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EL Señor y la Señora estaban muy contentos con la institutriz. Era, además, estupendo cómo enseñaba a los niños, aunque eso no fuera muy necesario. Quizás resultaban algo molestas sus frecuentes lecciones de canto, que Nana daba en notas agudas, pero les explicó que los niños tenían mal oído y por ello tenían que practicar a menudo; la culpa no era suya.

Y desde que Nana llegó a la Casa no había vuelto a romperse ninguna pieza de cristal. No se podía negar que era estupenda.

Sólo quedaba una cuestión: se podía pasar por alto que tuviera que comer cada dos horas, pero sus siestas tras las comidas resultaban realmente embarazosas. No porque durmiera, sino por el ruido que hacía; trastornaba toda la Casa.

Cada dos horas, y por espacio de quince minutos, los trabajos de la Casa se paralizaban. Se miraban unos a otros consternados: Ya está Nana durmiendo otra vez.

Era algo así como un retumbar de truenos. Nada podía hacerse para impedirlo; había que esperar a que pasara la tormenta. No es que nadie se sintiera asustado, pero sí irritados e inquietos, incapaces de hacer nada hasta que aquello acabara.

Eso es lo que pasaba mientras Nana dormía.

La Señora sufría más que nadie, pues su dormitorio estaba exactamente debajo del de los niños. La tormenta se desencadenaba justo sobre su cabeza, pero no estaba dispuesta a cambiar de habitación sólo por culpa de Nana. Pero últimamente ya era el colmo.

Lo que decidió fue trasladar a Nana y los niños al otro lado de la Casa. Pero Nana rehusó. Se negó rotundamente. Aquella habitación le gustaba. Allí tenía su baúl lleno de libros escolares y la maleta con todos sus trajes, que siempre llevaba consigo por si alguna vez se convertía en cantante de ópera, que es lo que debiera haber sido si el oído de la gente fuera algo mejor. Decía esto mirando con aire tan acusador a las orejas de la Señora, que ésta decidió retirarse. No se sentía con humor de discutir de oídos con Nana.

Otra vez, cuando el Señor trató sosegadamente de hacer ver a Nana que, si era necesario, la maleta y el baúl podían trasladarse con ella, le traspasó con una mirada tan feroz que le hizo temblar:

—¡NO ME CAMBIARÉ! —atronó Nana; y ya no se volvió a hablar más del asunto. Había que buscar otra solución.

Un día, el Señor llegó a casa con un gran frasco de píldoras para evitar los ronquidos. Puesto que servían para aminorar los ruidos, pensó que también podrían aliviar a Nana. Lo único que había que hacer era persuadirla para que las tomara. Pero como se irritaba con facilidad, había que andar con cuidado para no molestarla.

Cuando una mañana apareció quejándose de agotamiento, el Señor se apresuró a buscar el frasco de las píldoras. Le dijo que esas píldoras le proporcionarían mucha más energía y que tomara una en cada comida.

Nana tomó las píldoras y todos se quedaron esperando con emoción.

Pero el único resultado fue que en lugar de quince minutos ahora dormía media hora. Los espantosos ruidos continuaron igual que antes, y Nana fue a ver al Señor para darle las gracias, y le dijo que seguiría tomando las píldoras porque se notaba con más energías.

Así que desde entonces la Casa quedaba paralizada el doble de tiempo. ¡Era una catástrofe!

La Señora tenía que tomar pastillas para calmar los nervios, y ponerse tapones en los oídos. Estaba pálida y parecía muy agotada. Y no había nada que se pudiera hacer, pues todo el mundo creía que el trabajo de Nana era muy importante. Todo en la Casa dependía de ella. O por lo menos, eso decía la gente; en realidad lo que sucedía es que nadie se atrevía a enfrentarse con Nana. Todos se daban cuenta de que el propósito de Nana era quedarse allí mientras le apeteciera. Desde que llegó, era ella quien daba las órdenes. Esa era la triste realidad.

Klas y Klara eran los únicos que se aprovechaban del sueño de Nana. Por extraño que parezca, llegaron a considerar sus siestas como momentos tranquilos y llenos de paz. Significaban un poquito de libertad. A pesar de todo, Nana resultaba menos peligrosa mientras dormía. De manera que las siestas de media hora eran el doble de buenas para ellos.

Mimí también dormía todo ese tiempo, así que cuando ambas caían dormidas, los niños se bajaban de sus camas y salían de la habitación silenciosamente. Pero cuando Nana despertaba los encontraba de nuevo en sus camas.

Tenían mucho cuidado en no regresar demasiado tarde, ya que las siestas de Nana eran los únicos momentos libres de que disponían.

En realidad, poco podían hacer en la Casa; pero eran libres y eso era suficiente. Por lo menos para empezar.

Como de costumbre, subían y bajaban las escaleras y se divertían con su antiguo juego: imaginar que la Casa era una montaña. Pero en cierto aspecto, la Casa resultaba ahora más peligrosa que antes. Parecía como si cada día fuera más grande y más oscura, más horrible y espantosa. Ya resultaba inútil imaginar que era una montaña. Ahora se había convertido en amenazador picacho. Retumbaba sin cesar, como si allí hubiera un gigante, listo para saltar; un gigante durmiente que podía despertar en cualquier momento.

Klas dijo que quería jugar a que iban a huir de la montaña. No sólo quería subirla y bajarla. Algunas veces quería marcharse. Pero Klara no sabía cómo se jugaba a eso. Quizás ni siquiera existiera tal juego. Quizás hubiera montañas de las que nunca podía uno escapar.

¡Ya no sabían a qué jugar!

Estaban en el centro de la Casa, en una interminable escalera de dos tramos, con aquel estruendoso ronquido en torno suyo, que a veces aumentaba y otras disminuía. Súbitamente se dieron cuenta de su total soledad. No era simplemente que estuvieran solos —a veces a la gente le gusta estar a solas— sino que estaban abandonados, lo cual era muchísimo peor. Nadie quiere sentirse abandonado.

Bajaron precipitadamente los escalones.

Por vez primera se dieron cuenta de lo grande que era la Casa. Se sentían incómodos y perdidos, como si en realidad estuvieran disminuyendo de tamaño. La Casa sé los tragaba; jamás encontrarían una salida, y cada vez se irían haciendo más y más pequeños. Esa era la sensación que experimentaban.

Entonces, en medio del estruendo que llegaba de arriba, de abajo, de todas partes, sus oídos percibieron unos sonidos débiles y cortos: tic-tac, tic-tac. Escucharon llenos de emoción. Eran los relojes que por toda la casa medían el tiempo. Había relojes por todas las habitaciones, al igual que espejos.

Desde donde los niños estaban sentados, podía oírse al unísono el tic-tac de todos los relojes. Era como si todos aquellos sonidos de tic-tac hubieran sido lanzados para que llegasen a aquel preciso lugar. Y Klas y Klara escuchaban entusiasmados: en cierto modo, aquel sonido proporcionaba un consuelo, un poquito de esperanza.

Los relojes se oían a pesar del estruendo de los ronquidos. No se habían parado; seguían haciendo tic-tac como si la vida dependiera de ello.

En aquel momento, Nana, aún dormida en su cama, pareció notar que los niños no la escuchaban y eso era imperdonable. Dejó escapar un gran resoplido que sumió en el más absoluto silencio a todos los relojes de la casa.

A semejanza de una enorme ola que llegase al cielo, el ruido se elevó ahogando todos los demás sonidos de la Casa. Una vez más, Nana estaba al mando. Ella, sólo ella.

Klas y Klara se pusieron de pie, cogidos de la mano. Subieron despacio las escaleras, más tristes que nunca. Ahora toda esperanza se había desvanecido. Ya no existían ni siquiera los relojes. Nana había vencido incluso al tiempo. Ya sólo se oiría a ella, por siempre jamás.

Torcieron por el corredor donde, hacía ya tanto tiempo, solían encontrarse con los Niños del Espejo. Eso era antes de que llegase Nana. En aquellos tiempos hicieron suyas las penas de aquellos niños, porque ellos, Klas y Klara, no tenían ninguna. Pero ahora sí que tenían, eran los niños más desdichados del mundo. Y pensaron que quizás los Niños del Espejo pudieran ayudarles. Podría ser que hubieran vuelto a ser felices.

Sí, era preciso llegar hasta los Niños del Espejo.

Echaron a correr, pero pronto se cansaron. El corredor era muy largo. Anduvieron más y más. ¿Por qué los niños no salían a su encuentro? ¿Por qué no se veía por allí a ningún niño? Por fin llegaron hasta el espejo donde solían encontrarse, donde solían apretar sus frentes contra la luna, con sólo el cristal de por medio.

Pero esta vez no vieron a los Niños del Espejo. Allí no había nadie.

Y entonces Klas y Klara comprendieron que los Niños del Espejo habían dejado de existir.