Literatura ritual

Crear un gran mito popular es crear un ritual que el lector espera con impaciencia, que reconoce con creciente deleite, seducido en cada ocasión por una nueva repetición en términos ligeramente distintos que, para él, es una nueva profundización.

Así presentadas, las cosas parecen casi simples. Y sin embargo, los logros son poco frecuentes en la historia de la literatura. En realidad, apenas es más fácil que crear una nueva religión.

Para hacernos una idea de lo que está en juego, hay que padecer en nuestras propias carnes esa sensación de frustración que invadió Inglaterra tras la muerte de Sherlock Holmes. Conan Doyle no tuvo elección: se vio obligado a resucitar a su héroe. Cuando abandonó a su vez las armas, vencido por la muerte, un sentimiento de tristeza resignada recorrió el mundo. No iba a quedar más remedio que conformarse con la cincuentena de «Sherlock Holmes» existentes, y leerlos, leerlos una y otra vez. No iba a quedar más remedio que conformarse con los continuadores y los comentaristas. Acoger con una sonrisa resignada las inevitables (y a veces entretenidas) parodias, conservando en el corazón la nostalgia de una imposible prolongación del núcleo central, del corazón absoluto del mito. Un viejo baúl del ejército colonial donde se encontrarían, mágicamente preservados, unos «Sherlock Holmes» inéditos…

Lovecraft, que admiraba a Conan Doyle, consiguió crear un mito igualmente popular, vivaz e irresistible. Se dice que los dos hombres tenían en común un notable talento de narrador. Claro. Pero hay algo más sobre el tapete. Ni Alexandre Dumas ni Jules Verne eran narradores mediocres. Sin embargo, no hay nada en sus obras capaz de rivalizar con el calibre del detective de Baker Street.

Las historias de Sherlock Holmes se centran en un personaje, mientras que en Lovecraft no encontramos ningún auténtico espécimen humano. Evidentemente, se trata de una diferencia importante, muy importante; pero no realmente esencial. Podemos compararla a la que separa a las religiones teístas de las religiones ateas. El carácter fundamental que las emparenta, el carácter religioso propiamente dicho, resulta difícil de definir, e incluso de encarar directamente.

Otra pequeña diferencia que podemos observar —mínima para la historia literaria, trágica para el individuo— es que Conan Doyle tuvo tiempo de sobra para darse cuenta de que estaba engendrando una mitología esencial. Lovecraft no. Cuando muere, está convencido de que su creación va a acompañarle al olvido.

No obstante, ya tiene discípulos. Pero no los considera como tales. Cierto es que se cartea con jóvenes escritores (Bloch, Belknap Long…), pero no les aconseja forzosamente que emprendan el mismo camino que él. No se presenta ni como maestro ni como modelo. Acoge sus primeros ensayos con una delicadeza y una modestia ejemplares. Será para ellos un verdadero amigo, cortés, solícito, atento; nunca un maestro de pensamiento.

Absolutamente incapaz de dejar una carta sin respuesta, de hostigar a sus acreedores cuando no le pagan sus trabajos de revisión literaria, subestimando de forma sistemática su contribución a relatos que sin él ni siquiera se habrían publicado, Lovecraft se comportará durante toda su vida como un auténtico gentleman.

Por supuesto, le gustaría llegar a ser escritor. Pero no es lo que más le importa en el mundo. En 1925, en un momento de abatimiento, escribe: «Estoy casi decidido a no escribir más cuentos, a soñar simplemente cuando me apetezca, sin detenerme a hacer algo tan vulgar como transcribir mi sueño para un público de cerdos. He llegado a la conclusión de que la literatura no es un objetivo conveniente para un caballero; y que nunca hay que considerar la escritura más que como un arte elegante, al que uno debe dedicarse sin regularidad y con discernimiento».

Por suerte continuará escribiendo, y sus mejores cuentos son posteriores a esta carta. Pero seguirá siendo hasta el final, ante todo, un «viejo caballero benévolo, nacido en Providence (Rhode Island)». Y nunca, jamás, un escritor profesional.

Lo paradójico es que el personaje de Lovecraft fascina, en parte, porque su sistema de valores es totalmente opuesto al nuestro. Racista congénito, abiertamente reaccionario, glorifica las inhibiciones puritanas y juzga repelentes las «manifestaciones eróticas directas». Resueltamente anticomercial, desprecia el dinero, considera que la democracia es una tontería y el progreso, una ilusión. La palabra «libertad», tan cara a los norteamericanos, sólo le arranca risitas burlonas y entristecidas. Conservará durante toda su vida una actitud típicamente aristocrática de desprecio hacia la humanidad en general, unida a una amabilidad extrema hacia los individuos en particular.

Sea como fuere, todos los que tuvieron algo que ver con Lovecraft como individuo sintieron una inmensa tristeza al enterarse de su muerte. Robert Bloch, por ejemplo, escribirá: «Si hubiera sabido la verdad sobre su estado de salud, me habría arrastrado de rodillas hasta Providence para verlo». August Derleth consagrará el resto de su existencia a reunir, estructurar y publicar los fragmentos póstumos de su amigo desaparecido.

Y, gracias a Derleth y a algunos otros (pero sobre todo a Derleth), la obra de Lovecraft vio la luz. Hoy se nos presenta como una imponente arquitectura barroca, escalonada en niveles amplios y suntuosos, como una sucesión de círculos concéntricos en torno a un vórtice de horror y maravilla absolutos.

—Primer círculo, el más exterior: la correspondencia y los poemas. Sólo parcialmente publicados, y aún menos traducidos. Cierto que la correspondencia es impresionante: unas cien mil cartas, algunas de treinta o cuarenta páginas. En cuanto a los poemas, todavía no existe un inventario completo.

—Un segundo círculo abarcaría los relatos en los que Lovecraft participó, ya porque la escritura se concibiera desde el principio como una colaboración (como con Kenneth Sterling o Robert Barlow), ya porque el autor se beneficiase del trabajo de revisión de Lovecraft (los ejemplos son muy numerosos; la importancia de la colaboración de Lovecraft varía, aunque a veces llega hasta la reescritura completa del texto).

Podemos añadir los relatos escritos por Derleth a partir de las notas y fragmentos que dejó Lovecraft[2].

—Con el tercer círculo abordamos los relatos realmente escritos por Howard Phillips Lovecraft. Es obvio que, aquí, cada palabra cuenta; el conjunto ya se ha publicado en francés, y no podemos esperar que aumente.

—Para terminar, y sin pecar de arbitrarios, podemos delimitar un cuarto círculo, el corazón absoluto del mito HPL, constituido por lo que los lovecraftianos más probados siguen llamando, como a su pesar, los «grandes textos». Los cito por puro placer, con su fecha de composición:

La llamada de Cthulhu, 1926.

El color surgido del espacio, 1927.

El horror de Dunwich, 1928.

El susurrador en la oscuridad, 1930.

En las montañas de la locura, 1931.

Los sueños de la casa de la bruja, 1932.

La sombra sobre Innsmouth, 1932.

En la noche de los tiempos, 1934 [3] .

Sobre el conjunto del edificio concebido por HPL planea además, como un clima de brumas movedizas, la extraña sombra de su propia personalidad. Se podrá tildar de exagerada, por no decir mórbida, la atmósfera de culto que rodea al personaje, sus hechos y sus gestos, sus menores escritos. Pero garantizo que uno cambia de opinión en cuanto se interna en los «grandes textos». Es natural rendir culto a un hombre que te aporta semejantes beneficios.

Las sucesivas generaciones de lovecraftianos no han dejado de hacerlo. Como suele ocurrir, la figura del «recluso de Providence» se ha convertido en algo casi tan mítico como sus propias creaciones. Y, cosa especialmente maravillosa, todas las tentativas de desmitificación han fracasado. Ninguna biografía «rigurosa» ha conseguido disipar el aura de patética extrañeza que rodea al personaje. Sprague de Camp, al cabo de cinco años, se ve obligado a confesar: «No he entendido del todo quién era H. P. Lovecraft». Se mire por donde se mire, no cabe duda de que Howard Phillips Lovecraft era un ser humano muy particular.

La obra de Lovecraft es comparable a una gigantesca máquina de sueños, de una amplitud y una eficacia inauditas. No hay nada tranquilo o reservado en su literatura; el impacto en la conciencia del lector es de una brutalidad salvaje, espantosa; y sólo se desvanece con peligrosa lentitud. La relectura no trae consigo ninguna modificación notable, salvo, quizás, llegar a preguntarse: ¿cómo lo hace?

En el caso de HPL, esta pregunta no resulta ni ofensiva ni ridícula. Porque lo que caracteriza su obra en relación con una obra literaria «normal» es que los discípulos tienen la sensación de que, al menos en teoría, utilizando juiciosamente los ingredientes indicados por el maestro, pueden conseguir resultados de calidad igual o superior.

Nadie se ha propuesto nunca en serio continuar a Proust. A Lovecraft, sí. Y no sólo se trata de una obra menor bajo el signo del homenaje o la parodia, sino de una verdadera continuación. Lo cual es un caso único en la historia literaria moderna.

Por otra parte, el papel de generador de sueños que ha desempeñado y desempeña HPL no se limita a la literatura. Su obra ha aportado al menos tanto como la de R. E. Howard, aunque de modo más solapado, una profunda renovación al terreno de la ilustración fantástica. Incluso el rock, por lo general prudente en relación con lo literario, ha querido rendirle homenaje; un homenaje de poder a poder, de mitología a mitología. En cuanto a las implicaciones de los escritos de Lovecraft en el ámbito de la arquitectura o del cine, es algo que salta a la vista de inmediato para el lector sensible. Se trata, sin duda, de un nuevo universo aún por construir.

De ahí la importancia de las primeras piedras, de las técnicas de ensamblaje. Para prolongar el impacto.