Justo en el momento en que Atreyu había atravesado la tétrica puerta de la Ciudad de los Espectros y comenzado el vagabundeo por las retorcidas callejas que terminaría, de forma tan funesta, en el sucio patio interior, Fújur, el blanco dragón de la suerte, había hecho un descubrimiento muy sorprendente.

Buscando siempre infatigablemente a su pequeño señor y amigo, se había remontado muy alto entre las nubes y jirones de niebla del cielo, mirando en derredor. Por todas partes se extendía el mar, que se movía ahora suavemente, después de la poderosa tormenta que lo había revuelto hasta el fondo. Y, de pronto, Fújur vio en la lejanía algo que no pudo explicarse. Era como un rayo de luz dorado que, a intervalos regulares, se encendía y apagaba, se encendía y apagaba otra vez. Y aquel rayo de luz parecía estar orientado precisamente hacia él.

Tan aprisa como pudo se aproximó al lugar y, cuando por fin estuvo encima, pudo comprobar que aquella señal intermitente salía de lo profundo de las aguas, quizá incluso del fondo del mar.

Los dragones de la suerte —como ya se ha dicho— son criaturas de aire y de fuego. El elemento líquido no sólo les resulta extraño, sigo también sumamente peligroso. Pueden apagarse realmente en el agua como una llama… si es que antes no se ahogan, porque respiran aire ininterrumpidamente por todo el cuerpo, a través de sus cien mil escamas de color madreperla. Se alimentan por igual de aire y de calor y no precisan otro alimento, pero sin luz y calor sólo pueden vivir poco tiempo.

Fújur no sabía qué hacer. Ni siquiera sabía qué era aquel extraño parpadeo en las profundidades del mar, ni si tenía algo que ver con Atreyu.

Sin embargo, no lo pensó mucho. Subió muy alto en el aire y luego dio la vuelta, orientó la cabeza hacia abajo, apretó las garras contra el cuerpo, se puso rígido y derecho como un palo, y se precipitó en el abismo. Con un violento ¡plaf! que hizo saltar el agua como una fuente gigantesca, se zambulló en el mar. Al principio, casi perdió el conocimiento por el choque, pero luego se forzó a abrir sus ojos de color rubí. Entonces vio los destellos muy cerca, a una distancia de sólo unos cuerpos más abajo. El agua lo rodeaba y empezó a formar burbujas, como en una cacerola antes de empezar a hervir. Al mismo tiempo, Fújur sintió cómo él se enfriaba y debilitaba cada vez más. Con las últimas fuerzas que le quedaban se obligó a bucear más hondo. y entonces vio la fuente de la luz al alcance de la mano. ¡Era ÁURYN, el Esplendor! Por suerte, el amuleto había quedado enganchado por la cadena en una rama de coral que sobresalía de la pared de un barranco rocoso… De otro modo, la Alhaja se hubiera hundido en un abismo sin fondo.

Fújur la cogió, la desenredó y se puso la cadena al cuello para no perderla porque se dio cuenta de que iba a desmayarse.

Cuando recobró el sentido, al principio no podía entenderlo, porque, con gran asombro por su parte, volaba otra vez sobre el mar a través del aire. Iba a gran velocidad y en una dirección muy determinada, mucho más aprisa de lo que le permitían sus agotadas fuerzas. Intentó volar algo más lentamente, pero pudo comprobar que su cuerpo no le obedecía. Otra voluntad, mucho más fuerte, se había apoderado de él y lo dirigía. Y esa voluntad procedía de ÁURYN, que llevaba colgado al cuello por la cadena.

El día declinaba ya y se hizo de noche cuando, finalmente, Fújur divisó a lo lejos una playa. De la tierra que había detrás no se podía ver mucho, porque parecía envuelta en niebla. Cuando se acercó más, descubrió que la mayor parte del país había sido tragada ya por aquella Nada que tanto daño hacía a los ojos porque se tenía la sensación de haberse quedado ciego.

Allí, Fújur, si hubiera podido decidir por su propia voluntad, se hubiera dado la vuelta. Pero la fuerza secreta de la Alhaja lo obligó a seguir volando en línea recta. Y pronto supo por qué, porque en medio de aquella noche sin fin descubrió de pronto una pequeña isla que resistía aún, una isla de casas de tejados puntiagudos y torcidas torres. Fújur sospechó a quién encontraría allí y entonces no fue ya la poderosa voluntad que influía en él desde el amuleto sino su propia voluntad la que lo hizo volar hacia su objetivo. El patio sin luz en que yacía Atreyu junto al hombre-lobo muerto estaba ahora casi en la oscuridad. La luz grisácea del crepúsculo que se filtraba en el estrecho pozo entre las casas bastaba apenas para distinguir el cuerpo claro del muchacho de la negra piel del monstruo. Y cuanto más oscurecía tanto más se parecían los dos.

Atreyu había abandonado hacía tiempo todo intento de librarse de la presa de acero de las mandíbulas del hombre-lobo. Estaba en un estado de semiinconsciencia, en el que veía otra vez al búfalo purpúreo del Mar de Hierba que no había cazado. A veces, Atreyu llamaba a los otros niños, sus compañeros de caza, que ahora serían ya, sin duda, auténticos cazadores. Pero nadie le respondía. Sólo el enorme búfalo, inmóvil, seguía allí, mirándolo. Atreyu llamó a Ártax, su caballito. Pero no vino, y tampoco se oyó en parte alguna su claro relincho. Llamó a la Emperatriz infantil, pero inútilmente. Ya no podía decirle a ella nada. No había sido cazador, no era ya emisario, no era nadie.

Atreyu se había rendido.

Pero entonces notó además otra cosa: ¡la Nada! Debía de estar muy cerca ya. Sintió de nuevo aquella horrible atracción que era como un vértigo. Se incorporó y tiró de su pierna, desgarrándosela. Pero los dientes no se aflojaron.

Y, en aquella ocasión, fue una suerte. Porque si los dientes de Gmork no lo hubieran retenido, Fújur habría llegado tarde a pesar de todo.

Así, sin embargo, Atreyu oyó de pronto arriba, en el cielo, la voz de bronce del dragón de la suerte:

—¡Atreyu! ¿Estás ahí? ¡Atreyu!

—¡Fújur! —esclamó Atreyu. Entonces puso las manos ante su boca, haciendo bocina, y gritó hacia el cielo:— ¡Aquí estoy, Fújur! ¡Fújur! ¡Ayúdame! ¡Estoy aquí!

Y gritó lo mismo una y otra vez.

Vio el cuerpo blanco y llameante de Fújur, como un relámpago vivo, atravesar el pedacito de cielo que se iba apagando, primero muy lejos, muy alto allá arriba, y luego, la segunda vez, mucho más cerca. Atreyu gritó y gritó, y el dragón de la suerte le respondió con su voz de campana. Y finalmente, el de arriba divisó al de abajo, pequeño como un pobre escarabajo caído en un agujero profundo.

Fújur se dispuso a aterrizar, pero el patio interior era estrecho, era casi de noche y, al descender, el dragón derribó uno de los puntiagudos tejados. Las vigas del entramado se rompieron con estruendo. Fújur sintió un dolor punzante: se había hecho una grave herida en el vientre con la aguda arista del tejado. No fue uno de sus elegantes aterrizajes habituales sino que cayó en el patio dando fuertemente contra el suelo húmedo y sucio, junto a Atreyu y el muerto Gmork.

Se sacudió, estornudó como un perro que sale del agua y dijo:

—¡Por fin! ¿Dónde te habías metido? Parece que he llegado justamente a tiempo.

Atreyu no dijo nada. Había rodeado con sus brazos el cuello de Fújur y enterrado la cara en su plateada melena.

—¡Ven! —lo apremió Fújur—. ¡Súbete a mi espalda! No hay tiempo que perder.

Atreyu se limitó a sacudir la cabeza. Sólo entonces vio Fújur que tenía la pierna entre las fauces del hombre-lobo.

—Eso lo vamos a arreglar enseguida —dijo revolviendo sus globos oculares de color rubí—. ¡No te preocupes!

Utilizando ambas garras, intentó abrir las mandíbulas de Gmork. Sin embargo, los dientes no se separaron ni un milímetro.

Fújur jadeaba y bufaba por el esfuerzo, pero no servía de nada. Y sin duda no hubiera logrado librar a su pequeño amigo si la suerte no hubiera venido en su ayuda. Pero los dragones de la suerte tienen precisamente eso, suerte, y con ellos la tienen los que con ellos se portan bien. Efectivamente, cuando Fújur, agotado, se detuvo y se inclinó sobre la cabeza de Gmork para ver mejor en la oscuridad qué se podía hacer, el amuleto de la Emperatriz Infantil, que colgaba del cuello del dragón, vino a reposar sobre la frente del hombre-lobo muerto. Y en ese mismo instante se abrieron las mandíbulas y la pierna de Atreyu quedó libre.

—¡Eh! —gritó a Atreyu—. ¿Has visto?

Atreyu no respondió.

—¿Qué pasa? —preguntó Fújur—. ¿Dónde estás, Atreyu?

Tanteó en la oscuridad buscando a su amigo, pero éste no estaba ya allí. Y, mientras intentaba atravesar con sus ojos candentes la oscuridad de la noche, empezó a sentir él mismo lo que había arrebatado a Atreyu de su lado apenas había quedado en libertad: la Nada, que cada vez se acercaba más. Sin embargo, ÁURYN lo protegía contra aquella resaca.

Atreyu se defendía inútilmente. Aquello era más fuerte que su propia y pequeña voluntad. Dio puñetazos, luchó y pataleó, pero sus miembros no lo obedecían a él, sino a aquella resaca irresistible. Sólo unos pasos lo separaban de la aniquilación definitiva.

Y en aquel momento, Fújur, como un relámpago blanco y llameante, se situó encima y lo agarró por la trenza negroazulada y larga, tiró hacia arriba y se elevó con él en el negro cielo de la noche.

El reloj de la torre dio las nueve.

Ninguno de los dos, ni Fújur ni Atreyu, pudo decir luego cuánto duró aquel vuelo en medio de una oscuridad total, ni si fue realmente una noche. Quizá todo tiempo había cesado también para ellos y se mantuvieron inmóviles en una oscuridad sin fronteras. No sólo fue para Atreyu la noche más larga de su vida, sino también para Fújur, que era mucho, muchísimo más viejo.

Pero también la noche más larga y negra acaba alguna vez. Y cuando amaneció una mañana pálida, los dos vieron a lo lejos, en el horizonte, la Torre de Marfil.

Aquí resulta indispensable detenerse por un momento para explicar algunas peculiaridades de la geografía de Fantasia. Tierras y mares, montañas y ríos no están allí de la misma forma que en el mundo de los seres humanos. Por eso, por ejemplo, sería completamente imposible dibujar un mapa de Fantasia. Allí no se puede prever nunca con seguridad qué país limita con cuál. Hasta los puntos cardinales cambian según la región en que se encuentra uno en cada momento. Verano e invierno, días y noches, obedecen en cada región a leyes distintas. Se puede salir de un desierto abrasado por el sol y llegar sin transición a árticas llanuras nevadas. En ese mundo no hay ninguna distancia exterior conmensurable, y por eso palabras como «cerca» o «lejos» tienen otro sentido. Todas esas cosas dependen del estado de ánimo y de la voluntad con que uno recorre un camino determinado. Como Fantasia no tiene fronteras, su centro puede estar en todas partes o, mejor dicho, está al mismo tiempo cerca y lejos de todas partes. Depende por completo del que quiere llegar a ese centro. Y el centro mismo de Fantasia es, precisamente, la Torre de Marfil.

Atreyu se encontró, con gran asombro por su parte, sobre las espaldas del dragón de la suerte, sin poder acordarse de cómo había llegado hasta allí. Sólo sabía que Fújur se lo había llevado por los aires de la trenza. Cuando, tiritando, se envolvió en su manto, que revoloteaba tras él, se dio cuenta de que éste había perdido su color y se había vuelto gris. Lo mismo había pasado con su propia piel y con su cabello. Y entonces vio también, a la luz creciente de la mañana, que lo mismo le pasaba a Fújur. El dragón parecía ahora sólo una estría de niebla gris y era casi tan irreal. Los dos se habían acercado demasiado a la Nada.

—Atreyu, mi pequeño señor —oyó decir al dragón suavemente—, ¿te duele mucho la herida?

—No —respondió Atreyu—, ya no la siento.

—¿Tienes fiebre?

—No, Fújur, creo que no. ¿Por qué me lo preguntas?

—Me he dado cuenta de que estabas temblando —replicó el dragón—. ¿Qué cosa hay en el mundo que pueda hacer temblar a Atreyu?

Atreyu se quedó un rato callado antes de responder:

—Pronto habremos llegado. Entonces tendré que decirle a la Emperatriz Infantil que no hay salvación. De todo lo que he tenido que hacer, eso será lo más difícil.

—Sí —dijo Fújur más suavemente aún—, eso es cierto.

Siguieron volando en silencio, siempre hacia la Torre de Marfil.

Al cabo de un rato, el dragón comenzó otra vez:

—¿La has visto alguna vez, Atreyu?

—¿A quién?

—A la Emperatriz Infantil… o, mejor dicho, a la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados. Porque así es como tienes que llamarla cuando estés con ella.

—No, no la he visto nunca.

—Yo sí. Hace ya mucho tiempo. Tu bisabuelo debía de ser entonces un bebé. También yo era un joven atolondrado que no tenía en la cabeza más que serrín. Una noche intenté coger la luna del cielo, que alumbraba allá arriba, grande y redonda. Como te decía, yo no tenía ni idea de nada. Cuando finalmente me dejé caer desilusionado a la tierra, llegué muy cerca de la Torre de Marfil. El Pabellón de la Magnolia tenía esa noche sus pétalos abiertos y en medio estaba sentada la Emperatriz Infantil. Me miró un segundo pero —no sé cómo explicártelo— desde aquella noche fui otro.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es como una niña. Pero es mucho más vieja que los seres más viejos de Fantasia. Sería mejor decir que no tiene edad.

—Pero ahora está enferma de muerte —dijo Atreyu—, ¿tengo que prepararla con prudencia antes de anunciarle que no hay esperanza?

Fújur negó con la cabeza.

—No, se daría cuenta enseguida de cualquier intento de tranquilizarla. Tienes que decirle la verdad.

—¿Y si eso la mata? —preguntó Atreyu.

—No creo que eso pueda ocurrir —dijo Fújur.

—Lo sé —respondió Atreyu—: eres un dragón de la suerte.

Y siguieron volando largo tiempo en silencio.

Finalmente hablaron de nuevo los dos una tercera vez. Ahora fue Atreyu quien rompió el silencio:

—Quisiera preguntarte otra cosa, Fújur.

—Pregunta.

—¿Quién es ella?

—¿Qué quieres decir?

—ÁURYN tiene poder sobre todos los seres de Fantasia, tanto si son criaturas de la luz como de las tinieblas. También sobre ti y sobre mí. Y, sin embargo, la Emperatriz Infantil nunca utiliza su poder. Es como si no estuviera ahí y, sin embargo, está en todas las cosas. ¿Es como nosotros?

—No —dijo Fújur—, no es lo que somos nosotros. No es una criatura de Fantasia. Todos existimos porque existe ella. Pero ella es de otra especie.

—Entonces… —Atreyu titubeó al hacer la pregunta—, ¿es algo así como una criatura humana?

—No —dijo Fújur—, no es lo que son las criaturas humanas.

—Entonces —repitió Atreyu—, ¿quién es?

Sólo tras un largo silencio respondió Fújur:

—Nadie lo sabe en Fantasia, nadie puede saberlo. Es el misterio más profundo de nuestro mundo. Una vez oí decir a un sabio que quien lo pudiera comprender del todo apagaría de esa forma su propia existencia. No sé lo que quiso decir con ello. No puedo decirte más.

—Y ahora —dijo Atreyu— su existencia y la de todos nosotros acabarán sin que hayamos comprendido su secreto.

Esta vez Fújur se quedó callado, pero en torno a su boca de león se dibujó una sonrisa, como si quisiera decir: eso no ocurrirá.

A partir de entonces no hablaron más.

Poco tiempo después sobrevolaban el límite exterior del Laberinto, la planicie de arriates de flores, setos y caminos entrecruzados que rodeaba, en un amplio círculo, a la Torre de Marfil. Con espanto comprobaron que también allí estaba actuando la Nada. Era verdad que, de momento, sólo eran pequeños lugares salpicados por el Laberinto, pero esos lugares estaban en todas partes. Los arriates de flores multicolores y los florecidos arbustos que había entre aquellos lugares estaban grises y secos. Los delicados arbolitos levantaban sus ramas desnudas y deformadas hacia el dragón y su jinete, como si quisieran implorar su ayuda. Los prados antes verdes y coloridos eran ahora pálidos, y un ligero olor a putrefacción y podredumbre subía hasta los que llegaban. Los únicos colores que aún había eran los de gigantescas setas hinchadas y los de conjuntos de flores de aspecto venenoso, degeneradas y de colores chillones, que parecían más bien engendros de la locura y la perversidad. La última vida interior de Fantasia se defendía aún, espasmódica y débilmente, contra la aniquilación definitiva que, por todas partes, la asediaba y corroía.

Sin embargo, todavía relucía en el centro de un modo maravilloso, inmaculada e incólume, la Torre de Marfil.

Fújur no aterrizó con Atreyu en la terraza inferior destinada a los mensajeros que llegaban por vía aérea. Se daba cuenta de que ni él ni Atreyu tendrían las fuerzas necesarias para subir desde allí la larga calle principal que llevaba, en espiral, hasta la punta de la Torre. Le pareció además que la situación justificaba plenamente el hacer caso omiso de toda regla y cuestión de etiqueta. Se decidió a hacer un aterrizaje forzoso. Pasó zumbando sobre los miradores, puentes y balaustradas de marfil, encontró en el último segundo el tramo más alto de la calle principal, allí donde ésta terminaba ante el verdadero recinto del palacio, se dejó caer, patinó por la calle cuesta arriba, dio unas cuantas vueltas de campana y se detuvo por fin, con la cola por delante.

Atreyu, que se había aferrado con los brazos al cuello de Fújur, se puso en pie y miró hacia todos lados. Había esperado alguna especie de recibimiento o, por lo menos, a un tropel de guardianes del palacio que le preguntasen quién era y qué quería… pero no se veía a nadie por ninguna parte. Los blancos edificios resplandecientes que había alrededor parecían muertos.

«¡Todos han huido! —fue la idea que atravesó su cabeza—. Han abandonado a la Emperatriz Infantil. O quizá esté ya…»

—Atreyu —susurró Fújur—, tienes que devolverle la Alhaja.

Se quitó del cuello la cadena de oro. El amuleto se deslizó hasta el suelo.

Atreyu saltó de las espaldas de Fújur y rodó por tierra. No se acordaba ya de su herida. Echado, cogió el Pentáculo y se lo puso. Entonces se levantó con esfuerzo, apoyándose en el dragón.

—Fújur —dijo—, ¿a dónde tengo que ir?

Pero el dragón de la suerte no le respondió ya. Estaba echado como muerto.

La calle principal terminaba en una alta y blanca muralla circular, ante una gran puerta, maravillosamente tallada, cuyas hojas estaban abiertas.

Atreyu cojeó hacia ella, se apoyó en el portal y vio que, detrás de la puerta, había una escalinata blanca, ancha y brillante, que parecía llegar hasta el cielo. Comenzó a subir. A veces se detenía para reunir nuevas fuerzas. En los blancos escalones iba dejando un reguero de gotas de sangre.

Por fin llegó arriba y vio ante sí una larga galería. Siguió adelante tambaleándose, agarrándose a las columnas. Entonces llegó a un patio lleno de fuentes y otros juegos de agua, pero apenas podía darse cuenta de lo que veía. Como en un sueño, luchaba por avanzar. Encontró una segunda puerta pequeña. Luego tuvo que trepar por una escalera muy empinada, pero esta vez estrecha, llegó a un jardín donde todo, árboles, flores y animales, estaba tallado en marfil, y atravesó a gatas varios puentes de arco sin barandillas que conducían a una tercera puerta, la más pequeña de todas. Echado sobre el estómago, siguió arrastrándose, luego levantó lentamente la vista y vio un picacho de marfil, pulido como un espejo, y en su cúspide el blanco y deslumbrante Pabellón de la Magnolia. No había ningún camino que llevara hasta él, ninguna escalera.

Atreyu escondió la cabeza entre los brazos.

Nadie que haya llegado o llegue alguna vez hasta allí podría decir cómo recorrió la última parte del camino. Es algo que a uno se le regala.

Atreyu se encontró de pronto ante la puerta que daba paso al pabellón. Entró y se encontró cara a cara con la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados.

Estaba sentada, apoyada en muchos cojines, sobre un diván blanco y redondo, en el centro de la copa de la flor, y lo miraba a él. Atreyu pudo darse cuenta de lo enferma que estaba por la palidez de su rostro, que parecía casi transparente. Sus ojos almendrados tenían el color del oro viejo. No mostraba ninguna preocupación o inquietud. Sonreía. Su figura delgada y pequeña estaba envuelta en una amplia túnica de seda, que resplandecía con tanta blancura que hasta las hojas de la magnolia parecían oscuras por contraste. Tenía el aspecto de una niña de indescriptible belleza, de unos diez años como máximo, pero su largo cabello que, peinado lisamente, le caía por los hombros y la espalda hasta el diván era blanco como la nieve.

Bastián se sobresaltó.

En aquel momento le había ocurrido algo que nunca le había pasado antes. Hasta entonces había podido imaginarse muy claramente todo lo que se contaba en la Historia Interminable. Con todo, durante la lectura del libro habían sucedido algunas cosas extrañas, eso no se podía negar, pero que podían explicarse de algún modo. Se había imaginado a Atreyu mientras cabalgaba en el dragón de la suerte, y el Laberinto y la Torre de Marfil, tan claramente como pudiera pensarse. Pero, hasta aquel momento, habían sido sólo sus propias imaginaciones.

Sin embargo, cuando llegó al lugar en que se hablaba de la Emperatriz Infantil, durante una fracción de segundo —sólo el tiempo del parpadeo de un relámpago— vio el rostro de ella ante sí. ¡Y no sólo con la imaginación, sino con sus propios ojos! No había sido una ilusión, de eso estaba Bastián totalmente seguro. Había observado incluso detalles que no aparecían siquiera en la descripción, como por ejemplo, sus cejas, que se curvaban sobre los ojos de color de oro como dos delgados arcos pintados con tinta china… o sus lóbulos auriculares extrañamente alargados… o la peculir inclinación de su cabeza sobre el delicado cuello… Bastián estaba seguro de que no había visto en su vida nada más hermoso que aquel rostro. Y en aquel mismo momento supo también cómo se llamaba ella: Hija de la Luna. No había la menor duda de que ése era su nombre.

¡Y la Hija de la Luna lo había mirado a él… a él, Bastián Baltasar Bux!

Lo había mirado con una expresión que no podía explicarse. ¿Se había sentido también sorprendida? ¿Había ruego en aquella mirada? ¿0 nostalgia? ¿0… qué?

Intentó recordar los ojos de la Hija de la Luna, pero no lo consiguió ya.

Sólo estaba seguro de una cosa: aquella mirada, atravesando sus ojos y bajándole por el cuello, le había llegado al corazón. Ahora sentía el rastro ardiente que había dejado en su camino. Y sentía también que esa mirada se encontraba ahora en su corazón y relucía allí como un misterioso tesoro. Y eso hacía daño de una forma que era a la vez extraña y maravillosa.

Aunque Bastián hubiera querido, no hubiera podido defenderse ya contra lo que había pasado. Pero no quería, ¡de ningún modo! Al contrario, por nada del mundo hubiera devuelto aquel tesoro. Sólo quería una cosa: seguir leyendo para estar otra vez con la Hija de la Luna, para verla otra vez.

No sospechaba que, con ello, se metía de forma irrevocable en la más insólita y también la más peligrosa de las aventuras. Pero aunque lo hubiera sospechado… Eso no hubiera sido para él, con toda seguridad, una razón para cerrar el libro, dejarlo a un lado y no volver a cogerlo.

Con dedos temblorosos buscó el sitio en que había interrumpido la lectura y siguió leyendo.

El reloj de la torre dio las diez.

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