Entonces veréis una poderosa catedral
No es inoportuno comparar una novela tradicional a un viejo flotador mecido por las aguas que empieza a desinflarse. Asistimos a un escape generalizado y bastante débil, una especie de supuración de humores que al final no conduce sino a una nada confusa y arbitraria.
Lovecraft tapa con fuerza algunos puntos del flotador (el sexo, el dinero) por los que no querría que escapase nada. Es la técnica de la constricción. El resultado es que, en los lugares que ha elegido, surge un potente chorro, una extraordinaria eflorescencia de imágenes.
Lo que tal vez produzca la impresión más profunda cuando se leen por primera vez los relatos de Lovecraft son las descripciones arquitectónicas de En la noche de los tiempos y En las montañas de la locura. Aquí, más que en cualquier otra parte, nos hallamos en presencia de un nuevo mundo. El terror mismo desaparece. Cualquier sentimiento humano desaparece, excepto la fascinación, por primera vez aislada con semejante pureza.
Sin embargo, en los cimientos de las gigantescas ciudadelas que imaginó HPL, se ocultan criaturas de pesadilla. Lo sabemos, pero tenemos tendencia a olvidarlo; igual que sus héroes, que caminan como en sueños hacia un destino catastrófico, arrastrados por la pura exaltación estética.
La lectura de estas descripciones estimula al principio y luego pone freno a cualquier intento de adaptación visual (pictórica o cinematográfica). Las imágenes fluyen a la conciencia; pero ninguna parece lo bastante sublime, lo bastante desmesurada; ninguna alcanza la altura del sueño. En cuanto a las adaptaciones cinematográficas propiamente dichas, nadie ha intentado nada hasta el momento.
No es temerario suponer que tal o cual joven, entusiasmado por la lectura de los relatos de Lovecraft, decidiera estudiar arquitectura. Pero lo más probable es que tropezara con la decepción y el fracaso. La insípida y apagada funcionalidad de la arquitectura moderna, su encarnizada insistencia en desplegar formas simples y pobres, en utilizar materiales fríos y vulgares, son demasiado evidentes como para achacarlos al azar. Y nadie, al menos antes de que pasen una cuantas generaciones, volverá a labrar los fantásticos encajes de los palacios de Irem.
Descubrimos una arquitectura poco a poco, desde distintos ángulos, moviéndonos dentro de ella; ni un cuadro ni una película lograrán jamás restituir este elemento; un elemento que, por pasmoso que nos parezca, Howard Phillips Lovecraft consiguió recrear en sus relatos.
Lovecraft era un arquitecto innato, y tenía muy poco de pintor; sus colores no son auténticos colores; son más bien atmósferas o, para ser preciso, iluminaciones, cuya única función es realzar las arquitecturas descritas. Siente especial predilección por los resplandores mortecinos de una luna gibosa y decreciente; pero no desdeña la explosión sangrienta y carmesí de un crepúsculo romántico ni la limpidez cristalina de un azur inaccesible.
Las estructuras ciclópeas y demenciales que imaginó HPL provocan en la mente un trastorno violento y definitivo, más violento incluso (lo cual es paradójico) que los magníficos dibujos arquitectónicos de Piranesi o Monsu Desiderio. Tenemos la impresión de haber visitado antes, en sueños, esas gigantescas ciudades. En realidad, Lovecraft no hace más que transcribir lo mejor que puede sus propios sueños. Más tarde, ante una arquitectura especialmente grandiosa, nos sorprendemos pensando: «qué lovecraftiano»…
La primera razón del éxito del escritor se revela de inmediato al recorrer su correspondencia. Howard Phillips Lovecraft formaba parte de esos hombres, no tan numerosos, que caen en un violento trance estético en presencia de una hermosa arquitectura. En sus descripciones de un amanecer sobre los campanarios de Providence, o del laberinto en escalera de las callejuelas de Marblehead, pierde cualquier sentido de la medida. Los adjetivos y los signos de exclamación se multiplican, fragmentos de conjuros le vienen a la memoria, las imágenes se atropellan en su mente; se sume en un auténtico delirio extático.
Aquí tenemos otro ejemplo, en el que describe a su tía sus primeras impresiones de Nueva York:
He estado a punto de desmayarme de exaltación estética admirando el panorama: ese decorado vespertino con las luces innumerables de los rascacielos, los reflejos espejeantes y los faroles de los barcos rebotando en el agua, la resplandeciente Estatua de la Libertad a la izquierda, y a la derecha el arco refulgente del puente de Brooklyn. Era más poderoso que los sueños de la leyenda del Mundo Antiguo: una constelación de infernal majestad, ¡un poema en el incendio de Babilonia! […]
Todo esto se suma a las luces extrañas, a los ruidos extraños del puerto, donde el tráfico del mundo entero alcanza su apogeo. Sirenas de niebla, campanas de embarcaciones, el chirrido de los tornos de mano a lo lejos… visiones de las lejanas orillas de la India, donde el incienso de extrañas pagodas incita a cantar a unas aves de plumaje centelleante, donde los camelleros con túnicas de colores chillones se dedican al trueque delante de las tabernas de madera de sándalo con marineros de voz grave cuyos ojos reflejan todo el misterio del mar. Sedas y especias, adornos curiosamente trabajados en oro de Bengala, dioses y elefantes de extraña talla en jade y cornalina. ¡Ah, Dios mío! ¡Ojalá pudiera expresar la magia de la escena!
Del mismo modo, ante los tejados redondeados de Salem, verá resurgir procesiones de puritanos con ropajes negros, rostros severos y extraños sombreros cónicos, arrastrando hacia la pira a una anciana que no deja de gritar.
Durante toda su vida Lovecraft sueña con viajar a Europa, aunque nunca tendrá los medios para hacerlo. Sin embargo, si había un hombre en Norteamérica nacido para apreciar los tesoros arquitectónicos del Viejo Mundo era él. Cuando habla de «desmayarse de exaltación estética», no exagera. Y a Kleiner le dice muy en serio que el hombre se parece al pólipo del coral, cuyo único destino es «construir grandes y magníficos edificios minerales, para que la luna pueda iluminarlos tras su muerte».
Por falta de dinero, Lovecraft nunca saldrá de Norteamérica, y apenas de Nueva Inglaterra. Pero teniendo en cuenta la violencia de sus reacciones en Kingsport o Marblehead, podemos preguntarnos qué habría sentido de haberse visto trasladado a Salamanca o a Notre-Dame de Chartres.
Porque la arquitectura onírica que nos describe es, como la de las grandes catedrales góticas o barrocas, una arquitectura total. La armonía heroica de los planos y de los volúmenes se hace notar con violencia; pero también los pináculos, los minaretes, los puentes voladizos sobre abismos están sobrecargados de una ornamentación exuberante, que contrasta con gigantescas superficies de piedra lisa y desnuda. Bajorrelieves, altorrelieves y frescos adornan las bóvedas titánicas que llevan de un plano inclinado a otro en las entrañas de la tierra. Muchos remiten a la grandeza y decadencia de una raza; otros, más simples y geométricos, parecen sugerir inquietantes vislumbres místicas.
La arquitectura de H. P. Lovecraft, como la de las grandes catedrales, como la de los templos hindúes, es mucho más que un juego matemático de volúmenes. Está impregnada de principio a fin por la idea de una dramaturgia esencial, de una dramaturgia mítica que da sentido al edificio. Que teatraliza el menor de los espacios, utiliza los recursos de las diferentes artes plásticas, hace confluir en su provecho la magia de los juegos de luz. Es una arquitectura viva, porque se basa en una concepción viva y emocional del mundo. En otras palabras, es una arquitectura sagrada.