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A CORTA distancia del pueblo se elevaba una preciosa colina verde. Era visible desde cualquier sitio o camino del lugar; el pueblo parecía reposar tranquilamente bajo su protección.
En la colina había un viejo manzano que era la admiración de todos. Ya fuera primavera, verano, otoño o invierno, su silueta se destacaba en el cielo, lleno de hojas, cubierto de flores, cuajadas de fruta sus ramas, o desnudas y oscurecidas por el frío. Todo el mundo elevaba los ojos para contemplarlo, pensando en la paz que parecía reflejar.
A pesar de ello, la gente decía que era un lugar terrible y misterioso. En tiempos había sido la Colina del Patíbulo y allí llevaban a los criminales para ser ajusticiados. La gente solía añadir que en aquella colina habían sido ahorcados tantos delincuentes como manzanas daba el árbol. En otoño aparecía cargado de relucientes manzanas rojas, pero jamás hubo nadie capaz de contarlas todas.
Las manzanas eran muy ricas y hacía ya muchísimo tiempo que el lugar había dejado de ser la Colina del Patíbulo.
Ahora vivía allí una persona, pero nadie comprendía por qué razón o cómo se atrevía a hacerlo. La casita apenas se dejaba ver, pues el manzano la ocultaba, pero por la noche, allá arriba se veía una luz.
La persona que la habitaba era una anciana, un ser misterioso, verdaderamente fantástico. Su nombre era Aleteo Brisalinda. O al menos así la llamaban, pues nadie sabía cuál era el nombre que había recibido cuando la bautizaron.
La llamaban Aleteo porque siempre llevaba una gruesa capa con una esclavina color añil. Los amplios bordes con festones de la esclavina revoloteaban en sus hombros como si fueran unas alas. Se cubría la cabeza con un sombrero muy extravagante, que tenía un ala acampanada cubierta de flores y una copa de color violeta chillón adornada con mariposas.
Le pusieron además Brisalinda, porque ese nombre respondía a la creencia de la gente de que su presencia era señal segura de vientos templados y suave deshielo. Y la verdad es que rara vez salía en tiempo de invierno… Pasaban semanas enteras sin que nadie la viera. Pero cuando de repente aparecía colina abajo, con el revoloteo de su extraña capa y el floreado sombrero, todo el mundo sabía que estaba cercano el buen tiempo. Aunque hubiera treinta grados bajo cero y una dura y gruesa capa de nieve, en cuanto llegaba Aleteo Brisalinda se sabía que los días de deshielo no se harían esperar. En toda la comarca era señal infalible de la primavera.
No había duda de que Aleteo era extraordinaria en muchos aspectos, pues decía además la buenaventura. Despreciaba las cartas, pero gustosamente adivinaba el porvenir leyendo las rayas de las manos de la gente, y observando los posos de café que quedaban en sus tazas. Así que muchas personas desafiaban el temor que causaba la Colina del Patíbulo y subían después de anochecido para que les adivinase el futuro.
Pero la verdadera ocupación de Aleteo Brisalinda no era predecir el porvenir. Su trabajo era tejer. Tejía alfombras. Sus motivos de adorno los inventaba ella y cada alfombra tenía un tema especial propio. Día tras día se sentaba ante su telar, pensando con preocupación en la gente y en la vida del pueblo. Hasta que un día descubrió que era capaz de predecir lo que iba a sucederles. Podía verlo en el dibujo de las alfombras que sus manos iban configurando. Permanecía allí, sentada, viendo el futuro. Podía seguir el desarrollo de los acontecimientos con la misma facilidad y claridad que si lo leyera en un libro.
Ahora bien, ella creía que todo aquello no era sino lo que tenía que ser, así que no le producía asombro. Si era capaz de adivinar el porvenir leyendo las rayas de las manos o mirando fijamente unos posos de café ¿por qué iba a sorprenderse viendo acontecimientos futuros en las alfombras que tejía? Así ocurría que, de repente, sabía cómo había de tejer el motivo en el que estaba trabajando y, de esta manera, una tarea ayudaba a la otra. Tejer y adivinar el porvenir se complementaban y, de forma misteriosa, resultaban como las dos caras de una misma cosa.
Pero ella jamás reveló el misterioso origen de donde procedía su conocimiento del destino de una persona o del dibujo de una alfombra; quizás ni siquiera ella misma lo sabía. Fuera cual fuera la verdad, todos los habitantes del pueblo se llevaban bien con Aleteo Brisalinda.
En verdad, justo es decir que no tejía ni adivinaba el porvenir sólo para ganar dinero. Tenía lo suficiente para vivir y lo demás le traía sin cuidado.
A pesar de que estaba siempre sentada ante el telar, nunca disponía más que de unas pocas alfombras completamente terminadas. Pero éstas eran realmente extraordinarias y muy hermosas. En las ferias de la comarca siempre se sentaba en su pequeño puesto y adivinaba el porvenir, con las alfombras expuestas a la vista.
Mucho podría decirse de los ojos de Aleteo, pues experimentaban continuos cambios e impresionaban mucho a la gente. La cualidad más increíble e inverosímil de sus ojos era su mansedumbre, pues eran como flores, y esta circunstancia decía a las claras que no había que tener miedo de mirarlos. En realidad, la mirada que fijaba en el mundo y su gente era azul como las flores de hierbabuena silvestre, esos frágiles capullitos que se encuentran entre la hierba por el mes de junio. Así eran los ojos de Aleteo Brisalinda.
Era, desde luego, una persona muy poco corriente…
En el campo, la gente suele tener en casa perros o gatos como animales de compañía. Aleteo Brisalinda tenía un cuervo. Su nombre era Talentoso. No se sabía cómo se había hecho con él, ni siquiera si lo había atrapado ella misma, pero siempre habían estado juntos y era un animalito verdaderamente notable.
Sabía hablar. Pero no se trataba de un parloteo lleno de tonterías, sino que contestaba directa y acertadamente; es decir, sabía lo que decía. A veces se negaba a hablar, pues era muy caprichoso. Otras hablaba en forma tan enigmática que la gente se quedaba en ayunas de lo que decía. Pero Brisalinda lo entendía todo.
A Talentoso le faltaba un ojo desde hacía mucho tiempo; corría el extraño rumor de que lo había perdido en el pozo de la sabiduría. A Aleteo eso le preocupaba, no porque Talentoso no pudiera valerse con un solo ojo, puesto que se las arreglaba muy bien, sino porque su carácter había cambiado. Y, desde luego, un cuervo debe tener dos ojos; sobre todo tratándose de un cuervo como Talentoso.
Porque cada uno de sus ojos poseía una visión de distinta clase.
Uno era el ojo diurno. Con él veía el sol y todo lo que éste alumbraba. Veía la luz y los colores cálidos y brillantes. Veía la alegría de vivir, las sonrisas y las carcajadas, los pensamientos alegres. Todo lo bueno. Aquel ojo era capaz también de ver el lejano futuro y lo que en él iba a suceder.
El otro ojo era el nocturno, el que lo veía todo a la luz de la luna. Veía los colores oscuros y fríos. Las nubes y la tristeza. Los pensamientos tristes y amargos. Lo feo y lo maligno. Y aquel ojo, además, veía el tiempo ya transcurrido. Podía enfocarlo hacia el lejano pasado.
Talentoso había perdido el ojo nocturno, el de la luna, el ojo primitivo. El ojo malo, como suele llamársele. Y esto, desde luego, había producido en él un cambio. Ahora sólo veía la vida de color de rosa. Sólo captaba lo alegre y lo bueno. Ya no veía la menor sombra. Ni siquiera la suya. Incluso pudiera ser que, como era tan negro, a veces ni siquiera pudiera verse a sí mismo. Todo esto le había hecho un poquitín despreocupado, cosa impropia en un cuervo, pero claro, no era culpa suya. Aleteo lo comprendía.
Y también pensaba que incluso la adversidad tiene una faceta afortunada, ya que por lo menos Talentoso no había perdido su ojo bueno. De haber sido así, ahora todo le parecería negro. Pero, por otra parte, Aleteo se preguntaba si Talentoso era ya un nombre apropiado para él.
Desde luego, es hermoso poder ver sólo el lado luminoso de la vida, pero los que realmente están en condiciones de decir la pura verdad son aquellos que también pueden ver el lado sombrío de las cosas.
Y a decir verdad, Aleteo opinaba que Talentoso resultaba ahora un tanto superficial.