Fújur seguía durmiendo profundamente cuando Énguivuck, con Atreyu, volvió a la cueva de los gnomos. La vieja Urgl había preparado entretanto una mesita al aire libre, cubriéndola con toda clase de cosas dulces y espesos jugos de bayas y plantas.

Había además pequeños cuencos para beber y una jarrita llena de una tisana caliente y aromática. Dos diminutas antorchas, alimentadas con aceite, completaban la escena.

—¡Sentaos! —ordenó la mujercita—. Atreyu tiene que comer y beber algo antes para recuperar las fuerzas. La medicina sola no basta.

—Gracias —dijo Atreyu—, pero me siento ya muy bien.

—¡No me lleves la contraria! —resopló Utgl—. Mientras estés aquí harás lo que se te diga, ¿entendido? El veneno de tu cuerpo ha sido neutralizado. Por lo tanto, no hace falta que te apresures, muchacho. Tienes todo el tiempo que quieras, de manera que tómatelo con calma.

—No se trata sólo de mí —objetó Atreyu—: la Emperatriz Infantil se está muriendo. Quizá importe cada hora.

—¡Sandeces! —refunfuñó la viejecita—. Con prisas no se hace nada. ¡Siéntate! ¡Come! ¡Bebe! ¡Vamos! ¿A qué esperas?

—Según mi experiencia con esa mujer —susurró Enguivuck—, lo mejor es seguirle la corriente. Cuando se le mete algo en la cabeza no hay nada que hacer. Además, nosotros dos tenemos que hablar.

Atreyu se sentó con las piernas cruzadas ante la diminuta mesa y se sirvió. A cada trago y cada bocado le parecía realmente como si una nueva vida cálida y dorada afluyera a sus venas y músculos. Sólo entonces se dio cuenta de lo débil que había estado.

A Bastián se le hacía la boca agua. De repente le pareció oler la comida de los gnomos. Husmeó el aire pero, naturalmente, era sólo imaginación.

Su estómago se hacía oír. Bastián no pudo aguantar más. Cogió lo que le quedaba del bocadillo y la manzana de su cartera y se los comió. Luego se sintió mejor, aunque distaba mucho de estar lleno.

Entonces comprendió que aquélla había sido su última comida. Esas palabras lo asustaron. Intentó no pensar más en ello.

—¡De dónde sacas tantas cosas ricas? —le preguntó Atreyu a Urgl.

—Ay, hijito —dijo ella—, hay que ir muy lejos, lejísimos, para encontrar las hierbas y las plantas adecuadas. Pero él, ese cabezota de Énguivuck, quiere vivir precisamente aquí… ¡a causa de sus importantes estudios! De dónde pueda venir la comida no le preocupa.

—Mujer —respondió dignamente Énguivuck—, ¡qué sabes tú lo que es importante y lo que no lo es! ¡Vete y déjanos hablar!

Urgl se metió lloriqueando en la pequeña cueva, donde se puso a armar mucho ruido con toda clase de cacharros.

—¡Déjala! —cuchicheó Énguivuck—. Es una buenaza, pero a veces tiene que desahogarse. ¡Escucha, Atreyu! Ahora te explicaré algo que debes saber sobre el Oráculo del Sur. No es tan fácil llegar hasta Uyulala. Incluso resulta bastante difícil. Sin embargo, no quiero darte una conferencia científica. Quizá sea mejor que me hagas preguntas tú. Yo tengo tendencia a perderme en los detalles. De manera que ¡pregunta!

—Está bien —dijo Atreyu—: ¿quién o qué es Uyulala?

—¡Maldita sea! —rezongó Énguivuck fulminándolo indignado con la mirada—. Haces preguntas tan directas como las de mi vieja. ¿No puedes empezar por otra cosa?

Atreyu reflexionó y preguntó luego:

—Esa gran puerta de piedra que me has enseñado con las esfinges… ¿Es la entrada?

—¡Eso está mejor! —respondió Énguivuck—. Así haremos progresos. La puerta de piedra es la entrada, pero después hay otras dos puertas y sólo detrás de la tercera vive Uyulala… Si es que puede decirse de ella que vive.

—¿Tú has estado alguna vez con ella?

—¡Pero qué te imaginas! —contestó Énguivuck, un poco contrariado otra vez—. Yo trabajo científicamente. He reunido los informes de todos los que estuvieron dentro. Siempre que han vuelto, claro. ¡Es un trabajo importantísimo! No puedo permitirme correr riesgos personales. Eso podría afectar a mi obra.

—Comprendo —dijo Atreyu—, ¿y qué pasa con las tres puertas?

Énguivuck se puso en pie, cruzó los brazos a la espalda y empezó a andar de un lado a otro, mientras explicaba:

—La primera se llama la Puerta del Gran Enigma. La segunda la Puerta del Espejo Mágico. Y la tercera la Puerta sin llave…

—Es extraño —le interrumpió Atreyu—. Por lo que pude ver, detrás de la puerta de piedra no había más que una llanura desnuda. ¿Dónde están las otras puertas?

—¡Calma! —dijo Énguivuck imperiosamente—. Si me interrumpes siempre no podré explicarte nada. ¡Todo es muy difícil! Lo que pasa es que la segunda puerta aparece sola

mente cuando se ha atravesado la primera. Y la tercera sólo cuando se ha dejado atrás la segunda. Y Uyulala únicamente cuando se ha entrado por la tercera. Antes no hay nada de todo eso. Sencillamente, no están allí, ¿comprendes?

Atreyu movió afirmativamente la cabeza, pero prefirió callarse para no irritar más al gnomo.

—La primera, la Puerta del Gran Enigma, es la que has visto con mi catalejo. Con las dos esfinges. Esa puerta está siempre abierta… como es lógico. No tiene batientes. Sin embargo, nadie puede pasar por ella, salvo si… —Énguivuck levantó en el aire un minúsculo dedo índice—, salvo si las esfinges cierran los ojos. La mirada de una esfinge es algo totalmente distinto de la mirada de cualquier otro ser. Nosotros y todos los demás seres percibimos algo con la mirada. Vemos el mundo. Pero una esfinge no ve nada; en cierto sentido, es ciega. En cambio, sus ojos transmiten algo. ¿Y qué transmiten sus ojos? Todos los enigmas del mundo. Por eso las dos esfinges se miran mutuamente. Porque la mirada de una esfinge sólo puede soportarla otra esfinge. ¡Y puedes figurarte lo que le ocurre a quien se atreve a interferir el intercambio de miradas entre las dos! Se queda petrificado en el sitio y no puede moverse hasta haber resuelto todos los enigmas del mundo. Bueno, encontrarás los restos de esos pobres diablos cuando llegues.

—¿Pero no dijiste —objetó Atreyu— que a veces cierran los ojos? ¿No duermen las esfinges de vez en cuando?

—¿Dormir? —Énguivuck se estremeció de risa—. Válgame el cielo, dormir una esfinge. No, claro que no. No tienes ni idea. Sin embargo, tu pregunta no es totalmente disparatada. Hasta coincide con la dirección en que se orientan mis investigaciones. Ante algunos visitantes, las esfinges cierran los ojos y los dejan pasar. La cuestión que hasta ahora nadie ha podido aclarar es: ¿por qué precisamente a unos sí y a otros no? No se trata, en modo alguno, de que dejen entrar a los sabios, los valientes y los buenos, y cierren el paso a los tontos, los cobardes y los malos. ¡Ni soñarlo! He visto con mis propios ojos, y más de una vez, cómo han dejado entrar precisamente a algún estúpido mentecato o un infame bribón, mientras las personas más decentes y sensatas esperaban a menudo inútilmente durante meses y tenían que volverse por último con las manos vacías. Tampoco el que alguien quiera ver al Oráculo por estar en un aprieto o sólo para distraerse parece desempeñar ningún papel.

—¿Y tus investigaciones —preguntó Atreyu— no te han dado ningún indicio?

A Énguivuck se le puso otra vez la mirada centelleante de cólera.

—¿Es que no me escuchas? Ya te he dicho que, hasta hoy, nadie ha aclarado la cuestión. Naturalmente, he elaborado algunas teorías con el paso de los años. Al principio pensé que el aspecto decisivo por el que se guiaban las esfinges eran determinadas características físicas: estatura, belleza, fuerza o algo así. Sin embargo, pronto tuve que desechar esa idea. Luego intenté determinar alguna relación numérica; por ejemplo, si de cada cinco tres se quedaban siempre fuera o si sólo entraban los números primos. Resultaba bastante exacto en lo que al pasado se refería, pero en las predicciones fracasó totalmente. Ahora pienso que la decisión de las esfinges es totalmente casual y no tiene lógica alguna. Pero mi mujer opina que eso sería una tesis calumniosa y antifantásica y no tendría nada que ver con la ciencia.

—¿Otra vez con esas tonterías? —se oyó regañar a la mujercita desde la caverna—. ¡Qué vergüenza! Sólo porque tu cerebrín se te ha secado dentro de la cabeza crees que puedes rechazar los grandes misterios, ¡viejo zoquete!

—¡Ya la oyes! —dijo suspirando Énguivuck—. Y lo peor es que tiene razón.

—¿Y el amuleto de la Emperatriz Infantil? —preguntó Atreyu—. ¿No crees que las esfinges lo respetarán? Al fin y al cabo, son también criaturas de Fantasia.

—Desde luego —opinó Énguivuck rascándose su cabecita del tamaño de una manzana—, pero para eso tendrían que verlo. Y no ven. Sin embargo, su mirada te alcanzará a ti. Tampoco estoy seguro de que las esfinges obedezcan a la Emperatriz Infantil. Quizá sean más importantes que ella. No sé, no sé. En cualquier caso, es dudoso.

—Entonces, ¿qué me aconsejas? —quiso saber Atreyu.

—Debes hacer lo que tengas que hacer —respondió el gnomo—. Esperar a que ellas decidan… sin saber por qué.

Atreyu asintió pensativo.

La pequeña Urgl salió de la cueva. Arrastraba un cubito con un líquido humeante y llevaba, bajo el otro brazo, un manojo de plantas secas. Mascullando para sí se dirigió hacia el dragón de la suerte, que seguía durmiendo inmóvil. Comenzó a trepar por él para cambiarle las compresas de las heridas. El gigantesco paciente sólo suspiró una vez satisfecho y se estiró, pero por lo demás no pareció haber notado la cura.

—Sería mejor que hicieras también algo útil —le dijo Urgl a Énguivuck al volver a la cocina—, en lugar de estar ahí diciendo bobadas.

—¡Estoy haciendo algo muy útil! —le gritó su marido—. Seguramente mucho más útil que tú, pero eso no puedes comprenderlo, ¡so boba!

Y, volviéndose a Atreyu, continuó:

—Sólo sabe pensar en cosas prácticas. Para los grandes conceptos no está dotada.

El reloj de la torre dio las tres.

Si es que lo había notado, su padre debía de haber notado ahora, como muy tarde, que Bastián no había vuelto a casa. ¿Se estaría preocupando? Quizá saldría a buscarlo. Quizá habría avisado ya a la policía. Quizá transmitirían avisos por radio. Bastián sintió una punzada en la boca del estómago.

Y, si era así, ¿dónde lo buscarían? ¿En el colegio? ¿Quizá incluso en el desván?

¿Había cerrado la puerta al volver del retrete? No podía acordarse. Se puso en pie para verlo. Sí, la puerta estaba cerrada y el cerrojo puesto.

Fuera empezaba a oscurecer lentamente. La claridad que entraba por el tragaluz se iba haciendo imperceptiblemente más débil.

Para tranquilizarse, Bastián anduvo un rato de un lado a otro del desván. Al hacerlo, descubrió un montón de cosas que, en realidad, nada tenían que ver con el material escolar que allí había. Por ejemplo, un viejo y abollado gramófono de embudo… ¿Quién sabe cuándo y por quién había sido llevado allí? En un rincón había varios cuadros de marcos dorados, con arabescos, en los que casi no se veía más que algún rostro pálido y de mirada severa que se destacaba aquí o allá sobre un fondo oscuro. También había un candelabro de siete brazos, corroído por la herrumbre, en el que todavía quedaban restos de gruesas velas que habían formado largas lágrimas de cera.

Entonces Bastián se asustó, porque en un rincón oscuro se agitaba algo. Sólo al echar una segunda ojeada se dio cuenta de que había allí un gran espejo de medio cuerpo, en el que se había visto borrosamente reflejado a sí mismo. Se acercó más y se miró un rato. Realmente, no resultaba muy guapo con aquel cuerpo gordo, las piernas torcidas y la cara pálida. Movió la cabeza lentamente y dijo en voz alta:

—¡No!

Luego volvió a su lecho de colchonetas. Ahora tenía que acercarse el libro a los ojos para poder leer.

—¿Dónde estábamos? —preguntó Énguivuck.

—En la Puerta del Gran Enigma —le recordó Atreyu.

—¡Exacto! Supongamos que has conseguido atravesarla. Entonces —y sólo entonces— aparecerá ante ti la segunda puerta. La Puerta del Espejo Mágico. Como ya te he dicho, no te puedo decir nada sobre ella que haya visto yo personalmente, sino lo que he podido sacar en limpio de los informes. Esa puerta está tanto abierta como cerrada. ¿Parece un disparate, no? Quizá sería mejor decir que no está cerrada ni abierta. Aunque resulta igual de disparatado. En pocas palabras: se trata de un gran espejo o de algo así, aunque no está hecho de cristal ni de metal. De qué, nadie ha podido decírmelo. En cualquier caso, cuando se está ante él, se ve uno a sí mismo… pero no como en un espejo corriente, desde luego. No se ve el exterior, sino el verdadero interior de uno, tal como en realidad es. Quien quiera atravesarlo tiene que —por decirlo así— penetrar en sí mismo.

—De todas formas —opinó Atreyu—, esa Puerta del Espejo Mágico me parece más fácil de atravesar que la primera.

—¡Error! —exclamó Énguivuck, empezando a andar otra vez excitado de un lado a otro—. ¡Craso error, amigo! He comprobado que precisamente los visitantes que se consideran especialmente intachables huyen gritando del monstruo que los mira irónicamente desde el espejo. A algunos tuvimos que tratarlos durante semanas antes de que estuvieran siquiera en condiciones de emprender el viaje de regreso.

—¡Tuvimos! —gruñó Urgl, que pasaba precisamente por delante con otro cubito—. Siempre nosotros. ¿A quién has tratado tú?

Énguivuck se limitó a apartarla con un gesto.

—Otros —siguió exponiendo— no habían visto al parecer nada más horrible, pero tuvieron el valor de pasar sin embargo. Para otros fue menos espantoso, pero todos tuvieron que vencerse a sí mismos. No se puede decir nada que valga para todos los casos. Para cada uno es diferente.

—Bueno —dijo Atreyu—, pero ¿por lo menos se puede atravesar ese espejo mágico?

—Se puede —confirmó el gnomo—, naturalmente que se puede. Si no, no habría puerta. Lógico, ¿no?

—También se la podría rodear —opinó Atreyu—. ¿O no?

—También —repitió Énguivuck—. ¡Evidentemente, se puede! Lo que pasa es que entonces no hay nada detrás. La tercera puerta sólo aparece cuando se ha atravesado la segunda. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo!

—¿Y qué pasa con la tercera puerta?

—¡Ahí las cosas se ponen realmente difíciles! La Puerta sin Llave, efectivamente, está cerrada. Simplemente cerrada. ¡Y eso es todo! No tiene picaporte, ni pomo, ni ojo de cerradura, ¡nada! Mi teoría es que la única hoja de esa puerta, que cierra sin junturas, está hecha de selén fantásico. Seguramente sabes que no hay nada que pueda destruir, doblar o disolver el selén de Fantasia. Es absolutamente indestructible.

—Entonces, ¿no se puede entrar por esa puerta?

—¡Poco a poco, muchacho! Ha habido personas que han entrado y han hablado con Uyulala, ¿no? Por lo tanto, se puede abrir la puerta.

—Pero ¿cómo?

—Escucha: el selén de Fantasia reacciona a nuestra voluntad. Es precisamente nuestra voluntad la que lo hace tan resistente. Cuanto más se quiere entrar, tanto más se cierra la puerta. Pero cuando alguien logra olvidar sus intenciones y no querer nada… La puerta se abre sola ante él.

Atreyu bajó la mirada y dijo en voz baja:

—Si eso es verdad… ¿cómo podré entrar yo? ¿Cómo podría no quererlo?

Enguivuck asintió suspirando.

—Ya te lo dije: la Puerta sin llave es la más dificil.

—Y si a pesar de todo lo lograse —prosiguió Atreyu—, ¿llegaría al Oráculo del Sur?

—Sí —dijo el gnomo.

—¿Y podría hablar con Uyulala?

—Sí —dijo el gnomo.

—¿Y quién o qué es Uyulala?

—Ni idea —dijo el gnomo, y sus ojos centellearon furiosos—. Ninguno de los que estuvieron con ella me lo ha querido decir. ¿Cómo puede uno acabar su obra científica si todos se rodean de un silencio misterioso, eh? Es para tirarse de los pelos… si se tienen. Si llegas hasta ella, Atreyu, ¿me lo dirás por fin? ¿Lo harás? Me muero de ganas de saberlo y nadie, nadie quiere ayudarme. Por favor, ¡prométeme que tú me lo dirás!

Atreyu se puso en pie y miró a la Puerta del Gran Enigma, que se alzaba a la clara luz de la luna.

—No puedo prometértelo, Énguivuck —dijo suavemente—, aunque me gustaría demostrarte mi agradecimiento. Pero si nadie te ha dicho quién o qué es Uyulala, debe de haber alguna razón para ello. Y antes de conocerla no puedo decidir si debe saberlo alguien que no haya estado allí personalmente.

—¡Entonces vete! —gritó el gnomo, despidiendo literalmente chispas por los ojos—. ¡Lo único que se cosecha es ingratitud! Uno dedica su vida entera a investigar un secreto de interés general. Pero nadie lo ayuda. ¡No hubiera debido ocuparme de ti!

Diciendo esto, se metió corriendo en la pequeña cueva, en cuyo interior se oyó el fuerte portazo de una puertecita.

Urgl pasó junto a Atreyu, se rió sofocadamente y dijo:

—No habla en serio, ese cabeza de chorlito. Lo que le pasa es que está otra vez terriblemente decepcionado por sus ridículas investigaciones. Le gustaría mucho ser quien resolviera el Gran Enigma. El famoso gnomo Énguivuck. ¡No se lo tomes a mal!

—No —dijo Atreyu—, dile por favor que le agradezco de todo corazón lo que ha hecho por mí. Y también a ti te doy las gracias. Si puedo le diré el secreto… en el caso de que vuelva.

—Entonces, ¿vas a dejarnos? —preguntó la vieja Urgi.

—Tengo que hacerlo —respondió Atreyu—, no puedo perder más tiempo. Iré ahora al Oráculo. ¡Adiós! Y, entretanto, ¡cuida de Fújur, el dragón de la suerte!

Se volvió y se dirigió a la Puerta del Gran Enigma.

Urgl vio su figura erguida, con el manto ondulante, desaparecer entre las rocas. Corrió tras él y gritó:

—¡Mucha suerte, Atreyu!

Pero no supo si él la había oído. Mientras volvía a su pequeña caverna, con sus andares de pato, refunfuñó para sí:

—La va a necesitar… Realmente, va a necesitar mucha suerte.

Atreyu se había acercado hasta unos cincuenta pasos de la puerta de roca. Era mucho más enorme de lo que se había imaginado desde lejos. Detrás estaba la llanura totalmente yerma, que no ofrecía a la vista ningún apoyo, de forma que la mirada se precipitaba como en el vacío. Delante de la puerta y entre las dos pilastras, Atreyu vio innumerables calaveras y esqueletos. Restos de los más diversos habitantes de Fantasia que habían intentado atravesar la puerta y se habían quedado petrificados para siempre por la mirada de las esfinges.

Pero no fue eso lo que hizo que Atreyu se inmovilizara. Lo que lo detuvo fue el aspecto de las esfinges.

Atreyu había vivido mucho en su Gran Búsqueda, y había visto cosas magníficas y espantosas, pero hasta aquel momento no había sabido que ambas clases de cosas pueden unirse, que la belleza puede ser horrible.

La luz de la luna bañaba a aquellos dos seres colosales que, mientras Atreyu se dirigía lentamente hacia ellos, parecieron crecer hasta el infinito. Le parecía como si sus cabezas llegaran hasta la luna, y la expresión con que se miraban mutuamente parecía cambiar con cada paso que él daba. A través de sus altos cuerpos y, sobre todo, a través de sus rostros de rasgos humanos, corrían y palpitaban corrientes de una fuerza terrible y desconocida como si las esfinges no estuvieran simplemente allí, como está el mármol, sino que, a cada momento, estuvieran a punto de desaparecer y, al mismo tiempo, se crearan de nuevo a sí mismas. Y era como si, precisamente por eso, fueran mucho más reales que cualquier roca.

Atreyu tuvo miedo.

No era tanto miedo al peligro que lo amenazaba; era un miedo que procedía de sí mismo. Apenas pensaba en que —en el caso de que lo alcanzase la mirada de las esfinges— se quedaría para siempre hechizado y paralizado. No, era el miedo a lo incomprensible, a lo desmesuradamente grandioso, a la realidad de lo prepotente lo que hacía sus piernas cada vez más pesadas, hasta que le pareció tenerlas de plomo frío y gris.

Sin embargo, siguió adelante. No miró más hacia arriba. Mantuvo la cabeza baja y anduvo muy lentamente, paso a paso, hacia la puerta de roca. Y el peso del miedo que quería clavarlo al suelo fue cada vez más poderoso. Sin embargo, Atreyu siguió adelante. No sabía si las esfinges tenían los ojos cerrados o no. No podía perder tiempo. Tenía que arriesgarse a que le permitieran la entrada o aquel fuera el fin de su Gran Búsqueda.

Y precisamente en el instante en que creía que toda su fuerza de voluntad no bastaría para impulsarlo a dar otro paso más, oyó el eco de ese paso en el interior de la puerta de roca. Y al mismo tiempo todo su miedo lo abandonó, tan total y absolutamente que se dio cuenta de que, a partir de entonces, nunca más tendría miedo, pasase lo que pasase.

Levantó la cabeza y vio que tenía la Puerta del Gran Enigma a sus espaldas. Las esfinges lo habían dejado pasar. Delante de él, a una distancia de unos veinte pasos, estaba ahora, donde antes sólo se había visto la llanura vacía y sin fin, la Puerta del Espejo Mágico. Era grande y redonda como una segunda media luna (porque la verdadera seguía estando alta en el cielo) y brillaba como plata pulida. Resultaba difícil creer que pudiera pasarse precisamente a través de aquella superficie de metal, pero Atreyu no titubeó un segundo. Contaba con que, como había descrito Énguivuck, se le aparecería en el espejo alguna imagen espantosa de sí mismo, pero aquello —al haber dejado atrás todo miedo— le parecía sin importancia.

No obstante, en lugar de una imagen aterradora vio algo con lo que no había contado en absoluto y que tampoco pudo comprender. Vio a un muchacho gordo de pálido rostro —aproximadamente de la misma edad que él— que, con las piernas cruzadas, se sentaba en un lecho de colchonetas y leía un libro. Estaba envuelto en unas mantas grises y desgarradas. Los ojos del muchacho eran grandes y parecían muy tristes. Detrás de él se divisaban algunos animales inmóviles a la luz del crepúsculo —un águila, una lechuza y un zorro— y un poco más lejos relucía algo que parecía un esqueleto blanco. No podía saberse con exactitud.

Bastián tuvo un sobresalto al comprender lo que acababa de leer. ¡Era él! La descripción coincidía en todos los detalles. El libro empezó a temblarle en las manos. ¡Decididamente, la cosa estaba yendo demasiado lejos! No era posible que en un libro impreso pudiera decirse algo que sólo se refería a aquel momento y a él. Cualquier otro leería lo mismo al llegar a ese lugar del libro. No podía ser más que una casualidad increíble. Aunque, sin duda, era una casualidad extrañísima.

—Bastián —se dijo a sí mismo en voz alta—, estás como una cabra. ¡Haz el favor de dominarte!

Había intentado hablar en el tono más firme posible, pero su voz temblaba un poco, porque no estaba totalmente convencido de que fuera sólo casualidad.

«Imagínate», pensó, «lo que ocurriría si en Fantasia supieran realmente algo de ti. Sería fabuloso.»

Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

Sólo una pequeña sonrisa de asombro se dibujó en los labios de Atreyu al entrar en la imagen del espejo… Estaba un poco asombrado de que le resultara tan fácil lo que a otros les había parecido insuperable. Sin embargo, mientras entraba sintió un extraño y cosquilleante estremecimiento. Y no sospechó lo que en realidad le había ocurrido.

En efecto, cuando estuvo al otro lado de la Puerta del Espejo Mágico, había perdido todo recuerdo de sí mismo, de su vida anterior, de sus objetivos y sus intenciones. No sabía ya nada de la Gran Búsqueda que lo había llevado hasta allí y ni siquiera recordaba su propio nombre. Era como un niño recién nacido.

Delante de él, a una distancia de unos pasos, vio la Puerta sin Llave, pero Atreyu no se acordaba de ese nombre ni de que había tenido la intención de atravesarla para llegar al Oráculo del Sur. No sabía en absoluto lo que quería o tenía que hacer, ni por qué estaba allí. Se sentía ligero y muy alegre, y se reía sin motivo, de simple contento.

La puerta que vio ante sí era pequeña y baja como un portillo, y se alzaba aislada —sin muros que la rodeasen— sobre la superficie yerma. Y la hoja de aquella puerta estaba cerrada.

Atreyu la contempló durante un buen rato. Parecía estar hecha de un material que brillaba como el cobre. Era bonita, pero Atreyu perdió el interés al cabo de un tiempo. Rodeó la puerta y la contempló por detrás, pero su aspecto no se diferenciaba del que tenía por delante. Tampoco tenía picaporte, ni pomo, ni agujero de cerradura. Evidentemente, la puerta no estaba hecha para ser abierta, ni tenía sentido hacerio, ya que no conducía a ninguna parte y se limitaba a estar allí. Porque detrás de la puerta sólo estaba la llanura extensa, pelada y totalmente vacía.

Atreyu tuvo ganas de irse. Se volvió, fue hacia la redonda Puerta del Espejo Mágico y contempló su parte trasera durante algún tiempo, sin comprender lo que significaba. Decidió marcharse.

—¡No, no! ¡No te marches! —dijo Bastián en voz alta—. Vuelve, Atreyu. ¡Tienes que atravesar la Puerta sin Llave!

Sin embargo, luego se volvió otra vez hacia la Puerta sin Llave. Quería mirar otra vez aquel resplandor cobrizo. De manera que se situó ante la puerta, se inclinó a izquierda y derecha y disfrutó. Acarició suavemente el extraño material. Parecía caliente y hasta vivo al tacto. Y la puerta se abrió parcialmente.

Atreyu metió la cabeza y vio algo que antes, al rodear la puerta, no había visto al otro lado. Sacó la cabeza y miró al otro lado de la puerta: sólo la llanura desnuda. Miró otra vez por la abertura y vio un largo corredor, formado por innumerables columnas poderosas. Y detrás había escalones y otras columnas y terrazas, y más escaleras y todo un bosque de columnas. Sin embargo, ninguna de aquellas columnas soportaba nada. Porque encima podía verse el cielo nocturno.

Atreyu atravesó la puerta y miró a su alrededor extrañado. Detrás de él, la puerta se cerró.

El reloj de la torre dio las cuatro.

La turbia luz del día que entraba por el tragaluz había ido desapareciendo. Sencillamente, estaba demasiado oscuro para seguir leyendo. Bastián sólo había podido descifrar la última página con esfuerzo. Dejó el libro a un lado.

¿Qué podía hacer ahora?

Sin embargo, era seguro que en el desván había luz eléctrica. Bastián se dirigió a tientas hacia la puerta, en la semioscuridad, y tanteó la pared. No pudo encontrar ningún interruptor. Tampoco al otro lado había ninguno.

Bastián sacó una caja de cerillas del bolsillo del pantalón (siempre llevaba, porque le gustaba hacer pequeñas hogueras), pero estaban húmedas y sólo la cuarta encendió. Al débil resplandor de la llamita, buscó un interruptor, pero no lo había.

Con aquello no había contado. Ante la idea de que tendría que estar allí toda la tarde y toda la noche en una oscuridad total, sintió frío del susto. Ya no era un niño pequeño y, en su casa o en cualquier otro lugar conocido, no tenía miedo de la oscuridad, pero allí arriba, en aquel enorme desván con todas aquellas cosas extrañas, era muy distinto.

La cerilla le quemó los dedos y la tiró.

Durante un rato se quedó así, escuchando. La lluvia había cesado y sólo tamborileaba aún, muy suavemente, en el gran tejado de chapa.

Entonces recordó el oxidado candelabro de siete brazos que había descubierto entre los trastos. Se dirigió tanteando hacia aquel lugar, lo encontró y lo arrastró hasta sus colchonetas.

Encendió las mechas de los gruesos pedazos de vela —los siete— e inmediatamente se difundió una luz dorada. Las llamas chisporroteaban suavemente y temblaban a veces en la corriente de aire.

Bastián respiró otra vez y volvió a coger el libro.

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