Purpúrea caía la luz, en lentas oleadas, sobre el suelo y las paredes de la estancia. Era una habitación de seis esquinas, parecida a una gran celdilla de abeja. En una pared sí y otra no había puertas, y las tres paredes intermedias estaban cubiertas de extrañas pinturas. Eran paisajes quiméricos y criaturas que parecían medio plantas y medio animales. Por una de las puertas había entrado Bastián y las otras dos quedaba a su derecha y su izquierda. La forma de todas las puertas era idéntica, pero la de la izquierda era negra y la de la derecha blanca.

En la estancia contigua la luz era amarillenta. Las paredes mostraban la misma disposición. Las pinturas representaban toda clase de utensilios que Bastián no lograba identificar. ¿Eran herramientas o armas? Las dos puertas que, a izquierda y derecha, conducían más allá, tenían el mismo color; eran amarillas, pero la de la izquierda era alta y estrecha y la de la derecha, en cambio, baja y ancha. Bastián atravesó la de la izquierda.

La estancia en que penetró era, como las dos anteriores, hexagonal, pero tenía una luz azulada. Las pinturas de las paredes mostraban adornos retorcidos o caracteres de algún alfabeto extraño. Aquí las dos puertas eran de la misma forma pero de distinto material: una de madera y otra metálica. Bastián se decidió por la de madera.

Es imposible describir todas las puertas y estancias que atravesó Bastián vagabundeando por el Templo de las Mil Puertas. Había portones que parecían grandes agujeros de cerradura y otros que semejaban la entrada del infierno; había puertas doradas y oxidadas, acolchadas y claveteadas, delgadas como el papel y gruesas como puertas de caja de caudales. Había una que parecía la boca de un gigante y otra que se abría como un puente levadizo, una que semejaba una gran oreja y otra hecha de pan de especias, una que tenía la forma de una puerta de horno y otra que había que desabrochar. A veces, las dos puertas de salida de una habitación tenían algo en común —forma, material, tamaño o color—, pero había siempre alguna cosa que las diferenciaba esencialmente.

Bastián había pasado ya muchas veces de una estancia hexagonal a otra. Cada decisión que tomaba lo ponía ante una nueva decisión, la cual, a su vez, lo arrastraba a otra nueva. Pero todas aquellas decisiones no cambiaban en nada el hecho de que estaba en el Templo de las Mil Puertas… y seguiría estando en él. Mientras andaba y andaba, comenzó a pensar en cuál podía ser la causa. Su deseo había bastado para llevarlo al laberinto pero, evidentemente, no era suficiente para hacer que encontrara la salida. Bastián había deseado compañía. Pero se daba cuenta de que, al hacerlo, no se imaginaba nada concreto. Y eso no lo ayudaba en nada a decidir entre una puerta de cristal y otra de mimbre. Hasta entonces había elegido simplemente al buen tuntún, sin pensárselo mucho. En realidad, cada vez hubiera podido elegir igualmente la otra puerta. Pero de esa forma nunca saldría de allí.

Estaba precisamente en una habitación de luz verdosa. En tres de sus seis paredes había pintadas figuras de nubes. La puerta de la izquierda era de madreperla blanca; la de la derecha, de ébano negro. Y Bastián supo de pronto lo que deseaba: ¡Atreyu!

La puerta de madreperla le recordó a Fújur, el dragón de la suerte, cuyas escamas brillaban como la madreperla, de manera que se decidió por ella.

En la habitación siguiente había dos puertas, una de ellas de hierba tejida y la otra consistente en una reja de hierro. Bastián eligió la de hierba, pensando en el Mar de Hierba, el país de Atreyu.

En la nueva habitación se encontró ante dos puertas que sólo se diferenciaban en que una era de cuero y la otra de fieltro. Bastián pasó, naturalmente, por la de cuero.

Otra vez se encontró ante dos puertas, y allí tuvo que reflexionar una vez más. Una era purpúrea y la otra verde oliva. Atreyu era un piel verde y llevaba un manto de piel de búfalo purpúreo. En la puerta verde oliva había pintados unos sencillos signos de color blanco, como los que llevaba Atreyu en la frente y las mejillas cuando el viejo Caíron lo encontró. Sin embargo, los mismos signos aparecían también en la puerta purpúrea, y Bastián no sabía si el manto de Atreyu llevaba esos signos. Así pues, debía de tratarse de un camino que llevaba hasta otro, pero no hasta Atreyu.

Bastián abrió la puerta oliva… ¡y se encontró al aire libre!

Con gran asombro por su parte, no estaba sin embargo en el Mar de Hierba, sino en un claro bosque primaveral. Los rayos de sol se abrían paso a través del follaje joven y sus juegos de luces y sombras centelleaban en el suelo musgoso. Olía a tierra y a setas, y el aire tibio estaba lleno de gorjeos de pájaros. Bastián se volvió y vio que acababa de salir de una pequeña capilla del bosque. En aquel momento, la puerta de la capilla había sido la de salida del Templo de las Mil Puertas. Bastián la abrió otra vez, pero sólo vio ante sí el interior estrecho y pequeño de la capilla. El tejado se componía únicamente de unas vigas carcomidas que se alzaban en el aire del bosque, y las paredes estaban cubiertas de musgo.

Bastián se puso en camino, sin saber al principio hacia dónde. No dudaba de que, antes o después, se tropezaría con Atreyu. Y se alegraba tremendamente pensando en ese encuentro. Les silbó a los pájaros, que le contestaron, y cantó, muy alto y loco de alegría, todo lo que le pasó por la cabeza. Después de andar un poco, vio en un claro a un grupo de personas acampadas. Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de muchos hombres con armas magníficas. También había entre ellos una hermosa dama, que se sentaba en la hierba y rasgueaba un laúd. Detrás había algunos caballos, ricamente ensillados y embridados. Delante de los hombres, que estaban echados en la hierba y conversaban, había extendido un mantel blanco y, sobre él, toda clase de alimentos y bebidas.

Bastián se aproximó al grupo, pero antes ocultó el amuleto de la Emperatriz Infantil bajo su camisa, porque quería conocer a aquella gente sin darse él a conocer ni llamar la atención.

Cuando lo vieron llegar, los hombres se pusieron en pie y lo saludaron cortésmente, inclinándose. Evidentemente, lo tomaban por un príncipe oriental o algo parecido. También la hermosa dama inclinó sonriente la cabeza, pero siguió pulsando su instrumento. Uno de los hombres era especialmente alto e iba vestido de forma especialmente lujosa. Todavía era joven y tenía rubios los cabellos, que le caían sobre los hombros.

—Soy Hýnreck el Héroe —dijo— y esta dama es la Princesa Oglamar, hija del rey de Lunn. Estos hombres son mis amigos Hykrion, Hýsbald y Hydom. ¿Cuál es vuestra gracia, joven amigo?

—No puedo revelar mi nombre… todavía —respondió Bastián.

—¿Un voto? —preguntó la Princesa Oglamar con un poco de ironía—. ¿Tan joven y ya con un voto?

—¿Sin duda venís de lejos? —quiso saber Hýnreck el Héroe.

—Sí, de muy lejos —contestó Bastián.

—¿Sois un príncipe? —preguntó la princesa, contemplándolo con agrado.

—Eso no puedo decirlo —replicó Bastián.

—Sea como fuere, ¡sed bienvenido a nuestra Mesa Redonda! —exclamó Hýnreck el Héroe—. ¿Nos concederéis el honor de sentaros con nosotros y compartir nuestro yantar, joven señor?

Bastián aceptó agradecido, se sentó y se sirvió.

Por la conversación de la dama y los cuatro caballeros supo que muy cerca estaba la grande y magnífica Amarganz, la Ciudad de Plata. Allí debía celebrarse una especie de torneo. Llegaban de cerca y de lejos los héroes más audaces, los mejores cazadores y los guerreros más valientes, pero también toda clase de aventureros y valentones, para participar en los festejos. Sólo a los tres más valientes y mejores, que vencieran a todos los demás, se les concedería el honor de tomar parte en una especie de expedición de búsqueda. Se trataba de un viaje probablemente muy largo y arriesgado, cuyo objetivo era encontrar a determinado personaje que se hallaba en alguno de los innumerables países de Fantasia y al que solo llamaban «el Salvador». Su nombre no lo sabía nadie. No obstante, a él debía el reino de Fantasia el existir otra vez o el seguir existiendo. En efecto, en otro tiempo había caído sobre Fantasia una terrible catástrofe que había estado a punto de aniquilarla por completo. El citado «Salvador» la había evitado en el último momento, al llegar y darle a la Emperatriz Infantil el nombre de Hija de la Luna, por el que hoy la conocían todos los seres de Fantasia. Sin embargo, desde entonces vagaba de incógnito por el país, y la misión de la expedición de búsqueda sería encontrarlo y, por decirlo así, darle escolta para que nada le ocurriera. Para ello, sin embargo, había que elegir sólo a los hombres más capaces y valientes, porque podía ser que hubiera que afrontar aventuras inconcebibles.

El torneo en el que debía hacerse la elección había sido organizado por Qüérquobad, el Anciano de Plata —en la ciudad de Amarganz reinaba siempre el hombre más viejo o la mujer más vieja, y Qüérquobad tenía ciento siete años—. Pero no sería él quien elegiría entre los concursantes, sino un joven cazador llamado Atreyu, un muchacho del pueblo de los pieles verdes, que era huésped de Qüérquobad, el Anciano de Plata. Atreyu era el único que podría reconocer al «Salvador», porque lo había visto una vez en un espejo mágico.

Bastián callaba, limitándose a escuchar. No le fue fácil, porque había comprendido enseguida que aquel «Salvador» era él. Y cuando se pronunció incluso el nombre de Atreyu, el corazón le dio saltos en el pecho y le costó un esfuerzo enorme no traicionarse. Pero estaba decidido a conservar de momento su incógnito.

Por lo demás, a Hýnreck el Héroe no le interesaba tanto en todo aquel asunto la expedición de búsqueda y su objetivo como ganar el corazón de la Princesa Oglamar. Bastián se dio cuenta enseguida de que Hýnreck el Héroe estaba enamorado de la damita hasta los huesos. Suspiraba de cuando en cuando, en momentos en que no había por qué suspirar, y miraba siempre a su adorada con ojos tristes. Ella hacía como si no se diera cuenta. Al parecer, en alguna ocasión había hecho voto de tomar por marido sólo al mayor de todos los héroes, a aquel que pudiera vencer a todos los demás. No se contentaría con menos. Ése era el problema de Hýnreck el Héroe, que tenía que demostrar que era el mejor. Al fin y al cabo, no podía matar a alguien que no le hubiera hecho nada. Y guerras no había desde hacía tiempo. Le hubiera encantado luchar contra monstruos y demonios; si de él hubiera dependido, le hubiera puesto a ella cada mañana una sanguinolenta cola de dragón sobre la mesa del desayuno, pero por ninguna parte había monstruos ni dragones. Cuando el emisario de Qüérquobad, el Anciano de Plata había llegado hasta él para invitarlo al torneo, había aceptado enseguida, naturalmente. Sin embargo, la Princesa Oglamar había insistido en ir también, porque quería convencerse por sus propios ojos de lo que él era capaz de hacer.

—Sabido es —le dijo sonriendo a Bastián— que no se puede fiar en los relatos de los héroes. Todos tienen tendencia a adornarse.

—Con adornos o sin ellos —alegó Hýnreck el Héroe—, valgo cien veces más que ese legendario Salvador.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Bastián.

—Bueno —dijo Hýnreck el Héroe—, si ese tipo tuviera en los huesos la mitad del tuétano que yo, no necesitaría escolta que lo protegiera y cuidara como a un bebé. Ese Salvador me parece un individuo bastante flojucho.

—¡Cómo podéis decir una cosa así! —exclamó Oglamar escandalizada—. ¡Ha salvado a Fantasia de la catástrofe!

—¡Y aunque así fuera! —contestó desdeñoso Hýnreckel Héroe—. Para eso no fue necesario hacer nada especialmente heroico.

Bastián decidió darle un pequeño escarmiento en la primera ocasión propicia.

Los otros tres caballeros habían encontrado casualmente en su viaje a la pareja y se habían unido a ella. Hykrion, que tenía un indómito bigote negro, opinaba que él era el brazo más fuerte y formidable de Fantasia. Hýsbald, que era pelirrojo y, en comparación con los otros, parecía delicado, estimaba que nadie era más hábil y diestro con la espada que él. Y Hydorn, por último, estaba convencido de que en la lucha no lo igualaba nadie en tenacidad y resistencia. Su aspecto confirmaba esta afirmación, porque era alto y delgado y parecía estar hecho sólo de tendones y huesos.

Al terminar la comida se pusieron en camino. La vajilla, el mantel y las provisiones fueron guardados en las alforjas de una acémila. La Princesa Oglamar subió a su blanco palafrén y se puso en marcha, sin cuidarse de los demás. Hýnreck el Héroe saltó sobre su corcel negro como el carbón y galopó tras ella.. Los otros tres caballeros propusieron a Bastián que fuera sobre la acémila, entre las alforjas de provisiones.

Bastián se subió, los caballeros montaron igualmente en sus caballos magníficamente enjaezados, y todos se pusieron a trotar por el bosque, con Bastián en último lugar. La acémila, una vieja mula, se quedaba cada vez más atrás, y Bastián intentó espolearla. Pero, en lugar de andar más aprisa, la mula se detuvo, volvió la cabeza y dijo:

—No te esfuerces, señor, porque me he quedado atrás con toda intención.

—¿Por qué? —preguntó Bastián.

—Sé quién eres, señor.

—¿Qué es lo que sabes?

—Cuando se es sólo media burra y no burra entera, una se da cuenta de las cosas. Hasta los caballos han notado algo. No necesitas decirme nada, señor. Me gustaría poder contarles a mis hijos y nietos que llevé al Salvador y fui la primera en saludarlo. Por desgracia, las de mi especie no tenemos hijos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Bastián.

—Yicha, señor.

—Oye, Yicha: no lo estropees todo y guárdate para ti lo que sabes. ¿Lo harás?

—Con mucho gusto, señor.

Y la mula se puso al trote para alcanzar a los otros.

El grupo esperaba al borde del bosque. Todos contemplaban admirados la ciudad de Amarganz, que relucía ante ellos a la luz del sol. El lindero del bosque estaba en una altura y desde allí se disfrutaba de una amplia vista sobre un gran lago, de color casi violeta, rodeado por todos lados de colinas igualmente boscosas. Y en medio de aquel lago estaba Amarganz, la Ciudad de Plata. Todas sus casas estaban situadas sobre pequeñas embarcaciones: los grandes palacios sobre anchas gabarras, los pequeños sobre barcas y botes. Y cada casa y cada embarcación eran de plata, de una plata finamente cincelada y artísticamente decorada. Las puertas y ventanas de los palacios grandes y pequeños, las torrecillas y los balcones eran de filigrana de plata de una clase tan maravillosa que no tenía igual en toda Fantasia. Por todo el lago se veían botes y barcas que llevaban visitantes a la ciudad desde las orillas. Hýnreck el Héroe y sus acompañantes se apresuraron a llegar a la playa, en donde aguardaba un transbordador de plata, de curvada proa. Toda la caravana, con caballos y acémilas, encontró sitio en él.

Durante el viaje, Bastián supo por el barquero —quien, por cierto, llevaba un traje tejido de plata— que las aguas color violeta del lago eran tan saladas y amargas que, a la larga, nada podía resistir su poder destructor… nada, salvo la plata. El lago se llamaba Murhu o Lago de las Lágrimas. En tiempos muy remotos se había trasladado a la ciudad de Amarganz al centro del lago para protegerla de invasiones, porque quien había intentado llegar hasta ella en barcos de madera o embarcaciones de hierro se había hundido y había perecido, ya que el agua descomponía en poco tiempo buque y tripulación. Pero ahora había otra razón para que Amarganz estuviera sobre el agua. En efecto, a sus habitantes les gustaba reagrupar de vez en cuando sus viviendas, formando nuevas calles y plazas. Cuando, por ejemplo, dos familias que vivían en extremos opuestos de la ciudad se hacían amigas o emparentaban porque sus miembros jóvenes contraían matrimonio, dejaban su lugar anterior y colocaban próximos sus barcos de plata, haciéndose vecinas. Dicho sea de paso, la plata era de una clase especial y tan única como la incomparable belleza de su trabajo.

A Bastián le hubiera gustado oír más cosas aún, peroel transbordador había llegado a la ciudad y tuvo que bajar con sus compañeros de viaje.

Ante todo buscaron albergue, a fin de alojarse con sus caballerías. No fue muy fácil, porque Amarganz había sido tomada casi por asalto por los viajeros que llegaban, de cerca o de lejos, para el torneo. Pero finalmente encontraron sitio en una posada. Cuando Bastián llevaba a la mula al establo, le cuchicheó al oído:

—No te olvides de lo que me has prometido, Yicha. Hasta pronto.

Yicha se limitó a asentir con la cabeza.

Luego, Bastián dijo a sus compañeros de viaje que no quería seguir importunándolos e iba a visitar la ciudad por su cuenta. Les dio las gracias por su amabilidad y se despidió de ellos. En realidad, ardía en deseos de encontrar a Atreyu.

Las embarcaciones pequeñas estaban unidas entre sí por pasarelas: unas estrechas y frágiles, de forma que sólo podía pasar por ellas una persona, y otras anchas y espléndidas como calles, en las que se apretujaba la multitud. Había también puentes colgantes cubiertos y en los canales, entre los buques-palacio, se movían cientos de canoas de plata. Sin embargo, a dondequiera que se fuera o en dondequiera que se estuviera, se sentía siempre bajo los pies un suave subir y bajar del suelo, que recordaba que la ciudad entera flotaba sobre el agua.

La multitud de visitantes, de los que la ciudad parecía estar realmente rebosante, era tan multicolor y multiforme que haría falta un libro entero para describirla. Los amargancios eran fáciles de reconocer, porque llevaban todos trajes de tejido de plata, casi tan hermosos como el manto de Bastián. También sus cabellos eran plateados, y ellos eran altos y bien parecidos y tenían los ojos de un color tan violeta como Murhu, el Lago de las Lágrimas. La mayoría de los forasteros no eran tan hermosos. Había gigantes llenos de músculos, con cabecitas que, entre sus poderosos hombros, parecían pequeñas como manzanas. Circulaban por allí rufianes de la noche, sombríos y valentones, tipos solitarios con los que se veía que era imposible hacer buenas migas. Había espadachines de ojos rápidos y rápidas manos, y furibundos guerreros que andaban con los brazos en jarras y echando humo por boca y narices. Daban vueltas por el lugar fanfarrones, como peonzas vivas, y sátiros trotaban de un lado a otro sobre sus piernas nudosas, con gruesas cachiporras al hombro. Una vez, Bastián vio incluso un comerrocas,. cuyos dientes sobresalían como cinceles de acero. La pasarela de plata se curvó bajo su peso cuando el comerrocas cruzó pesadamente. Pero antes de que Bastián pudiera preguntarle si, por casualidad, se llamaba Pyernrajzarck, se había perdido entre el gentío.

Bastián llegó por fin al centro de la ciudad. Y allí era donde se celebraban los torneos, que estaban en todo su auge. En una gran plaza redonda, que parecía una enorme pista de circo, cientos de competidores medían sus fuerzas y demostraban lo que sabían hacer. En torno al amplio redondel se apiñaba una multitud de espectadores, que animaban con sus gritos a los combatientes; también las ventanas y los balcones de los buques-palacio de alrededor rebosaban casi de espectadores, y muchos de éstos habían conseguido trepar a los tejados adornados con filigrana de plata.

Sin embargo, Bastián no se interesó tanto al principio por el espectáculo que ofrecían los competidores. Quería encontrar a Atreyu que, sin duda, contemplaba los juegos desde algún sitio. Y entonces observó que la multitud miraba siempre con expectación hacia un palacio determinado, sobre todo cuando uno de los competidores había realizado alguna hazaña especialmente impresionante. Con todo, Bastián tuvo que abrirse paso por uno de los puentes colgantes y trepar luego a una especie de farola antes de poder echar una ojeada a aquel palacio.

En un amplio balcón habían colocado dos altos sillones de plata. En uno de ellos se sentaba un hombre muy viejo, al que barba y cabellos de plata le caían en oleadas hasta el cinto. Debía de ser Qüérquobad, el Anciano de Plata. Junto a él estaba un muchacho, aproximadamente de la edad de Bastián. Llevaba pantalones largos de cuero blando y el torso desnudo, de forma que podía verse que su piel era de color verde oliva. La expresión de su rostro delgado era seria, casi adusta. Llevaba el pelo, largo y negroazulado, recogido en una trenza en la nuca y atado con unas tiras de cuero. Le cubría los hombros un manto de color púrpura. Contemplaba serenamente y, sin embargo, con peculiar intensidad el campo de batalla. Nada parecía escapar a sus ojos oscuros. ¡Atreyu!

En aquel momento apareció en la abierta puerta del balcón que había detrás de Atreyu otro rostro muy grande, parecido al de un león, aunque en lugar de piel tenía escamas de madreperla blanca y le colgaban de la boca unas barbas largas, también blancas. Los ojos eran de color rubí y chispeaban, y cuando levantó la cabeza por encima de Atreyu se vio que iba unida a un cuello largo, flexible e igualmente cubierto de escamas de madreperla, del que caía una melena como de fuego blanco. Era Fújur, el dragón de la suerte. Pareció decirle algo a Atreyu, porque Atreyu asintió.

Bastián bajó de la farola. Ya había visto bastante. Dedicó su atención a los competidores.

En el fondo, no se trataba tanto de verdaderos y auténticos torneos como de una especie de representación circense en gran escala. Es verdad que, en aquel momento, se desarrollaban precisamente una lucha a brazo partido entre dos gigantes, cuyos cuerpos se retorcían formando un solo nudo que rodaba de un lado a otro; es verdad que aquí y allá había parejas de la misma especie o de especies muy distintas, que demostraban su habilidad en la esgrima o en el manejo de la maza o de la lanza, pero naturalmente no luchaban a vida o muerte. Una de las reglas del juego era incluso demostrar lo caballeresca y limpiamente que uno combatía y cómo sabía dominar su violencia. Un competidor que, llevado por la ira o la ambición, hubiera herido gravemente a su contrincante hubiera sido descalificado inmediatamente. La mayoría trataban de probar su destreza en el manejo del arco, o de exhibir su fuerza levantando enormes pesos; otros mostraban sus habilidades realizando hazañas acrobáticas o con toda clase de pruebas de valor. Los concursantes eran tan diversos como variado lo que hacían.

Continuamente, los que eran vencidos abandonaban el terreno, por lo que, poco a poco, cada vez eran menos los competidores. Bastián vio cómo entraba en liza Hykrion, el fuerte, Hýsbald, el ligero y Hydorn, el duro. Hýnreck el Héroe y su adorada, la Princesa Oglamar, no estaban con ellos. Quedaban aún sobre el terreno unos cien competidores. Como se trataba ya de una selección de los mejores, a Hykrion, Hýsbald y Hydorn no les fue tan fácil vencer a sus contrarios. Hizo falta toda la tarde para que Hykrion demostrase ser el más poderoso de los fuertes, Hýsbald el más diestro de los ligeros y Hydorn el más resistente de los duros. El público los vitoreó, aplaudiendo entusiasmado, y los tres se inclinaron mirando al balcón donde se sentaban Qüérquobad,

el Anciano de Plata, y Atreyu. Éste se levantaba ya para decir algo, cuando de pronto entró en el palenque otro competidor. Era Hýnreck. Se hizo un silencio expectante y Atreyu volvió a sentarse. Como sólo debían acompañarlo tres hombres, ahora había uno de más. Uno de ellos tendría que quedarse.

—Caballeros —dijo Hýnreck con voz fuerte, de modo que todos pudieran oírlo—, no creo que la modesta exhibición de vuestras habilidades que acabáis de realizar pueda haber fatigado vuestras fuerzas. Con todo, no sería digno de mí, en esas circunstancias, retaros de uno en uno. Como hasta ahora no he visto entre todos los competidores ningún contrincante capaz de medirse conmigo, no he participado y, por consiguiente, estoy fresco todavía. Si alguno de vosotros se siente demasiado agotado, puede abandonar libremente. De todos modos, yo estaría dispuesto a competir con los tres a la vez. ¿Tenéis alguna objeción?

—No —respondieron los tres como un solo hombre.

Y entonces se entabló un combate en el que saltaron chispas. Los. golpes de Hykrion no habían perdido nada de su violencia, pero Hýnreck el Héroe era más fuerte. Hýsbald lo atacó por todos lados con la velocidad del relámpago, pero Hýnreck el Héroe era más rápido. Hydorn intentó fatigarlo, pero Hýnreck el Héroe era más resistente. El combate había durado apenas diez minutos cuando los tres caballeros estaban ya desarmados y doblaban la rodilla ante Hýnreck el Héroe. El miró orgulloso a su alrededor buscando evidentemente la admiración de su dama, quien, sin duda, estaba en algún lugar entre la multitud. El júbilo y los aplausos de los espectadores atronaron como un huracán la plaza. Probablemente pudieron oírse hasta en las más remotas orillas de Murhu, el Lago de las Lágrimas.

Cuando se restableció la calma, Qüérquobad, el Anciano de Plata, se puso en pie y preguntó en voz alta:

—¿Hay alguien que se atreva aún a enfrentarse con Hýnreck el Héroe?

—¡Sí, yo!

Era Bastián.

Todos los rostros se volvieron hacia él. La multitud le abrió paso y Bastián entró en la plaza. Se oyeron exclamaciones de asombro y de preocupación.

—¡Qué guapo es!… ¡Qué lástima! … ¡No lo dejéis!

—¿Quién eres? —preguntó Qüérquobad, el Anciano de Plata.

—Mi nombre —respondió Bastián— sólo lo diré después.

Vio que Atreyu entornaba los ojos y lo miraba inquisitivamente, pero lleno de incertidumbre aún.

—Joven amigo —dijo Hýnreck el Héroe—, hemos comido y bebido juntos. ¿Por qué quieres que te abochorne? Te ruego que recojas tu palabra y te vayas.

—No —respondió Bastián—, lo que he dicho lo mantengo.

Hýnreck el Héroe titubeó un momento. Luego propuso:

—No sería justo por mi parte medirme contigo en la lucha. Veamos primero cuál de los dos puede disparar una flecha a más altura.

—¡De acuerdo! —contestó Bastián.

Les trajeron a cada uno un arco fuerte y una flecha. Hýnreck estiró la cuerda y disparó la saeta hacia el cielo, más alto de lo que los ojos podían seguir. Casi al mismo tiempo, Bastián tensó su arco y disparó su flecha detrás.

Transcurrió un rato antes de que ambas flechas volvieran, cayendo al suelo entre los dos arqueros. Y entonces se vio que la flecha de Bastián, de plumas rojas, debía de haber alcanzado en el punto más alto a la de Hýnreck el Héroe, de plumas azules, y con tanta violencia que la había hendido por atrás.

Hýnreck miró las flechas encajadas una en otra. Se había puesto un poco pálido y únicamente en sus mejillas había dos manchas rojas.

—Sólo puede ser casualidad —murmuró—. Veamos quién es más diestro con la espada.

Pidió dos espadas y dos barajas. Se las trajeron. Barajó cuidadosamente las cartas.

Lanzó una baraja al aire, desenvainó con la rapidez del rayo su espada y se tiró a fondo. Cuando las otras cartas cayeron al suelo, se vio que Hýnreck el Héroe había atravesado el as de corazones, y precisamente por el centro del único corazón del naipe. Otra vez miró Hýnreck el Héroe a su alrededor buscando a su dama, mientras levantaba la espada con la carta.

Bastián arrojó al aire la otra baraja e hizo silbar su espada. No cayó al suelo ninguna carta. Había atravesado las treinta y dos cartas de la baraja, exactamente por el centro y además por su orden, aunque Hýnreck el Héroe las había barajado bien.

Hýnreck el Héroe miró lo que Bastián había hecho. No dijo nada; sólo sus labios temblaron ligeramente.

—Pero en fuerza no me aventajas —exclamó por fin un poco roncamente.

Cogió el más pesado de todos los pesos que había en la plaza y lo levantó lentamente. Sin embargo, antes de que pudiera dejarlo en el suelo, Bastián lo cogió a él, levantándolo en alto juntamente con el peso. Hýnreck el Héroe puso una cara de tal desconcierto que algunos espectadores no pudieron contener la risa.

—Hasta ahora —dijo Bastián— habéis determinado vos cómo medir nuestras fuerzas. ¿Estáis de acuerdo en que sea yo quien proponga algo ahora?

Hýnreck el Héroe asintió en silencio.

—Es una prueba de valor —continuó Bastián. Hýnreck el Héroe hizo un esfuerzo por dominarse.

—¡No hay nada que pueda asustarme!

—Entonces —contestó Bastián— propongo que compitamos atravesando a nado el Lago de las Lágrimas. Ganará quien llegue antes a la orilla.

En toda la plaza reinó un silencio sofocado.

Hýnreck el Héroe se puso alternativamente rojo y pálido.

—Eso no es una prueba de valor —balbuceó—. Es un desatino.

—Yo —respondió Bastián— estoy dispuesto a hacerlo. ¡De manera que vamos!

Hýnreck el Héroe perdió entonces el dominio de sí mismo.

—¡No! —gritó, dando una patada en el suelo—. Sabéis tan bien como yo que el agua de Murhu lo disuelve todo. Eso equivaldría a ir a una muerte segura.

—Yo no tengo miedo —repuso Bastián tranquilo-. He atravesado el Desierto de Colores y he comido y bebido del fuego de la Muerte Multicolor y me he bañado en él. No tengo miedo a esas aguas.

—¡Mentís! —rugió Hýnreck el Héroe, rojo de cólera—. Nadie en Fantasia puede sobrevivir a la Muerte Multicolor. ¡Eso lo saben hasta los niños!

—Héroe Hýnreck —dijo Bastián lentamente—, en lugar de acusarme de mentiroso haríais mejor en confesar que, sencillamente, tenéis miedo.

Aquello fue demasiado para Hýnreck el Héroe. Irreflexivamente, desenvainó su gran espada y atacó a Bastián. Éste dio un paso atrás y quiso pronunciar una palabra de aviso, pero Hýnreck el Héroe no le dio tiempo. Trató de golpear a Bastián, y sus intenciones eran homicidas. En aquel mismo instante, la espada Sikanda saltó de su oxidada funda a la mano de Bastián y comenzó a bailar.

Lo que sucedió entonces fue tan inaudito que ninguno de los espectadores pudo olvidarlo en toda su vida. Por suerte, Bastián no podía soltar la empuñadura de la espada y tenía que seguir todos los movimientos que Sikanda ejecutaba por sí sola. Ante todo, la espada partió, pieza por pieza, la magnífica armadura de Hýnreck el Héroe. Los pedazos volaron por todas partes, pero él no sufrió en su piel ni un rasguño. Hýnreck el Héroe se defendía desesperado, golpeando a su alrededor como un loco, pero los relámpagos de Sikanda lo rodeaban como un torbellino de fuego, cegándolo, de forma que ninguno de sus golpes dio en el blanco. Cuando finalmente estuvo sólo en paños menores, sin dejar de intentar golpear a Bastián, Sikanda cortó literalmente su espada en pequeñas rodajas, y con tanta velocidad que los pedazos se quedaron un momento en el aire, antes de caer al suelo repiqueteando como un puñado de monedas. Hýnreck el Héroe miró con los ojos muy abiertos la inútil empuñadura que tenía en la mano. Luego la dejó caer y bajó la cabeza. Sikanda volvió a su roñosa funda y Bastián pudo soltarla.

Un griterío de entusiasmo y admiración se elevó de mil gargantas en la multitud de espectadores. Éstos irrumpieron en la plaza, cogieron a Bastián, lo levantaron en hombros y lo pasearon en triunfo. El júbilo no acababa nunca. Bastián, desde su altura, buscó a Hýnreck el Héroe con la mirada. Quería dirigirle unas palabras conciliadoras, porque realmente le daba pena el pobre y no había tenido intención de dejarlo en ridículo de aquella forma. Pero ya no se veía por ningún lado a Hýnreck el Héroe.

Entonces se hizo de pronto la calma. La multitud retrocedió, dejando sitio. Allí estaba Atrevu, mirando a Bastián sonriente. Y también Bastián sonreía. Lo dejaron en el suelo y los dos jóvenes quedaron frente a frente, mirándose largo tiempo en silencio. Finalmente, Atreyu empezó a hablar.

—Si necesitara aún un acompañante para buscar al Salvador del reino de Fantasia, me bastaría con éste, porque vale más que cien juntos. Pero ya no necesito acompañante, porque la expedición de búsqueda no se realizará.

Se oyó un murmullo de asombro y desencanto.

—El Salvador de Fantasia no necesita nuestra protección —siguió diciendo Atreyu con voz más alta—, porque puede protegerse a sí mismo mejor de lo que podríamos hacerlo todos nosotros juntos. Y no necesitamos buscarlo ya, porque él nos ha encontrado a nosotros. No lo reconocí enseguida porque cuando lo vi en la Puerta del Espejo Mágico del Oráculo del Sur tenía un aspecto distinto… muy distinto del de ahora. Pero no he olvidado la mirada de sus ojos. Y es la misma que ahora veo. No puedo equivocarme.

Bastián movió sonriendo la cabeza y dijo:

—No te equivocas, Atreyu. Tú fuiste quien me llevaste hasta la Emperatriz Infantil para que pudiera darle un nombre nuevo. Y te doy las gracias por ello.

Un susurro respetuoso atravesó como una ráfaga de viento la multitud de espectadores.

—Nos has prometido —respondió Atreyu— decirnos también tu nombre, porque salvo la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados, nadie lo sabe aún en Fantasia. ¿Quieres hacerlo?

—Me llamo Bastián Baltasar Bux.

Los espectadores no pudieron contenerse más tiempo. Su júbilo explotó en miles de exclamaciones. Muchos empezaron a bailar de entusiasmo, de forma que las pasarelas y los puentes, la plaza entera, comenzaron a balancearse.

Atreyu tendió sonriendo la mano a Bastián y Bastián se la dio, y así —de la mano— entraron en el palacio, en cuya escalera de entrada los aguardaban Qüérquobad, el Anciano de Plata, y Fújur, el dragón de la suerte.

Aquella noche, la ciudad de Amarganz celebró la más hermosa fiesta que había celebrado nunca. Todo el que tenía piernas, cortas o largas, torcidas o derechas, bailaba y todo el que tenía voz, bonita o fea, profunda o alta, cantaba y reía. Cuando llegó la noche, los amargancios encendieron miles de luces de colores en sus barcos y palacios de plata. Y a la media noche se quemaron unos fuegos artificiales como nunca se habían visto, ni siquiera en Fantasia. Bastián estaba con Atreyu en el balcón, y a su izquierda y su derecha se sentaban Fújur y Qüérquobad, el Anciano de Plata, viendo cómo los penachos de colores del cielo y los miles de luces de la Ciudad de Plata se reflejaban en las aguas de Murhu, el Lago de las Lágrimas.

La Historia Interminable - Color
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
titulo1.xhtml
titulo2.xhtml
Section0000.xhtml
SectionA_I.xhtml
SectionA.xhtml
SectionA_TEXTO.xhtml
SectionB_II.xhtml
SectionB.xhtml
SectionB_TEXTO.xhtml
SectionC_III.xhtml
SectionC.xhtml
SectionC_TEXTO.xhtml
SectionD_IV.xhtml
SectionD.xhtml
SectionD_TEXTO.xhtml
SectionE_V.xhtml
SectionE.xhtml
SectionE_TEXTO.xhtml
SectionF_VI.xhtml
SectionF.xhtml
SectionF_TEXTO.xhtml
SectionG_VII.xhtml
SectionG.xhtml
SectionG_TEXTO.xhtml
SectionH_VIII.xhtml
SectionH.xhtml
SectionH_TEXTO.xhtml
SectionI_IX.xhtml
SectionI.xhtml
SectionI_TEXTO.xhtml
SectionJ_X.xhtml
SectionJ.xhtml
SectionJ_TEXTO.xhtml
SectionK_XI.xhtml
SectionK.xhtml
SectionK_TEXTO.xhtml
SectionL_XII.xhtml
SectionL.xhtml
SectionL_TEXTO.xhtml
SectionM_XIII.xhtml
SectionM.xhtml
SectionM_TEXTO.xhtml
SectionN_XIV.xhtml
SectionN.xhtml
SectionN_TEXTO.xhtml
SectionO_XV.xhtml
SectionO.xhtml
SectionO_TEXTO.xhtml
SectionP_XVI.xhtml
SectionP.xhtml
SectionP_TEXTO.xhtml
SectionQ_XVII.xhtml
SectionQ.xhtml
SectionQ_TEXTO.xhtml
SectionR_XVIII.xhtml
SectionR.xhtml
SectionR_TEXTO.xhtml
SectionS_XIX.xhtml
SectionS.xhtml
SectionS_TEXTO.xhtml
SectionT_XX.xhtml
SectionT.xhtml
SectionT_TEXTO.xhtml
SectionU_XXI.xhtml
SectionU.xhtml
SectionU_TEXTO.xhtml
SectionV_XXII.xhtml
SectionV.xhtml
SectionV_TEXTO.xhtml
SectionW_XXIII.xhtml
SectionW.xhtml
SectionW_TEXTO.xhtml
SectionX_XXIV.xhtml
SectionX.xhtml
SectionX_TEXTO.xhtml
SectionY_XXV.xhtml
SectionY.xhtml
SectionY_TEXTO.xhtml
SectionZ_XXVI.xhtml
SectionZ.xhtml
SectionZ_TEXTO.xhtml
autor.xhtml