13
EN el pueblo donde vivían Albert y Sofía, la vida transcurría como de costumbre.
Caían las hojas de los árboles y brotaban otras nuevas. Las flores se marchitaban y otras florecían, los pájaros emigraban y retornaban.
Pero Klas y Klara nunca regresaron.
Sofía deambulaba por la casa, cavilando tristemente, y Albert se quedaba en el taller. Sentía la necesidad de continuar trabajando. Pero los bols que ahora hacía le salían siempre como enormes lágrimas heridas por la luz. Todos eran distintos, y, al mismo tiempo, iguales, puesto que cada uno de ellos hacía recordar las lágrimas. Fuese cual fuese la pieza que intentara hacer, siempre le salían de aquella forma, aunque él mismo no se diera cuenta de ello.
Tampoco comprendía por qué en las ferias vendía ahora todas las piezas de cristal. Nunca daba abasto. Se estaba haciendo famoso. De todas partes llegaba gente para comprar. Albert observaba a la gente que, ante la belleza de sus bols, suspiraban y unían sus manos en un gesto de admiración. Los observaba maravillado. La gente tomaba los bols con tanto cuidado como si se tratara de objetos de oro. Albert no salía de su asombro.
Aunque Albert no reparase en ello, la gente percibía algo. Se daban cuenta de que era la tristeza la que había dado mayor belleza a sus bols. A la gente no le importan las lágrimas del prójimo, siempre y cuando resulten hermosas de contemplar.
Pero a Albert no le satisfacía su éxito. Ni siquiera se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en un renombrado soplador de cristal. No advertía sus halagos y era sordo a sus cumplidos.
Únicamente pensaba en los hijos que había perdido.
Se juzgaba el único responsable de su desaparición, por cuanto que sólo él había escuchado las predicciones de Aleteo Brisalinda. A pesar de que le había advertido que los niños iban a desaparecer, nada había hecho para evitarlo. Al oírla, de momento se había quedado aterrorizado, pero acabó por no creerlo, pues nada había sucedido. ¿Cómo habría podido ser tan imprudente?
Y ahora, la puerta de Aleteo Brisalinda se había cerrado para él. Le ignoraba totalmente. No tenía nada más que decirle. Y él lo comprendió. Además, había dejado correr por el pueblo su propósito de no volver a predecir el futuro. Sería inútil que fueran a pedírselo.
Sofía, en su casita, se echaba la culpa de lo sucedido. Había acarreado a todos la desgracia. Se acordaba de aquella vez en que había dicho que los niños sólo daban preocupaciones. Este era su castigo. Sabía que esas palabras nunca quedan sin castigo. Ese pensamiento la atormentaba día y noche; la acosaba cada vez que se despertaba y volvía a su pensamiento en forma de pesadilla mientras dormía. Sí, ella tenía la culpa; nadie más era culpable.
Otra cosa también la atormentaba: no sabía bien lo que era, pero de vez en cuando tenía la impresión de que se había olvidado de algo, algo que le era muy importante recordar.
Algunas veces experimentaba la sensación de que con sólo recordar aquello, todo acabaría arreglándose.
¿Qué podría ser lo que había olvidado?
Habló de ello con Albert, pero éste se limitó a mover la cabeza. Le dijo que estaba obsesionada, que eso nunca era bueno, que era inútil. Y desde luego tenía razón. Sólo eran cosas de su imaginación.
No obstante, aquella sensación la dominaba a veces, y entonces se decía que sí, que era eso: la solución dependía de ella, estaba segura de que la tenía en sus manos. Tenía que esforzarse para dar con ello. Pero al momento esa certeza se esfumaba, y entonces su desesperación era aún más profunda.
Albert le razonaba de la siguiente manera: Si hubieras olvidado algo, tendrías que saber lo que era. Simplemente era víctima de su imaginación.
Cierta noche, los fuertes latidos de su corazón despertaron a Sofía. Había dormido profundamente y había soñado, pero no recordaba qué.
La desazón la hizo saltar de la cama, mientras su corazón latía aún con más fuerza. Sin darse cuenta en realidad de lo que hacía, se acercó a la cunita que frente a la chimenea aún colgaba del techo y que estaba llena de chucherías. De ella colgaban unas hebras de lino que relucían como si fuesen de oro. Como si se hallase en trance, buscaba y rebuscaba sin saber qué.
De pronto su mano tropezó con un objeto pequeño, duro y frío. Lo cogió y se fue junto a la ventana, sentándose donde la luz de la luna penetraba en la habitación. Llevaba aquel objeto en la palma de su mano.
Era la sortija que, hacía ya mucho tiempo, Albert le había regalado en la feria. La sortija, con su piedra de reflejos verdes, estaba en su mano. ¡Dios mío, cuánto tiempo hacía ya de aquello!…
Se la puso en el dedo y, pensativamente, se miró las manos.
Súbitamente, una gran calma se apoderó de ella. Se quedó allí sentada, recordando, a la luz de la luna. En aquella ocasión la feria había resultado estupenda. Albert y ella se habían sentido tan felices, tan plenamente felices…
¿Por qué habría dejado de ponerse la sortija? ¡Qué tontería! Tenía que volver a lucirla, pues era muy bonita.
Fue un gran detalle de Albert el regalársela, aunque en realidad entonces no podía permitírselo. Sentada allí, absorta en sus pensamientos, hacía girar distraídamente el anillo en su dedo.
De pronto, la sortija atrajo de nuevo su mirada.
Ahora recordaba por qué había dejado de usarla. Era porque cuando la llevaba se sentía inquieta y preocupada.
Tal como le sucedía ahora: volvían a asaltarle negros presentimientos. La piedra semejaba un ojo y, cuando llevaba puesta la sortija, aquel ojo la observaba.
Le pareció que la piedra le hacía guiños y durante un rato no se atrevió a moverse.
Entonces extendió la mano hacia la luz de la luna para poder verla con mayor claridad. Sintió un escalofrío y comenzó a temblar, sobresaltada. La piedra tenía un aspecto que la aterrorizó. Era como un hoyo profundo, como un pozo, como una horrible pena, algo inhumano.
Transcurrido un rato, la piedra volvió a parpadear. Era algo repulsivo.
Rápidamente se quitó la sortija y apartándola de sí, la dejó junto a la ventana. Sentía miedo de volverla a mirar. El corazón le latía violentamente. ¿Qué significaba aquello? ¿Estaría perdiendo el juicio?
Se puso a pensar en el anciano que les había vendido la sortija. Era realmente un viejo horripilante. ¿No podría ser que le hubiera echado algún maleficio? No, no, había que tener calma. Otra vez se estaba dejando llevar por la imaginación.
Pero desde luego, había algo raro en aquel anciano. ¿Adónde habría ido cuando desapareció? Nadie le había visto antes ni nadie le había vuelto a ver después.
Y en cuanto a Aleteo Brisalinda ¿por qué, por qué se había comportado de forma tan extraña en cuanto vio la sortija? ¿Y qué fue lo que dijo?
¿No sería que apenas la vio deseó poseerla?
Sofía había ido a verla para que le adivinara el porvenir, pero ella se había negado. Y ¿qué había pasado entonces?
¿Qué es lo que había sucedido?
Y ahora, aquella certeza se apoderaba una vez más de Sofía, la certeza de que la solución del problema dependía sólo de ella. Se sentía más fuerte que nunca. Más segura de que la solución estaba allí, allí mismo, al alcance de su mano.
¿Dónde, dónde? La memoria aún la atormentaba, pero permaneció allí sentada, esperando… hasta que, sin saber por qué, extendió la mano y cogió la sortija.
¡Y entonces se acordó! Súbitamente, como un rayo, le vino a la mente lo que había olvidado. Sí, ahora ya lo sabía.
Dio un profundo suspiro. La luz de la luna se estremecía, temblaba.
Una vez más dirigió una mirada penetrante a la piedra de reflejos verdes. Como en un eco lejano, le pareció escuchar aquellas olvidadas palabras de Aleteo Brisalinda que, silenciosamente, venían ahora a sus labios:
—Sofía, veo que llevas una sortija. Si algún día te sucede alguna desgracia, hazme llegar esta sortija y yo te ayudaré donde quiera que te encuentres. No olvides mis palabras: envíame la sortija.
Estremeciéndose un poco bajo aquel recuerdo, besó la sortija.
Poco después se levantó, se vistió y salió. Comenzó a andar a la luz de la luna. El pueblo dormía, pero en lo alto de la vieja Colina del Patíbulo, bajo el manzano, se vislumbraba una tenue luz en la ventana.
Se oyó el grito de una lechuza.
El manzano reventaba de flores. El vientecillo nocturno que soplaba en la colina hizo desprender algunos pétalos, que cayeron al suelo como copos de nieve.
Allá arriba, la luz parpadeó ligeramente.
La lechuza, al no obtener respuesta, volvió a chillar.
A la luz de la luna, Sofía caminaba con un anillo en la mano. Lo llevaba con cuidado, pero no en el dedo. No había querido ponérselo.