na corriente ininterrumpida de emisarios
de todos los países de Fantasia se unía a la multitud de los que
acompañaban a Bastián en su expedición a la Torre de Marfil.
Contarlos resultaba inútil, porque apenas se había terminado había
ya otros.
Un ejército de muchos miles de cabezas se ponía en movimiento cada mañana y, cuando hacía alto, el campamento era la ciudad de tiendas más extraña que imaginarse pueda. Como los compañeros de viaje de Bastián no se diferenciaban sólo entre sí por su figura, sino también por el tamaño, había tiendas de las dimensiones de una carpa de circo y otras no mayores que un dedal. También los carros y vehículos en que viajaban los emisarios eran de más formas de las que se pueden describir, desde carromatos y carruajes totalmente corrientes hasta toneles de forma sumamente peculiar, esferas rebotantes o recipientes con patas que se arrastraban por sí mismos.
Entretanto, habían acondicionado también para Bastián una tienda, que era la más lujosa de todas. Tenía la forma de una casita, y estaba hecha de seda brillante de vivos colores y bordada por todas partes de dibujos dorados y plateados. Sobre su techo ondulaba una bandera que mostraba, a guisa de escudo, un candelabro de siete brazos. El interior estaba blandamente acolchado con mantas y cojines. Dondequiera que se montase el campamento, la tienda era su centro. Y el yinni azul, que entretanto se había convertido en algo así como el ayuda de cámara y guardaespaldas de Bastián, montaba guardia a su puerta.
Atreyu y Fújur estaban aún entre el tropel de acompañantes de Bastián, pero desde aquella reprensión pública no habían cruzado la palabra con él. Bastián esperaba interiormente que Atreyu cedería y le pediría perdón. Pero Atreyu no hizo nada por el estilo. Tampoco Fújur parecía estar dispuesto a respetar a Bastián. ¡Y precisamente eso, se decía Bastián, era lo que tenían que aprender de una vez! Si de lo que se trataba era de ver quién aguantaba más, los dos tendrían que comprender por fin que la voluntad de Bastián era inflexible. En cambio, si cedían, estaba dispuesto a recibirlos con los brazos abiertos. Si Atreyu se arrodillaba ante él, haría que se pusiera de pie y le diría: no tienes que arrodillarte ante mí, Atreyu, porque eres y seguirás siendo mi amigo…
Pero, por de pronto, los dos iban los últimos en la comitiva. Fújur parecía haberse olvidado de volar y caminaba a pie, y Atreyu iba junto a él, casi siempre con la cabeza baja. Si antes habían precedido a la comitiva por los aires como vanguardia, para informar sobre lo que ocurría en los contornos, ahora iban detrás de ella como retaguardia. A Bastián no le agradaba, pero no podía hacer nada.
Cuando la expedición iba de camino, Bastián cabalgaba casi siempre en cabeza sobre la mula Yicha. Sin embargo, cada vez más a menudo no tenía ganas de hacerlo y, en lugar de ello, visitaba a Xayide en su litera. Ella lo recibía siempre con el mayor respeto, le dejaba el lugar más cómodo y se colocaba a sus pies. Siempre sabía encontrar un tema de conversación interesante y evitaba hablarle de su pasado en el mundo de los hombres desde que había observado que hablar de ello le resultaba desagradable. Xayide fumaba casi continuamente en un narguile oriental que tenía al lado. El tubo era como una víbora de color verde esmeralda y la boquilla, que ella sostenía entre sus largos dedos blancos como el mármol, parecía la cabeza de una serpiente. Cuando chupaba, era como si la besara. Las nubes de humo que, voluptuosamente, dejaba escapar por boca y nariz, tenían a cada bocanada un color distinto, unas veces azul y otras amarillo, rosa, verde o lila.
—Una cosa quería preguntarte hace tiempo, Xayide —dijo Bastián en una de sus visitas, mientras miraba pensativo a los gigantescos tipos de coraza negra de insecto que, marcando exactamente el mismo paso, transportaban la litera.
—Tu esclava escucha —respondió Xayide.
—Cuando luché con tus gigantes blindados —continuó Bastián—, vi que son sólo una armadura y están huecos por dentro. ¿Cómo se mueven?
—Por mi voluntad —contestó Xayide sonriendo—. Precisamente porque están vacíos la obedecen. Todo lo que está vacío puede mi voluntad gobernarlo.
Observó fijamente a Bastián con sus ojos de colores. Bastián se sintió turbado de una forma vaga por aquella mirada, pero ella había bajado ya las pestañas.
—¿Podría gobernarlos yo con mi voluntad? —preguntó Bastián.
—Desde luego, señor y maestro —respondió ella—, y cien veces mejor que yo, que comparada contigo no soy nada. ¿Quieres intentarlo?
—Ahora no —replicó Bastián, a quien el asunto le resultaba inquietante—. Quizá en otra ocasión.
—¿Encuentras realmente más agradable —continuó Xayide— cabalgar sobre una mula que ser llevado por figuras que tu propia voluntad mueve?
—A Yicha le gusta llevarme —dijo Bastián un poco malhumorado—. Se alegra de poder hacerlo.
—Entonces, ¿lo haces por ella?
—¿Por qué no? —contestó Bastián—. ¿Qué hay de malo?
Xayide dejó escapar un humo verde por la boca.
—Oh, nada, señor. ¿Cómo podría ser malo lo que tú haces?
—¿A dónde quieres ir a parar, Xayide?
Ella inclinó su cabeza de cabellos de color de fuego.
—Piensas demasiado en los demás, señor y maestro —susurró—, y nadie merece que distraigas tu atención de tu propio e importante desarrollo. Si no te enojas conmigo, señor, me atreveré a darte un consejo: ¡piensa más en tu perfeccionamiento!
—¿Qué tiene eso que ver con la vieja Yicha?
—No mucho, señor, casi nada. Únicamente… que no es una montura digna de alguien como tú. Me mortifica verte sobre un animal tan… vulgar. Todos tus compañeros de viaje se extrañan de ello. Tú, señor y maestro eres el único que no sabe lo que te mereces.
Bastián no dijo nada, pero las palabras de Xayide le habían hecho mella.
Cuando el ejército, con Bastián y Yicha en cabeza, atravesaba al día siguiente un maravilloso paisaje verde, interrumpido de cuando en cuando por bosquecillos de aromáticos saúcos, Bastián aprovechó la pausa del mediodía para seguir la sugerencia de Xayide.
—Oye, Yicha —dijo acariciándole el cuello a la mula—, ha llegado el momento de separarnos.
Yicha dio un grito de dolor.
—¿Por qué, señor? —se lamentó—. ¿Tan mal he cumplido mi obligación? —De las comisuras de sus oscuros ojos de animal brotaron lágrimas.
—Claro que no —se apresuró a consolarla Bastián—. Al contrario, me has llevado tan suavemente durante este largo camino y has sido tan paciente y voluntariosa que, en agradecimiento, quiero recompensarte.
—No quiero otra recompensa —contestó Yicha—; quiero seguir llevándote. ¿Qué otra cosa mejor podría desear?
—¿No dijiste —continuó Bastián— que te entristecía no poder tener hijos?
—Sí —dijo Yicha apenada—, porque me gustaría hablarles de estos días cuando sea muy vieja.
—Está bien —dijo Bastián—, entonces te contaré ahora una historia que se hará verdad. Y quiero contártela a ti, a ti sola, porque es la tuya.
Cogió una de las largas orejas de Yicha y susurró:
—No lejos de aquí, en un bosquecillo de saúcos, te espera el padre de tu hijo. Es un corcel blanco con alas de pluma de cisne. Sus crines y su cola son tan largas que llegan al suelo. Nos sigue en secreto desde hace ya días, porque está enamorado de ti para siempre.
—¿De mí? —exclamó Yicha casi asustada—. ¡Pero si soy sólo una mula y, además, ni siquiera joven!
—Para él —dijo Bastián suavemente— eres la criatura más hermosa de Fantasia, precisamente porque eres como eres. Y quizá también porque me has llevado. Pero es muy tímido y no se atreve a acercarse a ti con todas estas criaturas alrededor. Tienes que ir tú a su encuentro, porque de otro modo morirá de nostalgia.
—¡Santo cielo! —dijo Yicha desconcertada—. ¿Tan grave es la cosa?
—Sí —le susurró Bastián al oído—, y ahora ¡adiós, Yicha! Camina simplemente y lo encontrarás.
Yicha dio unos pasos, pero se volvió una vez más hacia Bastián.
—A decir verdad —declaró— tengo un poco de miedo.
—¡Ánimo! —dijo Bastián sonriendo—. Y no te olvides de hablarles de mí a tus hijos y nietos.
—¡Gracias, señor! —contestó Yicha a su estilo simple, y se fue.
Bastián se quedó mirando largo tiempo cómo se iba trotando, sin sentirse demasiado contento de haberse deshecho de ella. Entró en su espléndida tienda, se echó sobre los blancos cojines y miró al techo. Una y otra vez se dijo que había satisfecho el mayor deseo de Yicha. Pero aquello no disipó su humor sombrío. Importa mucho el cuándo y el cómo se hace algo por alguien.
Aquello, sin embargo, sólo se aplicaba a Bastián, porque Yicha encontró realmente al corcel blanco con alas y se casó con él. Y más tarde tuvo un hijo, que era un mulo blanco con alas llamado Pataplán. Dio mucho que hablar en Fantasia, pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Desde entonces, Bastián viajó en la litera de Xayide. Ella le había ofrecido incluso bajar y caminar a su lado para que tuviera todas las comodidades posibles, pero Bastián no quiso aceptarlo. De manera que los dos se sentaban juntos en la espaciosa litera de coral, que iba a la cabeza de la expedición.
Bastián estaba aún un poco disgustado, incluso con Xayide, que le había dado el consejo de separarse de la mula. Pero Xayide supo arreglarlo pronto. Las respuestas monosilábicas de él hacían difícil sostener una verdadera conversación.
Para animarlo, Xayide dijo alegremente:
—Quisiera hacerte un regalo, mi señor y maestro, si me concedes la gracia de aceptarlo.
Sacó de debajo de los almohadones una cajita riquísimamente decorada. Bastián se incorporó expectante. Xayide la abrió y extrajo de ella un estrecho cinturón que parecía una especie de cadena de elementos móviles. Cada uno de los elementos y también el cierre eran de cristal transparente.
—¿Qué es eso? —quiso saber Bastián.
El cinturón tintineaba suavemente en la mano de Xayide.
—Es un cinturón que hace invisible. Sin embargo, señor, debes darle un nombre para que te pertenezca.
Bastián lo contempló.
—Cinturón Guémmal —dijo.
Xayide asintió sonriendo.
—Ahora te pertenece.
Bastián aceptó el cinturón y lo sostuvo en la mano, indeciso.
—¿No quieres probarlo enseguida —preguntó ella— para convencerte de sus efectos?
Bastián se puso el cinturón en torno a las caderas y vio que le sentaba como hecho a medida. De todas formas, sólo lo sintió, porque ya no pudo verse a sí mismo, ni su cuerpo, ni sus pies, ni sus manos. Era una sensación muy desagradable, e intentó volver a abrir enseguida el cierre. Pero, como no podía ver ya sus manos ni el cinturón, no lo logró.
—¡Socorro! —balbuceó con voz ahogada. De pronto tuvo miedo de no poder quitarse ya nunca el cinturón Guémmal y tener que ser invisible siempre.
—Hay que aprender a manejarlo —dijo Xayide—; a mí me pasó lo mismo, mi señor y dueño. ¡Déjame que te ayude!
Asió el aire, abrió el cinturón Guémmal en un santiamén, y Bastián pudo verse a sí mismo otra vez. Dio un suspiro de alivio. Luego se rió, y también Xayide sonrió, chupando la boquilla de forma de serpiente de su narguile.
En cualquier caso, había conseguido distraer la atención de Bastián.
—Ahora estás mejor protegido contra cualquier daño —dijo ella suavemente—, y eso me importa más de lo que podría decirte, señor.
—¿Daño? —preguntó Bastián, todavía un poco confuso—. ¿Qué daño?
—Oh, nadie está a tu altura —susurró Xayide—, nadie cuando eres prudente. El peligro está en ti mismo, y por eso es difícil protegerte contra él.
—¿Qué quieres decir con eso… de que está en mí mismo? —quiso saber Bastián.
—Lo prudente es estar por encima de todo, no odiar a nadie ni amar a ninguno. Pero tú, señor, sigues concediendo valor a la amistad. Tu corazón no es frío e impasible como una cumbre nevada y por eso hay alguien que puede dañarte.
—¿Quién?
—Aquel a quien, a pesar de su arrogancia, sigues queriendo, señor.
—¡Habla claro!
—El pequeño salvaje insolente e irrespetuoso de la tribu de los pieles verdes, señor.
—¿Atreyu?
—Sí, y lo mismo el desvergonzado Fújur.
—¿Y dices que esos dos pueden hacerme daño? —Bastián casi tuvo que reírse.
Xayide mantuvo la cabeza baja.
—Eso no lo creo ni lo creeré jamás —continuó Bastián—, y no quiero volver a oír hablar de ello.
Xayide calló y bajó la cabeza más aún. Tras un largo silencio, Bastián preguntó:
—¿Y qué podría tener contra mí Atreyu?
—Señor —susurró Xayide—, ¡quisiera no haber dicho nada!
—¡Pues dilo todo! —exclamó Bastián—. No hagas sólo insinuaciones. ¿Qué es lo que sabes?
—Tiemblo ante tu cólera, señor —tartamudeó Xayide estremeciéndose realmente con todo su cuerpo—, pero aunque signifique el fin para mí, te lo diré: Atreyu tiene la intención de quitarte el signo de la Emperatriz Infantil, a escondidas o por la fuerza.
Durante un segundo, Bastián tragó aire.
—¿Puedes probarlo? —preguntó con voz opaca.
Xayide movió la cabeza y murmuró:
—Mis conocimientos, señor, no son de los que pueden probarse.
—¡Entonces guárdatelos! —dijo Bastián, mientras la sangre le subía al rostro—. ¡Y no calumnies al muchacho más leal y valiente que hay en Fantasia!
Bajó de la litera y se fue.
Los dedos de Xayide juguetearon pensativamente con la cabeza de serpiente, y sus ojos rojoverdes brillaron. Al cabo de un rato sonrió de nuevo y, mientras dejaba escapar por la boca un humo violeta, susurró:
—Resultará evidente, mi señor y maestro. El cinturón Guémmal te lo demostrará.
Cuando se montó el campamento para pasar la noche, Bastián entró en su tienda. Ordenó a Illuán, el yinni azul, que no dejara entrar a nadie, y en ningún caso a Xayide. Quería estar solo y reflexionar.
Lo que le había dicho la maga sobre Atreyu no lo consideraba siquiera merecedor de consideración. Pero había otra cosa que ocupaba sus pensamientos: las breves palabras que ella había sembrado en relación con la prudencia.
Bastián había vivido tanto… miedos y alegrías, tristezas y triunfos; se había apresurado a pasar del cumplimiento de un deseo al de otro y no se había tomado un momento de respiro. Nada de aquello lo había serenado ni contentado. Pero ser prudente significaba estar por encima de la alegría y el sufrimiento, el miedo y la compasión, el orgullo y las humillaciones. Ser prudente era estar por encima de todas las cosas, no odiar ni querer a nada ni a nadie, pero acoger también con indiferencia el rechazo total o el afecto de los otros. A quien realmente era prudente no le importaba nada. Era inaccesible y nada podía afectarlo. Sí, ser así ¡era algo deseable! Bastián estaba convencido de que, de esa forma, llegaría a su último deseo, a ese último deseo que lo llevaría a su Verdadera Voluntad, como había dicho Graógraman. Ahora creía comprender lo que eso quería decir. Deseaba ser un gran sabio, ¡el sabio más sabio de toda Fantasia!
Poco después salió de su tienda.
La luna iluminaba un paisaje al que antes apenas había prestado atención. La ciudad de tiendas se extendía por un valle cerrado, rodeado por un amplio círculo de montañas de formas raras. El silencio era total. En el valle había aún bosquecillos y matorrales; un poco más arriba, en las laderas de las montañas, la vegetación se hacía más escasa, y más arriba todavía cesaba por completo. Las formaciones rocosas que se alzaban por encima adoptaban toda clase de figuras y parecían casi formas deliberadas creadas por la mano de algún escultor gigantesco. No soplaba viento y el cielo estaba despejado. Todas las estrellas brillaban y parecían más cercanas que otras veces.
Muy arriba, sobre una de las cumbres más altas, Bastián descubrió algo que parecía una cúpula. Al parecer, estaba habitada, porque de ella salía un débil resplandor.
—También yo lo he visto, señor —dijo Illuán con su voz estridente. Estaba en su puesto, junto a la entrada de la tienda—. ¿Qué puede ser?
Apenas había acabado de hablar, cuando de la lejanía llegó una extraña llamada. Sonaba como el prolongado «¡uhuhuhu!» del grito de una lechuza, pero más profundo y poderoso. Luego el grito resonó una segunda y una tercera vez, pero ahora a muchas voces.
Eran realmente lechuzas: seis, como pudo comprobar Bastián. Venían de la dirección de la cumbre que tenía aquella cúpula en su parte superior. Llegaban volando, con las alas casi inmóviles. Y cuanto más se acercaban mejor se apreciaba su asombroso tamaño. Volaban a una velocidad increíble. Sus ojos brillaban intensamente y sobre la cabeza tenían unas orejas derechas, con mechones de plumas sobre ellas. Su vuelo era totalmente silencioso. Cuando aterrizaron ante la tienda de Bastián, apenas se oyó un ligero silbido en las plumas de sus alas.
Ahora estaban en el suelo, cada una de ellas más grande que Bastián, y hacían girar sus cabezas de ojos grandes y redondos en todas direcciones. Bastián se dirigió a ellas.
—¿Quiénes sois y qué buscáis?
—Nos envía Uschtu, la Madre de la Intuición —respondió una de las seis lechuzas—, y somos mensajeros aéreos de Guígam, el Monasterio de las Estrellas.
—¿Qué clase de monasterio es ése? —preguntó Bastián.
—Es el centro de la sabiduría —respondió otra lechuza—, donde los monjes aprenden el Conocimiento.
—¿Y quién es Uschtu? —quiso seguir averiguando Bastián.
—Uno de los tres Pensadores Profundos que dirigen el monasterio y enseñan a los monjes el Conocimiento —explicó una tercera lechuza—. Nosotras somos mensajeras de la noche y le pertenecemos.
—Si hubiera sido de día —añadió una cuarta lechuza, Schirkrie, el Padre de la Visión, hubiera enviado sus mensajeros, que son águilas. Y en la hora del crepúsculo, entre el día y la noche, Yisipu, el Hijo de la Sagacidad, envía los suyos, que son zorros.
—¿Quiénes son Schirkrie y Yisipu?
—Los otros dos Pensadores Profundos, nuestros superiores.
—¿Y qué buscáis aquí?
—Buscamos al Gran Sabio —dijo la sexta lechuza— Los tres Pensadores Profundos saben que se encuentra en esta ciudad de tiendas y solicitan su ilustración.
—¿El Gran Sabio? —preguntó Bastián—. ¿Quién es?
—Su nombre —respondieron las seis lechuzas a la vez— es Bastián Baltasar Bux.
—Lo habéis encontrado ya —respondió él—. Soy yo.
Las lechuzas se inclinaron de golpe profundamente, lo que, a pesar de su imponente tamaño, resultó casi cómico.
—Los tres Pensadores Profundos —dijo la primera lechuza— solicitan humilde y respetuosamente tu visita para que les resuelvas la cuestión que ellos, en su larga vida, no han podido resolver.
Bastián se acarició pensativamente la barbilla.
—Está bien —respondió finalmente—, pero me gustaría llevar a mis dos discípulos.
—Nosotras somos seis —contestaron las lechuzas—, y entre dos de nosotras podemos llevar a uno de vosotros.
Bastián se volvió hacia el yinni azul.
—Illuán, ¡vete a buscar a Atreyu y a Xayide!
El yinni se alejó rápidamente. .
—¿Qué cuestión —quiso saber Bastián— es la que debo resolver?
—Gran Sabio —declaró una de las lechuzas—, sólo somos pobres mensajeros alados ignorantes y ni siquiera pertenecemos a la categoría más baja de los monjes del Conocimiento. ¡Cómo podríamos comunicarte la cuestión que los tres Pensadores Profundos no han podido resolver en su larga vida!
Al cabo de unos minutos volvió Illuán con Atreyu y Xayide. En el camino les había explicado rápidamente de qué se trataba.
Cuando Atreyu estuvo ante Bastián, le preguntó suavemente:
—¿Por qué yo?
—Sí —quiso saber también Xayide—, ¿por qué él?
—Ya lo sabréis —replicó Bastián.
Resultó que las lechuzas, previsoramente, habían traído tres trapecios. Entre dos cogieron con las garras las cuerdas de las que colgaba cada trapecio; Bastián, Atreyu y Xayide se sentaron en las tablas, y las grandes aves nocturnas se elevaron con ellos en el aire.
Cuando llegaron al Monasterio de las Estrellas de Guígam, vieron que la gran cúpula era sólo la parte superior de un edificio muy espacioso, formado por diversas secciones de forma de cubo. Tenía innumerables ventanitas y, con sus altos muros exteriores, se alzaba al borde mismo de un barranco. Para los visitantes indeseados resultaba de acceso difícil o imposible.
En los elementos de forma de cubo estaban las celdas de los monjes del Conocimiento, las bibliotecas, los servicios administrativos y los alojamientos para los mensajeros. Bajo la gran cúpula se encontraba la sala de reuniones, en la que los tres Pensadores Profundos impartían sus enseñanzas.
Los monjes del Conocimiento eran fantasios de la figura y la procedencia más diversas. Pero si querían entrar en el monasterio tenían que romper todo lazo con su país y con su
familia. La vida de aquellos monjes era dura y abnegada, y estaba dedicada exclusivamente a la sabiduría y al conocimiento. No todo el que lo pretendía, ni mucho menos, era aceptado en la comunidad. Las pruebas eran difíciles y los tres Pensadores Profundos inexorables. Ello hacía que casi nunca vivieran allí más de trescientos monjes que, sin embargo, constituían lo más escogido entre los seres más inteligentes de toda Fantasia. Había habido tiempos en que la comunidad de hermanos y hermanas se había reducido a sólo siete miembros. Sin embargo, aquello no había cambiado en nada la dureza de las pruebas. En aquel momento, el número de monjes y monjas era de más de doscientos.
Cuando Bastián, seguido de Atreyu y de Xayide, fue conducido a la gran aula, se vio ante una multitud abigarrada de todos los seres fantásicos imaginables, que sólo se diferenciaban de su propia comitiva en que todos, cualquiera que fuera su figura, iban vestidos con un áspero sayal de color pardo oscuro. Puede imaginarse el aspecto que tenían, por ejemplo, algunos de los ya citados rocas errantes o diminutenses.
Los tres superiores, sin embargo, los Pensadores Profundos, tenían figura humana. Pero sus cabezas no eran humanas. Uschtu, la Madre de la Intuición, tenía rostro de lechuza. Schirkrie, el Padre de la Visión, tenía cabeza de águila. Y finalmente Yisipu, el Hijo de la Sagacidad, tenía cabeza de zorro. Se sentaban en altos sillones y parecían inmensos. Atreyu y hasta Xayide parecieron intimidados al verlos. Pero Bastián avanzó hacia ellos serenamente. En la gran sala reinaba un profundo silencio.
Schirkrie, que al parecer era el más viejo de los tres y se sentaba en medio, señaló lentamente con la mano un sitial vacío que había frente a ellos. Bastián se sentó.
Tras un largo silencio, Schirkrie comenzó a hablar. Lo hacía muy bajo pero su voz sonaba profunda y llena.
—Desde los tiempos más remotos reflexionamos en el enigma de nuestro mundo. Yisipu piensa sobre él algo distinto de lo que intuye Uschtu; la intuición de Uschtu enseña algo distinto de lo que yo veo y, a mi vez, veo algo distinto de lo que Yisipu piensa. No debe seguir siendo así. Por eso te hemos rogado, Gran Sabio, que vengas a nosotros y nos instruyas. ¿Atenderás nuestro ruego?
—Lo haré —dijo Bastián.
—Entonces escucha, Gran Sabio, nuestra pregunta: ¿qué es Fantasia?
Bastián calló durante un rato y luego respondió:
—Fantasia es la Historia Interminable.
—Danos tiempo para entender tu respuesta —dijo Schirkrie—. Mañana, a la misma hora, nos reuniremos aquí de nuevo.
Todos, los tres Pensadores Profundos y también todos los monjes del Conocimiento, se levantaron silenciosamente y salieron.
Bastián, Atreyu y Xayide fueron llevados a las celdas de huéspedes, en las que a cada uno le esperaba una comida sencilla. Los lechos eran simples camas de madera con ásperas mantas de lana. A Bastián y a Atreyu, naturalmente, no les importó, pero Xayide, que se hubiera preparado mágicamente una cama más agradable, pudo comprobar que sus artes no le servían en aquel monasterio.
A la noche siguiente, a la hora fijada, se congregaron de nuevo todos los monjes y los tres Pensadores Profundos en la gran sala de la cúpula. Bastián se sentó otra vez en el sitial y Xayide y Atreyu se colocaron de pie a su izquierda y su derecha.
Esta vez fue Uschtu, la Madre de la Intuición, quien miró a Bastián con sus grandes ojos de lechuza y habló:
—Hemos meditado en tu enseñanza, Gran Sabio. Sin embargo, nos ha planteado una nueva pregunta. Si Fantasia es, como dices, la Historia Interminable, ¿dónde está escrita esa Historia Interminable?
Otra vez calló un rato Bastián y respondió luego:
—En un libro de tapas de color cobre.
—Danos tiempo para entender tus palabras —dijo Uschtu—. Nos reuniremos aquí de nuevo mañana a la misma hora.
Todo ocurrió como en la noche anterior. Y a la noche siguiente, cuando otra vez estuvieron reunidos en el aula, Yisipu, el Hijo de la Sagacidad, tomó la palabra:
—También esta vez hemos reflexionado en tu enseñanza, Gran Sabio. Y de nuevo nos encontramos, desconcertados, ante una nueva pregunta. Si nuestro mundo de Fantasia es una Historia Interminable, y si esa Historia Interminable está escrita en un libro de tapas de color cobre… ¿dónde se encuentra ese libro?
Y tras un corto silencio respondió Bastián:
—En el desván de un colegio.
—Gran Sabio —repuso Yisipu, el de cabeza de zorro—, no dudamos de la veracidad de lo que nos dices. Sin embargo, quisiéramos rogarte que nos mostraras esa verdad. ¿Podrías hacerlo?
Bastián reflexionó y luego dijo:
—Creo que podré.
Atreyu miró a Bastián sorprendido. También Xayide tenía una expresión interrogante en sus ojos de colores distintos.
—Mañana nos reuniremos de nuevo a esta misma hora —dijo Bastián—, pero no aquí en el aula, sino fuera, sobre los tejados de Guígam, el Monasterio de las Estrellas. Y deberéis contemplar atentamente y sin interrupción el cielo.
A la noche siguiente —que era tan clara y estrellada como las tres anteriores— todos los miembros de la cofradía, incluidos los tres Pensadores Profundos, estaban a la hora fijada en los tejados del monasterio, contemplando con la cabeza echada hacia atrás, el cielo nocturno. También Atreyu y Xayide, que no sabían lo que se proponía Bastián, se encontraban entre ellos.
Bastián, sin embargo, se subió al punto más alto de la cúpula. Cuando estuvo arriba, miró a su alrededor y en aquel momento, por primera vez, vio lejos, muy lejos en el horizonte, resplandeciendo mágicamente a la luz de la luna, la Torre de Marfil.
Sacó de su bolsillo la piedra Al-Tsahir, que brillaba suavemente. Bastián recordó las palabras de la inscripción que había en la puerta de la Biblioteca de Amarganz.
«… Mas si dijera mi nombre otra vez
desde el final al principio,
despediría en un solo segundo
la luz de cien años.»
Sostuvo la piedra en alto y gritó:
—¡Rihast-la!
En aquel momento se produjo un relámpago de tal luminosidad que el cielo estrellado palideció y el espacio oscuro que había detrás quedó iluminado. Y aquel espacio era el desván del colegio, con sus vigas poderosas, ennegrecidas por los años. Y luego todo pasó. Después de despedir la luz de cien años, Al-Tsahir había desaparecido sin dejar rastro.
Todos, incluido Bastián, necesitaron algún tiempo para que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la débil luz de la luna y las estrellas.
Conmovidos por la visión, se congregaron en silencio en la gran aula. Bastián entró el último. Los monjes del Conocimiento y los tres Pensadores Profundos se levantaron de sus asientos y se inclinaron profunda y largaríiente ante él.
—No hay palabras —dijo Schirkrie— con las que pudiera agradecerte ese relámpago de iluminación, Gran Sabio. Porque en ese misterioso desván he visto a un ser de mi especie: un águila.
—Te equivocas, Schirkrie —lo contradijo con suave sonrisa Uschtu, la del rostro de lechuza—. He vistó tnuy bien que se trataba de una lechuza.
—Los dos os engañáis —le interrumpió Yisipu con ojos brillantes—. El ser que allí había era de mi especie: un zorro.
Schirkrie levantó las manos con un gesto de rechazo.
—Estamos otra vez donde estábamos —dijo—. Sólo tú puedes responder también a esta pregunta, Gran Sabio. ¿Cuál de los tres tiene razón?
Bastián sonrió con indiferencia y dijo:
—Los tres.
—Danos tiempo para entender tu respuesta —pidió Uschtu.
—Sí —contestó Bastián—, todo el que queráis. Porque os vamos a dejar.
El desencanto se pintó en los rostros de los monjes del Conocimiento y también en el de sus superiores, pero Bastián rechazó impasible sus insistentes ruegos de que se quedara con ellos mucho tiempo o, mejor, para siempre.
De forma que fue acompañado afuera con sus dos discípulos, y los mensajeros alados los llevaron de nuevo al campamento.
Aquella noche, por cierto, comenzó en Guígam, el Monasterio de las Estrellas, la primera discrepancia fundamental entre los tres Pensadores Profundos, que muchos años después hizo que se disolviera la cofradía y que Uschtu, la Madre de la Intuición, Schirkrie, el Padre de la Visión y Yisipu, el Hijo de la Sagacidad, fundaran un monasterio cada uno. Pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Bastián, sin embargo, había perdido aquella noche el recuerdo de haber estado nunca en un colegio. También el desván y hasta el libro robado de tapas de color cobre habían desaparecido de su memoria. Y nunca más se preguntó cómo había llegado a Fantasia.