Xayide. Su fin puede contarse rápidamente, pero es difícil de comprender y, como tantas cosas en Fantasia, está lleno de contradicciones. Hasta hoy se rompen la cabeza los sabios e historiadores tratando de saber cómo fue posible; algunos dudan incluso de los hechos o intentan darles otra interpretación. Aquí ha de narrarse lo que realmente ocurrió y cada uno debe intentar explicarse las cosas como pueda.

Cuando Bastián estaba ya en la ciudad de Ýskal con los navegantes de la niebla, Xayide llegó con sus gigantes negros al lugar de la campiña donde el caballo de metal se había hecho pedazos bajo Bastián. En aquel momento, sospechaba ya que nunca lo encontraría. Y cuando, poco después, vio el terraplén al que conducían las huellas de Bastián, su sospecha se convirtió en certidumbre. Si había entrado en la Ciudad de los Antiguos Emperadores, estaba ya perdido para los planes de ella: daba igual.que se quedara allí para siempre o que consiguiera huir de la ciudad. En el primer caso se habría vuelto impotente como todos los de allí y no podría desear nada más… En el segundo, todos sus deseos de poder y grandeza se habrían extinguido. En ambos casos, el juego para ella, Xayide, había terminado.

Ordenó a sus gigantes acorazados que permanecieran quietos, pero incomprensiblemente no obedecieron su voluntad, sino que siguieron adelante. Entonces Xayide se encolerizó, saltó de su litera y se enfrentó a ellos con los brazos extendidos. Los gigantes acorazados, sin embargo, lo mismo infantes que jinetes, continuaron avanzando pesadamente como si ella no estuviera, y la pisotearon con sus pies y cascos. Y sólo cuando Xayide había expirado se detuvo de súbito la larga comitiva, como se detiene un mecanismo de relojería.

Cuando, más tarde, llegaron allí Hýsbald, Hydom y Hykrion con los restos del ejército, vieron lo que había pasado y no pudieron comprenderlo, porque había sido sólo la voluntad de Xayide la que movía a los gigantes huecos y, por consiguiente, la que los había hecho pisotearla. Sin embargo, pensar mucho no era el punto fuerte de los tres caballeros, de manera que finalmente se encogieron de hombros y dejaron estar la cosa. Deliberaron sobre lo que había que hacer y llegaron a la conclusión de que la campaña, evidentemente, había llegado a su término. De forma que licenciaron al resto del ejército y aconsejaron a todo el mundo que se fuera a casa. Ellos, que habían prestado a Bastián un juramento de fidelidad que no querían romper, decidieron buscarlo por toda Fantasia. Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo sobre la dirección que había que tomar y decidieron que cada uno siguiera por su cuenta. Se despidieron y cada uno se fue cojeando en una dirección distinta. Los tres corrieron todavía muchas aventuras y hay en Fantasia incontables relatos que tratan de su búsqueda sin sentido. No obstante, son otras historias y deben ser contadas en otra ocasión.

Los gigantes metálicos, negros y vacíos, se quedaron desde entonces inmóviles en aquel punto de la campiña, cerca de la Ciudad de los Antiguos Emperadores. La lluvia y la nieve cayeron sobre ellos, se oxidaron y, torcidos o derechos, se fueron hundiendo poco a poco en el suelo. Peto todavía hoy puede verse a algunos de ellos. El lugar se considera maldito y todos los caminantes dan un rodeo al verlo. Pero volvamos a Bastián.

Mientras, en su camino a través de las rosaledas seguía las suaves curvas del sendero, Bastián vio algo que lo dejó asombrado, porque durante todo su viaje por Fantasia nunca había visto nada parecido: un indicador con una mano de madera recortada que señalaba una dirección.

«A la Casa del Cambio», decía.

Bastián siguió la dirección señalada sin apresurarse. Respiraba el aroma de las innumerables rosas y se sentía cada vez más a gusto, como si lo aguardase una alegre sorpresa.

Finalmente llegó a una avenida recta de árboles redondos, de los que colgaban manzanas de mejillas encarnadas. Y al final mismo de la avenida había una casa. Al acercarse, Bastián comprobó que era la casa más graciosa que había visto nunca. Un alto tejado puntiagudo se asentaba como una caperuza sobre un edificio que más parecía una calabaza gigantesca, porque era redondo y sus paredes tenían en muchos sitios chichones y bollos, gruesos vientres por decirlo así, lo que le daba a la casa un aspecto cómodo y confortable. También había algunas ventanas y una puerta, un tanto torcidas e inclinadas, como si aquellas aberturas hubieran sido hechas en la calabaza de una forma un poco torpe.

Mientras Bastián se dirigía a la casa, observó que ésta se encontraba en un proceso de transformación lento y constante. Aproximadamente con el mismo sosiego con que un caracol saca sus cuernos, se estaba formando en el lado derecho una pequeña protuberancia que, paulatinamente, se iba convirtiendo en una torrecilla saliente. Al mismo tiempo se cerraba en el costado izquierdo una ventana, que iba desapareciendo poco a poco. En el tejado crecía una chimenea, y sobre la puerta de entrada se formaba un balconcito con una balaustrada de celosía.

Bastián se había detenido y observaba aquellos cambios continuos con asombro y regocijo. Ahora le resultaba evidente por qué aquella casa se llamaba la «Casa del Cambio».

Mientras estaba allí, oyó en el interior una cálida y hermosa voz de mujer que cantaba:

«Te aguardamos, buen amigo,

cientos de años ya.

¿Eres tú, quizá,

quien aquí ha buscado abrigo?

De comer y de beber

toma lo que quieras,

porque pronto has de tener

todo cuanto esperas:

paz después del mal…

Seas malo o seas bueno,

nunca nos serás ajeno

y eres nuestro igual.»

«Ay», pensó Bastián, «¡qué voz tan bonita! ¡Me gustaría que esa canción fuera para mí!»

La voz comenzó a cantar de nuevo:

«¡Gran señor, vuélvete niño!

Te esperamos con cariño.

No te quedes en la puerta:

¡para ti siempre está abierta!

Todo está ya preparado

desde un remoto pasado.»

La voz ejercía un atractivo irresistible sobre Bastián. Estaba seguro de que quien cantaba era una persona muy agradable. Llamó a la puerta y la voz dijo:

—¡Entra! ¡Entra, chico guapo!

Bastián abrió la puerta y vio una habitación agradable, no muy grande, por cuyas ventanas entraba el sol. En el centro había una mesa redonda, cubierta con toda clase de

platos y cestos de frutas de muchos colores que Bastián no conocía. A la mesa se sentaba una mujer que parecía un poco también una manzana, con sus mejillas coloradas y redondas, sana y apetitosa.

En el primer momento, Bastián casi se dejó llevar por el deseo de correr hacia ella con los brazos abiertos, gritando «¡Mamá! ¡Mamá!». Pero se dominó. Aquella mujer, desde luego, tenía la misma amable sonrisa y aquella manera de mirarlo a uno que inspiraba confianza, pero el parecido era, todo lo más, el de una hermana. Su madre había sido pequeña, y aquella mujer era alta y, de algún modo, majestuosa. Llevaba un ancho sombrero, totalmente cubierto de flores y frutos, y también su vestido era de una tela floreada de vistosos colores. Sólo después de haberlo mirado un rato se dio cuenta Bastián de que, en realidad, estaba hecho también de hojas, flores y frutos.

Mientras estaba así mirándola, experimentó un sentimiento que desde hacía mucho, muchísimo tiempo, no había experimentado. No podía recordar cuándo ni dónde: sólo sabía que muchas veces había sentido aquello, cuando todavía era pequeño.

—¡Pero siéntate, chico guapo! —dijo la mujer señalando con un gesto de invitación una silla—. Debes de estar hambriento, de manera que ¡antes que nada, come!

—Perdón —respondió Bastián—, pero estabas esperando a un invitado. Y yo he llegado aquí por pura casualidad.

—¿De veras? —preguntó la mujer sonriendo satisfecha—. Bueno, no importa. A pesar de eso puedes comer, ¿no? Entretanto te contaré una pequeña historia. ¡Sírvete y no te hagas de rogar!

Bastián se quitó su manto negro, lo puso en una silla, se sentó y cogió titubeando una fruta. Antes de morderla preguntó:

—¿Y tú? ¿No comes? ¿No te gusta la fruta?

La mujer se rió sonora y francamente, sin que Bastián supiera por qué.

—Está bien —dijo ella después de serenarse—, puesto que insistes te acompañaré y tomaré también algo, pero a mi manera. ¡No te asustes!

Cogió una regadera que había en el suelo a su lado, la alzó sobre su cabeza y se regó.

—¡Ah! —dijo—. ¡Qué refrescante!

Entonces fue Bastián quien se rió. Luego mordió la fruta y pudo comprobar enseguida que nunca había comido nada tan bueno. Después se comió otra, y era aún mejor.

—¿Te gusta? —preguntó la mujer, que lo observaba atentamente.

Bastián tenía la boca llena y no podía responder; masticó y asintió con la cabeza.

—Me alegro —dijo la mujer—. Me he esforzado especialmente. ¡Come mas, tanto como quieras!

Bastián cogió otra fruta, que resultó realmente un placer. Suspiró maravillado.

—Y ahora te voy a contar la historia —siguió diciendo la mujer—, pero que eso no te impida seguir comiendo.

Bastián tuvo que hacer un esfuerzo para escuchar sus palabras, porque cada nueva fruta le producía un nuevo entusiasmo.

—Hace mucho, muchísimo tiempo —comenzó a decir la floreada mujer—, nuestra Emperatriz Infantil estaba mortalmente enferma porque necesitaba un nuevo nombre y sólo podía dárselo una criatura humana. Pero los seres humanos no venían ya a Fantasia, nadie sabía por qué. Y si ella hubiera muerto, habría sido también el fin de Fantasia. Un día o, mejor dicho, una noche, llegó sin embargo un ser humano… Era un niño y le dio a la Emperatriz Infantil el nombre de Hija de la Luna. Ella se puso buena otra vez y, en agradecimiento, le prometió al muchacho que, en su reino, todos sus deseos se harían realidad… hasta que encontrase su Verdadera Voluntad. A partir de entonces, el niño hizo un largo viaje, de un deseo a otro, y todos se cumplieron. Y cada deseo cumplido lo llevaba a un nuevo deseo. No fueron sólo deseos buenos, sino también malos, pero la Emperatriz infantil no hace diferencias: para ella todo vale lo mismo y todo es igualmente importante en su reino. Y cuando, finalmente, la Torre de Marfil resultó destruida, no hizo nada para impedirlo. Sin embargo, al cumplirse cada deseo, el niño perdía una parte de sus recuerdos del mundo de donde había venido. Eso no le importaba mucho porque, de todas formas, no quería volver. De modo que siguió deseando y deseando, pero casi había gastado todos sus recuerdos y sin recuerdos no se puede desear. Apenas era ya un ser humano, sino casi un fantasio. Y seguía sin conocer su Verdadera Voluntad. Corría el peligro de agotar también sus últimos recuerdos sin conseguir su objetivo. Y eso hubiera significado que nunca podría volver a su mundo. Finalmente, sus pasos lo llevaron a la Casa del Cambio, a fin de que permaneciera en ella el tiempo que fuera necesario hasta encontrar su Verdadera Voluntad. Porque la Casa del Cambio no se llama así sólo porque se cambie a sí misma, sino porque cambia también a quien habita en ella. Y eso era muy importante para el niño, que hasta entonces había querido ser siempre otro, pero no cambiar.

En ese punto se detuvo, porque su visitante había dejado de masticar. Bastián sostenía una fruta mordida en la mano y miraba a la floreada mujer con la boca abierta.

—Si no te gusta —dijo ella preocupada—, déjala tranquilamente y coge otra.

—¿Qué? —tartamudeó Bastián—. No, no, es muy buena.

—Entonces no hay problema —dijo la mujer contenta—. Pero me había olvidado de decirte cómo se llamaba el niño al que esperaban desde hacía tanto tiempo en la Casa del Cambio. Muchos, en Fantasia, lo llamaban simplemente el «Salvador»; otros, «El Caballero del Candelabro de Siete Brazos», o el «Gran Sabio», o también «Soberano y Señor», pero su verdadero nombre era Bastián Baltasar Bux.

La mujer miró a su invitado sonriente. Él tragó unas cuantas veces y dijo luego en voz baja:

—Yo me llamo así.

—¡Ya ves! —dijo la mujer. sin parecer sorprendida en lo más mínimo.

Los capullos de su sombrero y su vestido se abrieron de pronto, floreciendo todos al mismo tiempo.

—Sin embargo —objetó Bastián inseguro—, no llevo cien años en Fantasia.

—Bueno, en realidad te esperamos ya desde hace mucho más tiempo —respondió la señora—; ya mi abuela y la abuela de mi abuela te esperaron. Ya ves, ahora te estoy contando a ti una historia que es nueva y, sin embargo, trata de un pasado antiquísimo.

Bastián recordó las palabras de Graógraman: entonces había estado aún al comienzo de su viaje. Ahora le parecía realmente como si llevase cien años allí.

—Por cierto, todavía no te he dicho cómo me llamo. Soy Doña Aiuola.

Bastián repitió el nombre, pero le costó un poco llegar a pronunciarlo bien. Luego cogió otra fruta. La mordió y, como siempre, le pareció que la que estaba comiendo era la más sabrosa de todas. Un poco preocupado, se dio cuenta de que se estaba comiendo ya la penúltima.

—¿Quieres más? —le preguntó Doña Aiuola, que había notado su mirada. Bastián asintió. Entonces ella cogió frutas de su sombrero y su vestido hasta que el plato estuvo lleno otra vez.

—¿Las frutas crecen en tu sombrero? —preguntó Bastián estupefacto.

—¿Qué sombrero? —Doña Aiuola lo miraba sin comprender. Luego soltó una risa franca y sonora—. Ah, ¿crees que es un sombrero lo que llevo en la cabeza? Nada de eso, chico guapo: todo crece en mí. Lo mismo que a ti te crece el pelo. Puedes ver cuánto me alegro de que por fin estés aquí, porque florezco. Si estuviera triste, todo se marchitaría. Pero, por favor, ¡no te olvides de comer!

—No sé —dijo Bastián confundido—. No se puede comer algo que crece en otra persona.

—¿Por qué no? —preguntó Doña Aiuola—. Los niños pequeños toman la leche de sus madres. Es muy bonito.

—Eso sí —objetó Bastián, ruborizándose un poco—, pero sólo cuando son muy pequeños.

—Por eso —dijo Doña Aiuola radiante—, tienes que volverte otra vez muy pequeño, chico guapo.

Bastián cogió una nueva fruta y la mordió, y Doña Aiuola se alegró de ello y floreció de una forma aún más espléndida.

Tras un pequeño silencio, ella dijo:

—Me parece que le gustaría que pasáramos a la habitación de al lado. Probablemente ha preparado algo para ti.

—¿Quién? —preguntó Bastián mirando a su alrededor.

—La Casa del Cambio —explicó Doña Aiuola con naturalidad.

En realidad había ocurrido algo extraño. La habitación se había transformado sin que Bastián se diera cuenta. El techo del cuarto se había desplegado hacia arriba, mientras las paredes de tres de los lados se aproximaban bastante a la mesa. En el otro lado había sitio aún, y en él había una puerta que estaba abierta.

Doña Aiuola se levantó —ahora podía verse lo alta que era— y propuso:

—¡Vamos! Es muy testaruda. De nada sirve resistirse cuando ha proyectado una sorpresa. ¡Que se salga con la suya! Además, casi siempre sus intenciones son buenas.

Entró por la puerta en la habitación de al lado. Bastián la siguió pero, previsoramente, cogió el plato de la fruta. El cuarto era grande como un salón y, sin embargo, se trataba de un comedor que a Bastián le resultaba de algún modo conocido. Lo único chocante era que todos los muebles que había en él, incluidas la mesa y las sillas, eran gigantescos, demasiado grandes para que Bastián pudiera llegar hasta ellos.

—¡Fíjate! —dijo Doña Aiuola divertida—. A la Casa del Cambio se le ocurre siempre algo nuevo. Ahora ha hecho un cuarto para ti tal como debe parecerle a un niño pequeño.

—¿Cómo es posible? —preguntó Bastián—. ¿Esta sala no estaba antes aquí?

—Claro que no —respondió Doña Aiuola—. ¿Sabes? La Casa del Cambio es muy animada. A su manera, le gusta participar en la conversación. Creo que con ello quiere decirte algo.

Luego se sentó a la mesa, en una de las sillas, y Bastián intentó inútilmente subirse a la otra. Doña Aiuola tuvo que ayudarlo y subirlo, e incluso entonces Bastián llegaba sólo con la nariz a la mesa. Se alegró mucho de haberse traído el plato de la fruta, que conservó en su regazo. Si hubiera estado en la mesa, no hubiera podido alcanzarlo.

—¿Tienes que mudarte con frecuencia? —preguntó.

—Con frecuencia no —respondió Doña Aiuola—. Como mucho, tres o cuatro veces al día. A veces la Casa del Cambio se divierte y entonces todos los cuartos aparecen de repente al revés: el suelo arriba y el techo abajo, o algo por el estilo. Pero es pura travesura y, si le hablo en serio, pronto vuelve a ser todo razonable. En el fondo, es una casa muy agradable y en ella me siento realmente a gusto. Nos reímos mucho juntas.

—Pero, ¿no es peligroso? —preguntó Bastián—. Quiero decir, por las noches, por ejemplo, si uno está dormido y la habitación se hace cada vez más pequeña…

—¡Cómo puedes pensar eso, chico guapo! —exclamó Doña Aiuola escandalizada—. A ella le gusto, y tú le gustas también. Se alegra de que esté aquí.

—¿Y si alguien no le gusta?

—No tengo ni idea —respondió Doña Aiuola—. Pero ¡qué preguntas haces! Hasta ahora nadie ha estado aquí, salvo yo y tú.

—¡Ah! —dijo Bastián—. Entonces, ¿soy el primer invitado?

—Claro.

Bastián contempló el gigantesco cuarto.

—Resulta difícil creer que este cuarto quepa dentro de la casa. Por fuera, la casa no parece tan grande.

—La Casa del Cambio —explicó Doña Aiuola— es por dentro mayor que por fuera.

Entretanto había caído el crepúsculo y, poco a poco, la habitación se oscurecía. Bastián se echó hacia atrás en su gran silla y apoyó la cabeza. Se sentía extrañamente soñoliento.

—¿Por qué me has esperado tanto tiempo, Doña Aiuola? —preguntó.

—Siempre he querido tener un hijo —respondió ella—, un niño pequeño al que mimar, que necesitase mi ternura, al que yo pudiera cuidar… alguien como tú, chico guapo.

Bastián bostezó. Se sentía arrullado de una forma irresistible por la voz cálida de Doña Aiuola.

—Pero has dicho —respondió— que también tu madre y tu abuela me esperaron.

El rostro de Doña Aiuola quedaba ahora en la oscuridad.

—Sí —le oyó decir Bastián—, también mi madre y mi abuela quisieron tener hijos. Pero ahora yo tengo uno.

A Bastián se le cerraban los ojos. Con esfuerzo preguntó:

—¿Cómo es posible? Tu madre te tuvo a ti cuando eras pequeña. Y tu abuela tuvo a tu madre. Por lo tanto, tuvieron hijas.

—No, chico guapo —respondió suavemente la voz—, nosotras somos distintas. No morimos ni nacemos. Somos siempre la misma Doña Aiuola y, sin embargo, no lo somos. Cuando mi madre envejeció, se secó, se le cayeron todas las hojas como a un árbol en invierno y se encogió sobre sí misma. Así estuvo mucho tiempo. Pero entonces, un día, empezó a echar de nuevo hojitas, brotes y flores, y finalmente frutos. Y así surgí yo, porque aquella nueva Doña Aiuola era yo. Y lo mismo pasó con mi abuela, cuando trajo a mi madre al mundo. Las Doñas Aiuolas sólo podemos tener un hijo si nos marchitamos antes. Pero entonces somos nuestras propias hijas y no podemos ser madres. Por eso estoy tan contenta de que estés aquí, chico guapo…

Bastián no respondió. Había caído en una dulce somnolencia en la que escuchaba las palabras de Doña Aiuola como una cantilena. Oyó cómo ella se levantaba, se dirigía hacia él y se inclinaba. Doña Aiuola le acarició dulcemente el cabello y le dio un beso en la frente. Luego, Bastián notó que ella lo levantaba y se lo llevaba en brazos. Bastián apoyó la cabeza en el hombro de Doña Aiuola, como un niño pequeño. Cada vez se hundía más profundamente en la cálida oscuridad de su sueño. Le pareció que lo desnudaban y lo acostaban en una cama blanda y perfumada. Lo último que oyó —ya muy lejos— fue la hermosa voz que cantaba suavemente una cancioncilla:

«Duerme, niño, buenas noches,

duérmete ya sin reproches.

Gran Señor, hazte pequeño,

duerme con todo tu empeño.»

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se sentía mejor y más contento que nunca. Miró a su alrededor y vio que estaba en una habitación pequeña y muy agradable… ¡dentro de una cuna! Verdad era que se trataba de una cuna muy grande o, más bien, de una cuna tal como le parecería a un niño pequeño. Por un momento le pareció ridículo porque, desde luego, ya no era un niño pequeño. Seguía conservando todas las fuerzas y facultades que Fantasia le había dado. Y también el signo de la Emperatriz Infantil colgaba como antes de su cuello. Pero un momento después le resultó completamente indiferente que pudiera parecer ridículo o no que estuviera echado allí. Salvo él y Doña Aiuola, nadie lo sabría nunca, y los dos sabían que era algo bueno y que estaba bien.

Se levantó, se lavó y se vistió, y salió afuera. Tuvo que bajar por una escalera de madera y llegó al gran comedor que, sin embargo, se había transformado por la noche en cocina.

Doña Aiuola lo esperaba ya con el desayuno. También ella estaba del mejor humor; todas sus flores se abrían, y ella cantaba y reía, y hasta dio unos pases de baile con Bastián alrededor de la mesa. Después de comer, lo envió afuera para que le diera el aire.

En la ancha rosaleda que rodeaba a la Casa del Cambio parecía reinar un verano eterno. Bastián vagabundeó por allí, observó a las abejas, que se regalaban diligentemente entre las flores, escuchó a los pájaros, que cantaban en todos los arbustos, y jugó con los lagartos, que eran tan confiados que se le subían por la mano, y con las liebres, que se dejaban acariciar por él. A veces se echaba bajo un arbusto, aspiraba el dulce aroma de las rosas, parpadeaba al sol y dejaba que el tiempo corriera como un arroyo, sin pensar en nada concreto.

Así pasaron los días y los días se convirtieron en semanas. Bastián no se dio cuenta. Doña Aiuola estaba llena de alegría y Bastián se confiaba plenamente a sus cuidados y su ternura maternos. Era como si, sin saberlo, hubiera ansiado desde hacía tiempo algo que ahora se le deparaba plenamente. Y casi no podía saciarse.

Durante algún tiempo anduvo revolviendo por toda la Casa del Cambio, desde las vigas del tejado hasta el sótano. Era una ocupación de la que uno no se cansaba tan pronto, porque todas las habitaciones cambiaban continuamente y siempre había algo nuevo que descubrir. Evidentemente, la casa se esforzaba mucho por divertir a su invitado. Producía cuartos de juegos, tranvías, teatros de marionetas y toboganes… Y hasta un gran tiovivo.

A veces, Bastián emprendía también correrías de todo el día por los alrededores. Pero nunca se alejaba mucho de la Casa del Cambio, porque regularmente le ocurría que, de repente, le entraba una verdadera avidez por las frutas de Aiuola. De pronto, apenas podía aguardar el momento de volver y hartarse de comer.

Por las noches sostenían con frecuencia largas conversaciones. Él le hablaba de todo lo que le había ocurrido en Fantasia, de Perelín y Graógraman, de Xayide y de Atreyu, al que él había herido gravemente y quizá matado.

—Lo hice todo mal —dijo— y lo entendí todo al revés. La Hija de la Luna me dio muchas cosas pero, con ellas, sólo traje la desgracia sobre mí y sobre Fantasia.

Doña Aiuola lo miró largo tiempo.

—No —respondió—, eso no lo creo. Seguiste el camino de los deseos y ese camino nunca es derecho. Diste un gran rodeo, pero era tu camino. ¿Y sabes por qué? Tú eres uno de esos que sólo pueden regresar cuando encuentran la fuente de donde brota el Agua de la Vida. Y ése es el lugar más secreto de toda Fantasia. Para llegar hasta él no hay camino fácil.

Y tras un breve silencio añadió:

—Cualquier camino que conduzca allí es en definitiva el verdadero.

Entonces Bastián se puso a llorar repentinamente. Él mismo no sabía por qué. Era como si se le soltara un nudo que tenía en el corazón y se disolviera en lágrimas. Sollozaba y sollozaba sin poder parar. Doña Aiuola lo tomó en su regazo y lo acarició suavemente, y él enterró el rostro en las flores de su pecho y lloró hasta que estuvo totalmente saturado y cansado.

Aquella noche no hablaron más.

Sólo al día siguiente volvió a hablar Bastián de su búsqueda.

—¿Sabes dónde puedo encontrar el Agua de la Vida?

—En las fronteras de Fantasia —dijo Doña Aiuola.

—¡Pero si Fantasia no tiene fronteras! —respondió él.

—Sí que las tiene, pero no están fuera sino dentro. Allí donde recibe todo su poder la Emperatriz Infantil y a donde ni ella misma puede llegar.

—¿Y yo tengo que encontrar ese lugar? —preguntó Bastián preocupado—. ¿No es un poco tarde?

—Sólo hay un deseo con el que puedes llegar hasta allí: el último.

Bastián se sobresaltó.

—Doña Aiuola… A cambio de cada deseo que se ha cumplido por medio de ÁURYN he olvidado algo. ¿Ocurrirá así también ahora?

Ella asintió lentamente.

—¡Pero si no me doy cuenta!

—¿Te diste cuenta las otras veces? Lo que has olvidado no puedes saberlo ya.

—¿Y qué he olvidado ahora?

—Te lo diré cuando llegue el momento. Si no, no lo olvidarías.

—¿Tiene que ser así? ¿Tengo que perderlo todo?

—Nada se pierde —dijo ella—. Todo se transforma.

—Pues entonces —dijo Bastián inquieto— quizá debiera apresurarme. No debiera quedarme aquí.

Ella le acarició el pelo.

—No te preocupes. Durará lo que dure. Cuando surja tu último deseo, lo sabrás… y yo también.

A partir de aquel día algo comenzó realmente a cambiar, aunque el propio Bastián no se dio cuenta de nada. La fuerza transformadora de la Casa del Cambio hacía sus efectos. Sin embargo, como todos los cambios verdaderos, se produjo suave y lentamente por sí mismo, igual que el crecímiento de una planta.

Los días pasaban en la Casa del Cambio y el verano duraba todavía. Bastián seguía disfrutando de él, dejándose mimar por Doña Aiuola como un niño. También sus frutos le seguían sabiendo tan sabrosos como al principio, aunque poco a poco su avidez se calmó. Comía menos. Y ella se dio cuenta, sin dedicar al hecho, sin embargo, ni una palabra. Bastián se sentía también saciado de sus cuidados y su ternura. Y en la misma medida en que disminuía su necesidad de ellos, se despertaba en él una añoranza de otra clase, un anhelo como hasta entonces no había sentido nunca y que se diferenciaba por completo de sus deseos anteriores: la añoranza de ser capaz de amar. Con asombro y pesar se dio cuenta de que no podía. Sin embargo, su deseo se hacía cada vez más fuerte.

Y una noche en que se sentaban juntos, habló de ello con Doña Aiuola.

Después de haberlo escuchado, ella calló largo rato. Su mirada descansaba sobre Bastián, con una expresión que él no entendía.

—Ahora has encontrado tu último deseo —dijo ella—. Tu Verdadera Voluntad es querer.

—Pero, ¿por qué no puedo, Doña Aiuola?

—Sólo podrás cuando hayas bebido del Agua de la Vida —respondió ella—, y no podrás volver a tu mundo sin llevarle a otro esa agua.

Bastián calló desconcertado.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿No has bebido también de ella?

—No —dijo Doña Aiuola—, yo soy distinta. Sólo necesito a alguien a quien pueda darle lo que me sobra.

—Entonces, ¿no era amor?

Doña Aiuola pensó un rato y contestó luego:

—Era lo que has deseado para ti.

—¿No pueden querer los fantasios… igual que me pasa a mí? —preguntó él temeroso.

—Bueno —contestó ella en voz baja—, hay algunas criaturas en Fantasia que pueden beber del Agua de la Vida. Pero nadie sabe quiénes son. Y existe una promesa de la que rara vez hablamos y que dice que, en un futuro lejano, llegará el día en que los seres humanos traerán también el amor a Fantasia. Entonces los dos mundos serán uno solo. Pero no sé lo que eso significa.

—Doña Aiuola —preguntó Bastián también en voz baja—, me prometiste que, cuando llegara el momento, me dirías lo que tendría que olvidar para encontrar mi último deseo. ¿Ha llegado ese momento?

Ella asintió.

—Tenías que olvidar a tu padre y a tu madre. Ahora sólo te queda tu nombre.

Bastián reflexionó.

—¿Padre y madre? —dijo lentamente. Pero las palabras no le decían ya nada. No podía acordarse.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó.

—Tienes que dejarme —respondió ella—. Tu tiempo en la Casa del Cambio ha terminado.

—¿Y a dónde debo ir?

—Tu último deseo te guiará. ¡No lo pierdas!

—¿Debo marcharme enseguida?

—No, es tarde. Mañana, al romper el día. Te queda una noche aún en la Casa del Cambio. Ahora vamos a dormir.

Bastián se puso en pie y se acercó a ella. Sólo entonces, cuando estuvo cerca, se dio cuenta en la oscuridad de que todas las flores de Doña Aiuola se habían marchitado.

—¡No te preocupes por eso! —dijo ella—. Tampoco mañana debes preocuparte por mí. ¡Sigue tu camino! Todo está bien y es justo que sea así. Buenas noches, chico guapo.

—Buenas noches, Doña Aiuola —murmuró Bastián. Luego subió a su cuarto.

Cuando bajó al día siguiente, vio que Doña Aiuola seguía en el mismo sitio. Todas las hojas, flores y frutos se le habían caído. Tenía los ojos cerrados y parecía un árbol negro y reseco. Bastián se quedó mucho tiempo ante ella, mirándola. Luego se abrió de repente una puerta que llevaba afuera.

Antes de salir, Bastián se volvió una vez más y dijo, sin saber si se dirigía a Doña Aiuola, a la casa o a ambas:

—¡Gracias, gracias por todo!

Luego cruzó la puerta. Fuera, durante la noche, había llegado el invierno. La nieve le llegaba a la rodilla y de la rosaleda en flor sólo quedaban negros setos de espinas. Hacía

mucho frío y reinaba una gran calma.

Bastián quiso volver a la casa para recoger su manto, pero puertas y ventanas habían desaparecido. La casa se había cerrado por todas partes. Tiritando, Bastián emprendió el camino.

La Historia Interminable - Color
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