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PASO el tiempo. Ahora Klas y Klara vivían en la Ciudad de Todos los Deseos, y la Casa era su hogar.

No eran los mismos que un día desaparecieron del recinto de la feria de Blekeryd. Ahora eran unos niños ricos y nobles.

Pertenecían al Señor y a la Señora. Formaban parte de la casa.

No recordaban nada de su vida anterior. No se acordaban de Albert ni de Sofía. No sentían nostalgia ni experimentaban pérdida alguna, ya que habían olvidado cuanto había sucedido anteriormente.

Sin que ellos se dieran cuenta, el cochero les había dado una pócima para que se quedaran dormidos durante el viaje.

Al despertar, se encontraron en una gran habitación verde, cada uno en una cama No sabían de dónde habían venido ni dónde estaban. Todo les era desconocido, excepto ellos mismos. Pero se levantaron y comenzaron una nueva vida sin hacer preguntas. Para poder preguntar hay que saber algo. Y ellos nada sabían. Sólo algunas veces pasaba por su mente un recuerdo fugaz del pasado, como un sueño desconcertante que desaparecía con igual rapidez.

Klas y Klara eran ahora unos niños muy bien educados. Klara llevaba siempre vestidos de seda, y sus cortas y gruesas coletas rubias se habían convertido en hermosos y largos tirabuzones. Klas vestía trajes de raso.

Su aspecto respondía al deseo que Sofía había formulado hacía ya mucho tiempo en la feria de Blekeryd, aquella vez en que había visto estrellas fugaces en el cielo.

Tenían además los juguetes más estupendos del mundo. Klara ya no tenía que conformarse con peinar hebras de lino, puesto que poseía muñecas de pelo natural. Klas tenía un caballo de balancín que parecía de verdad.

Comían lo que más les gustaba, hasta que, hastiados de aquellos platos, se ponían a discurrir otros nuevos. La cocinera iba todas las mañanas a preguntarles qué querían comer, y no siempre les resultaba fácil saber qué contestar.

Finalmente, ya no se les ocurría nada nuevo que les apeteciera, y se sentaban con cara aburrida frente a aquellos platos que al principio habían sido sus favoritos. Pronto perdieron el apetito por completo y comenzaron a adelgazar. Comían y comían, pues eran obedientes y hacían cuanto se les decía, pero, no obstante, adelgazaban y adelgazaban. Era un misterio.

El Señor y la Señora se mostraban siempre amables, pero no se preocupaban mucho de ellos. Les gustaba tenerlos allí, pues una casa tan grande permitía tener una pareja de niños como parte de la decoración. Además, era agradable verlos, tan aseados, tan bien educados. Pero claro, no es preciso dedicarles demasiado tiempo ni atención, sobre todo no siendo suyos, pensaba la Señora.

Aunque su presencia no la animó tanto como el Señor había imaginado, al menos los había aceptado. Aunque nunca decía mis niños sino los niños del Señor. «Son su hallazgo», solía añadir.

Al principio pasaba más tiempo con ellos. Disfrutaba cambiándoles de peinado y eligiendo nuevos vestidos para ellos, cosa que le sirvió de diversión durante algún tiempo. Después de arreglarlos a su gusto, les mandaba que la siguieran cuando paseaba por las largas galerías llenas de espejos de la Casa. En ocasiones, si el tiempo era bueno, paseaban por el pequeño jardín que, como una habitación más, se hallaba situado en la parte central de la Casa.

Pero la mayoría de las veces caminaban por las habitaciones de los espejos. Iban por allí cogidos de la mano, sin apenas atreverse a mirar a los lados, pues les habían recomendado que se portaran bien y no apartaran los ojos de la Señora, por temor a cometer alguna falta.

Si alguna vez se detenía, también ellos tenían que hacerlo. Permanecía inmóvil un momento, mirándose pensativamente en el espejo. Los niños se quedaban mirándola ilusionados, pues a veces se volvía sonriente y decía:

—Creo que los niños me favorecen más que los perros…

Luego, inclinando la cabeza, volvía a sonreírles, lo que significaba que podían ir tras ella un poco más. La Señora era hermosa, pero parecía estar muy triste. Cuando les sonreía, mostrándose alegre con ellos, se sentían felices.

Antes de la llegada de los niños, solía pasear seguida siempre por un par de grandes galgos negros, de fúnebre aspecto. Jamás sonrió a los galgos.

Pero algunas veces, a Klas y a Klara sí les sonreía. Todo marchaba bien, hasta que una vez Klas se manchó de mermelada el encaje del cuello, y Klara se arrugó el vestido. Entonces la Señora se cansó repentinamente de ellos y dijo al Señor que, pensándolo bien, los perros hacían resaltar más su belleza.

Entonces le dio por pasear de nuevo con los dos grandes galgos negros que, aburridos, olisqueaban el suelo con su morro puntiagudo.

Klas y Klara se sentían desgraciados, pues se habían esforzado en comportarse debidamente. El Señor también parecía estar muy abatido, pero no decía nada; jamás decía nada, tan sólo suspiraba.

A partir de entonces, los niños estaban casi siempre solos y echaban en falta a la Señora; sobre todo Klara. Cierto día, Klara gritó: «¡Madre!». Se quedó silenciosa y perpleja pues ignoraba de dónde había sacado tal palabra; ni siquiera sabía su significado.

Nunca había llamado madre a la Señora. Jamás tenían ocasión de decir algo, a menos que les dirigieran la palabra, y entonces debían contestar tan sólo: «Sí, Señora» o «No, Señora».

Alguna que otra vez el Señor les gastaba bromas, y entonces podían reírse; pero no mucho ni demasiado alto, pues eso era una falta de educación. En las demás ocasiones, casi siempre se limitaban a decirle: Muchas gracias.

La Casa estaba llena de largos corredores y enormes habitaciones. Era fácil perderse allí. Por todas partes reinaba un absoluto silencio; sólo oían el eco de sus pasos. Entonces, asustados, echaban a correr. Corrían cada vez con más miedo, pero uno no puede huir de sus propios pasos.

A veces tropezaban con alguien a quien no conocían. También entonces se asustaban, aun cuando sabían que tenía que ser alguien de la Casa, pues allí no podían entrar extraños.

Todos iban siempre silenciosos y de puntillas, para no dar ocasión a que la Señora sufriera uno de sus dolores de cabeza. También los niños aprendieron a andar sin hacer ruido, y entonces el eco que se producía ya no se oía tanto. En la Casa había muchas escaleras, con alfombras tan gruesas y mullidas que no se escuchaba la menor pisada. Klas y Klara subían y bajaban por ellas con frecuencia. En las escaleras se sentían protegidos. Les parecía que no les oían y que no molestaban a nadie. Allí no estorbaban. Se pasaban las horas muertas subiendo y bajando las escaleras, jugando a que la Casa era una montaña.

Como la ciudad estaba deshabitada, no tenían con quién jugar, ni tampoco en la Casa invitaban a otros niños. Pero eso les importaba poco a Klas y Klara, pues no conocían a otros niños aparte de ellos mismos.

Además, varias veces les había sucedido una cosa extraordinaria:

No les estaba permitido entrar solos en las habitaciones de los espejos. Cuando la Señora no paseaba por ellas, permanecían cerradas. Pero por toda la Casa había colgados otros muchos espejos.

Y sucedió que Klas y Klara vieron una vez a dos niños pequeños que desde el fondo de un corredor caminaban hacia ellos. Les invadió una gran alegría. Echaron a correr y aquellos niños también corrieron hasta que se encontraron. Siempre coincidían frente al espejo.

Se quedaban allí y entonces ocurrían cosas raras, pues cuando inclinaban la frente y con ella tocaban el espejo, resulta que la apretaban contra la frente de los dos niños del otro lado. Podían mirar sus ojos, que siempre brillaban llenos de ilusión. Pasaban allí muchísimo tiempo mirándose y pronto Klas y Klara se dieron cuenta de que los únicos niños que podrían conocer en la Casa eran los Niños del Espejo.

Al principio, cuando se veían, se sentían menos olvidados y abandonados, como si compartieran su suerte con aquellos niños que no decían nada, a quienes nunca podían llegar a alcanzar ni tocar.

Pero llegó un día en que la sorpresa y la alegría desapareció del rostro de los Niños del Espejo; en sus caras sólo vieron tristeza e inquietud. Entonces Klas y Klara experimentaron un gran temor.

Creían poseer todo cuanto podían desear y que todo era maravilloso. Pero ahora sentían compasión por los Niños del Espejo. Querían hacer algo por ellos y deseaban compartir sus penas. Y pronto tuvieron la impresión de que ya lo habían hecho, sin saber cómo había sucedido.

A partir de entonces ya no quisieron volver a verles y los esquivaban. Deseaban olvidar aquellos rostros tan llenos de tristeza.

En las escaleras no había espejos, así que allí buscaron refugio. En ellas podían jugar a que la Casa no era la Casa sino una vieja montaña sobre la tierra. En las escaleras siempre estaban solos. Y si eran desgraciados, lo ignoraban.

Porque eran las penas de los Niños del Espejo las que les inspiraban lástima y no las suyas propias.