Pronunciad sin desmayo el gran No a la vida

Un odio absoluto hacia el mundo en general, agravado por una particular repugnancia hacia el mundo moderno. Eso resume bastante bien la actitud de Lovecraft.

Muchos escritores han consagrado su obra a precisar los motivos de esa legítima repugnancia. Pero no Lovecraft. En él, el odio a la vida precede a la literatura. Y no cambiará nunca. El rechazo hacia cualquier forma de realismo constituye una condición previa para entrar en su universo.

Si definimos a un escritor, no ya en relación con los temas que aborda, sino con los que deja de lado, estaremos de acuerdo en que Lovecraft ocupa un lugar completamente aparte. En toda su obra no hay la menor alusión a dos realidades cuya importancia solemos reconocer: el sexo y el dinero. Ni la más mínima. Escribe exactamente como si esas cosas no existieran. Hasta tal punto que cuando interviene un personaje femenino en un relato (cosa que ocurre tan sólo dos veces en toda la obra), nos parece curiosamente extravagante, como si al autor se le hubiera metido de pronto en la cabeza describir a un japonés.

Frente a una exclusión tan radical, algunos críticos concluyeron, como era de esperar, que en realidad toda su obra estaba atiborrada de candentes símbolos sexuales. Otros individuos del mismo calibre intelectual formularon el diagnóstico de «homosexualidad latente». Cosa que no indican ni su correspondencia ni su vida. Otra hipótesis sin interés.

En una carta al joven Belknap Long, Lovecraft se expresa con la mayor claridad sobre estos temas a propósito del Tom Jones de Fielding, que considera (por desgracia, con razón) una cumbre del realismo, es decir, de la mediocridad:

En una palabra, hijo mío, considero esta clase de escritos una búsqueda indiscreta de lo que la vida tiene de más bajo, la transcripción servil de acontecimientos vulgares con los groseros sentimientos de un portero o un marinero. Dios sabe que podemos ver a bastantes animales en cualquier corral y observar todos los misterios del sexo en la cópula de las vacas o las potrancas. Cuando miro al hombre, quiero ver las características que lo elevan a la condición de ser humano, y los adornos que otorgan a sus acciones la simetría y la belleza creadora. No es que desee ver que le prestan, a la manera victoriana, pensamientos y móviles falsos y pomposos; lo que quiero es que su comportamiento se aprecie con exactitud, enfatizando las cualidades que le son propias, y sin poner estúpidamente en evidencia esas particularidades bestiales que tiene en común con cualquier verraco o macho cabrío.

Al final de esta larga diatriba, concluye con una fórmula inapelable: «No creo que el realismo sea bello en ningún caso». Es evidente que estamos, no ya ante una autocensura provocada por oscuros motivos psicológicos, sino ante una concepción estética claramente afirmada. Había que establecer este punto. Hecho está.

Si Lovecraft habla tan a menudo sobre su hostilidad a cualquier forma de erotismo en las artes, es porque sus corresponsales (por regla general jóvenes, a veces incluso adolescentes) le plantean una y otra vez la misma pregunta. ¿Está seguro de que las descripciones eróticas o pornográficas no pueden tener ningún interés literario? En cada ocasión, Lovecraft vuelve a examinar el problema con la mejor voluntad, pero su respuesta no varía: no, ninguno en absoluto. Por lo que a él respecta, adquirió un conocimiento completo del tema antes de cumplir los ocho años, gracias a la lectura de las obras de medicina de su tío. Tras lo cual, precisa, «cualquier curiosidad se volvió obviamente imposible. El tema en su conjunto cobró un carácter de aburridos detalles sobre la biología animal, sin interés para alguien cuyos gustos tendían más bien hacia los jardines fantásticos y las ciudades de oro en la gloria de exóticos atardeceres».

Podríamos sentir la tentación de no tomar esta declaración en serio, incluso de barruntar oscuras reticencias morales bajo la actitud de Lovecraft. Nos equivocaríamos. Lovecraft sabe perfectamente lo que son las inhibiciones puritanas, las comparte y las glorifica cuando se tercia. Pero esto se sitúa en otro plano, que él siempre distingue de la pura creación artística. Sus ideas sobre el tema son complejas y precisas. Y si en su obra se niega a hacer la menor alusión de índole sexual, es, sobre todo, porque intuye que tales alusiones no caben en su universo estético.

En cualquier caso, los acontecimientos le dieron ampliamente la razón en este punto. Algunos intentaron introducir elementos eróticos en la trama de una historia en clave lovecraftiana. Fue un fracaso absoluto. Las tentativas de Colin Wilson, en concreto, son catastróficas: tenemos la constante impresión de que el autor añade elementos excitantes para ganarse a unos cuantos lectores más. Y no se trata de un fracaso que sorprenda; en realidad, no podía ser de otra manera. Es una mezcla intrínsecamente imposible.

Los escritos de HPL tienen un solo objetivo: llevar al lector a un estado de fascinación. Los únicos sentimientos humanos de los que quiere oír hablar son la maravilla y el pánico. Construye su universo sobre ellos, y exclusivamente sobre ellos. Está claro que se trata de una limitación, pero de una limitación consciente y deliberada. Y no hay auténtica creación sin cierta ceguera voluntaria.

Para comprender mejor el origen del antierotismo de Lovecraft, acaso sea oportuno recordar que su época se caracterizaba por una voluntad de liberarse de las «mojigaterías victorianas»; en los años 1920-1930, alinear obscenidades se convierte en signo de una genuina imaginación creadora. Los jóvenes corresponsales de Lovecraft viven bajo este signo; por eso insisten en preguntarle sobre el tema. Y él les contesta. Con sinceridad.

En la época en que Lovecraft escribía, empezaba a considerarse interesante alardear de testimonios sobre diferentes experiencias sexuales; en otras palabras, «abordar el tema abiertamente y sin tapujos». Esta actitud franca y desenvuelta no se aplicaba todavía a los asuntos financieros, las transacciones bursátiles, la gestión del patrimonio inmobiliario, etc. Al abordar temas semejantes, la costumbre quería que se situaran más o menos en una perspectiva sociológica o moral. A este respecto, la verdadera liberación no llegó hasta los años sesenta. No cabe duda de que ésa es la razón de que ninguno de los corresponsales de Lovecraft juzgara conveniente preguntarle sobre el siguiente punto: que, como el sexo, el dinero no desempeña papel alguno en sus relatos. No encontramos en ellos la menor alusión a la situación financiera de sus personajes. Eso es algo que tampoco le interesa lo más mínimo.

En estas condiciones, no es de sorprender que Lovecraft sintiera bien poca simpatía por Freud, el gran psicólogo del ser capitalista. Ese universo de «transacciones» y «transferencias», que nos produce la impresión de haber entrado por error en un consejo de administración, no ofrecía nada que pudiera seducirlo.

Pero, dejando aparte esta aversión por el psicoanálisis, al fin y al cabo común a muchos artistas, Lovecraft tenía algunos motivos personales añadidos para arremeter contra el «charlatán vienés». Porque Freud se permite hablar de los sueños; y lo hace en numerosas ocasiones. Sin embargo, Lovecraft conoce bien los sueños; son en cierto modo su coto de caza. De hecho, pocos escritores han utilizado sus sueños de manera tan sistemática como él; clasifica el material, lo trabaja; a veces se entusiasma y escribe la historia sobre la marcha, sin siquiera despertarse del todo (es el caso de Nyarlathothep); en otras ocasiones sólo conserva algunos elementos para insertarlos en una nueva trama; pero, sea como fuere, se toma los sueños muy en serio.

Por lo tanto, podemos considerar que Lovecraft se mostró relativamente moderado con Freud, ya que sólo lo insulta dos o tres veces en su correspondencia; pero pensaba que Freud tenía poco que decir, y que el fenómeno del psicoanálisis se vendría abajo por sí solo. Aun así, encontró tiempo para anotar lo esencial, resumiendo la teoría freudiana en estas dos palabras: «simbolismo pueril». Podríamos escribir cientos de páginas sobre el tema sin dar con una fórmula mucho mejor.

De hecho, Lovecraft no tiene actitud de novelista. Casi todos los novelistas creen que su deber es ofrecer una imagen exhaustiva de la vida. Su misión es aportar una nueva «iluminación»; pero sobre los hechos propiamente dichos, no tienen elección alguna. Sexo, dinero, religión, ideología, distribución de la riqueza… un buen novelista no debe hacer caso omiso de nada. Y todo esto debería encajar en una visión grosso modo coherente del mundo. Está claro que la tarea es humanamente casi imposible, y el resultado casi siempre decepcionante. Cochino oficio.

De manera más oscura y desagradable, un novelista que trata de la vida en general se encuentra, por fuerza, más o menos comprometido con ella. Lovecraft no tiene ese problema. Podemos objetarle, con razón, que esos detalles de «biología animal» que tanto le molestan desempeñan un papel importante en la existencia, incluso que son ellos los que permiten la supervivencia de la especie. Pero a él le da lo mismo la supervivencia de la especie. «¿Por qué se preocupan tanto del futuro de un mundo condenado?», respondía Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, a un periodista que le preguntaba sobre las consecuencias a largo plazo del progreso tecnológico.

Bastante indiferente a la idea de restituir una imagen coherente o aceptable del mundo, Lovecraft no tiene motivo alguno para hacer concesiones a la vida; ni a los fantasmas, ni a los trasmundos. Ni a nada. Decide pasar por alto deliberadamente todo lo que le parece carente de interés o de calidad artística inferior. Y esta limitación le otorga fuerza, y altura.

Esta idea preconcebida de limitación creativa no tiene nada que ver, repitámoslo, con ningún «trapicheo» ideológico. Cuando Lovecraft expresa su desprecio por las «ficciones victorianas», novelas edificantes que atribuyen móviles falsos y pomposos a las acciones humanas, es completamente sincero. Y Sade tampoco habría encontrado en él favor alguno. Trapicheo ideológico, otra vez. Tentativa de embutir la realidad en un esquema preestablecido. Pacotilla. Lovecraft no intenta pintar de distinto color los elementos de la realidad que le desagradan; los pasa por alto con determinación.

Se justificará rápidamente en una carta: «En arte, nunca sirve de nada tener en cuenta el caos del universo, porque ese caos es tan completo que ningún texto escrito lo deja siquiera traslucir. No puedo concebir ninguna imagen verdadera de la estructura de la vida y de la fuerza cósmica que no sea una mezcla de meros puntos cuya disposición sigue espirales sin dirección determinada».

Pero no entenderemos del todo el punto de vista de Lovecraft si consideramos esta limitación voluntaria tan sólo como un prejuicio filosófico, sin ver que se trata al mismo tiempo de un imperativo técnico. Cierto es que algunos móviles humanos no tienen cabida en su obra; en arquitectura, una de las primeras elecciones que se deben hacer es la de los materiales a emplear.