Los aludes se precipitaban atronando por las escarpadas laderas de las montañas. Tempestades de nieve se desencadenaban entre las torres de roca de las acorazadas crestas de hielo, caían aullando por cuevas y quebradas y barrían de nuevo las amplias superficies de los glaciares. En aquella comarca no era un tiempo insólito, porque las Montañas del Destino —que ése era su nombre— eran las mayores y más altas de toda Fantasia, y su cumbre más formidable llegaba literalmente hasta los cielos.

En aquella región de hielos eternos no se atrevían a adentrarse ni los más arriesgados alpinistas. O, dicho más exactamente: hacía ya tantísimo tiempo que alguien había conseguido escalarlas que nadie lo recordaba. Porque ésa era una de las leyes incomprensibles de las que tantas había en el reino fantásico: las Montañas del Destino sólo podían ser vencidas por un escalador cuando el anterior hubiera sido olvidado por completo y no hubiera tampoco inscripción alguna, en piedra o en bronce, que lo recordara. Por eso, todo el que lo lograba era siempre el primero.

Allí arriba no podía existir ningún ser viviente, salvo algunos gigantescos gelidones… si es que éstos podían considerarse como seres vivos, porque se movían con una lentitud tan inconcebible que necesitaban años para dar un solo paso y siglos para un pequeño paseo. Por eso era evidente que sólo podían relacionarse con sus congéneres y no tenían la más mínima idea de la existencia de los restantes seres del mundo fantásico. Se creían los únicos seres vivientes del universo.

Y por eso miraban desconcertados, con ojos saltones, aquel diminuto puntito de allí abajo que, por caminos serpenteantes, por salientes de roca apenas transitables de paredes verticales relucientes de hielo, por crestas agudas como cuchillos y por barrancos y grietas profundos, se iba acercando cada vez más a la cumbre.

Era la litera de cristal en que descansaba la Emperatriz Infantil y que era transportada por sus invisibles poderes. Apenas se destacaba del entorno, porque el cristal de la litera

parecía un trozo de hielo claro, y la túnica blanca y los cabellos de la Emperatriz Infantil no podían distinguirse casi de la nieve de alrededor.

Llevaba ya mucho tiempo viajando; muchos días y muchas noches, con lluvia y bajo el ardor del sol, en tinieblas y al claro de luna habían llevado los cuatro poderes su litera, siempre adelante, como ella les había ordenado, siempre adelante, a cualquier parte. Ella no hacía diferencia alguna entre lo que le era soportable y lo que le podía resultar insoportable, lo mismo que antes, en su reino, había permitido por igual las tinieblas y la luz, lo hermoso y lo feo. Estaba dispuesta a exponerse a todo, porque el Viejo de la Montaña Errante podía estar en todas partes y en ninguna.

Sin embargo, la elección del camino que recorrían los cuatro poderes invisibles no era totalmente casual. Cada vez con mayor frecuencia, la Nada, que se había tragado ya países enteros, les dejaba un solo sendero como única escapatoria. A veces era un puente, una cueva o una puerta, a través de los cuales podían escabullirse; a veces eran incluso las olas de un lago o de un brazo de mar, sobre las que los poderes transportaban la litera con su moribunda, porque para aquellos porteadores no había diferencia entre mar y tierra.

Y así habían subido finalmente al mundo de picachos erizados de hielo de las Montañas del Destino, y seguían subiendo, irresistible e incansablemente. Y mientras la Emperatriz Infantil no les diera otra orden, seguirían subiendo. Pero ella estaba echada en sus cojines, tenía los ojos cerrados y no se movía. Así estaba ya desde hacía tiempo. Y lo último que había dicho era aquel «¡a cualquier parte!» que había ordenado al despedirse de la Torre de Marfil.

La litera se movía ahora a través de una profunda garganta, un paso entre dos paredes de roca que apenas distaban entre sí más que la anchura de la litera. El suelo estaba cubierto de nieve esponjosa, que podría tener un metro de profundidad, pero los porteadores invisibles no se hundían en ella ni dejaban huellas siquiera. El fondo de aquella hendidura entre las rocas estaba muy oscuro, porque la luz del día era sólo una delgada franja allá arriba. El camino ascendía poco a poco y cuanto más alto subía la litera tanto más se aproximaba la franja de luz. Luego, casi de una forma inesperada, las paredes de roca se separaron de pronto por completo, dejando ver una amplia llanura blanca y brillante. Aquel era el punto más alto, porque las Montañas del Destino no acababan en punta, como la mayoría de las otras montañas, sino en aquella meseta, tan extensa como un país.

Ahora, sin embargo, se alzaba en medio de aquella superficie, sorprendentemente, una pequeña montaña de aspecto peculiar. Era bastante estrecha y alta, semejante a la Torre de Marfil, pero de un azul luminoso. Se componía de varios picachos de formas extrañas, que se elevaban hacia el cielo como gigantescos carámbanos de hielo invertidos. Aproximadamente a la mitad de la altura de la montaña, descansando sobre tres de aquellas puntas, había un huevo del tamaño de una casa.

Formando un semicírculo en torno a ese huevo y detrás de él, subían hacia lo alto, como los tubos de un inmenso órgano, unas agujas azules mayores que constituían la verdadera cumbre. El gran huevo tenía una abertura circular que parecía una puerta o una ventana. Y en aquella abertura apareció un rostro que miró a la litera.

Como si la Emperatriz Infantil hubiera sentido aquella mirada, abrió los ojos y miró también.

—¡Alto! —dijo en voz baja.

Los poderes invisibles se detuvieron. La Emperatriz Infantil se incorporó.

—Es él —continuó—. El último trecho del camino tengo que hacerlo sola. Esperadme aquí, suceda lo que suceda.

El rostro de la abertura redonda del huevo había desaparecido.

La Emperatriz Infantil bajó de la litera y se puso a caminar por la extensa llanura de nieve. Era una marcha fatigosa, porque iba descalza y la nieve estaba endurecida. A cada paso, se rompía la costra de hielo y la nieve dura como el cristal hería sus pies delicados. Un viento helado sacudía su pelo blanco y su túnica.

Finalmente llegó a la montaña azul y se detuvo ante los picos lisos como el cristal.

De la abertura redonda y oscura del gran huevo surgió una larga escala, mucho, muchísimo más larga que la que hubiera podido contener realmente el huevo. Por fin la escala llegó hasta el pie de la montaña azul y, cuando la Emperatriz Infantil la cogió, vio que se componía totalmente de letras que colgaban unas de otras, y que cada uno de sus peldaños era una línea. La Emperatriz Infantil comenzó a subir por ella y, mientras trepaba escalón por escalón, iba leyendo al mismo tiempo las palabras:

¡VUELVE ¡VUELVE! ¡VETE! ¡VETE!

ESTO NO ES NINGÚN JUGUETE.

¡NO ME SUBAS! ¡VUELVE ATRÁS!

¡NO PODRÁS LLEGAR JAMÁS!

EL CAMINO ESTÁ CERRADO

Y YO BIEN TE HE ACONSEJADO.

SI TE ENCUENTRAS CON EL VIEJO,

TARDE LLEGARÁ EL CONSEJO.

LOS PRINCIPIOS SON LOS FINES:

¡VUELVE ATRÁS! ¡NO DESATINES!

PUES SI ALCANZAS LA ABERTURA

¡LLEGARÁS A LA LOCURA!

La Emperatriz se detuvo para reunir fuerzas y miró hacia arriba. Todavía faltaba mucho. No había recorrido ni la mitad.

—Viejo de la Montaña Errante —dijo en alta voz—: si no quieres que nos encontremos no hubieras tenido necesidad de enviarme al abismo esta escala. Tu prohibición es la que me lleva a ti.

Y siguió subiendo.

LO QUE HACES Y LO QUE ERES

ESTÁ ESCRITO EN CARACTERES.

SI TE ACERCAS CON AUDACIA,

¡OCURRIRÁ UNA DESGRACIA!

NO TENDRÁ UN FINAL FELIZ

TU CARRERA, EMPERATRIZ.

NUNCA HE SIDO NIÑO YO,

POR ESO TODO ACABÓ.

AL VIVO LE ESTÁ PROHIBIDO

VERSE MUERTO COMO HA SIDO.

Otra vez tuvo que detenerse la Emperatriz para tomar aliento.

Ahora estaba muy alta y la escala se balanceaba en la tormenta de nieve como una rama. La Emperatriz Infantil se aferró a los helados renglones de letras y subió el último tramo de la escalera.

SI NO ESCUCHAS EL AVISO

QUE LA ESCALA DARTE QUISO

Y ESTÁS DISPUESTA A LLEGAR

DONDE NUNCA HAS DE HABITAR,

NO TE DOY OTRO CONSEJO:

¡BIENVENIDA! SOY EL VIEJO.

Cuando la Emperatriz Infantil hubo subido los últimos peldaños, dio un suave suspiro y miró hacia atrás. Su túnica amplia y blanca estaba rasgada: se había quedado enganchada en todos los signos de puntuación, ángulos y puntas de la escala de letras. Aquello no era nuevo para ella, porque las letras no siempre la trataban bien. Era una cuestión de reciprocidad.

Vio ante sí el huevo y la abertura redonda en que terminaba la escala. Entró por ella. La abertura se cerró inmediatamente detrás. Sin moverse, la Emperatriz Infantil esperó en la oscuridad lo que pudiera suceder.

Sin embargo, al principio no pasó nada en mucho tiempo.

—Aquí estoy —dijo ella por fin en la oscuridad, en voz baja. Su voz resonó como en un gran salón vacío… ¿O había sido otra voz, mucho más profunda, la que le había respondido con las mismas palabras?

Poco a poco se pudo ver en las tinieblas un resplandor rojizo y débil. Salía de un libro que, cerrado, flotaba en el aire en el centro de la estancia de forma de huevo. Estaba inclinado, de forma que ella podía ver su encuadernación. Tenía las tapas de color cobre y, lo mismo que en la Alhaja que la Emperatriz Infantil llevaba al cuello, también en el libro se veían dos serpientes que se mordían mutuamente la cola, formando un óvalo. Y en ese óvalo estaba el título:

La cabeza de Bastián le daba vueltas. ¡Era exactamente el mismo libro que estaba leyendo! Lo miró otra vez. Sí, no había duda: el libro que tenía en las manos era el libro del que se hablaba. Pero, ¿cómo podía aparecer ese libro dentro de sí mismo?

La Emperatriz Infantil se había acercado y miraba, al otro lado del libro flotante, el rostro de un hombre, iluminado desde abajo por las abiertas hojas con un resplandor azulado. Aquel resplandor salía de las letras del libro, que eran de color verdemar.

El rostro del hombre parecía la corteza de un árbol viejísimo, por lo lleno que estaba de surcos. Tenía la barba larga y blanca y sus ojos estaban tan hundidos en cuevas oscuras que no se podían ver. Llevaba una cogulla azul de monje, con capucha, y tenía en la mano una pluma con la que escribía en el libro. No levantó los ojos.

La Emperatriz estuvo largo tiempo en silencio, mirándolo. En realidad, lo que hacía el hombre no era escribir: más bien deslizaba la pluma lentamente sobre las páginas en blanco y las letras de las palabras se formaban por sí solas, como si surgieran del vacío.

La Emperatriz Infantil leyó lo que ponía y era exactamente lo que en aquel momento estaba ocurriendo, es decir:

«La Emperatriz Infantil leyó lo que ponía…».

—Escribes todo lo que ocurre —dijo ella.

—Todo lo que escribo ocurre —fue la respuesta. Y otra vez era aquella voz profunda y oscura, que ella había escuchado como un eco de sus propias palabras.

Lo curioso era que el Viejo de la Montaña Errante no había abierto la boca. Había anotado sus palabras y las de ella, y ella las había oído como si sólo recordase que él acababa de hablar.

—Tú y yo —pregunto— y toda Fantasia… ¿todo está anotado en ese libro?

Él siguió escribiendo y, al mismo tiempo, ella escuchó su respuesta.

—No. Ese libro es toda Fantasia y tú y yo.

—¿Y dónde está el libro?

—En el libro —fue la respuesta que él escribió.

—Entonces, ¿todo es sólo reflejo y contrarreflejo? —preguntó ella.

Y él escribió, mientras ella le oía decir:

—¿Qué se ve en un espejo que se mira en otro espejo? ¿Lo sabes tú, Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados?

La Emperatriz Infantil se quedó un rato callada y el Viejo, al mismo tiempo, escribió que ella callaba.

Entonces ella dijo en voz baja:

—Necesito tu ayuda.

—Lo sé —respondió y escribió él.

—Sí —dijo ella—, así debe ser sin duda. Tú eres la memoria de Fantasia y sabes todo lo que ha sucedido hasta. este momento. Pero, ¿no puedes hojear tu libro y ver lo que sucederá?

—¡Páginas en blanco! —fue la respuesta—. Sólo puedo mirar atrás y ver lo que ha ocurrido. Podía leerlo mientras lo escribía. Y lo sé porque lo leí. Y lo escribí porque sucedió. De esa forma, por mi mano, la Historia Interminable se escribe a sí misma.

—Entonces, ¿no sabes por qué he venido hasta ti?

—No —oyó decir ella a su voz oscura, mientras escribía—, y hubiera querido que no lo hicieras. Por mí todo se hace inalterable y definitivo… también tú, Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados. Este huevo es tu tumba y tu ataúd. Has entrado en la memoria de Fantasia. ¿Cómo quieres salir otra vez de este lugar?

—Todo huevo —respondió ella— es el comienzo de una nueva vida.

—Es verdad —escribió y dijo el Viejo—, pero sólo cuando se rompe su cáscara.

—Tú puedes abrirla —exclamó la Emperatriz Infantil—: me has dejado entrar.

El Viejo negó con la cabeza y lo escribió.

—Fue tu fuerza la que lo hizo. Pero ahora que estás aquí ya no la tienes. Estamos encerrados para siempre. Realmente, ¡no hubieras debido venir! Éste es el fin de tu Historia Interminable.

La Emperatriz Infantil sonrió, sin parecer nada preocupada.

—Tú y yo —dijo— no podemos hacerlo ya. Pero hay alguien que puede.

—Crear un nuevo comienzo —escribió el Viejo— sólo puede hacerlo una criatura humana.

—Sí —contestó ella—, una criatura humana.

El Viejo de la Montaña Errante levantó lentamente los ojos y, por primera vez, miró a la Emperatriz Infantil. Era como si aquella mirada llegase del otro extremo del universo, de tanta distancia y tanta oscuridad venía. Ella le correspondió con sus ojos dorados, sosteniéndole la mirada. Fue como una lucha silenciosa e inmóvil. Por fin, el Viejo se inclinó otra vez sobre su libro y escribió:

—¡Respeta las fronteras, que también valen para ti!

—Lo haré —respondió ella—, pero aquel de quien hablo y al que espero las ha traspasado hace tiempo. Él lee ese libro en que escribes y se entera de cada palabra que pronunciamos. Por lo tanto, está con nosotros.

—Eso es verdad —oyó decir a la voz del Viejo, mientras éste escribía—: también él pertenece irrevocablemente a la Historia Interminable, porque es su propia historia.

—¡Cuéntamela! —ordenó la Emperatriz Infantil—. Tú que eres la memoria de Fantasia, ¡cuéntamela… desde el principio y palabra por palabra, tal como la has escrito!

La mano del Viejo que escribía comenzó a temblar.

—Si hago eso, tendré que escribirlo todo otra vez. Y lo que escribo sucederá de nuevo.

—¡Así debe ser! —dijo la Emperatriz Infantil.

Bastián se inquietó.

¿Qué se proponía ella? Tenía algo que ver con él. Pero si hasta al Viejo de la Montaña Errante empezaba a temblarle la mano…

El Viejo escribió y dijo:

«Si la Historia Interminable

se contase a sí misma,

sería sólo un sofisma

este mundo admirable.»

Y la Emperatriz respondió:

«Pero, si el héroe llega

y a nosotros se entrega,

brotará una nueva vida.

¡De él depende su venida!»

—Eres realmente terrible —dijo y escribió el Viejo—: eso significa el final sin final. Entraremos en el círculo del Eterno Retorno. Y de él no se puede escapar.

—Nosotros no —respondió ella, y su voz no era ya suave sino dura y clara como un diamante—, pero tampoco él… A menos que nos salve a todos.

—¿Realmente quieres dejarlo en manos de una criatura humana?

—Sí, quiero.

Y luego añadió en voz más baja:

—¿O es que tienes una idea mejor?

Durante mucho tiempo reinó el silencio, antes de que la voz oscura del Viejo dijera:

—No.

Estaba profundamente inclinado sobre el libro en que escribía. Su rostro quedaba oculto por la capucha y no podía verse.

—¡Entonces haz lo que te he pedido!

El Viejo de la Montaña Errante se sometió a la voluntad de la Emperatriz Infantil y comenzó a contarle desde el principio la Historia Interminable.

En aquel momento cambió el resplandor que irradiaban las páginas del libro, su color. Se hizo rojizo como los rasgos que ahora surgían bajo la pluma del Viejo. También la cogulla y la capucha de éste tenían ahora el color del cobre. Y mientras escribía sonaba al mismo tiempo su voz profunda.

También Bastián la escuchó muy claramente.

Sin embargo, las primeras palabras que dijo el Viejo no las entendió. Eran algo así como «Noisaco ed sorbil rednaerok darnok Irak oirateiporp».

«Es extraño», pensó Bastián, «¿por qué habla de pronto el Viejo en un idioma extranjero? ¿O será quizá un conjuro?»

La voz del Viejo siguió sonando y Bastián tuvo que escucharla.

«Esta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.

Fuera hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros. Las gotas correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo único que podía verse por la puerta era una pared manchada de lluvia, al otro lado de la calle.»

«Esa historia no la conozco —pensó Bastián un tanto decepcionado—, no aparece en el libro que he estado leyendo hasta ahora. Bueno, ahora resulta que todo el tiempo me he equivocado. Había creído realmente que el Viejo empezaría a contar la Historia Interminable desde el principio.»

«La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.

El causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo, de unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando sobre la cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera de colegial. Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo…»

Mientras Bastián leía esto, oyendo al mismo tiempo la voz profunda del Viejo de la Montaña Errante, comenzaron a zumbarle los oídos y a írsele la vista.

¡Lo que allí se contaba era su propia historia! Y estaba en la Historia Interminable. Él, Bastián, ¡aparecía como un personaje en el libro cuyo lector se había considerado hasta ahora! ¡Y quién sabe qué otro lector lo leía ahora precisamente, creyendo ser también sólo un lector… y así de forma interminable!

A Bastián le entró miedo. De pronto tuvo la sensación de no poder respirar. Se sentía preso en una prisión invisible. Quiso detenerse, no seguir leyendo.

Pero la voz profunda del Viejo de la Montaña siguió narrando.

y Bastián no pudo hacer nada para resistirse. Se tapó las orejas, pero no sirvió de nada, porque la voz resonaba en su interior. Aunque desde hacía tiempo sabía que no era así, se aferró a la idea de que el parecido con su propia historia era sólo, quizá, una casualidad increíble.

Pero la voz seguía hablando inexorablemente.

y entonces oyó cómo decía muy claramente:

«… Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo menos.

—Me llamo Bastián —dijo el muchacho—. Bastián Baltasar Bux.»

En aquel momento Bastián tuvo una experiencia importante: se puede estar convencido de querer algo —quizá durante años—, si se sabe que el deseo es irrealizable. Pero si de pronto se encuentra uno ante la posibilidad de que ese deseo ideal se convierta en realidad, sólo se desea una cosa: no haberlo deseado.

Al menos así le ocurrió a Bastián.

Ahora, cuando todo se hacía irremisiblemente serio, le hubiera gustado huir. Pero en aquel caso no había ya «huida». Y por eso hizo algo que, evidentemente, no podía servirle de nada. Se quedó como un escarabajo echado de espaldas.

Quería hacer como si él mismo no existiera, estarse quieto y resultar tan imperceptible como fuera posible.

El Viejo de la Montaña Errante siguió contando y, al mismo tiempo, escribiendo de nuevo cómo Bastián había robado el libro y cómo se había refugiado en el desván del colegio y había empezado allí a leer. Y otra vez empezó de nuevo la búsqueda de Atreyu, que llegó hasta la Vetusta Morla y encontró a Fújur en la tela de Ygrámul, en el Abismo Profundo, donde oyó el grito de espanto de Bastián. Una vez más fue curado por la vieja Urgl e instruido por Énguivuck. Atravesó las tres puertas mágicas y entró en la imagen de Bastián y habló con Uyulala. Y luego vinieron los gigantes de los vientos y la Ciudad de los Espectros y Gmork y la salvación de Atreyu y el regreso a la Torre de Marfil. Y entretanto sucedió también todo lo que Bastián había vivido, las velas encendidas y la forma en que había visto a la Emperatriz Infantil y ella había esperado inútilmente que él llegase. Y una vez más ella se puso en camino para buscar al Viejo de la Montaña Errante, una vez más subió la escala de letras y entró en el huevo y otra vez se desarrolló, palabra por palabra, toda la conversación sostenida por los dos, que terminaba cuando el Viejo de la Montaña Errante empezaba a escribir y contar la Historia Interminable.

Y entonces comenzó todo otra vez desde el principio —inalterado e inalterable— y otra vez terminó todo en el encuentro de la Emperatriz Infantil con el Viejo de la Montaña Errante, que una vez más comenzó a escribir y a contar la Historia Interminable…

…y así seguiría durante toda la eternidad, porque era totalmente imposible que algo cambiara en el desarrollo de los acontecimientos. Sólo él, Bastián, podía intervenir. Y tenía que hacerlo si no quería permanecer encerrado también en aquel círculo. Le pareció como si la historia se hubiera repetido ya mil veces; no, como si no hubiera antes ni después, sino que todo sucediera siempre simultáneamente. Entonces comprendió por qué había temblado la mano del Viejo. ¡El círculo del Eterno Retorno era el final sin final!

Bastián no sintió que las lágrimas le corrían por la cara. Casi sin darse cuenta gritó de pronto:

—¡Hija de la Luna! ¡Voy!

En ese mismo momento ocurrieron muchas cosas simultáneamente.

La cáscara del gran huevo fue rota en pedazos por una fuerza tremenda, mientras se oía el oscuro retumbar de un trueno. Comenzó a soplar un viento tempestuoso

que surgió de las páginas del libro que Bastián tenía sobre las rodillas, de forma que esas páginas empezaron a revolotear desordenadamente. Bastián sintió la tormenta en el pelo y el rostro, se quedó casi sin aliento, las llamas de las velas del candelabro de siete brazos danzaron y se pusieron horizontales, y entonces un segundo viento tormentoso, más poderoso aún, agitó el libro y apagó todas las luces.

El reloj de la torre dio las doce.

La Historia Interminable - Color
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