Acometed el relato como un radiante suicidio
Podríamos resumir como sigue una concepción clásica del relato fantástico: al principio, no ocurre absolutamente nada. Una felicidad trivial y beatífica inunda a los personajes, felicidad adecuadamente representada por la vida de familia de un agente de seguros en una zona residencial norteamericana. Los niños juegan al béisbol, la esposa toca un poco el piano, etc. Todo va bien.
Luego, poco a poco, empiezan a multiplicarse incidentes casi insignificantes, que coinciden de manera peligrosa. El barniz de la trivialidad se agrieta, dejando paso a inquietantes hipótesis. Inexorablemente, las fuerzas del mal hacen su entrada en escena.
Hay que subrayar que esta concepción ha producido resultados realmente impresionantes. Podemos citar como culminaciones los relatos de Richard Matheson, quien, en la cima de su arte, se complace en elegir decorados de la más completa banalidad (supermercados, estaciones de servicio…), descritos de forma voluntariamente prosaica y anodina.
Howard Phillips Lovecraft se sitúa en las antípodas de esta manera de abordar el relato. En su caso, no hay «banalidad que se agrieta» ni «incidentes al principio insignificantes»… Nada de eso le interesa. No tiene la menor gana de dedicar treinta páginas, ni tres, a la descripción de la vida familiar de un norteamericano medio. Le gusta documentarse sobre cualquier cosa, ya sean los rituales aztecas o la anatomía de los batracios, pero no, desde luego, sobre la vida cotidiana.
Para esclarecer el debate, consideremos los primeros párrafos de uno de los logros más insidiosos de Matheson, El botón:
El paquete estaba en el umbral: una caja de cartón en forma de cubo cerrada con simple cinta de embalaje, con su dirección en mayúsculas escritas a mano: Mr. y Mrs. Arthur Lewis, 217 E 37 e Rué, New York. Norma lo cogió, metió la llave en la cerradura y entró. Caía la noche.
Después de meter en el horno las costillas de cordero, se sirvió un martini con vodka y se sentó para abrir el paquete.
Dentro encontró una cajita de contrachapado con un botón para pulsar. Un cristal cóncavo protegía el botón. Norma intentó levantar el cristal, pero estaba sólidamente sujeto. Le dio la vuelta a la cajita y vio una hoja de papel doblada y pegada con cinta adhesiva al otro lado. Leyó: El señor Steward irá a su casa esta noche, a las ocho.
Ahora leamos el principio de La llamada de Cthulhu, el primero de los «grandes textos» lovecraftianos:
A mi entender, el mayor favor que nos ha concedido el cielo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todo lo que encierra. Vivimos en un islote de plácida ignorancia en el seno de los oscuros océanos del infinito, y no estamos destinados a emprender largos viajes. Las ciencias, cada una de las cuales apunta a una dirección concreta, no nos han hecho demasiado daño hasta el presente; pero llegará un día en que la síntesis de esos conocimientos disociados nos descubrirá terroríficas perspectivas sobre la realidad y el terrible lugar que ocupamos en ella: entonces esa revelación nos volverá locos, a menos que huyamos de esa claridad funesta para refugiarnos en la paz de una nueva edad de tinieblas.
Lo mínimo que podemos decir es que Lovecraft anuncia el tono. A primera vista, se trata más bien de un inconveniente. Y lo cierto es que poca gente, aficionada a lo fantástico o no, consigue dejar el relato de Matheson sin saber para qué sirve el maldito botón. Por su parte, HPL tiende a seleccionar a sus lectores desde el principio. Escribe para un público de fanáticos; un público que acabará encontrando algunos años después de su muerte.
Aun así, de manera más profunda y disimulada, hay un defecto en el relato fantástico de progresión lenta. Por lo general, sólo se descubre tras leer bastantes obras en la misma vena. Al multiplicar incidentes más ambiguos que aterradores, se cosquillea la imaginación del lector sin por ello llegar a satisfacerla de verdad; se lo incita a ponerse en camino. Y siempre es peligroso dejar en libertad la imaginación del lector. Porque puede fácilmente llegar por sí misma a conclusiones atroces; realmente atroces. Y en el momento en que el autor, tras cincuenta páginas de laboriosa preparación, nos revela el secreto de su horror final, podemos quedarnos un poco decepcionados. Esperábamos algo peor.
En sus cuentos más logrados, Matheson consigue evitar el peligro introduciendo en las últimas páginas una dimensión filosófica o moral tan manifiesta, conmovedora y pertinente, que el conjunto del relato se ve inmediatamente bañado por una luz diferente, de una tristeza mortal. Aun así, sus textos más bellos son bastante breves.
Por su parte, Lovecraft se mueve con soltura en relatos de cincuenta o sesenta páginas, incluso más. En el culmen de sus recursos artísticos, necesita un espacio lo bastante amplio como para albergar todos los elementos de su grandiosa maquinaria. La gradación de paroxismos que constituye la arquitectura de los «grandes textos» no cabría en una docena de páginas. Y El caso de Charles Dexter Ward tiene las dimensiones de una novela breve.
En cuanto al «final», tan caro a los norteamericanos, lo cierto es que por regla general le interesa muy poco. Ningún relato de Lovecraft se cierra sobre sí mismo. Cada uno es un jirón de miedo abierto que aúlla. El relato siguiente recoge el miedo del lector en el mismo punto en que lo dejó, y lo alimenta con nuevos materiales. El gran Cthulhu es indestructible, incluso si hemos evitado temporalmente el peligro. En su morada de R’lyeh, bajo los mares, volverá a esperar, a dormir soñando:
Quien duerme en lo Eterno no muere para siempre,
Y extraños eones vuelven mortal a la muerte.
Coherente consigo mismo, HPL practica lo que podríamos llamar ataque reforzado. Y siente predilección por esa variante que es el ataque teórico. Ya hemos citado las de Arthur Jermyn (pág. 22) y La llamada de Cthulhu (pág. 42). Son radiantes variaciones sobre el tema «Cuantos entréis aquí, abandonad toda esperanza». Recordemos el inicio, justamente célebre, de Más allá del muro del sueño:
Me he preguntado a menudo si la mayoría de los hombres se toma jamás el tiempo de reflexionar sobre el temible significado de algunos sueños, y del oscuro mundo al que pertenecen. No cabe duda de que nuestras visiones nocturnas son, en su mayor parte, un débil e imaginario reflejo de lo que nos ha ocurrido durante la vigilia (mal que le pese a Freud, con su simbolismo pueril); no obstante, hay otras cuyo carácter irreal no permite interpretación trivial alguna, cuyo efecto perturbador y levemente alarmante sugiere la posibilidad de breves vislumbres de una esfera de existencia mental de tanta importancia como la vida física, y sin embargo separada de ésta por una barrera casi infranqueable.
A veces, en lugar de la oscilación armoniosa de las frases, prefiere una cierta brutalidad, como en El ser en el umbral, que empieza así: «Cierto es que le he metido a mi mejor amigo seis balas en la cabeza, y sin embargo espero demostrar con el presente relato que no soy su asesino». Pero siempre elige el estilo contra la banalidad. La transición de Juan Romero, relato de 1919, comienza como sigue: «Preferiría guardar silencio sobre los acontecimientos que tuvieron lugar los días 18 y 19 de octubre de 1894 en la mina de Norton». Aunque todavía apagada y prosaica, esta acometida tiene el mérito de anunciar la espléndida fulguración con que se inicia En la noche de los tiempos, el último de los «grandes textos», escrito en 1934:
Después de veintidós años de pesadillas y terrores, aferrándome tan sólo a la convicción de que algunas de mis impresiones fueron puramente imaginarias, no me atrevo a garantizar la veracidad de lo que creo haber descubierto en Australia occidental la noche del 17 al 18 de julio de 1935. Tengo buenos motivos para abrigar la esperanza de que mi aventura pertenezca al terreno de la alucinación; no obstante, estuvo impregnada de un realismo tan espantoso, que a veces toda esperanza me parece imposible.
Lo sorprendente es que, tras semejante principio, consiga mantener un nivel de exaltación creciente en el relato. Pero tenía, como sus mayores detractores reconocen, una imaginación bastante extraordinaria.
Por el contrario, sus personajes no resisten el golpe. Y ése es el único defecto de su brutal método de ataque. Uno se pregunta a menudo, leyendo sus relatos, por qué a los protagonistas les lleva tanto tiempo entender la naturaleza del horror que los amenaza. Nos parecen francamente obtusos. Y ahí tropezamos con un verdadero problema. Porque, por otro lado, si entendieran lo que está ocurriendo, nada podría impedir que huyeran, presos de un terror abyecto. Lo cual sólo puede suceder al final de la narración.
¿Tenía Lovecraft una solución? Quizás. Podemos imaginar que sus personajes, aunque plenamente conscientes de la terrible realidad que deben afrontar, deciden plantarle cara. Sin duda, un valor viril semejante estaba demasiado ausente del temperamento de Lovecraft como para que se atreviera a describirlo. Graham Masterton y Lin Carter han hecho tentativas en este sentido, bastante poco convincentes por cierto. No obstante, la idea parece concebible. Podemos soñar con una novela de aventuras misteriosas en la que unos héroes con la solidez y tenacidad de los personajes de John Buchan se enfrentasen al universo terrible y maravilloso de Howard Phillips Lovecraft.