4

COMO de costumbre, Aleteo Brisalinda había acudido a la feria y había montado el puesto en el que adivinaba el porvenir. Había traído varias alfombras, unas de color claro y otras oscuras, que había colgado en la parte exterior del puesto.

En esta ocasión, su cuervo Talentoso estaba dentro de una jaula. Se trataba de una vieja jaula dorada que la anciana había colgado de un gancho en lo alto de la caseta. Cuando entraba gente y alguien tropezaba por casualidad con la jaula, ésta comenzaba a balancearse, lo que espabilaba a Talentoso que rompía a hablar, diciendo:

—Soy Talentoso, el cuervo negro, cuyas respuestas encierran más verdad que las preguntas de la gente.

Había quien se enfadaba al oír esto, pensando que era una jactancia del cuervo; otros creían que lo hacía por divertirse; pero la mayoría se sentían atemorizados.

A Aleteo Brisalinda le desagradaba tal conducta, que le parecía poco formal. En circunstancias normales, el cuervo no se habría comportado de aquella forma; tal actitud se debía en cierto modo al hecho de tener un solo ojo. Y Aleteo así se lo dijo; que no era tan sabio como él se creía, sino todo lo contrario: su forma de ver las cosas y a la gente era bastante superficial y absurda.

Pero el cuervo no estaba de acuerdo y respondió con calma:

—Los sabios rara vez son felices. Se debería ser moderadamente sabio.

Aleteo Brisalinda suspiró, pues eran ciertas sus palabras; era lo que ella misma experimentaba a diario. Daba vueltas por la tiendecilla una y otra vez, mirando fijamente con preocupación el motivo de la alfombra que había acabado de terminar justo para llevar a la feria. Cada vez que la miraba se sentía desdichada y a la vez desconcertada. Sus pasos eran cansinos y cuando movía la cabeza, se agitaban con triste balanceo las flores y mariposas que adornaban su sombrero.

Talentoso volvió su ojo hacia ella:

—Habría que hacer algo más que tener miedo y lamentarse —dijo con reprobación.

—Sí, Talentoso, desde luego —tuvo que admitir Aleteo—. ¿Pero entonces cuál sería tu consejo?

—¿Así que has vuelto a ver en la alfombra alguna horrible desgracia? —preguntó el cuervo.

Ella asintió silenciosamente.

—Yo ya lo había visto, pero he mantenido cerrado el pico —dijo Talentoso con firmeza.

—¿Pero si ella viene y me pide que le adivine el porvenir?

—No tengo más que decir —dijo Talentoso prudentemente, guiñando el ojo.

La luz de la luna bañaba todo el recinto de la feria y el cielo estaba cuajado de estrellas. De vez en cuando se veía alguna estrella fugaz y la gente expresaba sus deseos, para que se convirtieran en realidad.

—Quisiera que nos hiciéramos ricos —fue la petición de Sofía.

Albert no deseaba nada para él, pues le parecía que aquel día ya habían recibido bastante.

—Lo deseo por el bien de los niños —añadió Sofía—. Quiero para ellos una vida mejor que la nuestra.

—Las cosas nos van bien —dijo Albert tranquilamente.

Pero Sofía no le escuchó. En el momento en que caía una estrella dijo:

—Habría que ver lo guapos que estarían Klara con un vestido de seda y Klas con un traje de raso —murmuró. Sus ojos brillaban soñando, a la luz de la luna.

Llegaron al puesto donde Aleteo Brisalinda adivinaba el porvenir y Albert se paró a mirar las alfombras expuestas. Estuvo un buen rato observándolas atentamente y vio que eran más bonitas y misteriosas que nunca. Y mientras estaba allí, experimentó una extraña melancolía que llenaba de angustia su corazón, como si le acometiera un presagio de desgracias.

No se veía a Aleteo Brisalinda por ninguna parte. El cuervo Talentoso estaba dentro de su jaula, inmóvil como un muerto. Albert se volvió hacia Sofía, pues deseaba saber si ella compartía su extraña sensación; sobre todo respecto a cierta alfombra, que le inundaba de melancolía y tristeza.

Pero Sofía no miraba las alfombras ni escuchaba a los músicos que en las esquinas tocaban la música para que la gente bailase.

Inició un breve paso de baile y sonrió.

—Albert —dijo—. Me parece que voy a pedir que me adivinen el porvenir.

—¿No quieres bailar? —preguntó Albert, que deseaba marcharse de allí.

—Después de que me hayan adivinado el porvenir.

Sofía, pues, entró en el puesto. Talentoso la vio, pero no hizo el menor ruido. Allí estaba Aleteo Brisalinda, sentada en un taburete de tres patas. El suelo estaba cubierto con una de sus magníficas alfombras. A Sofía no le gustaban, porque eran demasiado tristes y oscuras.

Aleteo tenía el sombrero puesto, oculto el rostro bajo el ala. La esclavina pendía lánguidamente de sus hombros. Tenía la mirada fija en el suelo y no alzó los ojos cuando Sofía entró.

—Quiero que me eches la buenaventura —dijo Sofía.

—Ya he terminado por hoy —contestó Aleteo secamente.

—¡Oh! —exclamó Sofía defraudada—. Con las ganas que tenía…

Los ojos color azul intenso de Aleteo Brisalinda recorrieron un momento el rostro un tanto tenso de Sofía y luego miraron hacia otro lado.

—Eso no tiene nada que ver —dijo Aleteo—. Y además, no sabes lo que pides.

Entonces Sofía se enfadó. Creía que Aleteo se comportaba de aquella forma sólo porque eran del mismo pueblo. Claro, a Aleteo le parecía que no tenía por qué esforzarse en complacer a la gente de su pueblo. Pero Sofía no se daba por vencida. Obstinadamente extendió su mano.

—¡Mírala, y ahora adivíname el porvenir! —le exigió Sofía. Al principio Aleteo trató de hacer como si no la hubiera visto, pero luego, de repente, miró con fijeza la sortija que llevaba Sofía. Finalmente cerró los ojos y movió la cabeza negativamente:

—¡No! —dijo—. ¡No y no, te repito!

Sofía dejó caer su mano. Se sentía triste y ofendida. Deseaba extender de nuevo su mano, pero no hallaba las palabras apropiadas para expresar su indignación. Aleteo, sin embargo, comprendió sus sentimientos. Una vez más clavó en ella aquellos esquivos ojos azules y susurró:

—Pobre, pobre hija —aquello fue lo único que dijo—. Pobre hija…

Entonces Sofía la miró y se dio cuenta de que se había equivocado; Aleteo parecía realmente muy cansada. Un poco avergonzada se volvió hacia la puerta. A sus espaldas oyó la voz de Aleteo, que decía con voz apacible:

—Llevas una sortija, Sofía. Si algún día te sobreviene una desgracia, hazme llegar esa sortija, y donde quiera que te encuentres yo te ayudaré. ¡No olvides mis palabras! ¡Mándame la sortija!

Sofía se quedó quieta mientras Aleteo Brisalinda hablaba. Estaba justo debajo de la jaula de Talentoso. El cuervo se había quedado dormido; tenía los párpados cerrados.

Después de aquello, Sofía no tenía ya ganas de bailar. Se lo contó todo a Albert.

—¡Quería mi sortija! ¿Te das cuenta? —exclamó indignada.

—No se trata de eso —dijo Albert. Lo extraño era que Aleteo no se había comportado como era habitual en ella—. Me parece que voy a decirle que me adivine a mí el porvenir, y luego ya veremos. Al fin y al cabo yo no llevo sortija alguna.

Entró en el puesto y estuvo allí un largo rato. Mientras tanto, Sofía se alejó un poco para oír la música. Volvió sobre sus pasos en el momento en que Albert salía de la caseta. Caminaba a zancadas, como si tuviera mucha prisa.

Entonces el cuervo Talentoso despertó y le gritó con voz ronca:

—¡Puedes creértelo o no! ¡A mí me da igual!

—¡Albert! ¿Qué sucede? —preguntó Sofía aterrorizada.

—¡Vamos! —gritó, tirando de ella. La llevaba casi en volandas.

—¿Te echó la buenaventura?

El no contestó.

—¡Albert!

Pero él la obligaba a ir cada vez más deprisa. Al fin, Sofía dejó de hacer más preguntas. Silenciosa y obediente, corría junto a él.

Cuando llegaron a la posada, abrió de golpe la puerta de la pequeña habitación que habían alquilado. Sin decir palabra, se dirigió precipitadamente hacia el sofá donde dormían los niños. Estaba completamente fuera de sí. Inclinándose hacia ellos, dijo en voz baja varias veces:

—Gracias a Dios, gracias a Dios…

Allí estaban, durmiendo tranquilamente. Sofía le miró llena de inquietud.

—¿Qué te ha pasado? ¿Creías que habían desaparecido los niños?

Pero Albert tardó en contestar a sus preguntas. Dijo que estaba cansado y que quería irse a la cama enseguida, añadiendo que era sólo algo que le había pasado por la cabeza. Debió de ser el cuervo; y la luz de la luna y aquellas alfombras.

Sofía le dio la razón:

—Desde luego. Esas alfombras, no sé por qué, resultan horribles.

Dejaron la muñeca junto a Klara y el caballo de madera cerca de Klas, y se marcharon a la cama. Pero Albert permaneció despierto un largo rato, inquieto y dando vueltas.

La habitación no tenía ventana, sino una tronera por donde penetraba la luz de la luna. Fría y azul, se abría paso despiadadamente en la oscuridad, hasta que Sofía se levantó y tapó la tronera con su falda.

A la pálida luz del amanecer, Albert se levantó y cargó todo en el carro. Salieron de Blekeryd antes de que el sol alumbrara el nuevo día.