VIII

En el mes de marzo de 1504 Juana está ya en Laredo. Atrás ha quedado el enfrentamiento con su madre, aquel tan grave que bien podemos tener en cuenta como una de las causas que habían abreviado los días de la gran Reina.

Sin embargo, y para comprender mejor la desesperación de la princesa Juana, hay que recordar en todos sus detalles la fuerte presión a que se vio sometida. Llegó a creer, quizá porque había caído en una verdadera manía persecutoria, que se estaba tramando en la Corte de sus padres una conjura que le impidiese su regreso a los Países Bajos.

Y tampoco le ayudó la carta enviada por el archiduque Felipe, una carta de su hijo Carlos, en la que el niño, que aún no había cumplido los cuatro años, rogaba a su madre que volviera a su lado. ¿Imaginamos a qué extremos de presión se estaba llegando con la Princesa de Asturias? Máxime cuando se vio con las puertas de la fortaleza de Medina cerradas, por orden del obispo de Córdoba (el que tenía a su cargo la guarda de Juana), cuando se enteró de que la Princesa estaba decidida a ponerse en camino «a pie y sola, por las calles y por los lodos» de la villa de Medina del Campo, hasta el lugar donde se custodiaban las cabalgaduras que necesitaba para su viaje. Fue entonces cuando el obispo ordenó echar los rastrillos de la Mota, incomunicando así a Juana en la fortaleza, para impedir:

… hiciese cosa tan fuera de razón, para la autoridad y estimación de su persona, a vista de los naturales y extranjeros que allí estaban en la feria y en lugar tan público…[59]

¡Empezaban los encierros de Juana! Y de ahí su desesperación al no poder salir de la Mota, aquel negarse a regresar a su cámara, aquel pasarse día y noche a la intemperie, en aquellas frías noches del noviembre meseteño, para solo consentir finalmente en refugiarse «en una cocina que está allí en la barrera», donde pasaría cinco días.

Y esas serían las alarmantes noticias que obligaron a Isabel a abandonar el alcázar de Segovia para acudir a la fortaleza donde tan mal se hallaba su hija.

Pero, al fin, Juana consigue su propósito y se ve en Laredo. Estamos en marzo de 1504. Podría pensarse que su viaje por mar era ya inminente. Nada de eso. Los vientos propios de aquella estación del año no le fueron favorables, y así hubo de esperar dos largos meses hasta que los prácticos avisaron que el tiempo era apto para la navegación hacia las costas de Flandes.

Pero una vez en la Corte de Bruselas, adonde llegaba pisando más firme, con la altivez propia de quien se sabe Princesa de Asturias y heredera de las Coronas de España, sus problemas no se esfumaron. Su propia altivez le restó popularidad en el entorno flamenco, si es que tenía alguna; las damas de la Corte le reprochaban que las tratase con tanto despotismo, y para vengarse, lanzaron el dardo acusador: bien se veía que en su patria había esclavos y que ella misma estaba acostumbrada a tratar con esclavos.

Es una cuestión que merece algunos comentarios. No es que la esclavitud estuviese prohibida en los Países Bajos; la lucha contra la esclavitud no se producirá en Europa hasta fines del siglo XVIII, en un conocido movimiento antiesclavista que arrancará de Inglaterra. Lo que ocurría es que era un fenómeno raro en la sociedad de la Europa occidental del Quinientos, salvo en los dos pueblos lanzados a la aventura oceánica; de hecho, Lisboa y Sevilla se habían convertido en dos puertos de amplio tráfico negrero; en Sevilla, en función de los esclavos negros que demandaban las colonias de las Indias Occidentales, pero que siempre dejaban un notable remanente en la región andaluza y en la propia Corte. Nosotros hemos podido comprobar que, junto a los datos que proporcionan los registros notariales, se encuentran suficientes indicios en la literatura de la época como para poder asegurar que era algo muy extendido en la sociedad, a partir de ciertos niveles relativamente altos[60]; y, desde luego, que en la propia familia real se daban. Es conocido el testamento del príncipe don Carlos, con las cláusulas a favor de dos esclavos suyos. Quizá más curioso y más significativo sea el hecho de que cuando María, la hija de Carlos V, se dispone a dejar España, por su boda con Maximiliano de Austria, que la llevaría a la Corte de Viena, quiere llevar consigo algo difícil de encontrar en su nuevo destino: una esclava. Y ordena su compra en el mercado de Las Palmas de Gran Canaria, buscando un mejor precio[61].

Es un dato que puede sorprender, por lo penoso, pero que está ahí y que hemos de tener en cuenta. También Juana se llevó alguna esclava.

Ahora bien, la esclavitud es una lacra que produce su impacto en el comportamiento social, y esa sería la acusación que se lanzaría contra Juana de Castilla en Bruselas.

La cual pronto tendría otros problemas que afrontar y que volvieron a arrojarla al pozo de la inestabilidad emocional: las manifiestas infidelidades de Felipe el Hermoso, que provocarían en ella furiosos arrebatos de celos. ¿Para eso le había instado a dejar España? ¿Para tal pago se había distanciado de sus padres, y sobre todo, de su madre? ¿Era eso lo que la esperaba en Bruselas, tras las constantes presiones del marido para que volviera a su lado?

Quien pagó los platos rotos de aquellas desavenencias conyugales fue la dama favorecida por Felipe el Hermoso, porque Juana de Castilla, perdido el control de sus actos, la atacó violentamente. Hubo insultos, hubo golpes e incluso una agresión tijera en mano, con el resultado de la cara desfigurada. A su vez, Juana sería maltratada por su marido, furioso ante el comportamiento de su esposa.

El humanista milanés Pedro Mártir de Anglería se hace eco de ello:

… nada más llegar a Flandes —escribe Anglería al arzobispo de Granada y al conde de Tendilla, el 26 de junio de 1504— se dio cuenta de que el corazón de su esposo estaba muy distante de ella, sospechando mediaba una amante, tal como el instinto les avisa a todas las mujeres, principalmente a las que castamente aman. Aquella serpiente de fuego le hizo estallar en turbulentas llamaradas, y se dice que con el corazón lleno de rabia, vomitando llamas el rostro, rechinando los dientes, la emprendió a golpes contra una de sus damas que sospechaba era la amante y ordenó le cortaran a rape el rubio cabello que tanto agradaba a Felipe. Nada más tener este noticia de lo sucedido, sin poderse contener, cuentan que se lanzó contra su esposa y la colmó de injurias y afrentas y, para mayor dolor de la desgraciada, ya nunca más volvió a estar con ella. Mas Juana, joven criada esmeradamente entre las delicias y esplendores de la Corte, de natural un tanto obstinado, destrozado el corazón por aquella desmedida angustia, se dice que anda mal de salud. No ha sido pequeño el disgusto que sus padres han tenido cuando, por medio de correos y de criados leales a la hija, se han enterado de esto. La indignación de la Reina, que la llevó en sus entrañas, ha sido aún mayor, y sufre grandemente, asombrada de la violenta reacción del norteño…[62]

Todo un tremendo escándalo. Algo comentado en la Corte flamenca y fuera de ella, e incluso en España, donde pronto llegarían los rumores sobre tan lamentables hechos.

De pronto, un suceso, no por esperado menos importante, cambió el panorama, al menos de momento: la muerte de la reina Isabel el 26 de noviembre de 1504. La noticia llegó a los Países Bajos a fines de mes. Ese hecho convertía automáticamente a Juana en Reina de Castilla. Felipe el Hermoso adquiría el superior rango regio. Ya no era solo el conde de Flandes o el archiduque de Austria. Era ya Rey de Castilla; rey consorte, si se quiere, pero precisamente en ese terreno la incapacidad de Juana para gobernar le daba un mayor protagonismo; le convertía, de hecho, en el auténtico monarca de los reinos castellanos, adulado por la mayoría de la alta nobleza castellana, como tendremos ocasión de ver.

Algo que otra vez, como antes cuando Juana se había convertido en Princesa de Asturias, iba a tener su curioso reflejo en la vida amorosa de aquella insólita pareja. Pues aquí no caben especulaciones. Hay datos que son la misma evidencia. A fines de noviembre se conoce en Bruselas la nueva situación, el cambio político producido en España. Ya Juana es Reina de Castilla. Y en los primeros días de diciembre otra vez nos encontramos con un acercamiento entre Juana y Felipe. Y como prueba de ello, prueba indiscutible, no un mero rumor que circulase en la Corte, a los nueve meses acude puntualmente el testigo con voz propia: el nuevo hijo, en este caso una niña, que nace el 15 de septiembre de 1505, y a la que se pondría el nombre de María.

Pero pasados esos días de arrebatos amorosos, encendidos al calor de «las buenas nuevas» políticas, Felipe volvió pronto a sustraerse a los deberes conyugales, tan furiosamente solicitados por la «terrible» Juana. Además, Felipe trató de apartar de la Corte a las esclavas moriscas que tenía Juana. Encendida otra vez la guerra doméstica, Felipe llegó a encerrar a Juana en su cuarto, de forma que la Reina de Castilla empezó a conocer qué cosa era la prisión, algo que ya no la abandonaría el resto de su vida. Como réplica, Juana acudió a las armas que tenía a su alcance y que ya había empleado en España cuando se había enfrentado con sus padres: a la huelga de hambre. Pero también a los gritos de protesta, a los bastonazos contra la puerta de su improvisada prisión, en suma, al escándalo; pero también a las cartas a su marido-carcelero-amante, tan llenas de ansias amorosas, tan encendidas, que en ocasiones lograban su objetivo, consiguiendo que Felipe volviese al lecho conyugal[63].

Una situación que no podía prolongarse mucho. De hecho, Felipe fue distanciándose cada vez más, atendiendo a los problemas de Estado, evadiéndose con la distracción de la caza o acudiendo a nuevas relaciones amorosas que podía controlar más fácilmente, por menos conflictivas; mientras Juana, hundida cada vez más en el pozo de su postración, dejaba pasar las horas, y aun jornadas enteras, en un cuarto oscuro, sin querer ver a nadie, en completa soledad, la mirada posada en el vacío, presa ya del abatimiento y con todos los signos de estar sumida en la más profunda de las depresiones; un mal del que ya no se curaría jamás, y del que solo saldría con ráfagas de cierta lucidez.

Algo que había temido, y con razón, la reina Isabel, porque ya había tenido ocasión de comprobar cómo aquel mal se estaba apoderando de su hija. De ahí sus angustias en las últimas horas de su vida, al darse cuenta del difícil problema sucesorio que dejaba a su muerte. Y eso se refleja con toda nitidez en el testamento de la gran Reina.

De entrada, era notorio que aquel matrimonio de su hija Juana con Felipe no iba bien. ¿Qué podría hacer ella para remediarlo? Al menos, formular su vivo deseo de que viviesen en paz:

Otrosí, ruego e encargo a los dichos Príncipe e Princesa, mis hijos, que así como el Rey, mi señor, e yo siempre estovimos con tanto amor e unión e concordia, así ellos tengan aquel amor e unión e conformidad como yo dellos espero…[64]

Y obsérvese la sutil diferencia: la reina Isabel pone el ejemplo propio de sus relaciones con Fernando el Católico y entonces habla de amor, de unión y de concordia; pero, sabedora de lo que está ocurriendo con sus hijos, comprende que esa concordia es ya imposible y les pide, al menos, la conformidad. Esto es, no se trata de una mera fórmula testamentaria, de las que los escribanos repiten de generación en generación; no se trata de alabanzas cortesanas sobre supuestas virtudes domésticas, sino por el contrario de reconocer una penosa situación y de formular un vivo deseo, un ruego apremiante por que se respetasen el uno al otro, transformando el recelo en esa conformidad, que era como el mínimo aceptable para que no se lo llevase todo el mismo diablo.

Y había algo más en el testamento de Isabel. Porque la Reina no podía silenciar la notoria nulidad de su hija para gobernar, lo que nos plantea si no se había discutido en el seno de la Corte de los Reyes Católicos la posibilidad de declararla incapaz, conforme lo que permitían las leyes del Reino para casos semejantes.

Es lo que se trasluce, sin duda, de aquellos términos del testamento de Isabel, al referirse al caso de que Juana no pudiese gobernar, bien por ausencia, bien por propia ineptitud:

… quando la dicha Princesa, nuestra hija, no estoviese en estos dichos mis Reinos, o después que a ellos viniere en algund tiempo haya de ir o estar fuera dellos, o estando en ellos no quisiere o no pudiere entender en la gobernación dellos…[65]

De ahí que Isabel quiera dejarlo todo atado y bien atado para que no fuera Felipe, el yerno (de tan dudosa lealtad), sino Fernando, su marido, el que gobernara, para que Juana se dejara llevar por los consejos de su padre,

… de manera que para todo lo que a su Señoría toca, parezca que yo no hago falta e que soy viva…[66]

¿Cuál era la fórmula de la Reina, cuál la solución política al grave problema planteado por la incapacidad de Juana y la dudosa lealtad de Felipe? Que Fernando el Católico rigiera Castilla como Gobernador del Reino, en nombre de Juana, hasta que el nieto Carlos cumpliera veinte años; por lo tanto, durante el resto de su vida:

… fasta en tanto que el infante don Carlos, mi nieto, hijo primogénito heredero de los dichos Príncipe e Princesa, sea de edad legítima a lo menos de veinte años cumplidos…[67]

Era, a todas luces, un mero deseo personal de Isabel a favor de su esposo, el rey Fernando; como si tratara de asegurarle el gobierno de Castilla, poniéndolo en sus manos lo que durase su vida, o al menos durante gran parte de ella, dado que don Carlos aún no había cumplido los cinco años. Pero era también presuponer una cosa harto difícil: que Felipe el Hermoso se aviniera a dejar el poder regio en manos de su suegro.

Ahora bien, y ya veremos por qué extraños caminos, lo cierto es que el plan de Isabel se cumplió sustancialmente, de forma que, salvo un ligero paréntesis de unos meses, quien gobernó hasta su muerte en Castilla acabó siendo Fernando, cuyo final enlazaría con el reinado de Carlos V.

Un breve paréntesis: el que protagonizó Felipe el Hermoso durante unos meses, en el año de 1506.

Llama la atención el hecho de que Felipe dejara pasar todo un año antes de ponerse en camino para disfrutar su nueva condición de Rey de Castilla. Y también que en esta ocasión ya no quiera realizar su viaje por tierra, atravesando Francia, como lo había hecho en 1502, sino que lo haga por mar, pese al riesgo de aquellas travesías marítimas; quizá porque se encontrase agraviado por la inesperada alianza que Luis XII había cerrado con Fernando el Católico, hasta el extremo de aquella asombrosa boda del Rey aragonés con Germana de Foix.

Que tal había ocurrido en octubre de 1505.

Por lo tanto, la vía marítima para volver a España.

La flota flamenca, con los nuevos Reyes de Castilla, partió de Flesinga el 7 de enero de 1506. Atrás dejaban aquella tropa infantil, que en la siguiente generación se dispersaría por media Europa, ocupando sus tronos: Leonor, Carlos, Isabel y María. Encontrarían, en cambio, en España al otro infante, a Fernando, que medio siglo más tarde se convertiría en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, sucediendo a su hermano Carlos.

Pero, de momento, lo que les esperaba era una travesía marítima larga y arriesgada, como realizada en pleno invierno.

En verdad fue toda una aventura. A una jornada de calma chicha, con la flota inmovilizada, sin que soplaran los vientos, sucedió de pronto una espantosa borrasca, con mar arbolada y con unas olas que zarandeaban a las naves, haciendo naufragar a varias de ellas y provocando el pánico en todas; y de tal modo, que las promesas de rectificar los pasados errores se multiplicaron, así como las de ir caminando como peregrinos a Santiago, si el Apóstol les salvaba del desastre. Como suele ocurrir en tales situaciones extremas, Juana aguantó el tipo mejor que nadie, como si no le importase la muerte si la cogía al lado de su marido, aquel hombre que polarizaba alternativamente sus odios y sus amores. Se vistió con sus mejores galas, se adornó con sus mejores joyas y dio una nota de serenidad en medio del general abatimiento.

Por suerte, la mayoría de las naves, incluida la de los nuevos Reyes de Castilla, lograron arribar a las costas inglesas, donde encontraron una amistosa acogida por parte de Enrique VII.

Juana tuvo entonces la oportunidad de volver a ver a su hermana Catalina, la que había sido su compañera de juegos infantiles. Y la entrevista de las dos hermanas fue verdaderamente emotiva.

Catalina era entonces la joven princesa española, viuda a sus veintiún años del príncipe Arturo de Inglaterra, que permanecía en la Corte de su suegro Enrique VII, sin que el rey Fernando, su padre, hiciese nada porque volviese a España; acabaría, como es bien sabido, casando con su cuñado, el futuro rey Enrique VIII, y teniendo un final casi tan triste y tan dramático como el que afligiría a la propia Juana.

En la Corte inglesa, y pese al feliz encuentro con su hermana Catalina, pronto volvió Juana a dar muestras de su inestabilidad emocional. Al encierro a que se había visto sometida en sus aposentos de la Corte de Bruselas, sucedió el que ella escogió en el castillo del conde de Arundel, en Exeter, lejos de la bulliciosa Corte del monarca inglés, que día tras día festejaba a sus huéspedes en el palacio de Windsor. Y persistía Juana en aquella manía que no la abandonaría ya, la de no querer a su lado ningún séquito de damas, fruto de sus desordenados celos, así como en el total abandono de su persona, tanto en el vestir como en el comer.

Hasta el 22 de abril no estuvo la flota flamenca en condiciones de ponerse a la mar. Fueron tres meses largos pasados en Inglaterra, y para Juana, incluso con sus altibajos depresivos, las últimas jornadas a ratos venturosas[68].

El 26 de abril, después de una travesía corta y feliz, la flota desembarcaba en La Coruña.

En efecto, en La Coruña y no en Laredo, donde la esperaba el rey Fernando, pero no por ningún error de cálculo de los pilotos, sino por una hábil maniobra política de Felipe, que así procuraba demorar el encuentro con su suegro, sabedor de que el tiempo jugaba a su favor.

Ocurría que Fernando había logrado que las Cortes castellanas, reunidas en Toro en 1505, le reconociesen como el nuevo Gobernador de Castilla, conforme a los términos marcados por la reina Isabel en su testamento. El mismo Felipe había dado su visto bueno en la llamada Concordia de Salamanca. Era un momento de plenitud política de Fernando, tras las aplastantes victorias de sus tropas sobre los franceses en tierras napolitanas —las de Ceriñola y Garigliano—, que le habían llenado de prestigio ante toda Europa y que le habían confirmado en el dominio del reino de Nápoles. Incluso el monarca francés se había rendido a su diplomacia, firmando aquellos acuerdos y estableciendo hasta una alianza matrimonial, mediante la boda, ya comentada, de Fernando con su sobrina Germana de Foix.

En tales condiciones, Fernando estaba deseando tener una entrevista personal con Felipe el Hermoso, seguro de desvanecer sus recelos y esperando recuperar su ascendiente sobre su hija Juana, que era la verdadera Reina propietaria de Castilla.

Y esas mismas, pero a la inversa, eran las razones que llevaban a Felipe a retrasar las vistas con su suegro. Teniendo por descontado que la opinión pública ya se había hecho a la idea de que Juana no podía gobernar, trataba de conseguir los mayores apoyos para contrarrestar los que Fernando había logrado en el seno de las Cortes de Castilla. Y esos apoyos solo le podían llegar del bando nobiliario.

Ahí era donde Felipe contaba con un buen asesor, un miembro de la alta nobleza española y que era uno de sus mayores privados: el célebre don Juan Manuel, señor de Belmonte, quien le hizo ver que era factible hacerse con la mayor parte de la alta nobleza castellana e incluso con el alto clero, lo que podía servir de contrapeso a la enemiga de las ciudades, más inclinadas al bando fernandino.

Pero que la incapacidad de Juana para gobernar era un hecho notorio y que provocaba un verdadero problema nacional se desprende, como hemos visto, del propio testamento de Isabel, si no tuviéramos otras referencias que lo confirmasen.

En efecto, son las propias Cortes castellanas de 1502, reunidas en Toledo —las mismas que juran a Juana como Princesa de Asturias y heredera de la Corona, que terminaron sus sesiones en Madrid y en Alcalá, el siguiente año de 1503—, las que piden a la Reina que tome las medidas pertinentes para afrontar tan grave caso: Juana es la legítima heredera y los derechos de sus hijos —y concretamente el de Carlos— son reconocidos, pero hasta que Carlos sea mayor hay que cubrir esa laguna, tanto más cuanto que el marido de Juana es un extranjero, que desconoce los usos, costumbres y privilegios del pueblo de Castilla. Y la Reina recuerda esas peticiones, para los casos en que Juana estuviese ausente, o para cuando estando en Castilla,

… no quiera o no pueda entender en la gobernación dellos…

Por lo cual, con la consiguiente preocupación y alarma:

… los procuradores de los dichos mis Reinos, en las Cortes de Toledo del año de quinientos e dos, que después se continuaron e acabaron en las villas de Madrid e Alcalá de Henares el año de quinientos e tres, por su petición me suplicaron e pedieron por merced que mandase proveer cerca dello…

Cuestión de Estado, y tan grave, que obliga a la Reina a pedir el parecer de las más altas personalidades de Castilla, tanto de la Iglesia como de la alta nobleza:

… lo cual yo después ove hablado a algunos prelados e grandes de mis Reinos e señoríos…

Nadie duda en la respuesta:

Todos fueron conformes e les paresció que en qualquier de los dichos casos el Rey, mi señor, debía regir e gobernar e administrar los dichos mis Reinos e señoríos por la dicha Princesa, mi hija…[69]

Isabel ya había apuntado a lo que podía suponer el gobierno de Castilla por un príncipe extranjero como Felipe:

E viendo cómo el Príncipe, mi hijo, por ser de otra nación e otra lengua, si no se conformase con las dichas leyes e fueros e usos e costumbres destos dichos mis Reinos e él e la Princesa, mi hija, no los gobernasen por las dichas leyes e fueros e usos e costumbres, no serían obedescidos ni servidos como debían e podrían dellos tomar algún escándalo e no les tener el amor que yo querría que les toviesen…

Lo que es evidente es que, al lado del grave problema sucesorio planteado por la muerte de la reina Isabel, por la enajenación mental de doña Juana y por la extranjería de su marido, el príncipe Felipe, al lado de todo eso, la muerte de la gran Reina desató, de inmediato, una dura pugna por hacerse con el poder en Castilla.

Una pugna por el poder protagonizada por Fernando el Católico, el padre de la nueva Reina, y por Felipe el Hermoso, su marido. Y en medio, sufriendo las presiones de uno y otro, la infeliz heredera.

Porque no podemos dudar de la sinceridad del dolor de Fernando el Católico, cuando se produce la muerte de Isabel, su esposa. Él lo expresará en términos conmovedores en la carta abierta que dirige al Reino:

… su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir, y por una parte el dolor de ella y por lo que en perderla perdí yo e perdieron todos estos Reinos me atraviesa las entrañas…

No podemos dudar, cierto, del sincero dolor del Rey viudo, pero también es evidente que ello no le impidió poner en marcha todo el mecanismo para hacerse con el poder y para conseguir que fuera una realidad lo mandado por Isabel.

En efecto, el 26 de noviembre de 1504 fallecía Isabel. Y ese mismo día, sin duda porque toda la documentación estaba preparada y solo faltaba poner la fecha del acontecimiento, Fernando ordenaba la convocatoria de las Cortes de Castilla, que se reunirían en Toro. Lo haría falseando la realidad, y como si fuera Juana quien lo dispusiera, con un objetivo concreto bien determinado: que él, Fernando, fuera proclamado, de inmediato, el nuevo Gobernador del Reino. Las Cortes debían reunirse, según la simulada orden de Juana,

… para [me] resçebir e jurar por reina e señora destos dichos mis reinos e señorios, y jurar al dicho serenisimo rey, mi padre, por su administrador e gobernador dellos…[70]

Esa carta, escrita supuestamente por Juana, estaba fechada en Medina el 26 de noviembre de 1504. Por lo tanto, a las escasas horas de la muerte de la Reina, de la que Juana, a más de mil quinientos kilómetros de distancia, no tenía ni idea.

Aquí es cuando puede apreciarse la variación del comportamiento de Felipe el Hermoso. A raíz de la gravísima pelea tenida con su esposa, trató de justificar su conducta, cargando las tintas sobre su mujer, como quien, perdida la razón, tenía que ser tratada del modo adecuado; pero naturalmente eso podía volverse en su contra, a la hora de recoger la herencia del trono de Castilla; no fuera a prepararse por Fernando la incapacitación de la hija, que pondría fuera de juego a Felipe. De ahí las tres fases que se aprecian en el comportamiento de Felipe, desde que llega a Bruselas la noticia de la muerte de Isabel la Católica: en la primera, Felipe aparece, con su mujer, como amantísimos hijos de Fernando; en la segunda, al conocerse el rumor de que Fernando hace hincapié en el grave altercado tenido por los esposos, con el peligro de que le sirva para mover la incapacitación de Juana, se tratará de minimizar aquel conflicto conyugal; y en la tercera, ya en franca hostilidad contra el Rey Católico, se emprende la campaña de propaganda en Castilla, acusándole de sus ambiciosos planes para hacerse con el poder.

Véanse esos tres ejemplos:

En el primero, Felipe quiere desvanecer los recelos del suegro, con una carta cuya copia se puede encontrar en el Archivo de Simancas, fechada en Bruselas, el 24 de diciembre de 1504:

«Muy Católico, etc.: Vimos la carta de V. A. de 26 de Noviembre e oymos lo que de su parte nos dixo el Rvdo. in Cristo padre el obispo de Córdoba, e creemos que el fallescimiento de la Reina nuestra señora, de gloriosa memoria, que Nuestro Señor perdone, dio sentimiento e dolor incomparable, no sólo a sus súbditos e criados, ni solamente a los que a S. A. avían visto y conoscido, mas a todos aquellos que tuvieron noticia de la fama. Y como ésta fuese tan estendida, se puede dezir con verdad que fue pérdida común en toda la Cristiandad. E syendo esto asy, en quánto más grado haría ynpresión en vuestra real persona, de cuyo sentimiento por cierto no dubdamos, ni dexamos de tener gran cuydado, por lo que podría dañar a su salud. Nuestro Señor gela dé por tantos años quantos desea. E verdaderamente, señor, avemos recebido tanta alteración y fatiga deste tan syniestro caso que no nos hallamos de presente dispuestos para responder a lo que, por virtud de la creencia del dicho Obispo de Córdoba, nos dixo. Y por esta causa y porque las materias son grandes, suplicamos a V. A. nos perdone por no responder agora como querríamos y la razón quiere, mas prestamente enviaremos a V. A. a mons. de Veyre, que satisfará a todo. Y esperando y plaziendo a Dios, sin dilación yremos a ver a V. A. y a servirle con todas nuestras fuerças, como buenos e obidientes hijos. Y ya desde agora non entenderemos sino en dar orden en las cosas de acá, para la partida. Católico, etc. En Bruselles, a 24 de Deziembre de quinientos cuatro»[71]. En esta primera fase, por lo tanto, Felipe se presenta muy unido con Juana, como «obedientes hijos» de Fernando; en la segunda (mayo de 1505) ya alude al altercado tenido con su esposa y a sus quejas, pero que no había que tener en cuenta, y así quiere enmendarlo Felipe en la carta que hace escribir a doña Juana a su padre, que después, y por su extrema importancia, ampliamente comentaremos. Pero cuando Felipe tiene noticia cierta de que Fernando se ha hecho proclamar Gobernador de Castilla por las Cortes de Toro, reacciona de muy distinta manera, con una carta abierta a la alta nobleza castellana, publicada por Rodríguez Villa, en la que se dice textualmente, con fecha de 12 de septiembre de 1505, tras indicar cómo Juana y él habían tratado de mostrarse buenos hijos del Rey Católico:

… el pago que desto hasta agora habemos conoscido y nos han certificado es que, a la hora que Nuestro Señor llevó a la Reina, se hizo jurar (Fernando el Católico) Gobernador, sin saberlo nosotros e sin dar logar a los que habían de jurar que supiesen lo que juraban.

Añadiendo esta otra queja sobre Fernando:

… hizo divulgar que yo, la Reina, no era para reinar…[72]

Por lo tanto, Felipe el Hermoso también entraría en aquel forcejeo por el poder, en cuanto tuvo todos los datos en su mano. Bien asesorado por su privado don Juan Manuel, es cuando decide enviar al señor de Veyre, con cartas para los miembros más destacados de la alta nobleza y del alto clero castellano, por supuesto, pero sin olvidar a las principales ciudades de Castilla. El señor de Veyre debía visitar a los cinco arzobispos de Toledo, Santiago, Sevilla, Zaragoza y Granada, así como a la mayoría de los obispos. Entre los Grandes con quien debía entrevistarse estaban el Almirante, don Fadrique Enríquez, y el Condestable, don Bernardino Fernández de Velasco, así como los duques de Alba, Infantado, Medina-Sidonia, Béjar, Nájera y Alburquerque, amén de los condes de Aguilar, Feria, Tendilla y sobre todo con el de Benavente, acaso el más importante de todos[73].

Las cartas de Felipe el Hermoso anunciaban claramente una nueva era de mercedes al estilo enriqueño. Sirva de muestra lo que indicaba al marqués de Villena, uno de los nobles más destacados del partido antifernandino:

Conocí la buena voluntad que a mi servicio tenéis… Espero en Dios remunerarlo muy bien…

¡Una ocasión de oro, pues, para aquellos magnates castellanos, hartos ya de las severas restricciones impuestas por los Reyes Católicos! Una ola de peticiones, hasta los extremos más increíbles, se lanzaría sobre la Corte de Bruselas.

Es en ese ambiente cuando tiene lugar la curiosa carta de Juana, en que alude a su enfermedad, provocada por los celos, comparando su situación a la que había padecido la reina Isabel, y que ha dado lugar a tantas interpretaciones; una carta publicada en su día por el erudito Rodríguez Villa y divulgada por Modesto Lafuente, en su conocida Historia de España, hoy menos valorada de lo que merece.

No tenemos duda de la autenticidad de la carta de Juana; sí la tenemos en cuanto a su espontaneidad.

Lo diremos desde el primer momento: creemos que la carta fue dictada por Felipe el Hermoso, o por alguno de sus consejeros castellanos más íntimos, probablemente por el señor de Belmonte, don Juan Manuel. Está fechada en Bruselas a 3 de mayo de 1505 y va dirigida al señor de Veyre, lo que ya es el primer indicio de que forma parte de aquella amplia maniobra política del Archiduque para hacerse con el poder en Castilla.

Su texto es muy hábil. Se reconocen los graves altercados y las desavenencias surgidas en el seno de la vida conyugal de Juana y Felipe, así como se da por sabido que todo ello había provocado la alarma en Castilla, con una fuerte acusación contra el rey Fernando: quien se habría alegrado de las muestras de locura de su hija, porque le daba la oportunidad para hacerse con el poder. Juana protestaba contra su supuesta falta de capacidad para reinar, y terminaba en todo caso señalando que su marido, Felipe el Hermoso, y no otro, era el que debía gobernar Castilla.

Ese es el resumen. Pero el texto es tan importante, que es necesario recogerlo y comentarlo, párrafo por párrafo:

La Reina.

Musiur de Vere: Hasta aquí no os he escrito porque ya sabéis de cuán mala voluntad lo hago; mas pues allá me judgan que tengo falta de seso, razón es tornar en algo por mí; como quiera que yo no me debo maravillar que se me levanten falsos testimonios, pues que a Nuestro Señor ge los levantaron; pero por ser la cosa de tal calidad y maliciosamente dicha en tal tiempo, hablad con el Rey y mi señor mi padre, por parte mía, porque los que esto publican no sólo lo hacen contra mí, también contra Su Alteza, porque no falta quien diga que le place dello a causa de gobernar nuestros Reinos, lo cual yo no creo, siendo Su Alteza rey tan grande y tan católico y yo su hija tan obediente.

Bien sé quel Rey, mi señor [Felipe el Hermoso], escribió allá por justificarse quexándose de mí en alguna manera, pero esto no debiera salir dentre padres y hijos, quanto más que si en algo yo usé de pasión y dexé de tener el estado que convenía a mi dignidad, notorio es que no fue otra causa sino çelos, y no sólo se halla en mí esta pasión, mas la Reina mi señora, a quien dé Dios gloria, que fue tan eçelente y escogida persona en el mundo, fue asimismo çelosa, mas el tiempo saneó a Su Alteza, como plazerá a Dios que hará a mí.

Yo vos ruego y mando que hables allá a todas las personas que vierdes que conviene, porque los que tovieren buena intención se alegren de la verdad y los que mal deseo tienen sepan que sin duda, quando yo me sintiese tal cual ellos querrían, no había yo de quitar al Rey, mi señor mi marido, la gobernación desos Reinos y de todos los del mundo que fuesen míos, ni le dexaría de dar todos los poderes que yo pudiese, así por el amor que le tengo como por lo que conozco de Su Alteza, y porque conformándome con la razón, no podía dar la gobernación a otro de sus hijos y míos y de todas sus suçesiones sin hacer lo que no debo. Y espero en Dios que muy presto seremos allá, donde me verán con mucho placer mis buenos súditos y servidores.

Dada en Bruselas, a tres días del mes de Mayo, año de mill y quinientos y cinco.

Yo, la Reyna.

Por mandado de la Reyna, Pero Ximénez[74].

Sospecho de la autenticidad de esa carta, en cuanto que Juana la escribiera espontáneamente —habría que comprobar con mucho cuidado si es toda autógrafa, o solo la firma—, porque en esos casos no se llega a los extremos protocolarios de marcar el lugar y la fecha en los términos que aquí se dan. Por otra parte, y conforme a la vieja pregunta qui prodest?, se echa de ver que detrás de todo ello está la mano de Felipe el Hermoso, bien asesorado —insistimos en ello— por alguno de sus consejeros castellanos, que aquí no puede ser otro que don Juan Manuel, que es el mismo que montó toda la trama diplomática a cargo del señor de Veyre, para tantear a los Grandes y a los miembros del alto clero de Castilla y predisponerlos a favor de Felipe el Hermoso.

Y es que la carta nos da pistas importantes sobre la alarma que había cundido en la Corte de Bruselas. Las desavenencias conyugales entre Felipe y Juana, las muestras de locura de la Reina y las quejas de Felipe habían dado la oportunidad para que Fernando las aprovechase a su favor, en aquella carrera por el poder. Y había que salir al paso con una carta de ese estilo, la cual en manos del señor de Veyre podía ayudarle en su tarea de convencer a las mayores personalidades de Castilla de que Juana no se hallaba tan trastornada y que, desde luego, su firme deseo era que el gobierno del Reino recayese en manos de Felipe el Hermoso.

Y ahora los comentarios que la carta sugiere:

Y sea el primero aquello de que Juana tenga necesidad de justificarse con el embajador de su marido, por no haberle escrito nunca. No tiene sentido. Y hace pensar en aquello de explicatio non petita, accusatio manifesta, lo cual en este caso iría contra quien estuviera dictando aquella carta a la nueva Reina de Castilla.

El segundo comentario nos centra ya en la sustancia de la carta: la acusación contra el padre, por querer aprovecharse de los signos de locura de la Reina; de ahí que se juzgara de ella lo de «falta de seso», y que esa sentencia fuera «maliciosamente dicha en tal tiempo»; esto es, en el momento en el que se debatía quién iba a gobernar en Castilla.

Acusación contra el padre, como si se regocijara del mal de su hija que le permitía hacerse con el poder («no falta quien diga que le place dello a causa de gobernar nuestros Reinos»). Pero ¿qué motivos se tenían para tales afirmaciones? Aquí viene la maniobra para salir al paso de las consecuencias provocadas por las desavenencias conyugales: había sido el propio Felipe el Hermoso, con sus quejas a Fernando sobre Juana. Tenemos aquí la prueba indirecta de una carta del Archiduque a Fernando; carta grave, porque en ella acusaba sin duda a Juana de una conducta fuera de sentido, y se comprobaba ahora que esa carta podía volverse contra sus deseos de poder; era la mejor arma que podía emplear Fernando para incapacitar a su hija.

Pero una pregunta es obligada: tal carta tuvo que escribirla Felipe a espaldas de su mujer. ¿Cómo es que ahora Juana la conocía? Eso de «bien sé quel Rey, mí señor escribió allá por justificarse quexándose de mi…», nos ofrece otra pista sobre quién está inspirando la carta, acaso solo firmada por Juana. Y es cuando se nos da esa noticia sobre los tremendos celos de la gran reina Isabel, que la llevaron a extremos alarmantes, aunque acabase por controlarse; lo cual, si así había sido, bien podía ocurrir algo similar con Juana («mas el tiempo saneó a Su Alteza, como plazerá a Dios que hará a mí»). Por lo tanto, no se oculta el mal de Juana, porque era algo evidente; pero se da como curable, con lo cual desaparecía la causa de su posible incapacitación para gobernar o para dejar el gobierno en manos de quien quisiera, que naturalmente serían las de su marido Felipe el Hermoso. En todo caso, bien se comprendía que la verdadera solución, para disipar todas las dudas, era pasar ambos cuanto antes a Castilla.

Y eso sería otra vez lo asombroso, pues estando escrita la carta, como lo estaba, a principios de mayo de 1505, aún tardaría más de medio año Felipe el Hermoso en ponerse en camino. Y, como ya hemos visto, jugando al ratón y al gato con Fernando: si este le espera en Laredo, él desembarcará con Juana (una Juana de la que se dice que la llevaba su marido cautiva) en La Coruña; y si el Rey aragonés va a su encuentro a Ponferrada, dado que por el Bierzo era el acceso más directo desde La Coruña a la meseta, el Archiduque dará un rodeo por el sur, para entrar por La Cabrera y Puebla de Sanabria. ¿Con qué fin? Con el de ganar tiempo, para que fueran engrosando su cortejo todos los descontentos del régimen autoritario impuesto por los Reyes Católicos.

Y la maniobra surtió efecto. La alta nobleza, alertada de la llegada de los nuevos Reyes, engolosinada por la promesa de mercedes a manos llenas que les había de repartir Felipe, y deseosa de sacudirse el mandato fernandino, acudió a Galicia en su mayoría, empezando por el Almirante y el Condestable. Y algo similar ocurrió con el alto clero, incluido aquel obispo Deza al que los Reyes Católicos tanto habían favorecido, hasta el punto de haberle hecho presidente del Consejo de Castilla, acaso el cargo de más relieve dentro del Reino; defección tan sentida por Fernando que no hacía más que repetir esta queja:

Aquel obispo, ¿qué ovo, o por qué se fue, o qué le fice yo?[75].

Y alguien más que el obispo Deza, pues el propio Cisneros, enviado por Fernando para que tantease negociaciones con Felipe, abandonó el partido fernandino. Y hay para preguntarse si ello no sería por algo más que por buscar el arrimo del nuevo poder y por no perder, con la gracia del nuevo Rey, los puestos privilegiados que estaba disfrutando; porque esa interpretación, válida para la mayoría de los casos, no encaja cuando hemos de referirnos a Cisneros.

Habrá que tener en cuenta algo más. Y desde luego, el escándalo que supuso en Castilla la alianza de Fernando con Luis XII de Francia cerrada en Blois y aquella sorprendente boda —sorprendente y escandalosa para no pocos— con Germana de Foix, que a la misma Juana apenaría, como tendremos ocasión de comprobar. En aquella alianza se estipulaba que si Fernando tenía descendencia de Germana, para esos hijos iría la sucesión a la Corona de Aragón, lo cual era nada menos que la amenaza contra aquella unidad hispana tan trabajosamente conseguida al principio del reinado con la boda de Isabel y de Fernando; algo que el humanista Pedro Mártir de Anglería recogería en sus comentarios con su habitual lucidez:

… abominables y vergonzosas condiciones de paz…[76]

Perdida la batalla diplomática con Felipe, el Rey Católico trató de ganarla con su hija Juana. De una forma u otra, a Juana le llegó información sobre lo dispuesto en su testamento por su madre, con la fórmula de que el gobierno del Reino recayese en Fernando, hasta la mayoría de edad de su hijo Carlos; y así, en sus primeros conflictos con Felipe el Hermoso, ya en España, se negó a representar el fingido papel de Reina propietaria para que fuese él quien reinase: Castilla no podía ser gobernada por un flamenco, ni tampoco por una mujer casada con un flamenco. En consecuencia, todo debía seguir en manos de Fernando el Católico, hasta que el príncipe niño, Carlos, alcanzase los veinte años de edad; esto es, la solución exacta marcada por Isabel.

Hubiera sido colmar las aspiraciones de Fernando el Católico. Pero mientras Juana siguiese cautiva de Felipe el Hermoso, eso resultaría imposible.

Con una situación cada vez más tensa, olvidados ya los términos de la Concordia de Salamanca, firmados en 1505, cada vez más enfrentados suegro y yerno, el peligro de una guerra civil en Castilla se hacía más y más manifiesto.

¿Sería esa la nota de los comienzos del reinado de Juana en Castilla? Fernando acusaba a Felipe de tener cautiva a su esposa, y los hechos parecían darle la razón. Pero consciente de que su situación se hacía cada vez más difícil, aceptó las condiciones impuestas por el Archiduque: la retirada a sus dominios de la Corona de Aragón, recibiendo en compensación ciertas ventajas económicas sobre el erario de Castilla y manteniendo su condición de Maestre de las tres Órdenes Militares castellanas de Santiago, Alcántara y Calatrava; acuerdo firmado por el Rey Católico en Villafáfila (Zamora), el 27 de junio de 1506.

Era ya el verano. Libre de la presencia de su suegro, Felipe el Hermoso hizo su entrada triunfal en Valladolid, no sin resistencias por parte de Juana.

Porque una pregunta hemos de formularnos: ¿Cómo tomó Juana la noticia de las desavenencias entre su padre y su marido? ¿Cómo le sentó el saber que su padre había de abandonar Castilla, en contra de todo lo que había ordenado tan apretadamente la reina Isabel en su testamento? Mal, sin duda. Máxime cuando pronto entró en sospechas de que Felipe, su marido, tramaba encerrarla en un castillo.

He aquí cómo nos lo refiere el tantas veces citado Pedro Mártir de Anglería:

Cuando en la aldea por nombre Cójeces, en campo abierto, se detuvo la Reina Juana, montando a caballo, entró en sospechas de que la dejaran encerrada en el castillo de aquella pequeña villa, que era muy seguro; porque estaba plenamente convencida, bien por su estado mental, bien por las indicaciones de algún delator, de que su marido y los consejeros, a los que profundamente odiaba, la iban a encerrar en un castillo[77].

¿Cómo reaccionó Juana? Negándose a entrar en el poblado, lo que le forzó a pasar la noche a la intemperie; algo que repetiría a partir de entonces más de una vez:

Pasó, por tanto —añade el cronista—, la noche entera a caballo, sin que los ruegos ni las amenazas pudieran inducirla a penetrar en la aldea[78].

Eso ocurría el 6 de septiembre. Al día siguiente entrarían los Reyes en Burgos, donde parecía que iba a montar su gobierno de Castilla Felipe el Hermoso. Días de triunfo, de brillo cortesano, de celebración de la victoria sobre Fernando. El nuevo Rey era joven, tenía a su merced a la reina Juana y a su favor lo más granado de la nobleza y del clero castellanos.

¿Quién podía resistírsele? Parecía anunciarse un largo reinado, con dudosas expectativas para Castilla.

Hasta que súbitamente vino lo inesperado.

Apenas unos días en el poder, en la gloria, en el triunfo. Y de repente, un mal paso, unas fiebres que no se atajan, un mal invencible, y la muerte la gran vencedora.

Era el 25 de septiembre. Solo habían transcurrido dieciocho días desde la entrada de Felipe el Hermoso en Burgos.

Jamás había tenido lugar un reinado tan breve.

Y ante ese mal, ante esa enfermedad inesperada, ante la gran desgracia, Juana volvió a mostrarse como una mujer de carácter, capaz de afrontar lo irremediable:

Mientras estuvo enfermo [Felipe], la Reina no se separó de su lado. Presa de profundo dolor, o por ya no sentir qué es el dolor, no derramó jamás ni una sola lágrima[79].