5
EN Albert se produjo un gran cambio.
Se quedaba en casa mucho más tiempo que antes y nunca volvía al taller después de anochecer.
Era como si tuviera miedo de algo. Se le veía inquieto, echando el cerrojo a la puerta y cerrando bien la ventana. Al menor ruido fuera de lo corriente se ponía de pie de un salto para averiguar lo que era, y si los niños no estaban a la vista, el miedo hacía que casi perdiera los estribos.
Algunas veces, hacia media mañana, venía del taller sólo para ver si todo iba bien.
Si Sofía le preguntaba qué era lo que le preocupaba, salía con evasivas, alegando que siempre hay peligros desconocidos que amenazan a los niños; que nunca se les vigila lo suficiente y que nunca es bastante el cuidado que se tiene de ellos.
Sofía sabía que esta preocupación había surgido a partir de la feria de otoño. Pero ¿qué era lo que realmente había sucedido allí? Bueno, había ido a ver a Aleteo Brisalinda y le había adivinado el porvenir. ¿Le habría dicho la anciana algo que le infundía miedo? El insistía en que no le había dicho nada especial. Había divagado, como hacen siempre las viejas hechiceras. Ni siquiera recordaba exactamente lo que le había dicho. Además, él no era de esa clase de personas que se preocupan por lo que puedan decir unas viejas adivinas.
Eso era lo que Albert decía. Pero entonces ¿por qué se comportaba de un modo tan extraño? Sofía no encontraba explicación a tantos interrogantes y al final se cansó de hacer preguntas.
Se hubiera contagiado o no de la preocupación de Albert, tampoco ella estaba contenta, ni mucho menos, a pesar del regalo de una sortija tan bonita. ¿Cómo podía ser tan desagradecida? A veces pensaba que hubiera sido mejor no aceptarlo. Era un regalo tan poco apropiado para ella… Con el dinero que había costado podían haber comprado algo más práctico.
Siempre que se ponía la sortija, le invadía la inquietud. Además, ella no estaba acostumbrada a cosas tan finas; demasiado lujo para gente tan pobre. El pensamiento de que en su lugar los niños hubieran podido tener alguna ropa de abrigo para el invierno pesaba mucho en su conciencia.
Estaba segura de que eso era lo que le producía desasosiego y preocupación. Un día ya no pudo aguantar más. Se quitó la sortija del dedo y la escondió, para no volver a ponérsela. Entonces todo fue mejor. Y Albert ni siquiera se dio cuenta.
Ahora Sofía volvía a ir, como de costumbre, de granja en granja agramando el lino ya recolectado. Afortunadamente había encontrado ese trabajo en que ocuparse, pues Albert no pudo hacer mucho cristal aquel otoño. Apenas tenían nada ahorrado para ir tirando.
Aquel fue un largo invierno, gris y muy frío, pero finalmente llegó la primavera y pareció como si de repente todo se hubiera calmado.
Cuando en la naturaleza todo se hizo más luminoso y brillante, Albert recobró su habitual buen humor. Ni siquiera él podía sustraerse al encanto de la primavera. En el taller avanzaba mucho más aprisa con el cristal, pues la verdad es que el trabajo se había retrasado durante el invierno y ahora tenía que hacer mucho cristal para venderlo en la feria de primavera.
Esta vez quería ir él solo a la feria y se mantuvo firme en su decisión. Los niños eran demasiado pequeños para llevarlos y la última vez les habían causado mucha preocupación.
Sofía sufrió una decepción, pero no hubo nada que hacer. Se resignó a quedarse en casa.
Albert concertó el viaje con un granjero que hacía zuecos y otros artículos de madera. La carga del granjero dejaba espacio suficiente para los objetos de cristal que llevaba Albert esta vez.
Pernoctaría en Blekeryd y regresaría a la mañana siguiente con el granjero. Tenían la intención de llegar temprano.
Pero a Sofía, esperando en casa, el día se le hizo interminable. No llegaron cuando habían prometido y Sofía fue corriendo lo menos cien veces hasta el cruce del camino para ver si aparecían.
Al fin, enfadada e intranquila, olvidó echar un vistazo a los niños, aun cuando eso fue lo último que le prometió a Albert.
No es que Klas y Klara necesitaran nada. Klas andaba ya desde el invierno y para entonces sus pies habían adquirido firmeza. Klara estaba muy crecida para su edad.
Klara tomó a Klas de la mano y se fueron por la senda para ver a su madre que bajaba corriendo hasta la carretera. Sofía les había dicho que no se movieran de casa pero ¿por qué tenían que quedarse allí dentro? ¡Estaba todo tan hermoso fuera!… Lucía el sol y todos los pájaros cantaban. La hierba ya estaba verde. Y allá lejos veían cómo iba su madre camino abajo. La siguieron con la vista hasta que desapareció en un recodo.
Entonces se encontraron con dos niñas que les explicaron cómo podían ganarse aquel día un buen puñado de dinero de los transeúntes que regresaban de la feria. Lo único que tenían que hacer era ir al bosque, coger flores silvestres y esperar al borde de la carretera el paso de los coches y los carros. Bastaba con que ofrecieran las flores, y la gente se pararía a comprarlas, pues aquel día todos traían dinero fresco.
¡Qué buena idea! Sus padres tenían siempre tan poco dinero… Pero ¿dónde se podían encontrar flores?
Aquellas niñas lo sabían y se lo mostrarían. El bosque estaba lleno de flores. Allí las había de todas clases.
—¿Hay anémonas blancas y azules?
—¡Ya lo creo, montones de ellas!
Las niñas empezaron a andar. Klas y Klara iban tras ellas. Resultó tal como habían dicho. El bosque rebosaba por todas partes de anémonas blancas y azules. Con ellas hicieron grandes ramos.
No tuvieron que adentrarse mucho en el bosque. No había miedo a perderse, como siempre temían sus padres. Las niñas sabían muy bien el camino.
Después tomaron un atajo por el bosque para llegar a la carretera. ¡Y aquello sí que era algo digno de verse! Muchos niños bordeaban ya la carretera y agitaban sus ramilletes para ofrecerlos a los viajeros que pasaban.
A los granjeros, felices de volver a casa con sus ganancias, no les importaba gastar y eran generosos. A veces compraban varios ramilletes, pero quizá Klas y Klara eran demasiado pequeños o no ofrecían las flores con la gracia de los demás, pues el caso es que nadie se las compraba.
Las niñas vendieron pronto todas sus flores y volvieron corriendo al bosque para coger más.
Klas y Klara se alejaron un poco más, carretera abajo, para ver si allí se les daba mejor. Klas sentía cansancio en los brazos e iba dejando caer capullos por el camino. Las florecillas también comenzaban a marchitarse.
Pero allí se quedaron, de pie, esperando pacientemente. No iban lo que se dice muy bien vestidos. Parecían en realidad unos pequeños fardos de ropa, por entre la que asomaban mechones de cabello. Boquiabiertos, con sus ojos azules expectantes y llenos de ansiedad, ofrecían una estampa curiosa, allí, de pie, quietos, como en espera de un milagro.
Y al fin, el milagro se produjo.
Un lujoso carruaje avanzaba ruidoso por la carretera. No era como los que suelen tener los granjeros, tirados por caballos robustos y cansinos, sino un hermoso coche arrastrado por un par de lustrosos caballos blancos, con cochero en el pescante. Los caballos galopaban tan deprisa que sus cascos levantaban una blanca nube de polvo, flameando al aire sus magníficas crines.
Las ventanillas del carruaje tenían cortinas y al pasar junto a Klas y Klara alguien desde dentro saludó con la mano.
Un poco más adelante, el cochero tiró de las riendas de los caballos y el coche se detuvo en el mismo centro de la carretera. El cochero se apeó y abrió la puerta.
Una multitud de chiquillos llegó corriendo y se agrupó alrededor del coche, pero el cochero los apartó. En cambio, llamó por señas a Klas y Klara. ¡Quién iba a imaginárselo! ¡Quería sus flores!
Sentada dentro del coche, había una elegante pareja; hermosa la señora y muy distinguido el caballero. Sonreían a las criaturas que, muy serias, les miraban fijamente con la boca abierta. El caballero sobre todo, les sonreía de un modo especial. Dijo que los conocía, que había comprado a su padre piezas de cristal en la feria de Blekeryd el otoño pasado. ¿No se acordaban?
No, no se acordaban. Pero eso no importaba, lo que importaba era que quería sus flores. Dijo algo al cochero, quien sacó una gran moneda y se la dio a Klara. El caballero le ordenó que diese otra a Klas.
Se quedaron tan asombrados que olvidaron entregar las flores y el cochero tuvo que decirles que se las dieran a la elegante señora.
Ella las tomó y las puso a su lado, en el asiento. Apenas se dignó mirarlos, pero el caballero dijo que eran muy guapos. Sonriendo de nuevo a Klas y a Klara, preguntó a la señora si no estaba de acuerdo en que eran unos niños encantadores.
—Sí —contestó—, son muy lindos. ¿Nos vamos ya?
—Como quieras, querida —dijo el señor e hizo una inclinación de cabeza a los niños. El cochero cerró la puerta. Era bastante viejo, y antes de encaramarse al pescante miró con aire severo a los niños y, malhumorado, les dijo que no fuesen a perder las monedas. Que se fueran derechos a casa y se las dieran a sus padres.
—Porque es una buena cantidad de dinero —dijo muy serio.
Partió el coche; una mano pálida y delicada saludó tristemente tras la cortina y durante un instante pudo verse la cara del caballero. Pero los caballos arrancaron con tanta rapidez, que el coche desapareció tras una nube de polvo.
Mirándolo embobados, Klas y Klara permanecían mudos. Al momento se vieron rodeados por todos los niños, que querían ver las monedas. Y probablemente las hubieran perdido muy pronto, si Sofía no hubiera llegado corriendo en aquel mismo instante. Su cara estaba blanca de miedo.
El temor se tornó en asombro cuando vio lo que les habían dado a los niños. Asombro y gozo.
—¡Son monedas de oro de verdad! —dijo a sus hijos.
Volvieron a casa a esperar a Albert, pero ahora Sofía ya no se atrevía a bajar a la encrucijada. Se quedó en casa, vigilando atentamente.
Acababa el día. Llegó la noche y Albert aún no aparecía. No regresó hasta pasadas las diez de la noche.
Los niños estaban ya acostados y dormían profundamente.
Se había retrasado debido a un percance inesperado. El granjero, como era de esperar, se había emborrachado en la feria y conducía el carro como un loco, por cuya causa volcaron en la cuneta cuando venían de regreso. Se habían hecho añicos todas las piezas de cristal, aunque poco importaba puesto que, de todas formas, como de costumbre, nadie parecía querer sus artículos. No había vendido ni una sola pieza.
Esta vez no había llegado ningún comprador rico. Albert estaba deprimido y harto de todo.
Sofía parecía que iba a explotar con su secreto, pero nada dijo. Luego, cuando él terminó de contar todo lo que había sucedido, sacó las monedas de oro que le habían dado los niños y se las enseñó.
—Pues por aquí sí ha venido gente rica —dijo.
Los ojos de Albert se abrieron como platos.
—¡Pero si tú no tenías nada que vender! —exclamó.
—Yo no —dijo riendo—, pero los niños sí. Cogieron flores y las vendieron allá abajo, en la carretera.
Entonces le contó lo del magnífico coche con la generosa pareja, que quiso comprar únicamente las flores de sus hijos y no las de los demás. Sofía se mostraba orgullosa pero Albert frunció el ceño. Lo sucedido no le hacía tan feliz como a ella. En primer lugar, no le gustó que hubiera dejado a los niños solos.
Y por otra parte, le resultaba duro admitir que un ramillete de flores marchitas pudiera valer más que su cristal. ¿De qué le valía estar siempre soplando cristal?
Y así terminó aquella feria de primavera.