acia el cielo volaba Atreyu. Su manto rojo
se agitaba tras él, ondulando fuertemente. Su trenza de pelo negro
azulado, anudada con una cinta de cuero, flotaba al viento. Fújur,
el dragón blanco de la suerte, se deslizaba con movimientos
sinuosos, lentos y regulares, entre la niebla y los jirones de
nubes.
Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo… ¿Cuánto tiempo llevaban ya viajando? Días y noches, y más días… Atreyu ya no sabía cuánto tiempo. El dragón podía volar también dormido, lejos, cada vez mas lejos, y Atreyu dormitaba de cuando en cuando, agarrado a su blanca melena. Pero era sólo un sueño ligero e inquieto. Y por eso su vela se convertía también, poco a poco, en un sueño en el que nada era definido.
Abajo, en lo profundo, pasaban montañas vagas, países y mares, islas y ríos… Atreyu no les prestaba ya atención y tampoco acicateaba a su cabalgadura como había hecho en los primeros tiempos, cuando se marcharon del Oráculo del Sur. Al principio se había sentido impaciente porque había creído que, sobre las espaldas de un dragón de la suerte, no sería demasiado difícil llegar a las fronteras de Fantasia y, más allá de esas fronteras, al Mundo Exterior, donde viven las criaturas humanas.
No sabía lo grande que era Fantasia.
Ahora luchaba contra aquel cansancio de piedra que quería dominarlo. Sus ojos oscuros, normalmente tan agudos como los de un aguilucho, no miraban ya a lo lejos. De vez en cuando hacía acopio de toda su voluntad, se enderezaba en su asiento y oteaba en derredor, pero pronto se ensimismaba otra vez, mirando sólo, ante sí, el cuerpo largo y flexible del dragón, cuyas escamas de color madreperla brillaban rosadas y blancas. También Fújur estaba agotado. Hasta sus fuerzas, que habían parecido inmensas, se iban acabando poco a poco.
Más de una vez, en aquel largo vuelo, habían visto debajo, en el paisaje, aquellos lugares en que la Nada se extendía y que no se podían mirar sin tener la sensación de haberse quedado ciego. Muchos de esos lugares, vistos desde tanta altura, parecían aún relativamente pequeños, pero había ya otros que eran tan grandes como países enteros y se extendían hasta el lejano horizonte. El espanto se había apoderado del dragón de la suene y de su jinete, y se habían desviado, volando en otra dirección, para no tener que contemplar aquel horror. Sin embargo, una cosa rara es que el horror pierde su espanto cuando se repite mucho. Y, como los lugares de aniquilación no disminuían sino que eran cada vez más numerosos, Fújur y Atreyu se habían acostumbrado poco a poco a ellos… o, más bien, les había entrado una especie de indiferencia. Apenas les prestaban ya atención.
Llevaban sin hablar mucho tiempo, cuando Fújur hizo resonar de pronto su voz de bronce:
—Atreyu, mi pequeño señor, ¿estás dormido?
—No —dijo Atreyu, aunque realmente había estado sumido en un sueño intranquilo—, ¿qué pasa, Fújur?
—Me pregunto si no sería mas sensato volver.
—¿Volver? ¿A dónde?
—A la Torre de Marfil. A la Emperatriz Infantil.
—¿Quiéres decir volver con las manos vacías?
—Bueno, yo no lo llamaría así, Atreyu. ¿Cuál era tu misión?
—Tenía que descubrir la causa de la enfermedad que sufre la Emperatriz Infantil y el remedio para ella.
—Pero no tenías la misión —replicó Fújur— de llevar tú ese remedio.
—¿Qué quieres decir?
—Que quizá estemos cometiendo un gran error al intentar trasponer las fronteras de Fantasia para encontrar a una criatura humana.
—No entiendo a dónde quieres ir a parar, Fújur. Explícate mejor.
—La Emperatriz Infantil está mortalmente enferma —dijo el dragón—, porque necesita un nuevo nombre. Eso fue lo que te reveló la Vetusta Morla. Pero ese nombre sólo se lo pueden dar las criaturas humanas del Mundo Exterior. Eso fue lo que te dijo Uyulala. Con eso has cumplido tu misión y me parece que tendrías que comunicárselo rápidamente a la Emperatriz Infantil.
—Pero, ¿de qué le servirá que le diga todo eso —exclamó Atreyu— si no le llevo al mismo tiempo a una criatura humana que la pueda salvar?
—Eso no puedes saberlo —repondió Fújur—. Ella es mucho más poderosa que tú y que yo. Quizá le sería más fácil llamar a una criatura humana. Quizá tenga medios y caminos totalmente desconocidos para ti y para mí, y para todos los seres de Fantasia. Pero, para eso, tendría que saber precisamente lo que tú sabes. Suponte que fuera así. Entonces no sólo sería totalmente absurdo que intentáramos buscar por nuestra cuenta a una criatura humana para llevársela, sino que podría ocurrir incluso que, entretanto, la Emperatriz muriera, por no volver nosotros a tiempo.
Atreyu guardó silencio. Lo que había dicho el dragón era cierto sin duda. Podía ser que fuera así, y también podía ser que no. Era muy posible que, si volvía ahora con su mensaje, ella le dijera: —¿Y de qué me sirve todo eso? Si me hubieras traído a un salvador, me hubiera puesto buena. Pero ahora es demasiado tarde para enviarte otra vez.
Atreyu no sabía qué hacer. Y estaba cansado, demasiado cansado para tomar decisiones.
—¿Sabes Fújur? —dijo en voz baja, pero el dragón lo oyó muy bien—. Quizá tengas razón y quizá no. Vamos a volar un poco más. Si no encontramos ninguna frontera, volveremos.
—¿A qué llamas tú un poco más? —preguntó el dragón.
—A unas horas… —murmuró Atreyu—. Bueno, a una hora más.
Pero aquella hora fue una hora de más.
Ninguno de los dos se había dado cuenta de que, en el norte, el cielo se había ennegrecido de nubes. Al oeste, donde estaba el sol, se había puesto incandescente y unas líneas de mal agüero cubrían el horizonte como algas sanguinolentas. Al este se estaba formando, como un manto de plomo gris, una tormenta ante la que los jirones de nubes parecían de tinta azul descolorida. Y desde el sur venía una polvareda de color azufre, que se estremecía y centelleaba de relámpagos.
—Parece —dijo Fújur— que vamos a tener mal tiempo.
Atreyu miró a todos lados.
—Sí —dijo—, es preocupante. Pero de todas formas tenemos que seguir.
—Sería más sensato que buscáramos refugio —contestó Fújur—. Si es lo que me figuro, no a va ser ninguna broma.
—¿Y qué es lo que te figuras?
—Que son los cuatro gigantes de los vientos que otra vez quieren pelea —explicó Fújur—. Casi siempre disputan entre sí sobre cuál es el más fuerte y debe reinar sobre los otros. Para ellos es una especie de juego, porque no les pasa nada. Pero, ¡ay del que se ve mezclado en el encuentro! Por lo general no queda mucho de él.
—¿No puedes volar por encima? —preguntó Atreyu.
—¿Lejos de su alcance, quieres decir? No, tan alto no puedo llegar. Y debajo de nosotros, hasta donde puedo ver, sólo hay agua, algún mar gigantesco. No veo ningún sitio donde nos podamos meter.
—Entonces no queda más remedio que esperarlos —decidió Atreyu—. De todas :formas, quisiera preguntarles algo.
—¿Qué quieres hacer? —exclamó el dragón, dando un salto de susto en el aire.
—Si son los cuatro gigantes de los vientos —explicó Atreyu— conocerán todos los puntos cardinales de Fantasia. Nadie podría decirnos mejor dónde están sus fronteras.
—¡Santo cielo! —gritó el dragón—. ¿Te crees que se puede charlar tranquilamente con ellos?
—¿Cómo se llaman? —quiso saber Atreyu.
—El del norte se llama Lirr, el del este Baureo, el del sur Schirk y el del oeste Mayestril —respondió Fújur—. Pero oye, Atreyu, ¿qué clase de persona eres? ¿Un niño o un pedazo de hierro que no sabe lo que es el miedo?
—Al atravesar la puerta de las esfinges —respondió Atreyu— perdí todo miedo. Además, llevo el signo de la Emperatriz. Todas las criaturas de Fantasia lo respetan. ¿Por qué no habrían de hacerlo los gigantes de los vientos?
—¡Oh, lo harán! —exclamó Fújur—. Pero son estúpidos y no podrás impedir que se peleen entre sí. ¡Y ya verás lo que eso quiere decir!
Entretanto, las nubes de tormenta se habían acercado tanto por todas partes que Atreyu vio a su alrededor algo que parecía un embudo de proporciones monstruosas, un cráter de volcán, cuyas paredes empezaban a dar vueltas cada vez más aprisa, de forma que el amarilllo de azufre, el gris de plomo, el rojo de sangre y el negro profundo se mezclaban. Y también él se vio arrastrado en círculos sobre su dragón blanco, como una cerilla de madera en medio de un furioso remolino. Y entonces vio a los gigantes de la tormenta.
En realidad sólo se componían de rostros, porque sus miembros eran tan cambiantes y múltiples —tan pronto largos como cortos, centenares o ninguno, precisos o nebulosos—, y estaban enzarzados en una pelea tan monstruosa, que era imposible distinguir su verdadero aspecto. También los rostros cambiaban continuamente, haciéndose gruesos o hinchados y estirándose luego a lo largo o a lo ancho, aunque seguían siendo siempre rostros que podían distinguirse entre sí. Abrían bruscamente la boca y gritaban y bramaban y aullaban y se reían unos de otros. Al dragón y su jinete no parecieron siquiera haberlos visto, porque, en comparación con ellos, eran diminutos como un mosquito.
Atreyu se enderezó. Cogió con la mano derecha el amuleto de oro de su pecho y gritó, tan fuerte como pudo:
—¡En nombre de la Emperatriz Infantil, callaos y escuchad!
¡Y entonces ocurrió lo increíble!
Como si de repente se hubieran quedado mudos, los vientos se callaron. Sus bocas se cerraron y ocho gigantescos ojos saltones miraron a ÁURYN. También el remolino cesó. De pronto reinó una calma absoluta.
—¡Decidme! —gritó Atreyu—. ¿Dónde están las fronteras de Fantasia? ¿Lo sabes tú, Lirr?
—Al norte, no —respondió el rostro de nubes negras.
—¿Y tú, Baureo?
—Tampoco al este —contestó el rostro de nubes grises.
—¡Habla tú, Schirk!
—Al sur no hay fronteras —dijo el rostro de nubes amarillas como el azufre.
—Mayestril, ¿lo sabes tú?
—No hay fronteras al oeste —replicó el rostro de nubes rojas como el fuego.
. Y entonces dijeron todos a una:
—¿Quién eres tú, que llevas el signo de la Emperatriz Infantil y no sabes que Fantasia no tiene fronteras?
Atreyu calló. Se sentía como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. En eso no había pensado realmente: en que no hubiera ninguna clase de fronteras. Todo había sido inútil.
Apenas se dio cuenta de que los gigantes de los vientos reanudaban su lucha. Le daba lo mismo lo que ocurriera ahora. Se aferró a la melena del dragón cuando éste, súbitamente, se vio lanzado hacia arriba por un torbellino. Envueltos entre relámpagos, giraron a toda velocidad y luego se ahogaron casi en estruendosos aguaceros horizontales. De pronto se vieron arrastrados por un soplo abrasador, en el que casi ardieron, y ya estaban entrando en un granizo que no estaba hecho de granos sino de agujas de hielo, largas como lanzas, que caían hacia el abismo. Y otra vez se vieron absorbidos hacia arriba y arrojados de un lado a otro. Los vientos luchaban entre sí, disputándose la supremacía.
—¡Agárrate bien! —gritó Fújur cuando una ráfaga de viento lo tumbó de espaldas.
Pero era ya demasiado tarde. Atreyu había perdido su asidero y se precipitaba en el vacío. Cayó y cayó, y luego no supo nada más.
Cuando recobró el sentido, estaba sobre la blanda arena. Oyó el ruido de las olas y, al levantar la cabeza, vio que había sido arrojado a una playa. Era un día gris y brumoso, pero sin viento. La mar estaba en calma y nada indicaba que, hacía poco, se hubiera desencadenado allí un combate entre los gigantes de los vientos. ¿O había ocurrido quizá en otro lugar lejano y muy distinto? La playa era plana; por ninguna parte se veían rocas ni elevaciones y sólo algunos árboles torcidos y retorcidos se alzaban en el polvo como grandes garras.
Atreyu se incorporó. A unos pasos vio su manto rojo de pelo de búfalo. Se arrastró hasta él y se lo echó por los hombros. Con asombro pudo comprobar que el manto estaba apenas húmedo. Así pues, llevaba mucho tiempo allí.
¿Cómo había llegado? ¿Y por qué no se había ahogado? Le vino algún recuerdo oscuro de unos brazos que lo llevaban y de unas voces extrañas que cantaban: «¡Pobre chico, guapo chico! ¡Sostenedlo! ¡No dejéis que se hunda! «
Quizá había sido sólo el murmullo de las olas.
¿O eran sirenas y genios acuáticos? Probablemente habrían visto el Pentáculo y, por eso, le habían salvado. Involuntariamente se llevó la mano al amuleto… ¡Y no estaba allí! La cadena que llevaba al cuello había desaparecido. Había perdido el medallón.
—¡Fújur! —gritó Atreyu tan alto como pudo. Se puso en pie de un salto, corrió de un lado a otro y llamó por todas partes: —¡Fújur! ¡Fújur! ¿Dónde estás?
No hubo respuesta. Sólo el murmullo regular y lento de las olas que bañaban la arena.
¡Quién sabe a dónde habrían empujado los gigantes de los vientos al dragón blanco! Quizá Fújur estaba buscando a su pequeño señor en algún lugar totalmente distinto, muy lejos de allí. Quizá no vivía ya.
Atreyu no era ya un jinete de dragón ni un enviado de la Emperatriz Infantil… Era sólo un niño. Y muy solo.
El reloj de la torre dio las seis.
Fuera estaba ya oscuro. La lluvia había cesado. Reinaba un silencio total. Bastián contempló fijamente las llamas de las velas.
Entonces se sobresaltó, porque el entarimado había crujido.
Le pareció que oía respirar a alguien. Contuvo el aliento y escuchó. Salvo el pequeño círculo luminoso que arrojaban las velas, el enorme desván estaba ahora envuelto en tinieblas.
¿No se oían unos pasos suaves en la escalera? ¿No se había movido lentamente el picaporte de la puerta del desván? El entarimado crujió de nuevo.
¿Y si hubiera fantasmas en aquel desván… ?
—¡Qué va! —dijo Bastián a media voz—. No hay fantasmas. Todo el mundo lo dice.
Pero entonces, ¿por qué había tantas historias de fantasmas?
Quizá los que decían que no había fantasmas sólo tenían miedo de reconocerlo.
Atreyu se envolvió bien en su manto rojo, porque tenía frío, y se puso a andar tierra adentro. El paisaje, por lo que podía ver a pesar de la niebla, apenas variaba. Era llano y uniforme, aunque, poco a poco, entre los retorcidos árboles se veían cada vez más matorrales, unos arbustos que parecían hechos de hojalata oxidada y eran casi tan duros. Era fácil herirse :con ellos si no se ponía cuidado.
Aproximadamente al cabo de una hora, Atreyu llegó a un camino empedrado con piedras salientes de formas irregulares. Se decidió a seguirlo, pensando que tendría que llevar a algún sitio, pero encontró más cómodo andar por el polvo junto al camino que sobre el desigual empedrado. El camino seguía un curso sinuoso, y torcía a la derecha o a la izquierda sin que pudiera descubrirse razón para ello, porque tampoco allí había colinas ni ríos. En aquella región todo parecía torcido.
Atreyu no había andado mucho rato aún de aquella forma, cuando oyó en la lejanía un ruido extraño y retumbante que se acercaba. Era como el sordo redoble de un gran tambor, y mezclado con él se oían sonidos agudos, como de pequeñas flautas y campanillas. Se escondió tras un arbusto al borde del camino y esperó.
La extraña música se acercó despacio y, finalmente, surgieron de la niebla las primeras figuras. Evidentemente bailaban, pero no con un baile alegre o gracioso, sino que daban saltos con movimientos sumamente extravagantes, se revolcaban por el suelo, se arrastraban a cuatro patas y se comportaban como locos. Lo único que se oía entretanto era el sordo y lento golpear del tambor, los agudos pitidos y un gemir y jadear de muchas, gargantas.
Cada vez eran más: una comitiva que parecía no tener fin. Atreyu observó los rostros de los danzantes, que eran grises como la ceniza y estaban inundados de sudor, aunque sus ojos ardían con un brillo salvaje y febril. Muchos se azotaban con látigos.
«Son dementes», pensó Atreyu, y un escalofrío recorrió su espalda.
Por lo demás, pudo comprobar que la mayor parte de la procesión se componía de silfos nocturnos, duendes y fantasmas. También había vampiros y muchas brujas, viejas con grandes jorobas y pelos de chivo en la barbilla pero también jóvenes, que parecían bellas y malvadas. Evidentemente, Atreyu había llegado a uno de los países de Fantasia poblados de criaturas de las tinieblas. Si hubiera tenido aún a ÁURYN, se hubiera dirigido a ellas sin titubear para preguntarles qué pasaba. Así, sin embargo, prefirió esperar en su escondite a que la estrafalaria procesión hubiera pasado y el último rezagado se hubiera perdido, saltando y cojeando, entre la niebla.
Sólo entonces se atrevió a volver al camino y mirar a la fantasmal comitiva. ¿Debía seguirla o no? No podía decidirse. En realidad, ya no sabía qué debía o podía hacer.
Por primera vez sintió claramente cuánto necesitaba el amuleto de la Emperatriz Infantil y qué desvalido estaba sin él. No era realmente por la protección que le había dado —todos los esfuerzos y privaciones, todos los miedos y soledades había tenido que soportarlos con sus propias fuerzas—, pero, mientras había llevado el Signo, nunca se había sentido inseguro sobre lo que tenía que hacer. Como una brújula misteriosa, el Signo había dirigido su voluntad y sus decisiones en la dirección adecuada. Ahora en cambio era distinto: ya no había ninguna fuerza secreta que lo guiara.
Sólo para no quedarse paralizado, se obligó a sí mismo a seguir a la comitiva de espectros, cuyo sordo tamborileo podía oírse aún en la lejanía.
Mientras avanzaba ligero por la niebla —teniendo cuidado siempre de mantener una distancia prudente con el último rezagado— intentó ver clara su situación.
¿Por qué, ay, por qué no habría escuchado a Fújur cuando le aconsejó que volviesen inmediatamente a la Emperatriz Infantil? Le hubiera transmitido el mensaje de Uyulala y le hubiera devuelto el Esplendor. Sin ÁURYN y sin Fújur no podría llegar ya hasta ella, la Emperatriz Infantil lo esperaría hasta el último instante de su vida, confiando en que llegara, creyendo que traería la salvación para ella y para Fantasia… ¡Pero sería en vano!
Eso sólo era ya suficientemente malo, pero peor era lo que había sabido por los gigantes de los vientos: que no había fronteras. Si era imposible salir de Fantasia, era imposible también pedir ayuda a una criatura humana de más allá de sus fronteras. ¡Precisamente porque Fantasia era infinita, su fin era inevitable!
Mientras seguía andando a traspiés por el desigual empedrado, a través de los jirones de niebla, oyó mentalmente la suave voz de Uyulala y una minúscula chispa de esperanza se encendió en su corazón.
En otro tiempo habían llegado seres humanos a Fantasia para dar a la Emperatriz Infantil nombres siempre nuevos y magníficos, había cantado Uyulala. Por lo tanto, ¡había un camino para pasar de un mundo a otro!
«Si no podemos, ninguno,
ellos pueden al momento.»
Sí, ésas habían sido las palabras de Uyulala. Lo que pasaba era que los seres humanos habían olvidado ese camino. Pero, ¿no podría ser que uno, sólo uno, lo recordase otra vez?
El que para sí mismo no hubiera esperanza no le preocupaba nada a Atreyu. Lo único importante era que una criatura humana oyese el llamamiento de Fantasia y viniera como había ocurrido en todos los tiempos. Y quizá, ¡quizá alguno se había puesto ya en marcha y estaba en camino!
—Sí, sí, —gritó Bastián. Se asustó de su propia voz y añadió más bajo:— ¡Yo iría a ayudaros si supiera cómo! No sé el camino, Atreyu. De veras que no lo sé.
El sordo redoble del tambor y los estridentes pitidos habían callado y, sin darse cuenta, Atreyu se había acercado tanto a la procesión que casi tropezó con las últimas figuras. Como estaba descalzo, sus pasos no hacían ningún ruido… pero no fue eso lo que hizo que aquellas gentes no le hicieran caso. Hubiera podido saltar también con botas de suela de hierro y dar gritos, y nadie se hubiera preocupado.
Ya no formaban una comitiva, sino que estaban, muy dispersos, en un campo de hierba gris y lodo. Muchos se tambaleaban ligeramente de un lado a otro, otros estaban de pie o se acurrucaban inmóviles, pero todos los ojos, en los que había un empañado brillo calenturiento, miraban en la misma dirección.
Y entonces vio Atreyu lo que miraban en una especie de éxtasis horrible: al otro lado del campo estaba la Nada.
Era tal como Atreyu la había visto ya antes con los trolls de la corteza desde la copa del árbol o en la llanura donde habían estado las puertas mágicas del Oráculo del Sur, o a gran altura, desde las, espaldas de Fújur,.pero hasta entonces sólo la había visto de lejos. Ahora, sin embargo, estaba de improviso muy cerca de ella; la Nada llenaba el paisaje entero, era gigantesca y se acercaba lenta, muy lentamente, pero sin pausa.
Atreyu vio que las figuras espectrales del campo que había ante él comenzaban a estremecerse, retorcían sus miembros, como acometidas por calambres, y tenían la boca abierta, como si quisieran gritar o reír, aunque reinaba un silencio de muerte. Y entonces —como si fueran hojas secas arrastradas por un golpe de viento— todas se precipitaron al mismo tiempo hacia la Nada y cayeron, se desplomaron o saltaron dentro de ella.
Apenas había desaparecido el último de aquel tropel espectral, en silencio y sin dejar rastro, Atreyu vio con espanto que también su cuerpo comenzaba a moverse, con pequeñas sacudidas, hacia la Nada. Un deseo irresistible de precipitarse igualmente en ella quiso apoderarse de él. Atreyu puso en juego toda su fuerza de voluntad y resistió. Se forzó a permanecer inmóvil. Lenta, muy lentamente, consiguió volverse y abrirse camino hacia adelante, paso a paso, como si luchara contra una poderosa corriente invisible. La resaca se hizo más débil y Atreyu corrió, corrió tan deprisa como pudo sobre el irregular empedrado del camino. Se resbaló, cayó, se levantó otra vez y siguió corriendo, sin pensar a dónde lo llevaría aquel camino entre la niebla.
Siempre corriendo, siguió sus vueltas absurdas y sólo se detuvo cuando ante él surgieron de la niebla los altos muros de una ciudad, negros como la pez. Detrás se alzaban algunas torres torcidas contra el cielo gris. Las gruesas hojas de madera de la puerta de la ciudad estaban podridas y descompuestas, y colgaban oblicuamente de sus oxidadas bisagras.
Atreyu entró.
Cada vez hacía más frío en el desván. Bastián comenzó a helarse y a tiritar.
Y si se pusiera enfermo ahora… ¿qué sería de él? Por ejemplo, podía coger una pulmonía como Willi, el más joven de su clase. Entonces tendría que morirse en el desván completamente solo. No habría nadie para ayudarlo.
Le hubiera alegrado mucho en ese momento que su padre lo encontrara y lo salvara.
Pero volver a casa… No, eso no podía hacerlo. ¡Antes la muerte!
Cogió el resto de las mantas militares y se envolvió con ellas cuidadosamente por todos lados.
Poco a poco, fue entrando en calor.