üérquobad, el Anciano de Plata, se había
quedado dormido en su sillón porque era ya noche avanzada. De esa
forma se perdió la experiencia más importante y hermosa que hubiera
podido tener en sus ciento siete años de existencia. Lo mismo les
pasó a otros muchos en Amarganz, ciudadanos y forasteros que,
agotados por la fiesta, se habían entregado al descanso. Sólo unos
pocos estaban aún despiertos, y esos pocos oyeron algo que superaba
en belleza a todo lo que habían oído o podrían oír nunca.
Fújur, el dragón blanco de la suerte, cantaba.
Muy alto, en el cielo de la noche, describía círculos sobre la Ciudad de Plata y el Lago de las Lágrimas, haciendo resonar su voz de campana. Era una canción sin palabras, la melodía grande y sencilla de la felicidad pura. Y a quien la oía el corazón se le abría de par en par.
Eso les pasó a Bastián y a Atreyu que, juntos se sentaban en el amplio balcón del palacio de Qüérquobad. Era la primera vez que oían cantar a un dragón de la suerte. Sin darse cuenta, se habían dado la mano y escuchaban encantados en silencio. Cada uno de los dos sabía que el otro sentía lo mismo que él: la alegría de haber encontrado un amigo. Y evitaban estorbarla con palabras.
La gran hora pasó, y el canto de Fújur se hizo poco a poco más suave, hasta que finalmente cesó.
Cuando reinó un silencio total, Qüérquobad se despertó, se incorporó y dijo disculpándose:
—Los ancianos de plata como yo necesitan dormir. Los jóvenes sois distintos. No me lo toméis a mal, pero me voy a la cama.
Le dieron las buenas noches y Qüérquobad se fue.
Otra vez se quedaron los dos amigos largo tiempo en silencio mirando al cielo de la noche, donde el dragón de la suerte seguía trazando sus círculos con movimientos ondulantes; lentos y pausados. De vez en cuando atravesaba, como una nube blanca, la luna llena.
—¿No duerme Fújur? —preguntó finalmente Bastián.
—Está durmiendo ya —dijo Atreyu en voz baja.
—¿Sin dejar de volar?
—Sí. No le gusta estar dentro de las casas, ni siquiera cuando son grandes como el palacio de Qüérquobad. Se siente oprimido y encerrado e intenta moverse con todo el cuidado que puede para no derribar ni romper nada. Sencillamente, es demasiado grande. Por eso, casi siempre duerme en el aire.
—¿Crees que me dejará también montar sobre él?
—Claro que sí —dijo Atreyu—, pero de todas formas no es muy fácil. Hay que acostumbrarse.
—Yo he montado en Graógraman —adujo Bastián. Atreyu asintió, mirándolo con admiración.
—Eso dijiste cuando la prueba de valor con Hýnreck el Héroe. ¿Cómo venciste a la Muerte Multicolor?
—Tengo a ÁURYN —dijo Bastián.
—¿A sí? —exclamó Atreyu. Pareció muy sorprendido, pero no dijo más.
Bastián sacó de debajo de su camisa el signo de la Emperatriz Infantil y se lo enseñó a Atreyu. Éste lo contempló un rato y murmuró luego:
—Así que ahora eres tú quien lleva el Esplendor.
Su rostro le pareció a Bastián un poco reservado y por eso se apresuró a decir:
—¿Quieres llevarlo tú otra vez?
Se dispuso a quitarse la cadena.
—¡No!
La voz de Atreyu había sonado casi áspera y Bastián se detuvo perplejo. Atreyu sonrió disculpándose y repitió con suavidad:
—No, Bastián, yo lo he llevado ya tiempo suficiente.
—Como quieras —dijo Bastián. Luego le dio la vuelta al Signo.
—¡Mira! ¿Has visto esta inscripción?
—Sí que la he visto —respondió Atreyu—, pero no sé lo que dice.
—¿Por qué?
—Los pieles verdes sabemos leer rastros pero no letras.
Esta vez fue Bastián quien dijo «¿Ah sí?».
—¿Qué dice la inscripción? —quiso saber Atreyu.
—«HAZ LO QUE QUIERAS» —leyó Bastián.
Atreyu miró el Signo fijamente.
—¿De modo que es eso? —murmuró. Su rostro no expresaba emoción alguna y Bastián no podía adivinar lo que pensaba. Por eso preguntó: —Si lo hubieras sabido, ¿habrías actuado de otra forma?
—No —dijo Atreyu—, hice lo que quise.
—Eso es verdad —dijo Bastián asintiendo.
Otra vez se quedaron callados un rato.
—Tengo que preguntarte una cosa, Atreyu —dijo Bastián tomando por fin la palabra de nuevo—. Dijiste que yo tenía un aspecto distinto cuando me viste en la Puerta del Espejo Mágico.
—Sí, muy distinto.
—¿En qué sentido?
—Estabas muy gordo y pálido e ibas vestido de forma totalmente diferente.
—¿Gordo y pálido? —dijo Bastián sonriendo con incredulidad—. ¿Estás seguro de que era yo?
—¿No lo eras?
Bastián reflexionó.
—Tú me viste, eso lo sé. Pero yo he sido siempre como soy ahora.
—¿De veras?
—¡Si no fuera así, me acordaría! —exclamó Bastián.
—Sí —dijo Atreyu mirándolo pensativo—, te acordarías.
—¿No sería un espejo deformante?
Atreyu movió la cabeza.
—No lo creo.
—¿Cómo te explicas entonces que me vieras así?
—No lo sé —confesó Atreyu—. Sólo sé que no me equivoco.
Luego se quedaron otra vez en silencio largo tiempo y por fin se fueron a dormir.
Cuando Bastián estaba echado en su cama, cuyos pies y cabecera eran, naturalmente, de la más fina filigrana de plata, no podía dejar de pensar en su conversación con Atreyu. De algún modo le parecía que su victoria sobre Hýnreck el Héroe y hasta su estancia con Graógraman le impresionaban menos a Atreyu desde que sabía que él tenía el Esplendor. Quizá pensaba que, en esas circunstancias, no habían tenido nada de particular. Sin embargo, Bastián quería que Atreyu lo estimase sin reservas.
Pensó mucho tiempo. Tenía que ser algo que nadie pudiera hacer en Fantasia, ni siquiera con el Signo. Algo que sólo pudiera hacer él, Bastián.
Y finalmente se le ocurrió: ¡inventar historias!
Siempre se había dicho que en Fantasia nadie podíacrear algo nuevo. Hasta la voz de Uyulala había hablado de ello. Y precisamente eso era lo que él sabía hacer especialmente bien.
¡Atreyu vería que el, Bastián, era un gran autor!
Deseó que, tan pronto como fuera posible, se presentara la ocasión de demostrárselo a su amigo. Quizá mañana mismo. Por ejemplo, podría celebrarse un concurso de historias en Amarganz, en el que Bastián eclipsaría a todos con su imaginación.
¡Mejor sería aún que todo lo que contase resultase cierto! ¿No había dicho Graógraman que Fantasia era el país de las historias y, por eso, hasta lo que había ocurrido hacía mucho tiempo podía ocurrir otra vez si aparecía en una historia?
¡Atreyu se quedaría estupefacto!
Y, mientras se imaginaba la admiración asombrada de Atreyu, Bastián se quedó dormido.
Cuando a la mañana siguiente se sentaban en el salón de gala ante un opulento desayuno, Qüérquobad, el Anciano de Plata, dijo:
—Hemos decidido organizar hoy para nuestro huésped, el Salvador de Fantasia, y para su amigo, que nos lo trajo, una fiesta muy especial. Quizá no sepas, Bastián Baltasar Bux, que los amargancios, por una viejísima tradición, somos los cantores v cuentistas de Fantasia. Nuestros niños son iniciados muy pronto en ese arte. Cuando se hacen mayores, deben viajar muchos años por todos los países y ejercer esa profesión para utilidad y provecho de todos. Por eso se nos acoge en todas partes con respeto y alegría. Sin embargo, nos preocupa una cosa: nuestro repertorio de canciones e historias —para decir la verdad— no es muy grande. Y tenemos que repartinos ese poco entre muchos. No obstante, se dice —no sé si con razón— que en tu mundo eras conocido por tu capacidad para inventar historias. ¿Es cierto?
—Sí —dijo Bastián—. Hasta se han reído de mí poreso.
Qüérquobad, el Anciano de Plata, enarcó asombrado las cejas.
—¿Se han reído de ti porque sabías contar historias que nadie había oído nunca? ¡Cómo es posible! Ninguno de nosotros es capaz de hacerlo y todos nosotros, yo y mis con ciudadanos, te quedaríamos indeciblemente agradecidos si quisieras ofrecernos algunas historias nuevas. ¿Nos ayudarás con tu talento?
—¡Con mucho gusto! —respondió Bastián.
Después del desayuno salieron a la escalera del palacio de Qüérquobad, donde aguardaba ya Fújur.
Entretanto, en la plaza se había congregado una gran multitud, pero esta vez había pocos de los forasteros que habían venido a la ciudad para el torneo. En su mayor parte, la multitud se componía de amargancios, hombres, mujeres y niños, todos ellos bien parecidos y de ojos azules y todos con elegante vestimenta de plata. La mayoría tenía instrumentos de cuerda hechos de plata, arpas, liras, guitarras o laúdes, con los que pensaban acompañar su representación, porque todos ellos tenían la esperanza de poder exhibir su arte ante Bastián y Atreyu.
Otra vez habían colocado sillones; Bastián tomó asiento en el centro entre Qüérquobad y Atreyu. Fújur se colocó detrás. Entonces Qüérquobad dio una palmada y dijo en el silencio que se hizo:
—El gran autor va a complacer nuestros deseos. Nos va a contar historias nuevas. Por lo tanto, amigos, ¡haced cuanto podáis para animarlo!
Todos los amargancios de la plaza se inclinaron profundamente en silencio. Luego se adelantó el primero y comenzó a recitar. Después de él vinieron otros y otros. Todos tenían voces hermosas y sonoras y lo hacían muy bien.
Las historias, poesías y canciones que presentaron eran emocionantes, alegres o también tristes, pero exigirían aquí demasiado espacio. Deben ser contadas en otra ocasión. En total fueron unas cien diferentes. Después comenzaron a repetirse. Los amargancios que intervenían no podían ofrecer más que lo que sus predecesores habían hecho ya oír.
Sin embargo, Bastián estaba cada vez más excitado, porque aguardaba el momento en que le tocaría a él. Su deseo de la noche anterior se había cumplido al pie de la letra. Apenas podía soportar su propia impaciencia por que también todos sus demás deseos se cumplieran. Miró a Atreyu de soslayo, pero éste se sentaba con expresión impasible y escuchaba. No podía apreciarse en él ninguna emoción.
Finalmente, Qüérquobad, el Anciano de Plata, pidió a sus conciudadanos que se interrumpieran. Se volvió suspirando hacia Bastián y habló:
—Como ya te dije, Bastián Baltasar Bux, nuestro repertorio, por desgracia, es muy pequeño. No es culpa nuestra que no tenga más historias. Ya ves que hacemos lo que podemos. ¿Nos ofrecerás alguna de las tuyas?
—Os regalaré todas las historias que he inventado —dijo Bastián generosamente— porque puedo inventarme las que quiera. Muchas de ellas se las conté a una niña llamada Kris Ta, pero la mayoría sólo me las he contado a mí mismo. Por lo tanto, nadie las conoce aún. Sin embargo, harían falta semanas y meses para contarlas todas y no puedo quedarme tanto tiempo con vosotros. Por eso os voy a contar una historia en la que están contenidas todas las demás. Se llama «La historia de la Biblioteca de Amarganz» y es muy corta.
Reflexionó un poco y comenzó al azar:
—«En tiempos muy remotos vivía en Amarganz una Anciana de Plata llamada Quana, que reinaba en la ciudad. En aquellos tiempos antiquísimos no existía Murhu, el Lago de las Lágrimas, ni estaba hecha Amarganz de la plata especial que resiste a sus aguas. Todavía era una ciudad completamente corriente, con casas de piedra y madera. Y estaba en un valle, entre colinas de bosques.
Quana tenía un hijo llamado Qüin, que era un gran cazador. Un día, Qüin vio en los bosques un unicornio que tenía una piedra luminosa en la punta de su cuerno. Mató al animal y se llevó la piedra a casa. Sin embargo, con ello atrajo una gran desgracia sobre la ciudad de Amarganz. Sus habitantes tuvieron cada vez menos hijos. Si no encontraban la salvación, estaban condenados a extinguirse. Pero no era posible volver a la vida al unicornio y nadie sabía qué hacer.
Quana, la Anciana de Plata, envió mensajeros al Oráculo del Sur, que entonces existía todavía, a fin de que Uyulala le dijera lo que se debía hacer. No obstante, el Oráculo del
Sur estaba muy lejos. El mensajero había sido un joven al salir y cuando volvió era muy anciano. Quana, la Anciana de Plata, había muerto hacía mucho tiempo y, entretanto, la había sucedido su hijo Qüin. También él, naturalmente, era viejísimo, lo mismo que todos los demás amargancios. Sólo había una pareja de niños, un chico y una chica. Él se llamaba Aqüil y ella Muqua.
El mensajero hizo saber lo que le había manifestado la voz de Uyulala: Amarganz sólo podría subsistir si se convertía en la ciudad más hermosa de toda Fantasia. Únicamente de esa forma quedaría reparado el crimen de Qüin. No obstante, los amargancios sólo podrían lograrlo con ayuda de los ayayai, que son los seres más feos de Fantasia. Se les llama también «los que siempre lloran» porque, por el pesar que les causa su propia fealdad, derraman lágrimas continuamente. Sin embargo, precisamente con esos torrentes de lágrimas lavan esa plata especial de las profundidades de la tierra y hacen con ella la más maravillosa de las filigranas.
Entonces todos los amargancios fueron a buscar a los ayayai, pero no pudieron encontrar a ninguno porque viven en las profundidades de la tierra. Finalmente sólo quedaron Aqüil y Muqua. Todos los demás habían muerto y, entretanto, lo dos habían crecido. Y los dos juntos lograron encontrar a los ayayai y convencerlos para que hicieran de Amarganz la ciudad más hermosa de toda Fantasia.
Así construyeron los ayayai la primera embarcación de plata y, sobre ella, un pequeño palacio de filigrana, y pusieron la embarcación en la plaza del mercado de la despoblada ciudad. Luego orientaron bajo tierra sus torrentes de lágrimas de forma que, como fuentes, afloraran en el valle que había entre las colinas pobladas de bosques. El valle se llenó de aguas amargas y se convirtió en Murhu, el Lago de las Lágrimas, en el que flotaba el primer palacio de plata. Y allí vivieron Aqüil y Muqua.
Los ayayai habían puesto una condición a la joven pareja: que ésta y todos sus descendientes se dedicasen a cantar canciones y contar cuentos. Y mientras lo hicieran, los ayayai los ayudarían, porque de esa forma participarían también y su fealdad contribuiría a hacer algo bello.
Por eso Aqüil y Muqua fundaron una biblioteca —la famosa Biblioteca de Amarganz— en la que reunieron todas mis historias. Comenzaron por ésta que acabáis de oír, pero poco a poco fueron añadiendo todas las que he contado alguna vez, y finalmente fueron tantas que ni aquellos dos ni sus numerosos descendientes que hoy pueblan la ciudad podrían agotarlas nunca.
El que Amarganz, la más hermosa ciudad de Fantasia, siga existiendo hoy se debe a que los ayayai y los amargancios han cumplido su mutua promesa… aunque ninguno de los dos sabe ya nada de los otros. Sólo el nombre de Murhu, el Lago de las Lágrimas, recuerda todavía lo que ocurrió en tiempos remotos.»
Cuando Bastián hubo terminado, Qüérquobad, el Anciano de Plata, se levantó de su sillón. En su rostro se dibujaba una sonrisa transfigurada.
—Bastián Baltasar Bux —dijo—, nos has dado algo más que una historia y algo más que todas las historias. Ahora sabemos cuál es el origen de Murhu y de nuestros barcos y palacios de plata que flotan en el lago. Ahora sabemos por qué, desde los tiempos antiguos, somos un pueblo de cantores de canciones y narradores de historias. Y, sobre todo, sabemos lo que contiene el edificio grande y redondo que hay en nuestra ciudad y en el que ninguno de nosotros ha entrado porque, desde tiempos inmemoriales, permanece cerrado. Contiene nuestro mayor tesoro y hasta ahora no lo sabíamos. ¡La Biblioteca de Amarganz!
El propio Bastián estaba impresionado por el hecho de que lo que acababa de contar se hubiera hecho realidad (¿o lo hubiera sido siempre? Graógraman, probablemente, habría
dicho: ¡las dos cosas!). De todas formas, quiso convencerse por sus propios ojos.
—¿Dónde está ese edificio? —preguntó.
—Te lo enseñaré —dijo Qüérquobad y, volviéndose a la multitud, gritó: —¡Venid todos! ¡Quizá presenciemos hoy otras maravillas aún!
Una larga comitiva, a cuya cabeza iba el Anciano de Plata con Atreyu y Bastián, se puso en movimiento por las pasarelas que unían los barcos de plata y, finalmente, se detuvo ante un gran edificio que se alzaba sobre un barco redondo y tenía la forma de una enorme caja de plata. Sus paredes exteriores eran lisas y sin adornos, y tampoco tenía ventanas. Sólo había una gran puerta, pero estaba cerrada.
En el centro de la hoja de la puerta, lisa y de plata, había una piedra en un engarce circular, que parecía un pedazo de cristal. Encima estaba la siguiente inscripción:
«Arrancado al cuerno del unicornio, me he apagado.
Mantengo el portón cerrado hasta que mi luz despierte
quien por mi nombre me llame.
Cien años lo alumbraré
guiándolo en las tinieblas profundas
del Minroud de Yor.
Mas si dijera mi nombre otra vez
desde el final al principio,
despediría en un solo instante
la luz de cien años.»
—Ninguno de nosotros —dijo Qüérquobad— ha podido interpretar esa inscripción. Ninguno de nosotros sabe lo que significan las palabras el Minroud de Yor. Ninguno ha descubierto hasta ahora el nombre de la piedra, aunque todos lo hemos intentado una y otra vez. Pero todos nosotros podemos utilizar únicamente nombres que ya existen en Fantasia. Y como son los nombres de otras cosas, nadie ha podido hacer lucir la piedra, abriendo así la puerta. ¿Podrías encontrar tú ese nombre, Bastián Baltasar Bux?
Se hizo un silencio profundo y expectante. Todos, amargancios y no amargancios, contuvieron el aliento.
—¡Al-Tsahir! —gritó Bastián.
En el mismo instante, la piedra se encendió de pronto, saltando directamente de su engarce a la mano de Bastián. La puerta se abrió.
Un «¡ah!» de asombro salió de mil gargantas. Bastián, con la piedra luminosa en la mano, atravesó la puerta, seguido de Atreyu y de Qüérquobad. Tras ellos se abrió paso la multitud.
La gran sala redonda estaba oscura y Bastián levantó en alto la piedra. Su luz era, desde luego, más clara que la de una vela, pero no bastaba para iluminar la estancia. Sólo se veía que, a lo largo de las paredes y hasta una altura de muchas plantas, había libros y más libros.
Se trajeron lámparas y pronto estuvo iluminada la estancia entera. Entonces se vio que las estanterías de alrededor estaban divididas en diversos departamentos con rótulos indicadores. «Historias divertidas», por ejemplo, o «Historias emocionantes» o «Historias serias» o «Historias cortas», y así sucesivamente.
En el centro de la redonda sala había en el suelo una gran inscripción que no podía pasar inadvertida:
BIBLIOTECA
DE LAS OBRAS COMPLETAS
DE BASTIÁN BALTASAR BUX
Atreyu lo miraba todo con los ojos muy abiertos. Estaba tan dominado por el asombro y la admiración que podían leerse sus emociones de una forma más que clara. Y Bastián se alegró de ello.
—¿Todo esto —preguntó Atreyu señalando con el dedo a su alrededor—, todo esto son historias que tú has inventado?
—Sí —dijo Bastián metiéndose a Al-Tsahir en el bolsillo.
Atreyu lo miró desconcertado.
—Eso —reconoció— no lo puedo entender.
Los amargancios, naturalmente, se habían lanzado hacía tiempo ansiosamente sobre los libros, los hojeaban, se los leían mutuamente, y muchos se sentaban simplemente en el suelo y empezaban a aprenderse ya algunos pasajes de memoria.
La noticia del gran acontecimiento, desde luego, se había extendido por toda la Ciudad de Plata como un reguero de pólvora, tanto entre los nativos como entre los forasteros.
Bastián y Atreyu salían precisamente de la biblioteca al aire libre, cuando vinieron a su encuentro los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn.
—Mi señor Bastián —dijo el pelirrojo Hýsbald que, evidentemente, no era sólo el más ágil con la espada, sino también con la lengua—, hemos sabido de las incomparables facultades que habéis mostrado en este día. Por eso queremos rogaros que nos toméis a vuestro servicio y nos dejéis acompañaros en vuestros futuros viajes. Cada uno de nosotros aspira a tener su propia historia. Y aunque, indudablemente, no necesitáis nuestra protección, podría seros útil tener a vuestro servicio tres caballeros diestros y capaces. ¿Lo permitís?
—De buena gana —respondió Bastián—. Cualquiera se sentiría orgulloso de semejante compañía.
Entonces los tres caballeros quisieron, sin falta y allí mismo, prestar juramento de fidelidad sobre la espada de Bastián, pero él los rechazó.
—Sikanda —les explicó— es una espada mágica. Nadie que no haya comido y bebido del fuego de la Muerte Multicolor y se haya bañado en él puede tocarla sin peligro para su vida o su integridad física.
De modo que los caballeros tuvieron que contentarse con un amistoso apretón de manos.
—¿Y qué pasa con Hýnreck el Héroe? —preguntó Bastián .
—Está totalmente hundido —dijo Hykrion.
—Es a causa de su dama —añadió Hydorn.
—Tendríais que ocuparos de él —concluyó Hýsbald.
De forma que —los cinco— se pusieron en camino hacia la posada en que al principio se habían alojado y en donde Bastián había dejado a la vieja Yicha en el establo.
Cuando entraron en la sala de la posada, sólo se sentaba en ella un hombre. Estaba echado sobre la mesa y enterraba las manos en sus cabellos rubios. Era Hýnreck el Héroe.
Evidentemente, había llevado con él en su equipaje una armadura de repuesto, porque ahora vestía un atavío algo mas sencillo que el que el día anterior había quedado despedazado en el combate con Bastián.
Cuando Bastián lo saludó, Hýnreck se incorporó y miró fijamente a los dos jóvenes. Tenía los ojos enrojecidos. Bastián le preguntó si podía sentarse con él; Hýnreck se encogió de hombros, asintió y se hundió otra vez en su banco. Ante él, sobre la mesa, había una hoja de papel que parecía haber sido arrugada y alisada varias veces.
—Quería informarme de vuestro estado —comenzó a decir Bastián—. Siento haberos causado molestias.
Hýnreck el Héroe movió la cabeza.
—Estoy acabado —profirió con voz ronca—. ¡Tomad, leed vos mismo!
Empujó hacia Bastián la hoja:
«Sólo quiero al mejor», ponía en ella, «y vos no lo sois. Así pues, ¡adiós!»
—¿De la Princesa Oglamar? —preguntó Bastián.
Hýnreck el Héroe asintió.
—Inmediatamente después de nuestro combate se hizo llevar a la orilla con su palafrén. ¿Quién sabe dónde estará ahora? Nunca la volveré a ver. ¡Qué voy a hacer en el mundo!
—¿No podéis buscarla?
—¿Para qué?
—Para hacerla cambiar de opinión tal vez.
Hýnreck el Héroe soltó una risa amarga.
—No conocéis a la Princesa Oglamar. Me he entrenado durante más de diez años para aprender cuanto sé. He renunciado a todo lo que hubiera podido perjudicar mi forma física. Con disciplina de hierro, he aprendido esgrima con los mejores maestros y toda clase de luchas con los luchadores más fuertes, hasta vencerlos a todos. Puedo correr más aprisa que un caballo, saltar más alto que un ciervo, soy el mejor en todo o, mejor dicho… lo era hasta ayer. Al principio, ella no se dignaba dirigirme la mirada, pero luego, poco a poco, se despertó su interés por mis habilidades. Podía esperar ya ser elegido… pero ahora todo es inútil. ¿Cómo podré vivir sin esperanza?
—Quizá —dijo Bastián— no deberíais dar tanta importancia a la Princesa Oglamar. Sin duda hay otras que os gustarían tanto como ella.
—No —respondió Hýnreck el Héroe—, me gusta la Princesa Oglamar precisamente porque sólo se contenta con el mejor.
—Entonces —dijo Bastián perplejo—, la cosa, desde luego, es difícil. ¿Qué podemos hacer? ¿Y si probarais a impresionarla de otra forma? ¿Como cantor, por ejemplo, o como poeta?
—Soy un héroe —contestó Hýnreck un tanto irritado— y no conozco ni quiero tener otra profesión. Yo soy como soy.
—Ya veo —dijo Bastián.
Todos callaron. Los tres caballeros miraban a Hynreck el Héroe compasivamente. Podían comprender lo que le pasaba. Finalmente, Hýsbald carraspeó y dijo en voz baja, dirigiéndose a Bastián:
—Para vos, señor Bastián, no sería muy difícil ayudarlo.
Bastián miro a Atreyu, pero éste tenía otra vez el rostro impenetrable.
—Alguien como Hýnreck el Héroe —añadió Hydorn— no tiene nada que hacer si no hay monstruos a la vista. ¿Comprendéis?
Bastián seguía sin comprender.
—Los monstruos —dijo Hyknon atusándose el enorme bigote negro— son necesarios para que un héroe pueda ser héroe. —Y al decirlo le guiñó un ojo a Bastián.
Bastián comprendió por fin.
—Oíd, Héroe Hýnreck —dijo—: al proponer que ofrecierais vuestro corazón a otra dama, sólo quería poner a prueba vuestra constancia. La realidad es que la Princesa Oglamar necesita vuestra ayuda y que nadie más que vos puede salvarla.
Hýnreck el Héroe era todo oídos.
—¿Habláis en serio, mi señor Bastián?
—Totalmente en serio: enseguida os convenceréis. En efecto, la Princesa Oglamar ha sido asaltada y raptada hace pocos minutos.
—¿Por quién?
—Por uno de los monstruos más horribles que hay en Fantasia: el dragón Smerg. La Princesa iba cabalgando por un claro del bosque cuando el espantajo la vio, se precipitó desde el aire sobre ella, la arrancó de su palafrén y se la llevó.
Hýnreck se puso en pie de un salto. Sus ojos comenzaron a brillar y sus mejillas a arder. Batió palmas de alegría. Sin embargo, el resplandor de sus ojos se apagó luego y volvió
a sentarse.
—Desgraciadamente, no puede ser —dijo afligido—. Ya no hay dragones en ninguna parte.
—Olvidáis, Héroe Hýnreck —explicó Bastián— que vengo de muy lejos… de mucho más lejos de donde vos habéis estado nunca.
—Eso es cierto —corroboró Atreyu, mezclándose por primera vez.
—¿Y realmente ha sido raptada por ese monstruo? —exclamó Hýnreck el Héroe. Luego apretó ambas manos contra su corazón y suspiró: —Oh mi adorada Oglamar, cuánto debes sufrir. Pero no temas: tu caballero se acerca, ¡está ya en camino! Decidme, ¿qué debo hacer? ¿A dónde debo dirigirme? ¿De qué se trata?
—Muy lejos de aquí —comenzó Bastián— hay un país llamado Mórgul o el País del Fuego Frío, porque en él las llamas son más frías que el hielo. Cómo podéis encontrar ese país no os lo puedo decir: debéis hallarlo vos mismo. En el centro del país hay un bosque petrificado llamado Wodgabay. Y a su vez, en el centro del bosque petrificado se encuentra Rágar, el castillo de plomo. Está rodeado de tres fosos. Por el primero corre un veneno verde, por el segundo ácido nítrico humeante, y en el tercero pululan escorpiones tan grandes como vuestros pies. No hay puentes ni pasarelas para cruzar los fosos, porque el señor que reina en el castillo de plomo de Rágar es ese monstruo alado llamado Smerg. Tiene las alas membranosas y de una envergadura de treinta y dos metros. Cuando no vuela, se sostiene derecho como un gigantesco canguro. Su cuerpo parece el de una rata sarnosa, pero tiene cola de escorpión. Hasta el más ligero roce de su aguijón venenoso es absolutamente mortal. Sus patas traseras son las de un saltamontes gigantesco, pero las delanteras, que parecen diminutas y atrofiadas, se asemejan a las manos de un niño. Sin embargo, no hay que dejarse engañar por ello, porque precisamente en esas manos tiene una fuerza terrible. Puede recoger su largo cuello como un caracol sus tentáculos, y sobre él tiene tres cabezas. Una es grande y parece de cocodrilo. Por su boca puede escupir fuego helado. Pero donde el cocodrilo tiene los ojos él tiene dos protuberancias que, a su vez, son otras dos cabezas. La derecha parece la de un anciano. Con ella puede oír y escuchar. Sin embargo, para hablar tiene la de la izquierda, que parece el rostro arrugado de una anciana.
Durante esa descripción, Hýnreck el Héroe se había puesto un poco pálido.
—¿Cómo decíais que se llamaba? —preguntó.
—Smerg —repitió Bastián—. Hace de las suyas desde hace mil años ya, pues ésa es su edad. Siempre roba a una hermosa doncella, que tiene que ocuparse de llevarle la casa hasta el fin de sus días. Cuando la doncella muere, el dragón roba otra.
—¿Cómo es que no he oído hablar nunca de él?
—Smerg puede volar increíblemente lejos y aprisa. Hasta ahora ha elegido siempre otros países de Fantasia para sus correrías. Y además, sólo aparece cada medio siglo.
—¿Y nadie ha liberado hasta ahora a una cautiva?
—No, para eso haría falta un héroe excepcional.
Al oír esas palabras, las mejillas de Hýnreck el Héroe enrojecieron de nuevo.
—¿Tiene Smerg algún punto vulnerable? —preguntó con interés profesional.
—¡Ah! —respondió Bastián—. Se me había olvidado casi lo más importante. En el sótano más profundo del castillo de Rágar hay un hacha de plomo. Podéis imaginaros muy bien que Smerg vigila ese hacha como a las niñas de sus ojos, si os digo que es la única arma con la que se le puede matar. Hay que cortarle con ella las dos cabezas pequeñas.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Hýnreck el Héroe.
Bastián no tuvo necesidad de responder, porque en aquel momento sonaron gritos de espanto en la calle:
—¡Un dragón!… ¡Un monstruo!… ¡Ahí, en elcielo!… ¡Qué horror! ¡Se aproxima a la ciudad!… ¡Sálvese quien pueda!… ¡No, no, ya tiene una víctima!
Hýnreck el Héroe se precipitó a la calle y los demás lo siguieron; los últimos fueron Atreyu y Bastián.
En el cielo aleteaba algo que parecía un gigantesco murciélago. Cuando se acercó, fue como si, por un momento, una sombra fría hubiera cubierto la Ciudad de Plata. Era Smerg, y tenía exactamente el aspecto que Bastián acababa de inventarse. Con sus dos manitas atrofiadas pero terribles, sostenía a una damisela que, con todas sus fuerzas, gritaba y pataleaba.
—¡Hýnreck! —se oyó en la lejanía—. ¡Socorro, Hýnreck! ¡Sálvame, mi héroe!
Y un momento después había desaparecido.
Hýnreck había sacado ya su corcel negro del establo y estaba sobre una de las balsas de plata que llevaban a tierra firme.
—¡Más aprisa! —se le oyó gritar al barquero—. ¡Te daré lo que quieras, pero apresúrate!
Bastián lo siguió con la mirada y murmuró:
—Espero no habérselo puesto demasiado difícil.
Atreyu lo miró de soslayo. Luego dijo en voz baja:
—Quizá fuera mejor que nos marchásemos también.
—¿A dónde?
—Por mí llegaste a Fantasia —dijo Atreyu—. Creo que debería ayudarte también a encontrar el camino de vuelta. Sin duda, alguna vez querrás volver a tu mundo, ¿no?
—¡Oh! —dijo Bastián—. En eso no he pensado todavía. Pero tienes razón, Atreyu. Naturalmente, tienes toda la razón.
—Has salvado a Fantasia —siguió diciendo Atreyu—, y me parece que a cambio has recibido mucho. Podría imaginarme que quisieras regresar ahora para devolverle la salud a tu mundo. ¿O es que hay algo que te retenga?
Y Bastián, que había olvidado que no siempre había sido fuerte, bien parecido, valiente y poderoso, respondió:
—No, no se me ocurre nada.
Atreyu miró otra vez pensativo a su amigo y añadió:
—Quizá sea un viaje largo y difícil, ¿quién sabe?
—Sí, ¿quién sabe? —convino Bastián—. Si quieres, vámonos enseguida.
Entonces se produjo una disputa breve y amistosaentre los tres caballeros, que no podían ponerse de acuerdo sobre cuál de los tres debía dejar su caballo a Bastián. Pero Bastián puso fin a la discusión, rogándoles que le regalasen a Yicha, la mula. Desde luego, ellos opinaron que una acémila así estaba por debajo de la dignidad de su señor Bastián, pero, como él insistió, finalmente cedieron.
Mientras los tres caballeros lo preparaban todo para la partida, Bastián y Atreyu volvieron al Palacio de Qüérquobad para dar las gracias al Anciano de Plata por su hospitalidad y despedirse de él. Fújur, el dragón de la suerte, aguardaba a Atreyu ante el palacio. Se puso muy contento cuando supo que iban a marcharse. Las ciudades no le caían bien, aunque fueran tan hermosas como Amarganz.
Qüérquobad, el Anciano de Plata, estaba sumido en la lectura de un libro que había sacado de la biblioteca de Bastián Baltasar Bux.
—Me hubiera gustado teneros más tiempo como huéspedes —dijo un tanto distraído—. No todos los días puede uno albergar a un autor tan importante. Pero ahora tenemos tus obras para consolarnos.
Se despidieron y salieron afuera.
Cuando Atreyu se sentó en las espaldas del dragón, le preguntó a Bastián:
—¿No querías cabalgar también sobre Fújur?
—Pronto —respondió Bastián—. Ahora me espera Yicha, y se lo he prometido.
—Entonces os aguardamos en tierra —gritó Atreyu. El dragón de la suerte se elevó por los aires y, en un momento, se perdió de vista.
Cuando Bastián volvió al albergue, los tres caballeros lo esperaban ya con los caballos y la mula, en una de las balsas, dispuestos para el viaje. Le habían quitado a Yicha las albardas, sustituyéndolas por una silla de montar ricamente adornada. La razón, sin embargo, no la supo ella hasta que Bastián se acercó y le susurró al oído:
—Ahora me perteneces, Yicha.
Y mientras la barcaza se soltaba, alejándose de la Ciudad de Plata, todavía resonó largo tiempo sobre las amargas aguas de Murhu, el Lago de las Lágrimas, el grito de alegría de la vieja mula.
Por lo demás, en lo que se refiere a Hýnreck el Héroe, consiguió realmente llegar a Mórgul, el País del Fuego Frío. Penetró también en el bosque petrificado de Wodgabay y superó los tres fosos que rodeaban el castillo de Rágar. Encontró el hacha de plomo y venció a Smerg, el dragón. Luego devolvió a Oglamar a su padre, aunque ella estaba ya dispuesta a casarse con él. Pero entonces fue él quien no quiso. Sin embargo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.