uando el ruido de los cascos del caballo
de Atreyu se apagó, Caíron, el centauro negro, se dejó caer de
nuevo en su lecho de pieles. El esfuerzo lo había agotado. Las
mujeres que, al día siguiente, lo encontraron en la tienda de
Atreyu temieron por su vida. Incluso cuando, unos días más tarde,
regresaron los cazadores, apenas estaba mejor, pero de todas formas
pudo explicarles por qué se había marchado Atreyu y por qué
tardaría en volver. Y como todos querían al muchacho, a partir de
entonces se quedaron serios y pensaban en él preocupados. Al mismo
tiempo, sin embargo, se sentían orgullosos de que la Emperatriz
Infantil le hubiese encomendado precisamente a él la Gran Búsqueda
aunque nadie pudiera entenderlo del todo.
Por lo demás, el viejo Caíron jamás volvió a la Torre de Marfil. Pero tampoco murió ni se quedó con los pieles verdes en el Mar de Hierba. Su destino debía llevarlo por otros caminos totalmente insospechados. Sin embargo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Aquella misma noche, Atreyu cabalgó hasta el pie de los Montes de Plata. Era ya de madrugada cuando hizo una pausa. Ártax pastó un poco y bebió agua con avidez de un claro arroyo de montaña. Atreyu se envolvió en su manto rojo y durmió unas horas. No obstante, cuando el sol salió estaban otra vez en camino.
El primer día atravesaron los Montes de Plata. Conocían cada senda y cada sendero y avanzaron rápidamente. Cuando tuvo hambre, el muchacho se comió un pedazo de carne de búfalo seca y dos pequeñas tortas de semillas que había guardado en un bolsillo de su silla de montar en realidad para la caza.
—¡Bueno! —se dijo Bastián—. De vez en cuando hay que comer.
Sacó el bocadillo de la cartera, lo desenvolvió, lo partió en dos, envolvió otra vez uno de los pedazos y lo guardó. El otro pedazo se lo comió.
El recreo había terminado y Bastián pensó en lo que debían de estar haciendo ahora en clase. ¡Ah, sí!, Geografía con la señora Karge. Había que recitar ríos y afluentes, ciudades y cifras de población, recursos naturales e industrias. Bastián se encogió de hombros y siguió leyendo.
A la puesta de sol, habían dejado atrás los Montes de Plata e hicieron alto otra vez. Aquella noche, Atreyu soñó con los búfalos purpúreos. Los vio avanzar a lo lejos por el Mar de Hierba e intentó acercarse a ellos con su caballo. Pero inútilmente. Siempre estaban a la misma distancia, por mucho que espoleara al caballito.
Al segundo día atravesaron el País de los Árboles Cantores. Cada uno de los árboles tenía una forma distinta, hojas distintas, distinta corteza, pero la razón de que se llamara así esa tierra era que se podía escuchar su crecimiento como una música suave, que sonaba de cerca y de lejos y se unía para formar un potente conjunto de belleza sin igual en toda Fantasia. Se decía que no dejaba de ser peligroso caminar por aquella región, porque muchos se habían quedado encantados, olvidándose de todo. También Atreyu sintió la atracción de aquel sonido maravilloso, pero no cayó en la tentación de detenerse.
A la noche siguiente soñó de nuevo con los búfalos purpúreos. Esta vez él iba a pie y los búfalos pasaron por delante, en un gran rebaño. Pero estaban fuera del alcance de su arco y, cuando quiso darles caza, se dio cuenta de que tenía los pies clavados al suelo y no podía moverse. El esfuerzo que hizo para soltarse lo despertó. Estaba amaneciendo aún, pero partió inmediatamente.
El tercer día vio las torres de cristal de Eribo, en las que los habitantes de la región capturaban y guardaban la luz de las estrellas. Con ella hacían objetos maravillosamente decorados pero que, salvo ellos, nadie sabía en Fantasia para qué servían.
Encontró incluso a algunas de aquellas gentes, pequeñas figuras que parecían también sopladas en vidrio. De forma extraordinariamente amistosa, le dieron de comer y de beber, pero a su pregunta de cómo podría saber algo sobre la enfermedad de la Emperatriz Infantil se sumieron en un silencio triste y desconcertado.
A la noche siguiente, Atreyu soñó una vez más que los rebaños de búfalos purpúreos pasaban ante él. Vio cómo uno de los animales, un macho especialmente grande y majestuoso, se separaba de los demás y se dirigía, lentamente y sin dar señales de miedo ni cólera, hacia donde él estaba. Y, como todos los verdaderos cazadores, Atreyu tenía el don de ver enseguida, en cada animal, el sitio en que tendría que acertarle para matarlo. El búfalo purpúreo se situó incluso de una forma en que le presentaba claramente ese lugar como blanco. Atreyu puso una flecha en su sólido arco y lo tensó con todas sus fuerzas pero no pudo disparar. Tenía los dedos pegados a la cuerda y no podía separarlos.
Y eso mismo o algo parecido le ocurrió en los sueños de las noches siguientes. Cada vez se acercaba más al búfalo purpúreo —que, por cierto, era precisamente el que en realidad había querido cazar: lo conocía por su mancha blanca en la frente—, pero por alguna razón no podía disparar la flecha mortal.
Durante el día seguía cabalgando, alejándose cada vez más, sin saber a dónde iba ni encontrar a nadie que pudiera aconsejarlo. Todos los seres con que se tropezaba respetaban el amuleto de oro que llevaba, pero ninguno podía responder a su pregunta.
Una vez vio de lejos las calles de llamas de la ciudad de Brousch, donde vivían criaturas cuyo cuerpo era de fuego, pero prefirió no entrar. Atravesó la gran meseta de los azafranios, que nacen viejos y mueren cuando son bebés. Llegó a Muamaz, el templo de la selva, en el que una gran columna de piedra lunar flota en el aire, y habló con los monjes que viven en el templo. Pero también de allí tuvo que marcharse sin respuesta.
Casi una semana llevaba vagando así de un lado a otro cuando, al séptimo día y en la noche siguiente, le pasaron dos cosas muy distintas que cambiaron fundamentalmente su actitud interior y exterior.
El relato hecho por el viejo Caíron de los horribles sucesos que se estaban produciendo en toda Fantasia le había impresionado, pero hasta entonces había sido para él sólo un relato. El séptimo día, sin embargo, vio algo con sus propios ojos.
Cabalgaba hacia el mediodía por un bosque espeso y oscuro formado por árboles especialmente gigantescos y nudosos. Era aquel Bosque de Haule en el que, algún tiempo antes, se habían encontrado los cuatro mensajeros. En aquella región, eso lo sabía Atreyu, había trolls de la corteza. Eran, según le habían dicho, individuos e individuas gigantescos que parecían nudosos troncos de árbol. Si, como era su costumbre, se mantenían inmóviles, se los podía tomar realmente por árboles y pasar por delante sin sospechar nada. Sólo cuando se movían se veía que tenían unos brazos como ramas y unas piernas torcidas semejantes a raíces. Eran, desde luego, tremendamente fuertes, pero no peligrosos. Todo lo más, les gustaba de vez en cuando jugárles malas pasadas a los viajeros extraviados.
Atreyu acababa de descubrir un claro del bosque por el que serpenteaba un arroyuelo, y había descabalgado para que Ártax bebiera y pastara, cuando de pronto oyó detrás de sí violentos crujidos y chasquidos y se volvió.
Del bosque venían hacia él tres trolls de la corteza, cuya vista hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Al primero le faltaban las piernas y la parte inferior del cuerpo, de forma que tenía que andar con las manos. El segundo tenía un enorme agujero en el pecho, a través del cual se podía mirar, y el tercero brincaba sobre su única pierna porque le faltaba toda la mitad izquierda del cuerpo, como si lo hubieran partido por en medio.
Cuando vieron el amuleto en el pecho de Atreyu, se hicieron mutuamente un gesto de asentimiento y se acercaron despacio.
—¡No te asustes! —dijo el que caminaba sobre las manos, y su voz sonó como el crujido de un árbol—. Nuestro aspecto no es precisamente muy agradable, pero en esta parte del Bosque de Haule nadie más que nosotros puede avisarte. Por eso hemos venido.
—¿Avisarme? —preguntó Atreyu—. ¿De qué?
—Hemos oído hablar de ti —gimió el del pecho agujereado— y nos han dicho por qué estás en camino. No debes seguir adelante, porque si no estarás perdido.
—Te pasará lo mismo que a nosotros —suspiró el partido en dos—. ¡Míranos! ¿Te gustaría?
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Atreyu.
—La aniquilación se extiende —se quejó el primero—, aumenta cada día más… si es que se puede decir que la nada aumenta. Todos los demás huyeron a tiempo del Bosque de Haule, pero nosotros no quisimos dejar nuestro hogar. Y entonces nos sorprendió durante el sueño e hizo con nosotros lo que ves.
—¿Duele mucho? —preguntó Atreyu.
—No —respondió el segundo troll de la corteza, el del agujero en el pecho—, no se siente nada. Sólo te falta algo y cada día te falta algo más, una vez que has sido atacado. Pronto no existiremos ya.
—¿En qué lugar del bosque comenzó todo? —quiso saber Atreyu.
—¿Quieres verlo? —El tercer troll, que era sólo medio troll, miró interrogativamente a sus compañeros de infortunio. Cuando éstos asintieron continuó:—Te llevaremos hasta donde puedas verlo, pero tienes que prometer que no te acercarás más. De otra forma, la Nada te atraería de un modo irresistible.
—Está bien —dijo Atreyu—, os lo prometo.
Los tres se volvieron y se dirigieron al lindero del bosque. Atreyu cogió a Ártax de las riendas y los siguió. Durante un rato se abrieron paso entre los gigantescos árboles y luego se detuvieron ante un tronco particularmente grueso. Ni cinco hombres adultos hubieran podido abarcarlo con sus brazos.
—Trepa tan alto como puedas —dijo el troll sin piernas— y mira hacia oriente. Entonces lo verás… o, mejor dicho, no lo verás.
Atreyu subió, agarrándose a los nudos y protuberancias del tronco. Llegó a las ramas más bajas. Se izó hasta las siguientes y se elevó cada vez más, hasta que dejó de ver el suelo. Siguió trepando, el tronco se hizo más delgado y las ramas más numerosas, de forma que le resultó más fácil avanzar. Cuando finalmente estuvo sentado en lo más alto de la copa, miró hacia oriente y lo vio:
Las copas de los otros árboles que estaban muy cerca eran verdes, pero el follaje de los árboles que había detrás parecía haber perdido ese color, porque era gris. Y, un poco más lejos, se hacía extrañamente transparente, nebuloso o, mejor dicho, cada vez más irreal. Y detrás no había nada, absolutamente nada. No era un lugar pelado, una zona oscura, ni tampoco una clara; era algo insoportable para los ojos y que producía la sensación de haberse quedado uno ciego. Porque no hay ojos que aguanten el contemplar una nada total. Atreyu se tapó la cara con la mano y estuvo a punto de caerse de la rama. Se sujetó con fuerza y descendió tan deprisa como pudo. Ya había visto bastante. Sólo entonces comprendió todo el horror que se extendía por Fantasia.
Cuando llegó otra vez al pie del gigantesco árbol, los tres trolls de la corteza habían desaparecido. Atreyu saltó sobre su caballito y, a galope tendido, tomó la dirección opuesta a aquella en que la Nada avanzaba lenta pero inconteniblemente. Sólo cuando era ya oscuro y hacía tiempo que el Bosque de Haule había quedado atrás hizo alto.
Y aquella noche le esperaba el segundo acontecimiento que había de dar a su Gran Búsqueda una nueva orientación.
Soñó —de forma mucho más clara que hasta entonces— con los grandes búfalos purpúreos que había querido cazar. Esta vez estaba ante ellos sin arco ni flechas. Él se sentía muy pequeño, pero la cabeza del gran animal cubría el cielo entero. Y oyó cómo le hablaba. No pudo entenderlo todo, pero aproximadamente le dijo así:
«Si me hubieses matado serías ahora un cazador. Sin embargo, renunciaste a ello y por eso puedo ayudarte ahora, Atreyu. ¡Escucha! Hay un ser en Fantasia que es más viejo que todos los otros. Lejos, muy lejos, al norte, está el Pantano de la Tristeza. En medio de ese pantano se alza la Montaña de Cuerno y allí vive la Vetusta Morla. ¡Busca a la Vetusta Morla!
Entonces Atreyu se despertó.
El reloj de la torre dio las doce. Los compañeros de Bastián irían pronto a dar la última clase en el gimnasio. Quizá jugasen hoy con aquel balón medicinal grande y pesado con el que Bastián se daba siempre tan mala maña, por lo que ninguno de los equipos lo quería como jugador. A veces tenían que jugar también con una pelota pequeña, dura como una piedra, que hacía muchísimo daño cuando le daba a uno. Y a Bastián le daban siempre y con todas las ganas, porque ofrecía un blanco fácil. Sin embargo, quizá hubiera que hacer hoy cuerdas… un ejercicio que Bastián detestaba especialmente. Mientras que la mayoría de los otros estaban ya arriba, él se columpiaba casi siempre como un saco de patatas, con la cara roja como un tomate, al extremo inferior de la cuerda, con gran regocijo de toda la clase pero sin ser capaz de trepar ni medio metro. Y el señor Menge, el profesor de gimnasia, no escatimaba las bromas a su costa.
Bastián hubiera dado cualquier cosa por ser como Atreyu. Entonces les hubiera dado a todos una lección.
Suspiró profundamente.
Atreyu cabalgó hacia el norte, siempre hacia el norte. Sólo se permitía y permitía a su caballo las pausas más estrictamente necesarias para dormir y comer. Cabalgó día y noche, con el ardor del sol y bajo la lluvia, a través de tormentas y tempestades. No vio nada ni consultó con nadie más.
Cuanto más avanzaba hacia el norte, tanto más oscuro se hacía. Un crepúsculo gris de plomo, siempre igual, llenaba los días. Por las noches, las auroras boreales iluminaban el cielo.
Una mañana, en cuya turbia luz el tiempo parecía haberse detenido, vio por fin, desde una colina, el Pantano de la Tristeza. Vapores de niebla flotaban sobre él y de ellos surgían bosquecillos de árboles cuyos troncos se abrían por abajo en cuatro, cinco o más zancos retorcidos, de forma que parecían grandes cangrejos, sostenidos sobre muchas patas en el agua negra. Del follaje pardo colgaban por doquier raíces aéreas, como tentáculos inmóviles. Era casi imposible saber dónde era firme el suelo entre las charcas y dónde consistía sólo en una alfombra de plantas acuáticas.
Ártax resopló suavemente de espanto.
—Sí —respondió Atreyu—, hemos de encontrar la Montaña de Cuerno que está en medio de ese pantano.
Espoleó a Ártax y el caballito obedeció. Paso a paso, iba comprobando la firmeza del suelo y, de ese modo, avanzaban lentamente. Finalmente, Atreyu desmontó y llevó a Ártax de las riendas. El caballo se hundió unas cuantas veces pero consiguió siempre salir. No obstante, cuanto más profundamente se adentraban en el Pantano de la Tristeza, tanto más torpes se hacían sus movimientos. Dejaba colgar la cabeza y se limitaba a arrastrarse hacia adelante.
—Ártax —dijo Atreyu—: ¿qué te pasa?
—No lo sé, señor —respondió el animal—, creo que deberíamos volver. No tiene ningún sentido. Corremos tras algo que sólo has soñado. Pero no lo encontraremos. Quizá sea de todas formas demasiado tarde. Quizá haya muerto ya la Emperatriz Infantil y todo lo que hacemos sea absurdo. Vamos a volver, señor.
—Nunca me has hablado así, Ártax —dijo asombrado Atreyu—. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—Es posible —contestó Ártax—. A cada paso que damos, la tristeza de mi corazón aumenta. Ya no tengo esperanzas, señor. Y me siento cansado, tan cansado… Creo que no puedo más.
—¡Pero tenemos que seguir! —exclamó Atreyu—. ¡Vamos, Ártax!
Le tiró de las riendas, pero Ártax se quedó inmóvil. Se había hundido ya hasta el vientre. Y no hacía nada por librarse.
—¡Ártax! —gritó Atreyu—. ¡No puedes abandonar ahora! ¡Vamos! ¡Sal de ahí o te hundirás!
—¡Déjame,—señor! —respondió el caballito—. No puedo soportar más esta tristeza. Voy a morir.
Atreyu tiró desesperadamente de las riendas, pero el caballito se hundía cada vez más. Atreyu no podía hacer nada. Cuando, finalmente, sólo la cabeza del animal sobresalía ya
del agua negra, Atreyu la cogió entre sus brazos.
—Yo te sostendré, Ártax —le dijo al oído—, no dejaré que te hundas.
El caballito relinchó una vez más suavemente.
—No puedes ayudarme, señor. Estoy acabado. Ninguno de los dos sabíamos lo que nos esperaba. Ahora sabemos por qué el Pantano de la Tristeza se llama así. La tristeza me ha hecho tan pesado que me hundo. No hay escapatoria.
—¡Pero si yo también estoy aquí —dijo Atreyu— y no me pasa nada!
—Llevas el Esplendor, señor —respondió Ártax—, y te protege.
—Entonces te colgaré el Signo —balbuceó Atreyu—. Quizá te proteja también.
Quiso ponerle la cadena alrededor del cuello.
—No —resopló el caballito—, no debes hacerlo, señor. El Pentáculo te lo han dado a ti, y no tienes derecho a dárselo a nadie aunque quieras. Tendrás que seguir buscando sin mí.
Atreyu apretó su cara contra la quijada del caballo.
—Ártax… —susurró estranguladamente—. ¡Mi Ártax!
—¿Quieres hacer algo por mí todavía, señor? —preguntó el animal.
Atreyu asintió en silencio.
—Entonces márchate, por favor. No me gustaría que me vieras cuando llegue el último momento. ¿Me harás ese favor?
Atreyu se puso lentamente en pie. La cabeza de su caballo estaba ahora medio sumergida en el agua negra.
—¡Adiós, Atreyu, mi señor! —dijo Ártax—. ¡…Y gracias!
Atreyu apretó los labios. No podía decir nada. Saludó una vez más a Ártax con la cabeza y luego se dio media vuelta y se fue.
Bastián sollozó. No pudo evitarlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía seguir leyendo. Tuvo que sacar el pañuelo y sonarse la nariz antes de poder continuar.
Cuánto tiempo siguió vadeando, vadeando simplemente, no lo supo nunca Atreyu. Estaba ciego y sordo. La niebla se hacía cada vez más espesa y tenía la sensación de caminar en redondo desde hacía horas. No prestaba atención a donde ponía el pie y, sin embargo, nunca se hundía más arriba de la rodilla. De una forma incomprensible, el signo de la Emperatriz Infantil le mostraba el verdadero camino.
Entonces se encontró de pronto ante la falda de una montaña alta y bastante empinada. Subió por las agrietadas rocas y trepó hasta su cumbre redonda. Al principio no se dio cuenta de qué estaban hechas aquellas rocas. Sólo cuando llegó arriba del todo y echó una ojeada alrededor vio que eran enormes placas de cuerno, en cuyas grietas y hendiduras crecía el musgo.
¡Había encontrado la Montaña de Cuerno!
Sin embargo, no sintió ninguna satisfacción por aquel descubrimiento. El fin de su fiel caballito hacía que aquello lo dejara casi indiferente. Ahora tenía que descubrir quién era y dónde estaba aquella Vetusta Morla que vivía allí.
Mientras estaba aún pensando, sintió de pronto que un ligero estremecimiento recorría la montaña, y luego oyó un tremendo resoplar y chasquear y una voz que parecía venir de las entrañas más profundas de la tierra:
—Mira, vieja, algo bulle por ahí sobre nosotras.
Atreyu se apresuró a dirigirse al final de la cresta de la montaña, de donde venía la voz. Sin embargo, resbaló en una alfombra de musgo y empezó a patinar. No pudo agarrarse a nada, se deslizó cada vez más aprisa y finalmente se despeñó. Por suerte, cayó en uno de los árboles que había abajo. Sus ramas lo sostuvieron.
Atreyu vio ante sí una gigantesca caverna en la montaña, en la que el agua negra salpicaba y chapoteaba, porque algo se movía allí dentro, saliendo lentamente. Sólo cuando hubo salido del todo se dio cuenta Atreyu de que era una cabeza unida a un cuello largo y arrugado: la cabeza de una tortuga.
Sus ojos eran grandes como charcos negros. Su hocico chorrea—ba fango y algas. Toda aquella Montaña de Cuerno —Atreyu lo comprendió de pronto— era un único y monstruoso animal, una formidable tortuga de pantano: ¡la Vetusta Morla!
Entonces se oyó aquella voz jadeante y gorgoteante:
—¿Qué haces ahí, pequeño?
Atreyu cogió el amuleto de su pecho y lo sostuvo de forma que los ojos grandes como charcos de la tortuga pudieran verlo.
—¿Sabes qué es esto, Morla?
Pasó un rato antes de que ella respondiera:
—Mira, vieja… ÁURYN… Hacía tiempo que no lo veíamos, el Signo de la Emperatriz Infantil… Hacía tiempo.
—La Emperatriz Infantil está enferma —repuso Atreyu—. ¿Lo sabías?
—Nos da lo mismo, ¿no es cierto, vieja? —respondió la Morla. Parecía hablar consigo misma de aquella forma peculiar, quizá porque no tenía a nadie con quien hablar, quién sabe desde hacía cuánto tiempo.
—Si no la salvamos morirá —añadió Atreyu más apremiantemente.
—Bueno —respondió la Morla.
—Y con ella se hundirá Fantasia —exclamó Atreyu—. La aniquilación llega ya a todas partes. Yo mismo la he visto.
La Morla lo miró fijamente con sus ojos enormes y vacíos.
—No tenemos nada en contra, ¿verdad, vieja? —gorgoteó.
—¡Moriremos todos! —gritó Atreyu—. ¡Todos!
—Mira, pequeño —respondió la Morla—, ¿qué nos importa? Nada tiene importancia ya para nosotras. Todo da lo mismo, exactamente lo mismo.
—¡También tú serás aniquilada, Morla! —gritó Atreyu furioso—. ¡También tú! ¿O es que crees que, por ser tan vieja, sobrevivirás a Fantasia?
—Mira —gorgoteó la Morla—: somos viejas, pequeño, demasiado viejas y hemos vivido bastante. Hemos vivido demasiado. Para quien sabe tanto como nosotras nada es importante ya. Todo se repite eternamente: el día y la noche, el verano y el invierno…, el mundo está vacío y no tiene sentido. Todo se mueve en círculos. Lo que aparece debe desaparecer, y lo que nace debe morir. Todo pasa: el bien y el mal, la estupidez y la sabiduría, la belleza y la fealdad. Todo está vacío. Nada es verdad. Nada es importante.
Atreyu no supo qué responder. La mirada gigantesca, oscura y vacía de la Vetusta Morla paralizaba su mente. Al cabo de un rato la oyó hablar de nuevo:
—Eres muy joven, pequeño. Nosotras somos viejas. Si fueras tan viejo como nosotras sabrías que no hay nada más que tristeza. Mira: ¿por qué no hemos de morir tú, yo, la Emperatriz Infantil, todos, todos? Todo es sólo una apariencia, un juego en la Nada. Todo da exactamente lo mismo. Déjanos en paz, pequeño, y vete.
Atreyu recurrió a toda su fuerza de voluntad para contrarrestar el entumecimiento que le producía la mirada de la Vetusta Morla.
—Si tanto sabes —dijo—, también sabrás en qué consiste la enfermedad de la Emperatriz Infantil y si hay para ella remedio.
—Lo sabemos, ¿verdad, vieja? Lo sabemos —resolló la Morla—, pero da lo mismo que ella se salve o no. Por lo tanto, ¿por qué tendríamos que decírtelo?
—Si realmente te da lo mismo —la apremió Atreyu—, también podrías decírmelo.
—Podríamos también, vieja, ¿verdad? —gruñó la Morla—. Pero no tenemos ganas.
—Entonces —exclamó Atreyu— no es verdad que todo te dé lo mismo. ¡Ni siquiera tú crees lo que dices!
Durante mucho tiempo reinó el silencio, y luego Atreyu oyó unos gorgoteos y regüeldos profundos. Debían de ser una especie de risa, si es que la Vetusta Morla podía reír todavía. En cualquier caso, dijo:
—Eres astuto, pequeño. ¡Vaya! Eres listo. Hacía tiempo que no nos divertíamos tanto, ¿verdad, vieja? ¡Vaya! También podríamos decírtelo. No hay ninguna diferencia. ¿Se lo decimos, vieja?
Hubo un largo silencio. Atreyu esperaba impaciente la respuesta de la Morla, sin interrumpir con sus preguntas los lentos y desesperantes pensamientos de ella. Por fin, la tortuga siguió hablando:
—Tú vives poco, pequeño. Nosotras vivimos mucho. Demasiado. Pero los dos vivimos en el tiempo. Tú poco. Nosotras mucho. La Emperatriz Infantil existía ya antes que nosotras. Pero no es vieja. Ella es siempre joven. Mira: su existencia no se mide por tiempo, sino por nombres. Necesita un nombre nuevo, siempre un nombre nuevo. ¿Sabes sus nombres, pequeño?
—No —reconoció Atreyu—. Nunca los he oído.
—Es que no puedes haberlos oído —respondió la Morla—. Ni siquiera nosotras podemos recordarlos. Y, sin embargo, ha tenido muchos. Pero todos se han olvidado. Todos han pasado. No obstante, sin nombre no puede vivir. La Emperatriz Infantil sólo necesita tener un nuevo nombre para ponerse bien. Sin embargo, no importa si se pone bien o no…
Cerró sus ojos grandes como charcos y empezó a recoger lentamente la cabeza.
—¡Espera! —gritó Atreyu—. ¿De quién recibe los nombres? ¿Quién puede darle un nombre? ¿Dónde puedo encontrar ese nombre?
—Ninguno de nosotros —oyó gorgotear a la Morla—, ningún ser de Fantasia puede darle un nuevo nombre. Por eso todo es inútil. No te preocupes, pequeño. Nada importa.
—Entonces, ¿quién? —gritó Atreyu fuera de sí—. ¿Quién puede darle un nombre que la salve y nos salve a todos?
—¡No hagas tanto ruido! —dijo la Morla—. Déjanos en paz y márchate. Tampoco nosotras sabemos quién puede hacerlo.
—Si no lo sabes —gritó Atreyu más fuerte aún—, ¿quién puede saberlo?
Ella abrió de nuevo los ojos.
—Si no llevases el Esplendor —resopló—, te comeríamos, sólo para estar tranquilas. ¡Vaya!
—¿Quién? —insistió Atreyu—. ¡Dime quién lo sabe y te dejaré en paz para siempre!
—Al fin y al cabo da lo mismo —respondió ella—, quizá Uyulala, en el Oráculo del Sur. Quizá ella lo sepa. ¿Qué nos importa?
—¿Y cómo puedo llegar hasta allí?
—No puedes llegar de ninguna forma, pequeño. ¡Vaya! Ni en diez mil días de viaje. Vives demasiado poco. Morirías antes. Está demasiado lejos. En el sur. Demasiado lejos. Por eso todo es inútil. Se lo habíamos dicho desde el principio, ¿verdad, vieja? Déjalo estar y renuncia, pequeño. Y, sobre todo, ¡déjanos en paz!
Diciendo esto, cerró definitivamente sus ojos de mirada vacía y metió otra vez la cabeza en la cueva. Atreyu supo que no podría sacar nada más de ella.
Al mismo tiempo, el ser de las sombras que se había formado de la oscuridad del páramo nocturno encontró el rastro de Atreyu y se dirigió al Pantano de la Tristeza. Nada ni nadie en Fantasia podría apartarlo de aquel rastro.
Bastián había apoyado la cabeza en la mano y miraba ante sí pensativamente.
—Es muy extraño —dijo en voz alta— que ningún ser de Fantasia pueda dar a la Emperatriz Infantil un nuevo nombre.
Si sólo se tratara de encontrar un nombre, él hubiera podido ayudarlos fácilmente. Eso se le daba bien. Pero por desgracia no estaba en Fantasia, donde sus habilidades hubieran podido ser útiles y le hubieran reportado quizá simpatía u honores. Por otro lado, se alegraba también mucho de estar allí porque en una región como el Pantano de la Tristeza no se hubiera atrevido a entrar por nada del mundo. ¡Y aquel siniestro ser de las sombras que perseguía a Atreyu sin que lo supiera! A Bastián le hubiera gustado avisarlo, pero no podía ser. No se podía hacer otra cosa que confiar en la suerte y seguir leyendo.