XIV

La llegada de las milicias comuneras a Tordesillas, la expulsión del odiado carcelero marqués de Denia, el vuelco tan radical del panorama político en Castilla; todo propiciaba un cambio en la Reina, doña Juana.

La Reina era, al fin, libre. Ya no estaba supeditada a las ambiciones de Felipe el Hermoso, que la había mantenido siempre en la sombra, valiéndose de su poder dentro y fuera del lecho; un poder en el doble campo pasional y legal, el que entonces daba la ley al esposo y que Felipe había empleado tan inmisericordemente con su mujer. Ni tampoco operaba ya la imagen del padre, de aquel Fernando el Católico, tan fiel seguidor de la razón de Estado, y que llevado de su afán por controlar todo el poder político en Castilla, nada había hecho por sacar a su hija de la postración en que se hallaba; antes al contrario, como ya había apuntado la propia hija, parecía contentarle aquel estado de cosas que tanto le beneficiaba en el terreno político, siendo el responsable del régimen de auténtico cautiverio impuesto a la Reina en Tordesillas. Y en cuanto a Carlos, el hijo, el que se había alzado con el poder regio, y que había mantenido el status montado por el Rey Católico, estaba ausente, y tan lejos —unos dos mil kilómetros, o unas trescientas cincuenta leguas, si se quieren emplear los términos del tiempo—, que suponía en torno al mes de camino; fuerte distancia, por lo tanto, que hacía más remota la influencia del nuevo Emperador.

Además Carlos era el hijo, y eso hacía que doña Juana se sintiese mentalmente más liberada de lo que lo había estado con su padre. De ahí que cuando los cabecillas comuneros entraron en el palacio de la Reina, un aire de libertad pareció barrer todas sus estancias, sus patios y corredores.

Ahora bien, la pregunta que todos se hacían era si la Reina estaba curada de su dolencia, aquella dolencia de la que había dado muestras tan palpables. Los más viejos de la Corte la podían recordar muy bien cuando había salido de España a los dieciséis años, como una Princesa culta y bella, la más atractiva de las hijas de los Reyes Católicos, la que mejor parecía haber asimilado la educación humanista de la Corte de Isabel, con su facilidad para los idiomas y con su especial inclinación hacia la música.

Era cierto que tras el cerco afectivo que había sufrido en los Países Bajos, lejos de todo lo que amaba en España, y tras sus caídas en ataques de celos, a los que le empujaba la frívola actitud de Felipe el Hermoso, con sus devaneos con las damas de la Corte flamenca, aquella Princesa, que tanto prometía, había empezado a dar inquietantes signos de desequilibrio emocional; la prueba, sus arrebatos de cólera incontenida ante las damas flamencas, su manera de rebelarse contra la actitud de su marido —encierros en su cámara, noches sin desvestirse ni acostarse, verdaderas huelgas de hambre— y, sobre todo, aquel otro extremo de aferrarse al cuerpo muerto de quien tanto le había hecho gozar y sufrir, aquel macabro espectáculo de su peregrinar nocturno por los pueblos de Castilla, detrás del cuerpo insepulto de Felipe el Hermoso.

Y de ahí la pregunta que todos se hacían: ¿Habría quedado todo eso atrás? Porque la Reina había tenido una oportunidad mejor para gobernar Castilla, en aquel otoño de 1506, recién muerto Felipe el Hermoso y con el Rey Católico camino de Nápoles, y no la había aprovechado, negándose a hacer nada y posponiéndolo todo al regreso de su padre; quizá, pensaban no pocos, porque sobre ella estaba pesando el drama de la súbita muerte de su esposo en la flor de la edad, golpe tan duro que la había desquiciado.

Por lo tanto, de nuevo la pregunta: ¿Qué iba a prevalecer en el futuro, la Princesa que tanto prometía cuando había dejado España en 1496, o la inconsolable viuda que nada quería saber del mundo y que todo lo veía bajo el prisma de la muerte y de la destrucción? Nadie dudaba de la enfermedad emocional de doña Juana —lo que en términos médicos podríamos llamar ahora una fuerte depresión exógena—, pero quizá podría superarla. Se decía que la Reina contestaba lúcidamente a lo que se le preguntaba, y no a tontas y a locas. ¿Sería capaz de asumir sus funciones regias, tal como las entendía la época, de gobierno directo de las cosas de Estado, aunque fuera en unas mínimas proporciones? Porque no se esperaba de ella, ni siquiera por parte de sus más incondicionales seguidores, que siguiese los pasos de la madre, de aquella gran reina Isabel la Católica; pero acaso podía bastar con que Juana eligiese bien a sus ministros, les diese su confianza y ratificase sus actos de gobierno.

Hay un texto del tiempo que refleja bien esas expectativas. Nos lo transmite el cardenal Adriano, aquel prelado flamenco dejado por Carlos V al frente del gobierno de Castilla en su ausencia. Su fecha, el 4 de septiembre de 1520; por lo tanto, a raíz de que en Valladolid, donde residía Adriano, llegase la noticia de la entrada de los comuneros en Tordesillas, con la expulsión del marqués de Denia y la liberación de doña Juana.

El texto reza así:

Los criados y servidores de la Reina dicen públicamente que el padre y el hijo —Fernando el Católico y Carlos V— la han detenido tiránicamente y que es tan apta para gobernar como lo era en edad de quince años y como lo fue la Reina doña Isabel[140].

Un texto que no tiene desperdicio.

En esas condiciones, estaba por ver cuál sería el comportamiento de doña Juana en la primera sesión de gobierno que tuviera con la Santa Junta, ya instalada en Tordesillas.

El 24 de septiembre de 1520 la Junta tuvo su primera audiencia con la Reina. Estaban allí los procuradores de las doce ciudades y villas implicadas en el alzamiento comunero: Burgos, León, Valladolid, Soria, Segovia, Ávila, Salamanca, Toro, Madrid, Toledo, Guadalajara y Cuenca; solo faltaban los procuradores de Zamora para que las dos mesetas estuviesen representadas al completo. Y esos pronto llegarían.

Asistamos a esa asamblea. Oigamos lo que dice uno de sus más cualificados protagonistas, el doctor Zúñiga, profesor de la Universidad de Salamanca y sin duda el más elocuente de los procuradores comuneros.

Zúñiga lo proclama desde un principio: Juana era la única Reina soberana, la Reina propietaria de Castilla, según los términos políticos del tiempo; pero una Reina apartada de sus funciones regias. ¿Y ello por qué? ¿Qué había ocurrido en Castilla, sobre todo desde la muerte del rey Fernando? La mala gestión pública, la ruina del país, la invasión de aquellos malditos flamencos que rodeaban al príncipe Carlos, unos flamencos que habían esquilmado al Reino. Y aquellos tiranos opresores, ¿no habían sido los mismos que tan injustamente habían procedido contra la Reina?

Ese fue el momento crucial del discurso de Zúñiga. El profesor salmantino trató de estimular a doña Juana, dirigiéndose a ella de forma directa: ya era libre. Ya era de nuevo la Reina soberana a quien todos acataban. Que diera sus órdenes, que gobernara su Reino, que mandase a su placer, porque todos la obedecerían. En suma, que no abandonase a sus súbditos, porque ellos estaban dispuestos a morir, si fuera preciso, por defenderla.

Ante ese alegato para que asumiera plenamente sus funciones regias, Juana tomó la palabra. Y lo primero quiso justificarse por su inoperancia. Y curiosamente apenas aludió entonces a la muerte de su amado Felipe el Hermoso. En cambio, las referencias fueron constantes a su padre, Fernando el Católico.

Pero oigamos a la propia Reina, según el texto que nos da el notario presente al acto. Es el único discurso largo que conocemos de la Reina, así que bien merece la pena ser recogido y comentado:

—Ya, después que Dios quiso llevar para sí a la Reina Católica, mi señora, siempre obedecí y acaté al Rey, mi señor, mi padre, por ser mi padre y marido de la Reina, mi señora; y ya estaba bien descuidada con él, porque no hubiera ninguno que se atreviera a hacer cosas mal hechas. Y después que he sabido cómo Dios le quiso llevar para sí, lo he sentido mucho, y no lo quisiera haber sabido, y quisiera que fuera vivo, y que allí donde está, viviese, porque su vida era más necesaria que la mía. Y pues ya lo había de saber, quisiera haberlo sabido antes, para remediar todo lo que en mí fuere. [?][141]

Y añadió la Reina:

—Yo tengo mucho amor a todas las gentes y pesaríame mucho de cualquier daño o mal que hayan recibido. Y porque siempre he tenido malas compañías y me han dicho falsedades y mentiras y me han traído en dobladuras, e yo quisiera estar en parte en donde pudiera entender en las cosas que en mí fuesen, pero como el Rey, mi señor, me puso aquí, no sé si a causa de aquella que entró en lugar de la Reina, mi señora, o por otras consideraciones que S. A. sabría, no he podido más. Y cuando yo supe de los extranjeros que entraron y estaban en Castilla, pesóme mucho dello, y pensé que venían a entender en algunas cosas que cumplían a mis hijos, y no fue así. Y maravíllome mucho de vosotros no haber tomado venganza de los que habían fecho mal, pues quienquiera lo pudiera, porque de todo lo bueno me place, y de lo malo me pesa. Si yo no me puse en ello fue porque ni allá ni acá no hiciesen mal a mis hijos, y no puedo creer que son idos, aunque de cierto me han dicho que son idos. Y mirad si hay algunos dellos, aunque creo que ninguno se atreverá a hacer mal, siendo yo segunda o tercera propietaria y señora, y aun por esto no había de ser tratada así, pues bastaba ser hija de Rey y de Reina. Y mucho me huelgo con vosotros, porque entendáis en remediar las cosas mal hechas, y si no lo hiciéredes, cargue sobre vuestras conciencias. Yo así os las encargo sobrello. Y en lo que en mí fuere, yo entenderé en ello, así como en otros lugares donde fuere. Y si yo no pudiere entender en ello, será porque tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del Rey, mi señor; y mientras yo tenga disposición para ello, entenderé en ello. Y porque no vengan aquí todos juntos, nombrad entre vosotros de los que estáis aquí, cuatro de los más sabios para esto que hablen conmigo, para entender en todo lo que conviene, y yo los oiré y hablaré con ellos, y entenderé en ello, cada vez que sea necesario, y haré todo lo que pudiere[142].

Aquí, en este discurso, sí que encontramos de cuerpo entero a doña Juana. Podemos comprender mejor los males que la afectaban, los propios y los que le venían impuestos. La acusación contra el padre es manifiesta por haberla encerrado en Tordesillas, aunque Juana quiera disculparlo por la mala influencia de su madrastra, Germana de Foix. También el sentimiento de culpabilidad que tenía por no haber cumplido con sus deberes regios gobernando el Reino; de lo cual, mientras había vivido el Rey Católico, se hallaba liberada, por la notoria capacidad de su padre para las cosas de Estado. De ahí su pesar porque se le hubiese ocultado aquella muerte.

Decíamos antes que solo aludía a su padre, y no a su esposo; ese es un punto interesante para el análisis del comportamiento de la Reina. Sin embargo, una segunda lectura del texto me hace pensar que también está presente, como no podía ser de otro modo, el recuerdo del marido muerto.

Aquello de:

… tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del Rey, mi señor…

Por lo demás, en el discurso de doña Juana encontramos las referencias a buena parte de los males que la afligían. Y no es uno de los menores la angustia por no obrar como Reina desde que había muerto el padre, de lo que no había sido debidamente informada en su momento. Y de ahí su queja:

… quisiera haberlo sabido antes, para remediar todo lo que en mí fuere…

Esto es, para que, como Reina, hubiera tratado de atajar los males del Reino. Pero había estado mal servida:

… siempre he tenido malas compañías y me han dicho falsedades y mentiras y me han tenido en dobladuras…

Era algo —la muerte del padre— que hubiera querido saber antes. Y eso es lo que había ocurrido, como conocemos hoy perfectamente por la confesión del marqués de Denia a Carlos V: que seguía haciendo creer a doña Juana que el Rey Católico estaba vivo. Pero de todas formas estaba ese hecho, el prolongado cautiverio en Tordesillas, y en eso sí que la responsabilidad era toda del padre. ¿Qué motivos le habían llevado a ello? He ahí una dolorosa pregunta que Juana se hizo, como podemos comprobar, y posiblemente muchas veces, de día y de noche. Y en su desesperación, dio en cavilar si el cruel comportamiento del padre no lo había causado la influencia de la madrastra, esto es, de Germana de Foix:

… como el Rey, mi señor, me puso aquí, no sé si a causa de aquella que entró en lugar de la Reina, mi señora…

Eso justificaba su inactividad:

… no he podido más…

Otra de las angustias reflejadas en el discurso, y que suelen silenciar los historiadores, es la de verse privada de sus hijos. Pues ¿tan loca estaba doña Juana para no recordar aquellos cuatro pequeños que habían quedado en Flandes, Leonor, Carlos, Isabel y María? ¿O para haberse olvidado de aquel Fernando, el nacido en Alcalá, que al principio había tenido consigo? En esta ocasión, el discurso de la Reina tiene notas desgarradoras. También aquello había sido causa de su inactividad, en especial contra los malos ministros flamencos, no fuesen a pagarlo aquellas criaturas que estaban a merced de sus enemigos, en los Países Bajos o en la propia Castilla:

… si yo no me puse en ello fue porque ni allá ni acá no hiciesen mal a mis hijos…

¿Quiere decir esto que alguien amenazó a Juana con dañar a sus hijos si trataba de evadirse de su encierro? Nunca lo sabremos de cierto, aunque es bien posible que ocurriera. En todo caso, lo que no cabe duda es que el no tener a su lado a sus cinco hijos mayores tenía más maniatada a la Reina. Siempre tendemos a recordarla como la mujer desesperada por la muerte del marido; y en parte, es cierto. Pero también habría que añadir la nota de la madre angustiada por el apartamiento de sus pequeños. En ese sentido, el discurso de doña Juana ante la Junta comunera adquiere un valor inapreciable.

También por la referencia que hace a Felipe el Hermoso, que en eso sí que las palabras de doña Juana están de acuerdo con la estampa tradicional que tenemos de la mujer desvariada por aquel trauma, de forma que también aquello le impedía ponerse a gobernar Castilla; aquello de:

… y si yo no pudiere entender en ello —en el gobierno del Reino, se entiende— será porque tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del Rey, mi señor…

¿Tuvo algo que ver Germana de Foix en el cautiverio de doña Juana en Tordesillas, tal como lo marcó Fernando el Católico? He de confesar que jamás caí en tal sospecha hasta que conocí la acusación de la Reina. Lo cierto es que si nos atenemos a la sentencia clásica (Cui prodest?), el dardo lanzado por doña Juana adquiere sentido.

En efecto, ¿a quién beneficiaba más el cautiverio de doña Juana en Tordesillas? ¿Está ahí presente la sombra de Germana de Foix, convertida así en la única Reina de la Corte, incluso en Castilla? Porque el eclipse de Juana a quien favorecía más era a Germana, eso es evidente. Y su influjo sobre Fernando el Católico fue tan grande que hizo que el Rey, en su última carta al nieto Carlos, al venderle el favor de dejarle como heredero de sus Reinos de la corona de Aragón, le instara apretadamente a que nunca se olvidara de Germana, de favorecerla y de cuidar por ella; una carta publicada por nosotros en el Corpus documental de Carlos V en la que no hay ni una sola palabra dedicada a la hija[143].

Pero volvamos ya a la audiencia concedida por Juana a la Junta comunera.

A su discurso contestó el doctor Zúñiga, volviendo a insistir en que ella era la única soberana de Castilla.

Como advierte Joseph Pérez, Zúñiga no quiere dar por bueno el nombramiento de Carlos como Rey al lado de su madre. No podía haber dos Reyes al tiempo en Castilla. Si Juana tomaba el poder con firmeza, Carlos tenía que ser orillado, relegado a su legítimo puesto: el de Príncipe heredero, no el de Rey[144].

Enfrentamiento abierto y radical que no se atrevió a asumir la Junta comunera, que siguió dictando sus órdenes en nombre «de la Reina y del Rey, nuestros señores…».

Tampoco aceptó doña Juana aquella ruptura:

… que no la revolviese nadie con su hijo…[145]

Pero, en definitiva, lo que seguía estando en juego era si doña Juana estaba, o no, en condiciones de gobernar aquella Monarquía.

No cabía duda de que la entrada victoriosa de los comuneros en Tordesillas había producido un notable cambio en la Reina. El propio cardenal Adriano se lo reconocía así a Carlos V:

… en muchas cosas habla S. A. muy prudentemente…

Pero no era eso solo. Los signos de mejoría de doña Juana eran también evidentes en su forma de vestir y en sus deseos de salir de palacio, para ir al menos al convento de Santa Clara, acompañada de su hija Catalina:

Hoy me han dicho —es otra vez el Cardenal quien informa— que S. A. se empieza a vestir buenas ropas de atavío e hizo ataviar a la señora Infanta para que saliese con S. A. hasta el monasterio de Santa Clara[146].

Y el Cardenal no era el único en atestiguar aquel cambio. El embajador portugués también lo hace, de forma que, a su modo de ver, la transformación de la Reina había sido grande lo mismo en la conversación, respondiendo en las entrevistas que concedía «no muy fuera de propósito», como en su comportamiento en el vestir y en el comer, y hasta en el arreglo de su aposentamiento, estando sus casas «muy limpias y aderezadas». Y hasta tal extremo había sido notable el cambio que el embajador acabaría comentando:

… Todo esto es a todos tan nueva cosa que más no puede ser…[147]

Sí, un cambio notable, pero no suficiente. Porque para cambiar las cosas, a nivel del Reino, hubiera sido preciso que doña Juana se decidiera al fin a gobernar, o al menos a ratificar con su firma los acuerdos de la Junta comunera. Y eso, nadie sería capaz de conseguirlo.

Sí, doña Juana se negó a firmar nada, en absoluto. Y allí puede decirse que fracasó el alzamiento comunero. Al no verse respaldados plenamente por la Reina, los comuneros se encontraron faltos del punto de apoyo imprescindible, faltos de la cobertura legal, faltos del principio político que legitimara su actuación. Habrían podido tomar un derrotero más radical, pero no lo hicieron. Continuaron forcejeando con doña Juana para que apoyase con su firma sus decisiones, para que así se convirtiesen en acuerdos regios que a todos convenciesen, pero nada lograron.

Con razón comenta Joseph Pérez: «Fue su obstinación —la de doña Juana, en no firmar nada— la que salvó a Carlos V»[148].

Ya lo demás sería anecdótico, como el proyecto de casarla con otro regio cautivo, encontrado por aquellas fechas por los agermanados valencianos en el castillo de Játiva, el duque de Calabria; proyecto fracasado, entre otras razones, porque el Duque se negó, prudentemente, a aceptar su libertad de manos de aquellos rebeldes, lo que le valió más tarde la generosa recompensa de Carlos V, que no solo le daría la plena libertad, sino que lo casaría con Germana de Foix y lo convertiría en el Virrey de Valencia. Pero tampoco es de pensar que doña Juana aceptara aquella boda. De hecho, a las sugerencias comuneras por que asumiese de una vez sus funciones regias, respondería que esa era su intención, pero que todavía era pronto, porque aún no se encontraba buena:

… que así lo haría estando sana, porque al presente se sentía flaca…[149]

Y no cabe duda de que para esa recuperación, para dejar aquella «flaqueza», era preciso algo más de tiempo en libertad, y ese tiempo le faltaría a doña Juana. Porque la caída de Tordesillas en manos del partido carolino la volvió a sumir otra vez en una profunda depresión.

Otra vez volvió doña Juana a su cautiverio, a manos de aquel odioso marqués de Denia. La etapa de Tordesillas en manos de la Santa Junta solo había durado setenta y cinco días.

Demasiado pocos para que la mejoría de la Reina fuese duradera.

Una vez más, a Juana de Castilla le faltó tiempo para salir del pozo de su depresión.