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YA era bien pasada la medianoche.

En su casita, Aleteo Brisalinda tejía, inclinada sobre el telar. Miraba fija y pensativamente el dibujo de la alfombra, como si buscara algo. En la palmatoria, la vela estaba a punto de consumirse. Aleteo la cogió y la sostuvo por encima del telar. La luz oscilaba violentamente.

Posado en el telar, el cuervo Talentoso miraba a través de la ventana, gozando de la hermosa visión del manzano en flor, que se inclinaba mansamente bajo la luz de la luna. Escuchó el grito de la lechuza.

Dejando escapar un suspiro, Aleteo bajó la vela. Talentoso miraba hacia la luna y ella le preguntó con dulzura:

—Talentoso ¿estás ahí sentado mirando a la luna?

—Sí —contestó Talentoso— pero no la veo.

—Claro, tú sólo puedes ver el sol —repuso Aleteo, acariciando pensativamente el tejido en el que trabajaba. Luego, tras una pausa, le preguntó:

—Has volado hasta la Ciudad de Todos los Deseos. ¿Por qué no me has contado lo que allí sucede?

Talentoso permaneció inmóvil, con el ojo fijo en dirección a la luna. No contestó.

—Te mandé allí porque quería enterarme de lo que vieras —dijo Aleteo Brisalinda, moviendo otra vez la vela, inquieta y angustiada.

El cuervo, tras dudar un poco, le contestó que no había visto más que a los niños. Aleteo lo miró fijamente, muy preocupada.

—¿Nada más? —preguntó.

No, Talentoso no había visto nada. También él parecía contrariado, así que Aleteo no le hizo más preguntas; pero parecía muy intranquila.

Sabía lo que significaba que Talentoso no hubiera visto nada con su ojo bueno: era que allí no había ni una sola cosa buena, nada hermoso en que fijarse. Por lo tanto, nada había visto. Un terrible pensamiento acudió a su mente. ¿Qué es lo que hubiera visto si hubiera tenido también el otro ojo, el ojo con el que veía la maldad del mundo?

Terriblemente angustiada, cogió un pequeño papel enrollado que había en el suelo; lo había traído Talentoso hacía poco tiempo. Se trataba de un aviso que había encontrado clavado en un árbol, junto a la carretera.

Aleteo Brisalinda lo había leído muchas veces y ahora volvió a leerlo con creciente desagrado. Las palabras, escritas con letras muy historiadas, decían:

MUJER EXPERTA EN HECHICERÍA

Preferentemente de edad madura.

Salomónica.

Con experiencia en astrología

y otras artes mágicas.

Se solicita de inmediato.

Habitación privada con telescopio.

EL SEÑOR

¿Por qué se habría molestado Talentoso en traerle este aviso en su viaje de vuelta? A lo largo de los caminos siempre había muchos avisos de toda índole clavados en los árboles, y no les prestaba la menor atención.

¿Qué tendría que ver éste con ella?

Había enviado al cuervo a la Ciudad de Todos los Deseos para que investigara, pero había regresado sin nada que contar. ¿Le ocultaba algo? Estos últimos días parecía muy callado, como si ocultase algo.

Fuera lo que fuese, no estaba dispuesta a viajar. Todo su ser se rebelaba ante tal idea. Así que, malhumorada y con rabia, cosa poco frecuente en ella, arrojó el papel lejos de sí.

—¡Salomónica! —dijo con desdén—. ¿Qué significa eso?

—Como es natural, se refiere al Rey Salomón —explicó Talentoso de inmediato.

—Claro, claro —dijo Aleteo con impaciencia—, pero de todos modos, no voy a ir. Sobre todo, si no quieres decirme lo que sucede allí.

Pero el cuervo replicó suavemente:

—Mejor es verlo que oírlo.

—Eso es lo que tú dices…

—Los sabios tienen orejas largas y lenguas cortas —y tras esta afirmación ocultó la cabeza bajo el ala, en señal de que daba por terminada la conversación. Pero Aleteo movió la cabeza. Estaba claro que, por alguna razón, Talentoso quería que fuera a la Ciudad de Todos los Deseos, pero ella no tenía intención de hacerlo.

Suspiró y de nuevo bajó la mirada hacia el tejido de la alfombra. No le agradaba nada trabajar en ella, pues el dibujo la desconcertaba. Cada día le resultaba más y más difícil. Eso la contrariaba de tal modo que le resultaba insoportable. Aquel dibujo era el más complicado que jamás había tejido en su telar. Parecía como si Talentoso quisiera dormir. Y Aleteo Brisalinda se sumió más profundamente en sus pensamientos. La luz de la vela era vacilante. Pasaba el tiempo.

La lechuza gritó otra vez.

Talentoso se volvió y Aleteo Brisalinda alzó la vista del telar. Se miraron uno a otro y escucharon. Todo estaba silencioso…

De repente llamaron a la puerta repetidas veces.

Intrigados, ambos se quedaron quietos donde estaban. De nuevo comenzaron a llamar sin parar. El cuervo permaneció inmóvil pero Aleteo se levantó lentamente y fue a abrir la puerta. Andaba arrastrando los pies, y mientras tanto las desesperadas llamadas continuaban, como si de ello dependiera la vida. Invadida por extraños presentimientos, Aleteo dudó antes de descorrer el cerrojo. En su interior luchaban sus sentimientos, pues presentía que aquella noche entraban en juego unas fuerzas tenebrosas que no estaba aún segura de poder dominar.

Las llamadas persistían, cada vez con más fuerza. Por fin abrió la puerta.

Al abrirla, la luz de la luna inundó el interior. Afuera estaba Sofía, la mujer del soplador de cristal. Estaba muy pálida y respiraba agitadamente.

Bajo la deslumbrante luz de la luna, se observaron mutuamente sin pronunciar palabra.

Entonces Sofía extendió rápidamente su mano.

—Aquí está —dijo con voz entrecortada—, aquí tienes la sortija.

Aleteo Brisalinda, sin contestar, tomó el anillo, lo miró y se lo metió con presteza en un bolsillo de su falda.

Sus ojos volvieron a encontrarse. Los de Sofía eran redondos, oscuros, desesperadamente suplicantes. Los de Aleteo, en contra de lo habitual, no semejaban flores ni mostraban su color azul verdoso de siempre.

Quizás era un efecto de la luz de la luna lo que hacía que la mirada de Aleteo fuera ahora tan intensa, tan ardientemente penetrante y amenazadora. En aquel instante algo había en ella, algo ajeno a su forma de ser. Su figura entera parecía crecer y estar rodeada de un halo de misterio, como una aparición mística. Sofía se apercibió de ello y experimentó temor y confianza al mismo tiempo. Pensó recordarle a Aleteo su promesa, pero las palabras murieron en sus labios, pues sabía que no era necesario pronunciarlas.

Se limitó a inclinar la cabeza y, volviéndose, corrió abajo, embargada de una alegría inexplicable. Había esperanza… Pueden producirse milagros… Ahora y siempre.

Aleteo Brisalinda dejó la puerta abierta de par en par y volvió a entrar en la habitación. La luz de la luna que fluía tras ella parecía la cola de su vestido.

La vela estaba ya casi extinguida y Talentoso descansaba con la cabeza bajo el ala. Aleteo se quedó mirándolo un momento.

Después volvió a su telar y siguió con un dedo el trazado de un hilo oscuro que pasaba por el dibujo de la alfombra. Había vuelto a recobrar la calma; sus labios se movían formando palabras llenas de misterio y belleza. Ya nada parecía confuso o desconcertante en el tejido. Todo estaba claro y resultaba maravillosamente fácil comprenderlo.

Recorrió con el dedo un hilo detrás de otro, mientras crecía en su interior una fuerza secreta y poderosa que desvanecía todas sus dudas. Se levantó, miró otra vez a Talentoso —él estaba en lo cierto— y recogiendo el papel enrollado lo arrojó al fuego, donde al instante fue pasto de las llamas.

—Bueno, Talentoso, vámonos —dijo al cuervo, que dormía. Lo cogió y lo metió en la jaula. El pájaro, imperturbable, continuó durmiendo.

Se puso la capa con la esclavina. El sombrero ya lo tenía puesto. Por extraño que parezca, un hatillo con dos bols de cristal envueltos con trapos y la jaula del cuervo era lo único que necesitaba para aquel viaje.

Recorrió con una última mirada la habitación. Se quedó allí, reflexionando hasta que la vela se extinguió en la palmatoria y el fuego de la chimenea se convirtió en pavesas.

Entonces salió de la casa y cerró con llave la puerta. Ya afuera, en la colina, con Talentoso dormido en su jaula, sonreía…

Enseguida se perdieron de vista, entre una nube de flores de manzano y rayos de luna.