15

CUANDO comunicaron al Señor que Aleteo Brisalinda había llegado a la Casa, él mismo bajó a recibirla.

—Bienvenida, señora mía —dijo cortésmente, aunque un poco avergonzado ante la necesidad de que alguien como Aleteo Brisalinda tuviera que ayudarle. Trataba de dar a la situación un aire de broma:

—Como aquí en la Ciudad no tenemos iglesia ni teatro, podríamos distraernos estos días con un poco de hechicería —dijo riendo con una risita seca.

Aleteo clavó en él la mirada de sus ojos azul-verdosos, pero no contestó. Por primera vez en su vida, el Señor se sintió inseguro de sí mismo. Esta singular mujer tenía más cosas que decirle de las que él pensaba.

—Bien, tengo entendido que corren tiempos difíciles para hechiceras y magos —dijo, un poco nervioso—. Un mago de la vieja escuela puede perder fácilmente su público.

Pero dejó de hablar. Aquella terrible mujer le miraba fijamente, con aquellos ojos que cada vez parecían más y más azules.

—Ahora bien, personalmente no tengo nada contra las hechiceras —añadió con aire protector—. Nada en absoluto, pero…

Paseaba de un lado a otro para dar a entender que estaba pensando. La anciana sonreía. ¿Por qué razón sonreía ahora? Tenía que decirle algo para hacerle ver que sus dotes como hechicera no le causaban gran impresión.

—Todo este asunto ha sido idea de la Señora —dijo—, porque en realidad yo hubiera preferido un enano o un bufón, aunque creo que también corren malos tiempos para los bufones…

—Por lo que he podido advertir, yo no lo creo así, señor —dijo Aleteo Brisalinda.

Estas fueron las primeras palabras que pronunció, tras lo cual el Señor cayó en un profundo silencio.

El, que nunca se había preocupado de ninguna persona en particular, y que por consiguiente podía presumir de amar a todo el género humano, tenía ahora la sensación de que esta anciana tenía bastante mala opinión de él. Deseaba decirle que se fuera, pero por consideración a la Señora debía persuadirla para que se quedase.

La acompañó hasta la torre donde estaba preparada su habitación que, por cierto, disponía de un telescopio. Con aire majestuoso le indicó que si necesitaba cualquier cosa, no tenía más que pedirlo. Cuando se disponía a marcharse, Aleteo Brisalinda le dijo:

—Me gustaría saber qué es lo que se espera de mí.

El Señor enarcó las cejas.

—¿No se lo he dicho? Pues bien, su tarea consiste en conseguir que la Señora desee algo.

—¿Que desee algo? ¿Y qué es lo que tiene que desear?

—Lo que ella quiera. Afirma e insiste en que sólo por medio de la hechicería podría volver a experimentar algún deseo. Desde luego eso es absurdo, pero, no obstante, para eso está usted aquí, señora.

Mientras hablaba, paseaba impaciente de un lado para otro. Lo que pensaba era que Aleteo Brisalinda debería saber todo esto sin que nadie tuviera que decírselo.

—¿Dónde puedo ver a la Señora? —preguntó Aleteo.

—En su habitación, por supuesto —y el Señor le explicó dónde estaba la habitación. Luego se despidió bruscamente. En la puerta se volvió y dijo con expresión de cansancio:

—Recuerde que su tarea consiste únicamente en conseguir que la Señora vuelva a desear algo. Sea lo que sea. Entonces, naturalmente, yo satisfaré su deseo. ¿Está bien claro?

—Perfectamente —contestó Aleteo Brisalinda, sonriendo de un modo tan peculiar que el Señor se apresuró a cerrar la puerta.

Aleteo Brisalinda bajó la jaula donde Talentoso había estado todo el rato en silencio, pero atento. Dejó salir al cuervo y le preguntó qué opinaba del Señor. Antes de contestar, Talentoso echó a volar y se posó en el telescopio. Entonces dijo en tono distraído:

—No todo el mundo posee igual sabiduría. Un mar chico tiene poca costa ¿no es cierto?

—Sí —replicó Aleteo—, sí, desde luego.

Entonces le dijo al cuervo que explorase la Casa mientras ella iba a visitar a la Señora.

—Ah, sí —bostezó la Señora cuando Aleteo Brisalinda entró en la habitación. Volvió la cabeza con indiferencia y añadió—: Usted debe de ser la señorita Brisalinda. Siéntese, por favor.

Estaba echada en la cama entre mullidas almohadas. Con gesto cansado señaló una silla. Sin decir palabra, Aleteo se sentó y la Señora siguió diciendo con tono de hastío:

—Tengo entendido que ha venido usted aquí para divertirme con sus artes de magia. Muy bien. Haga lo que le parezca, pero a mí no me hechice. No podría resistirlo.

Cerró los ojos.

—La vida no es tan sencilla como para que usted pueda arreglarla con sus argucias. Pero claro, eso lo sabe usted mejor que nadie.

Se calló y ninguna de las dos habló durante un rato. Aleteo observaba atentamente, mientras la Señora permanecía echada, tan hermosa y tan aburrida. Mantenía los ojos cerrados y ni siquiera le había dirigido aún una mirada a Aleteo. Simplemente estaba allí, inmóvil. De nuevo empezó a hablar:

—No es usted muy habladora, señorita. Aún no ha dicho nada.

—Yo sólo hablo con la gente que me mira a la cara —replicó tranquilamente Aleteo.

La Señora, sin alzar los ojos, hizo un débil ademán con la mano.

—Estupendo —dijo con una voz que casi se extinguía—. Entonces usted tendrá que escucharme a mí sin necesidad de que yo tenga que mirarla o escucharla. Pero… ¿no resulta eso algo decepcionante para una persona que se dice hechicera?

—Todo lo contrario —contestó Aleteo Brisalinda—. Así es como debe ser.

Entonces la Señora abrió la boca en un largo bostezo.

—Está bien —dijo desilusionada—. ¿En qué podía yo pensar para ofenderla? Ah, ya lo sé. Estoy enterada de que el Señor y usted están haciendo planes para conseguir que yo comience de nuevo a tener deseos; pero es una pérdida de tiempo y energía… ¿Es usted tan necia como para perder así el tiempo? Se equivoca si cree usted que soy tan estúpida. No cuente con que podrá embaucarme. Guarde para otros sus ridículas artimañas. Para otros que sean más estúpidos.

Hizo una pausa y tras bostezar de nuevo volvió a insistir en el mismo tema:

—Soy engreída y perezosa pero no estúpida. En cambio el Señor es ambas cosas, engreído y estúpido, y por tanto, como usted habrá podido observar, es una persona feliz… Y, además, puede permitirse el lujo de ser amable, cosa que yo no puedo. Soy mala… muy mala.

Aleteo Brisalinda siguió en silencio pero escuchaba con gran atención. La verdad es que aquí en la Casa, eran muy locuaces, tanto el Señor como la Señora.

Esta elevó el tono de su voz:

—Soy MALA —repitió—. ¿NO ME OYE, señorita? ¿Por qué no me contradice?

Aleteo seguía callada como una muerta.

Entonces la Señora levantó los ojos por vez primera.

—ESTOY ACOSTUMBRADA a que la gente me contradiga cuando hablo mal de mí misma —exclamó con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Ah, sí? —replicó Aleteo—. Pues yo estoy acostumbrada a mostrarme conforme.

La Señora se sentó en la cama y miró fijamente a Aleteo, de pies a cabeza. Parecía estar disgustada de una manera pueril, pero luego pudo más su habitual indiferencia y su orgullo.

Su desdeñosa mirada se dirigió a la sortija que Aleteo Brisalinda llevaba en la mano izquierda.

—¿Qué es esa sortija que tiene usted ahí?

—Es sólo una vieja sortija de plata.

—Sí, ya lo veo, pero ni siquiera tiene piedra. ¿La ha perdido?

—Sí, ahora… no tiene piedra.

La Señora se estremeció.

—¡Uf, qué fea es! —dijo—. Es como si estuviera ciega. Quítesela ahora mismo.

Pero Aleteo Brisalinda negó con la cabeza y el anillo continuó donde estaba.

La Señora suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.

De pronto, un criado, como una sombra, se deslizó silenciosamente por la habitación. Puso en la mesilla de noche una bandeja con un vaso de agua y varias tabletas. Luego volvió a desaparecer.

Inmediatamente después comenzaron a resonar en el aire unos espantosos y ruidosos resoplidos. Era un ruido como si la Casa fuera batida por un huracán, pues todo temblaba y se agitaba.

Durante un momento, la Señora se tapó la cara con las manos. Después tomó un par de tapones para los oídos, se los puso y con manos temblorosas se tomó las tabletas con un poco de agua. Con una mirada inexpresiva y voz irritada, dijo a Aleteo.

—Ya puede usted irse, señorita. Lleva ahí sentada demasiado tiempo. ¿Qué hace aquí todavía? No tengo el menor deseo de hablar con los oídos sordos. No quiero hablar cuando no sé lo que estoy diciendo y ¿cómo voy a saberlo si no oigo mi propia voz?, debería haberse dado cuenta. ¡VÁYASE!

Aleteo Brisalinda se levantó y salió apresuradamente de la habitación.