17
TRANSCURRIERON dos días. Las lindas mejillas de la Señora recobraron su color y se levantó de la cama. Mandó llamar a Aleteo Brisalinda y discutió incansablemente con ella. Parecía que discutir le sentaba de maravilla.
Ahora estaba de pie, junto a una ventana abierta de su habitación. Una suave brisa jugueteaba con sus hermosos cabellos. Lucía el sol.
—Señorita, ¿cómo acaba usted de llamarme? ¿No sabe que debe decir mi Señora? —dijo con irritación.
Aleteo Brisalinda se hallaba de pie junto a ella. Llevaba puesta la capa, pues se disponía a salir cuando la Señora mandó llamarla. Contestó:
—¡Oh no! Quien no es dueña de sí misma no es una Señora. —Hablaba con calma y sencillez, sin el menor tono de reproche.
Era un día excelente; el primer día bueno después de tantos otros grises y oscuros. Incluso aquí arriba en el norte y hasta la Ciudad de Todos los Deseos había llegado el verano. El buen tiempo parecía apreciarse más allí, en aquella lúgubre y triste Casa.
Aleteo levantó su cara hacia el cielo. Sonrió y huyó muy lejos con el pensamiento.
—No tiene usted ni pizca de educación —oyó decir a la Señora—. Cuando quiero que me contradiga se muestra conforme, y cuando quiero su aprobación me la niega.
—Solamente digo lo que pienso —repuso Aleteo Brisalinda con calma y dulzura, abstraída en sus propios pensamientos. Se sentía alegre y confiada, dispuesta a desempeñar su cometido. Estaba segura de que hoy podría realizarlo. Era un buen día para viajar.
—Usted no tiene que decir lo que piensa, sino lo que están pensando los demás. ¿Es que no lo sabe?
—No.
—Entonces tendré que enseñarla yo.
—No se preocupe.
—De todas formas, no merece la pena que intente conseguir que yo exprese algún deseo —dijo la Señora con tedio, dejando escapar un suspiro.
Para contestar, Aleteo tuvo que hacer un esfuerzo, pues con sus pensamientos se había alejado kilómetros y kilómetros.
—No, creo que tampoco me molestaré por eso. Hay cosas mucho más importantes en la vida…
La Señora hizo un violento movimiento y gritó con enfado:
—¿Cómo puede decir eso? ¿Qué es eso? ¿Qué puede haber más importante?
Aleteo siguió mirando al cielo. No contestó inmediatamente. Hasta ella llegó un aroma, un suave perfume de flores de estío, de jazmín… Después contestó:
—¡Hay tantas cosas! La mayoría de ellas son más importantes que los deseos de una persona. ¿Qué pueden éstos importar?
La Señora permaneció en silencio. Parecía atónita, pero no enfadada. No sabía qué deducir de esto. No comprendía a esta anciana, tan horriblemente vestida… ni tampoco se comprendía a sí misma. Se sentía a la par débil y furiosa, apenada y excitada.
Su vida anterior había sido mucho más simple. Durante largos años sólo había sufrido penas y humillaciones. Estaba ahora tan poco familiarizada con estas nuevas emociones que apenas sabía lo que hacer o cómo afrontarlas. Aquella vieja era la culpable. Deseaba hacer daño a Aleteo Brisalinda, insultarla y mofarse de ella. Pero no podía. Todo cuanto decía caía en el vacío.
Y ahora esta anciana salía con que sus deseos no eran importantes. Eso era imperdonable; no podía pasarlo por alto. Pero ¿por qué no se sentía enfadada?
¿Por qué este grave insulto tan sólo le producía un gran alivio? Se sentía incapaz de contestar.
Siguiendo la mirada de Aleteo, dijo con indiferencia:
—¿Qué hace usted ahí mirando las nubes con la boca abierta? ¿Qué es lo que ve?
—Las nubes. Allá arriba, entre las torres, parecen corderitos vagando por las praderas del paraíso.
De repente, la Señora pareció convertirse en una niña. No decía nada. Se oía el trinar de los pájaros. Inclinó suavemente la cabeza hacia un lado para observar las nubes.
Cuando por fin habló, el tono de su voz había cambiado por completo.
—¿Sabía usted que de pequeña fui pastora? Eran unos prados pequeños, más bien malos. No eran exactamente unos prados maravillosos; no obstante, eran hermosos. De eso hace ya mucho… mucho tiempo. La brisa agitó sus cabellos y unos rizos taparon sus ojos. Los apartó de su cara y continuó hablando, entre los trinos de los pájaros, con igual tono de seriedad:
—Entonces siempre deseaba ser rica y tener todo cuanto pudiese desear. Nunca creí que llegara a ser realidad. Y lo fue. Lo conseguí todo y con creces. Esta es la razón por la que he dejado de tener deseos ¿comprende usted? Sólo porque soy mala.
Entonces Aleteo miró a la Señora. Sus ojos se encontraron por vez primera y las dos se dieron cuenta de que, en el fondo, eran amigas. La anciana experimentó una gran alegría, pero la Señora, desprevenida ante tal sentimiento, sintió temor y ello hizo que, aturdida, tratase de aparentar desdén cuando escuchó a Aleteo Brisalinda decir:
—Casi siempre uno alcanza lo que quiere —sin que sepa cómo ni cuándo— y ésa es la razón por la que da miedo tener deseos. Hay que desear lo que uno es capaz de aceptar de una u otra forma. Es muy importante tener esto en cuenta…
La Señora, apartándose de la ventana, comenzó a pasear con impaciencia de un lado a otro.
—De todas maneras, he decidido no desear nada —dijo con vehemencia—. ¿Por qué nadie comprende que una quiera quedarse con sus deseos tal como ellos son? Aquí en la Casa, jamás consigo quedarme con un sólo deseo porque son satisfechos aun antes de que yo misma sepa que los tengo. Eso es terriblemente cruel.
Volvió a la ventana y tomó a Aleteo del brazo. Sus ojos brillaban.
—Eso es lo que me ha hecho mala. ¡Quiero serlo, tengo que serlo! Sobre todo con el Señor, ya que es él quien me los satisface todos. Lo hace porque él no tiene ningún deseo y por tanto no sabe lo que le falta.
Soltó el brazo de Aleteo y miró con desesperación en torno suyo como en busca de ayuda.
—Quiero al Señor, señorita Brisalinda, y por eso seré mala con él hasta que por fin comprenda. Sí, seré mala.
Un criado se deslizó como una sombra en la habitación y dejó una bandeja con tabletas, un vaso de agua y los tapones de los oídos, y salió después precipitadamente.
La Señora lo siguió con la mirada. Parecía asustada y suspiró.
—Nana está de nuevo a punto de dormirse. Venga conmigo a dar un paseo, señorita. Hace tan buen tiempo afuera… Diré al Señor que venga con nosotras.
Tocó el timbre y pidió el coche. Sus ojos habían adquirido aquella desesperada expresión de fiera acorralada que siempre tenían cuando Nana dormía.
—¡Dese prisa! —gritó al criado cuando éste salía. Y volviéndose hacia Aleteo, dijo—: Ni yo misma puedo soportar el sueño de Nana. Me desespera.
Entonces Aleteo aprovechó la ocasión para preguntar tranquilamente:
—¿Por qué no le dicen a Nana que se vaya?
La Señora parecía perpleja, nerviosa, como si se sintiera culpable. Explicó que Nana era de la Casa y que los niños necesitaban tener una institutriz.
—Deje que los niños vuelvan a casa de sus padres —dijo Aleteo recalcando cuidadosamente cada palabra. El azul de sus ojos brillaba intensamente.
—Eso es muy fácil de decir —replicó la Señora con impaciencia—. En realidad, lo de los niños fue cosa del Señor y ahora pertenecen a la Casa…
—¿Sí, eh? —dijo Aleteo—. ¿Y yo también pertenezco ahora a la Casa?
—Desde luego que sí; es evidente. Ahora vámonos, vámonos.
Pero Aleteo Brisalinda se quedó donde estaba. Y la Señora, en contra de su voluntad, quedó retenida por aquellos ojos azules tan azules.
—Cuando llegue el momento, yo le diré quién pertenece a la Casa y quién no —dijo Aleteo con claridad meridiana.
En aquel momento, Nana inició su siesta y la Señora escapó de la Casa seguida por Aleteo.
El Señor ya estaba en el coche, esperando. Partieron a gran velocidad.