorgarle su verdadero lugar, igual o superior al de Edgar Poe; en cualquier caso, decididamente único. Lovecraft tuvo a veces la sensación, ante el repetido fracaso de su producción literaria, de que a fin de cuentas el sacrificio de su vida había sido inútil. Hoy podemos juzgarlo de otro modo; nosotros, para quienes él ha llegado a ser un iniciador esencial a un universo diferente, situado mucho más allá de los límites de la experiencia humana, y no obstante de un impacto emocional terriblemente preciso.

Este hombre que no consiguió vivir consiguió, finalmente, escribir. Le costó lo suyo. Le llevó años. Nueva York lo ayudó. Él, que era tan amable, tan cortés, descubrió allí el odio. De regreso en Providence escribió relatos magníficos, vibrantes como un conjuro, precisos como una disección. La estructura dramática de los «grandes textos» es de una riqueza impresionante; los recursos narrativos son hábiles, nuevos, audaces; pero tal vez nada de todo eso bastaría si no intuyésemos, en mitad del conjunto, la presión de una fuerza interior devoradora.

Toda gran pasión, ya se trate de amor o de odio, termina produciendo una obra auténtica. Podemos lamentarlo, pero hay que reconocerlo: Lovecraft se sitúa más bien del lado del odio; del odio y del miedo. El universo, que intelectualmente él concibe como indiferente, se vuelve estéticamente hostil. Su propia existencia, que podría haber sido tan sólo una serie de triviales desengaños, se convierte en una operación quirúrgica y una celebración invertida, especular.

Su obra de madurez siguió siendo fiel a la postración física de su juventud, transfigurándola. Ahí radica el secreto profundo del genio de Lovecraft, ahí nace el límpido manantial de su poesía: logró transformar su asco por la vida en una hostilidad activa.

Ofrecer una alternativa a la vida en todas sus facetas, constituir una oposición permanente, un recurso permanente a la vida: tal es la misión más elevada del poeta en esta tierra. Howard Phillips Lovecraft cumplió esta misión.