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EL ESPEJO MATEMÁTICO IMAGINARIO DE RIEMANN
¿No lo oís, no lo veis? Sólo yo oigo esta melodía que tan maravillosa y gentil…
RICHARD WAGNER
Tristán e Isolda (Acto III, escena III)
En 1809, Wilhelm von Humbold se convirtió en ministro de instrucción de Prusia, en Alemania septentrional. En una carta de 1816 a Goethe, escribió: «Aquí me he ocupado mucho de ciencia, pero he sentido profundamente el poder que la antigüedad siempre ha ejercido en mí. Lo nuevo me disgusta…». Humboldt promovió un movimiento de alejamiento de la ciencia como medio para conseguir objetivos prácticos y favoreció un retorno a la más clásica tradición de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo. Los programas de estudios anteriores se habían orientado a producir funcionarios públicos para mayor gloria de Prusia; a partir de ahora se pondría el énfasis en una instrucción al servicio de las necesidades del individuo, más que del Estado.
En su papel de pensador y de funcionario, Humbold puso en marcha una revolución que habría de tener efectos de largo alcance. En toda Prusia y en el estado colindante de Hannover se crearon nuevas escuelas secundarias, llamadas Gymnasien. A la larga, los maestros de esas escuelas ya no serían miembros del clero, como sucedía en el viejo sistema educativo, sino licenciados de las nuevas universidades y politécnicos que iban surgiendo en aquel período.
La joya de la corona era la Universidad de Berlín, fundada en 1810, durante la ocupación francesa: Humboldt la definía como «la madre de todas las universidades modernas». Instalada en lo que antes había sido el palacio del príncipe Enrique de Prusia, en la gran avenida Unter den Linden, la Universidad promovió por vez primera la investigación a la vez que la enseñanza: «La enseñanza universitaria no sólo hace posible una comprensión de la unidad de la ciencia sino también su avance», declaró Humbold. Pese a su pasión por el mundo antiguo, fue bajo su guía que la universidad se abrió a nuevas disciplinas junto a las clásicas facultades de leyes, medicina, filosofía y teología.
El estudio de las matemáticas constituyó por vez primera una parte importante del currículum de los nuevos Gymnasien y universidades: se animaba a los estudiantes a estudiar las matemáticas por sí mismas, y no simplemente como una disciplina al servicio de las demás ciencias. Todo ello contrastaba fuertemente con las reformas educativas que Napoleón había introducido, consistentes en la explotación de las matemáticas para la expansión de los horizontes militares franceses. En 1830, Carl Jacobi, uno de los profesores de Berlín, escribió a Legendre en París sobre el matemático francés Joseph Fourier, que había reprochado a la escuela alemana de pensamiento su ignorancia de los problemas más prácticos:
Ciertamente, Fourier opinaba que el objetivo principal de las matemáticas es la utilidad pública y la explicación de los fenómenos naturales; pero un filósofo como él debería haber sabido que el único objetivo de la ciencia es honrar el espíritu humano, y que desde este punto de vista un problema de teoría de los números es tan digno como un problema sobre el sistema del mundo.
Para Napoleón, la educación destruiría finalmente las arcanas reglas del Antiguo Régimen. Su reconocimiento de la educación como la espina dorsal sobre la que había que construir la nueva Francia llevó a la creación de algunos de los institutos parisienses que todavía hoy mantienen su fama. Tales institutos no sólo eran meritocráticos, es decir, podían seguir sus cursos estudiantes de cualquier clase social, sino que su filosofía didáctica ponía gran énfasis en una educación y una ciencia al servicio de la sociedad. En 1794, uno de los representantes regionales del gobierno revolucionario escribió a un profesor de matemáticas para recomendarle que impartiera un curso de «aritmética republicana»: «Ciudadano: la revolución no sólo mejora nuestros principios morales y allana el camino para nuestra felicidad y para la de las generaciones futuras, sino que desata las cadenas que frenan el progreso científico».
La actitud de Humboldt respecto de las matemáticas era muy distinta de la filosofía utilitaria que prevalecía al otro lado de la frontera. El efecto emancipador de la revolución didáctica en Alemania estaba destinado a tener un gran impacto sobre la comprensión por parte de los matemáticos de muchos aspectos de su campo. Les permitiría desarrollar un nuevo lenguaje matemático, más abstracto. En particular, revolucionaría el estudio de los números primos.
Una ciudad que se benefició de las iniciativas de Humboldt fue Luneburgo, en Hannover. Luneburgo, que había sido un importante centro comercial, estaba en decadencia; sus amplias avenidas adoquinadas ya no vibraban con la actividad de la que habían sido testigos en los siglos anteriores. Pero en 1829 se erigió un nuevo edificio entre los altos campanarios de las tres iglesias góticas de Luneburgo: el Gymnasium Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la nueva escuela había prosperado. Su director, Schmalfuss, era un defensor entusiasta de los ideales humanísticos propugnados por Humboldt. Su biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas: no sólo albergaba los clásicos y las obras de los escritores alemanes modernos, sino también volúmenes provenientes de lugares lejanos. En concreto, Schmalfuss consiguió algunos libros procedentes de París, motor de la actividad intelectual europea en la primera mitad del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un nuevo alumno en el Gymnasium Johanneum: Bernhard Riemann. Riemann era un joven muy tímido y tenía grandes dificultades para hacer amigos. Había estudiado en el Gymnasium de la ciudad de Hannover, donde se alojaba en casa de su abuela, pero al morir ésta había tenido que trasladarse a Luneburgo, donde estaba a pensión en casa de uno de los profesores. Ingresar en la escuela cuando todos los demás habían ya establecido sus lazos de amistad no le facilitó la vida a Riemann: sufría una desesperada añoranza de su casa y los demás estudiantes le tomaban el pelo. Habría preferido volver a pie a la lejana casa de su padre en Quickborn antes que quedarse jugando con sus compañeros.
El padre de Riemann, pastor en Quickborn, tenía grandes expectativas sobre su hijo. Por esto, aunque fuera infeliz en la escuela, Bernhard se empleaba a fondo y estudiaba concienzudamente para no defraudarlo, pero tenía que luchar contra un perfeccionismo obsesivo. Frecuentemente, su incapacidad para entregar a tiempo sus deberes descorazonaba a los profesores. Era incapaz de entregar un trabajo que no fuera perfecto: no podía soportar la indignidad de obtener una nota inferior a la máxima. Sus profesores empezaron a dudar de que Riemann llegara a superar los exámenes finales.
Fue Schmalfuss quien ideó una manera de desarrollar a aquel jovencito y sacar provecho de su perfeccionismo. Schmalfuss había observado enseguida las extraordinarias capacidades matemáticas de Riemann y estaba ansioso por estimular sus habilidades escolares: le dio libre acceso a su biblioteca, con la excelente colección de libros de matemáticas que contenía; allí, el jovencito podía huir de las presiones sociales de sus compañeros de clase. La biblioteca abrió a Riemann un mundo nuevo, un lugar donde se sintió como en su casa, dueño de la situación: de repente se encontró con un mundo matemático perfecto, idealizado, un nuevo mundo al que las demostraciones impedían hundirse y en el cual los números se convertían en sus amigos.
El impulso que Humboldt dio a la enseñanza para apartarse de las ciencias como instrumento práctico y abrazar una concepción estética del conocimiento impregnó las aulas escolares de Schmalfuss. Apartó a Riemann de la lectura de textos matemáticos llenos de fórmulas y reglas cuya finalidad era la de satisfacer las demandas de un mundo industrial en expansión, y lo dirigió hacia los clásicos de Euclides, Arquímedes y Apolonio. Con su geometría, los antiguos griegos buscaban la comprensión de una estructura abstracta hecha con puntos y líneas; no les obsesionaban las fórmulas que se escondían detrás de los conceptos matemáticos. Cuando Schmalfuss dio a Riemann un texto más moderno, el tratado de geometría analítica de Descartes —un libro lleno de ecuaciones y de fórmulas— el maestro se dio cuenta de que el método que se desarrollaba en el libro no era del agrado de un Riemann cada vez más interesado en una matemática conceptual: «Ya en aquel tiempo era un matemático en posesión de medios ante los cuales un maestro se sentía pobre», recordó más tarde Schmalfuss en una carta a un amigo.
Uno de los libros que había en las estanterías de la biblioteca de Schmalfuss era un volumen de matemáticas contemporáneas que el maestro había comprado en Francia. Publicado en 1808, la Théorie des nombres de Adrien-Marie Legendre era el primer texto en registrar la observación de un extraño nexo entre la función que permitía contar los números primos en un intervalo dado y la función logarítmica. Tal nexo, descubierto por Gauss y Legendre, se basaba únicamente en indicios experimentales: no estaba en absoluto claro si, suponiendo que continuáramos contando, la función de Gauss o la de Legendre continuarían aproximándose al verdadero número de primos.
A pesar del grosor del volumen —859 páginas de gran formato—, Riemann lo devoró, y apenas seis días más tarde, lo devolvió al profesor diciendo: «Es un libro maravilloso: me lo sé de memoria». Schmalfuss no lo creyó pero, cuando dos años más tarde, durante los exámenes finales, preguntó a Riemann sobre el contenido del libro, el estudiante respondió impecablemente. Aquel episodio supuso el principio de la carrera de uno de los gigantes de las matemáticas modernas. Gracias a Legendre, en la mente del joven Riemann se plantó una semilla que años más tarde terminaría por dar frutos espectaculares.
Una vez superados los exámenes finales, Riemann estaba ansioso por inscribirse en una de las nuevas universidades que, con gran energía, estaban pilotando la revolución didáctica en Alemania. Sin embargo, su padre tenía otras ideas: la familia de Riemann era pobre y su padre esperaba que Bernhard siguiera sus pasos y entrara a formar parte de la Iglesia. Una vida eclesiástica le habría supuesto unos ingresos regulares con los que mantener a sus hermanas. La única universidad del reino de Hannover donde se enseñaba teología no era una de aquellas nuevas instituciones, sino la Universidad de Gotinga, fundada más de un siglo antes, en 1734. Por esa razón, para satisfacer los deseos de su padre, Riemann tomó el camino de la húmeda y fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre las suaves colinas de la Baja Sajonia. Su núcleo central es una ciudadela medieval circundada de antiguas murallas: esa es la Gotinga que Riemann conoció y que todavía hoy conserva mucho de su carácter original, las callejuelas serpenteaban entre casas de madera y tejados rojos. Los hermanos Grimm escribieron muchos de sus cuentos en Gotinga, y no es difícil imaginarse a Hansel y Gretel corriendo por sus calles. En el centro se levanta el edificio medieval del Ayuntamiento, sobre cuyos muros campea el lema: «No hay vida fuera de Gotinga». Para los que estaban en la universidad, ésa era ciertamente la sensación: la vida académica era autosuficiente. Aunque la teología había dominado los primeros años de la universidad, los vientos de cambio académico que soplaban en Alemania habían estimulado los estudios científicos también en Gotinga. Cuando Gauss fue nombrado profesor de Astronomía y director del observatorio de la ciudad, en 1807, era más la ciencia que la teología lo que estaba haciendo famosa a Gotinga.
El fuego matemático que el profesor Schmalfuss había encendido en el joven Riemann aún ardía vigorosamente. El deseo paterno de que estudiara teología lo había conducido a Gotinga, pero fue la influencia del gran Gauss y de la tradición científica lo que lo marcó durante aquel primer año. Fue sólo una cuestión de tiempo el que las clases de griego y de latín dejaran paso a las tentaciones de los cursos de física y de matemáticas. Con inquietud, Riemann escribió a su padre dándole a entender que desearía cambiarse de teología a matemáticas. La aprobación paterna lo significaba todo para Riemann. Recibió su bendición con alivio, e inmediatamente se sumergió en la vida científica de la universidad.
Para un joven dotado de su talento, Gotinga pronto empezó a parecer pequeña. En un año, Riemann había agotado los recursos que tenía a su disposición. Gauss, ya anciano, se había alejado un tanto de la vida intelectual de la universidad: desde 1828 sólo había pasado una noche lejos del observatorio, donde vivía. En la universidad se limitaba a impartir clases de astronomía, en concreto sobre el método que lo había hecho famoso muchos años antes, cuando había reencontrado a Ceres, el planeta «perdido». Riemann tendría que buscar en otra parte los estímulos que necesitaba para dar un paso más en su desarrollo: se dio cuenta de que Berlín era el lugar donde sonaba más fuerte el murmullo de la actividad intelectual.
Los prestigiosos institutos franceses de investigación creados por Napoleón, como la Ecole Polytechnique, tuvieron una gran influencia sobre la Universidad de Berlín que, después de todo, se había fundado durante la ocupación francesa. Uno de los embajadores científicos más importantes fue un brillante matemático llamado Peter Gustav Lejeune-Dirichlet. Había nacido en Alemania en 1805, pero su familia era de origen francés. En 1822, el regreso a las raíces lo condujo a París, donde pasó cinco años impregnándose de la actividad intelectual que florecía en las academias. Alexander von Humboldt, hermano de Wilhelm y científico aficionado, coincidió con Dirichlet durante sus viajes y quedó tan impresionado que le buscó un empleo en Alemania. Dirichlet tenía un espíritu más bien rebelde: quizá la atmósfera de las calles de París le había desarrollado el gusto por retar a la autoridad. En Berlín, disfrutó ignorando algunas de las tradiciones anticuadas que habían impuesto las autoridades universitarias, bastante retrógradas, y a menudo se mofaba de sus peticiones para demostrar su dominio del latín.
Gotinga y Berlín ofrecían ambientes distintos a los nuevos matemáticos como Riemann. Gotinga tenía a gala su independencia y aislamiento; raramente se celebraban seminarios que impartieran personajes procedentes de más allá de las murallas de la ciudad. La universidad era autosuficiente y producía ciencia a partir de su combustible interno. En cambio, Berlín prosperaba gracias a los estímulos de más allá de sus fronteras: las ideas procedentes de Francia se entremezclaban con el innovador enfoque alemán de la filosofía natural para crear un nuevo y prometedor cóctel. Los distintos climas de Gotinga y Berlín se adaptan a distintos tipos de matemáticos. Algunos no hubieran avanzado nunca sin entrar en contacto con las nuevas ideas que provenían del extranjero, mientras que el éxito de otros matemáticos se puede imputar a un aislamiento que los obligaba a encontrar una fuerza interior y, con ella, nuevos lenguajes y formas de pensar. En lo referente a Riemann, sus conquistas matemáticas fueron fruto del contacto con la abundancia de nuevas ideas que flotaban en el aire, y él era consciente de que Berlín era precisamente el lugar donde tenía que estar.
Riemann se trasladó a Berlín en 1847 y vivió dos años en la ciudad. Durante su estancia consiguió estudiar los papeles de Gauss que no había podido conseguir directamente del reservado maestro en Gotinga. Asistió a las clases de Dirichlet, quien rápidamente adoptó una parte de los sensacionales descubrimientos de Riemann sobre los números primos. Era opinión general que Dirichlet tenía la capacidad de insuflar la inspiración a todo aquel que lo escuchaba. Un matemático que asistió a sus clases lo describía así:
Dirichlet es insuperable en cuanto a riqueza de materiales y capacidad de penetración. … Se sienta a su alto escritorio de cara a nosotros, se sube las gafas hasta la frente, toma su cabeza entre las manos y… de entre ellas surge un cálculo imaginario que nos lee en voz alta, y que nosotros comprendemos como si también fuésemos capaces de verlo. Me gusta mucho esta forma de enseñar.
En los seminarios de Dirichlet, Riemann trabó amistad con varios jóvenes investigadores que, como él, ardían de pasión por las matemáticas.
Pero en Berlín había también otras fuerzas que se agitaban. Desde las calles de París, la revolución de 1848 que acabó con la monarquía francesa se difundió por gran parte de Europa, y alcanzó las calles de Berlín cuando Riemann estaba allí estudiando. Según el relato de sus contemporáneos, aquellos acontecimientos produjeron un profundo impacto sobre él. En una de las pocas ocasiones de su vida en las que se unió a los que estaban a su alrededor en algo que fuera más allá del estricto nivel intelectual, Riemann se unió a los estudiantes que defendían al rey en su palacio de Berlín. Se cuenta que se mantuvo en su puesto en las barricadas durante dieciséis horas seguidas.
Sin embargo, la respuesta de Riemann a la revolución matemática que venía de París no fue la de un reaccionario. Berlín no sólo importaba de París la propaganda política, sino también muchas de las revistas y publicaciones que salían de las academias: Riemann recibía los volúmenes más recientes de la influyente revista francesa Comptes rendus y se encerraba en su habitación para estudiar los artículos del matemático revolucionario Augustin-Louis Cauchy.
Cauchy, que había nacido pocas semanas después de la toma de la Bastilla, era hijo de la Revolución. Desnutrido a causa de las carencias alimenticias de aquellos años, desde joven el frágil Cauchy prefirió ejercitar la mente en lugar del cuerpo. Siguiendo la moda consagrada por la época, el mundo de las matemáticas fue su refugio. Un matemático amigo de su padre, Lagrange, reconoció el talento precoz del joven. Comentó a un conocido: «¿Veis a aquel jovencito? Bien, ¡como matemático nos superará a todos!». Tuvo también un buen consejo para el padre de Cauchy: «Haced que no toque un libro de matemáticas hasta que cumpla diecisiete años». En su lugar sugirió estimular las capacidades literarias del joven, para que cuando volviera a las matemáticas estuviera en condiciones de expresarse por escrito con su propia voz y con la que hubiera adquirido en los libros de la época.
Se demostró que se trataba de un consejo certero: Cauchy desarrolló una voz nueva que, una vez abiertas las compuertas que lo protegían del mundo exterior, fue imposible frenar. La producción de Cauchy creció hasta hacerse tan importante que la revista Comptes rendus tuvo que imponer un límite de páginas para los artículos publicados, un límite al que todavía hoy se ciñe estrictamente. El nuevo lenguaje matemático de Cauchy era demasiado difícil para algunos de sus contemporáneos; en 1826 el matemático noruego Niels Henrik Abel escribió: «Cauchy está loco… Lo que hace es excelente, pero confuso. Al principio no entendía prácticamente nada; ahora consigo discernir una parte con mayor claridad». Abel continuaba haciendo notar que, de todos los matemáticos de París, Cauchy era el único que hacía «matemáticas puras» mientras que los demás «se dedicaban exclusivamente al magnetismo y a otros temas físicos… Él es el único que sabe cómo se debería hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las autoridades parisienses por haber alejado a los estudiantes de las aplicaciones prácticas de las matemáticas. El director de la Ecole Polytechnique, donde Cauchy enseñaba, le escribió criticando su obsesión por la matemática abstracta: «Es opinión de muchas personas que se está exagerando claramente con la enseñanza de las matemáticas puras en la Ecole y que una tan inmotivada extravagancia es dañina para las demás disciplinas». No hay, por tanto, motivos para extrañarse de que la obra de Cauchy fuera tan apreciada por el joven Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan emocionantes que Riemann se convirtió casi en un recluso. Durante el tiempo que dedicó a estudiar la producción matemática de Cauchy desapareció completamente de la vista de sus colegas. Reapareció unas semanas más tarde declarando: «Esta es una nueva matemática». Lo que había captado la imaginación de Cauchy y de Riemann era el poder emergente de los números imaginarios.
LOS NÚMEROS IMAGINARIOS: UN NUEVO PANORAMA MATEMÁTICO
La raíz cuadrada de −1, el elemento base de los números imaginarios, parece una contradicción en los términos. Algunos opinan que el hecho de admitir la posibilidad de que tal número exista es lo que separa a los matemáticos de todos los demás. Es necesario un salto creativo para ganarse el acceso a esta pequeña porción del mundo matemático. A primera vista se tiene la impresión de que no tiene nada que ver con el mundo físico: éste parece estar construido sobre números cuyo cuadrado es siempre un número positivo. Sin embargo, los números imaginarios son más que un simple juego abstracto: son ellos los que guardan la llave que da acceso al mundo de las partículas subatómicas del siglo XX. En una escala mayor, los aviones no habrían alzado jamás el vuelo si los ingenieros no hubieran emprendido un viaje al mundo de los números imaginarios. Este nuevo mundo ofrece una flexibilidad que se niega a los que permanecen atados a los números ordinarios.
La historia del descubrimiento de esos nuevos números empieza con la necesidad de resolver simples ecuaciones. Tal como ya sabían los babilonios y los egipcios, si, por ejemplo, queremos dividir siete pescados entre tres personas, en la ecuación aparecerán números fraccionarios: 1/2, 1/3, 2/3, 1/4, etcétera. En el siglo VI a. C. los griegos, al estudiar la geometría del triángulo, descubrieron que a veces estas fracciones eran incapaces de expresar la longitud de los lados de un triángulo. El teorema de Pitágoras los obligó a inventar nuevos números que no podían escribirse como simples fracciones. Por ejemplo, Pitágoras podía tomar un triángulo rectángulo con ambos catetos de longitud unitaria; su famoso teorema le decía entonces que la hipotenusa tenía una longitud x, donde x es una solución de la ecuación x2 = 12 + 12 = 2. Dicho de otra forma: la longitud de la hipotenusa era igual a la raíz cuadrada de 2.
Las fracciones son los números cuya expresión decimal tiene un patrón que se repite, por ejemplo 1/7 = 0,142 857 142 857…, o bien 1/4 = 0,250 000 000… En contraste, los griegos pudieron demostrar que la raíz cuadrada de 2 no es igual a una fracción: por más que avancemos en el cálculo de la expresión decimal de la raíz cuadrada de 2, nunca se estabilizará con un patrón repetitivo como los que hemos visto. La raíz cuadrada de 2 empieza con 1,414 213 562… En los años en los que Riemann estuvo en Gotinga era frecuente que dedicara sus horas libres a calcular un número cada vez mayor de estos decimales. Su récord fue de treinta y ocho decimales, una empresa no precisamente fácil sin un calculador, pero quizá también un buen indicio de lo aburrida que debía ser la vida nocturna en Gotinga y lo esquivo de la personalidad de Riemann, que se entregaba a esa extraña distracción. En todo caso, Riemann sabía que por más que avanzara en sus cálculos nunca podría escribir el número completo o descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de expresar aquellos números de otra forma que como la solución de ecuaciones del tipo x2 = 2, los matemáticos los bautizaron como números irracionales. El nombre reflejaba la incapacidad de los matemáticos de escribirlos de forma exacta. A pesar de todo, los números irracionales conservaban un significado real, ya que se podían ver como puntos marcados sobre una regla, o sobre lo que los matemáticos llaman recta numérica. La raíz cuadrada de 2, por ejemplo, es un punto que se encuentra en alguna parte entre 1,4 y 1,5. Si se construyese un triángulo rectángulo pitagórico con sus dos catetos de una unidad de longitud, entonces podríamos determinar la posición exacta de este número irracional apoyando la hipotenusa del triángulo sobre la regla y marcando el punto correspondiente a su longitud.
Los números reales. Cada número fraccionario, negativo o irracional se representa como un punto sobre la recta numérica.
Los números negativos se descubrieron de forma similar, al intentar resolver simples ecuaciones como x + 3 = 1. Los matemáticos indios propusieron estos nuevos números en el siglo VII d. C. Los números negativos se crearon para responder a las exigencias de un mundo financiero en expansión, ya que eran útiles para representar los débitos. Tuvo que pasar otro milenio antes de que los matemáticos europeos se decidieran a admitir la existencia de tales «números ficticios», como les llamaban. Los números negativos ocuparon su lugar sobre la recta numérica en el lugar que se extendía a la izquierda del cero.
Los números irracionales y los números negativos nos permiten resolver diversos tipos de ecuaciones. La ecuación de Fermat x3 + y3 = z3 tiene soluciones interesantes si uno no se obstina en pretender, como había hecho Fermat, que x, y y z sean números enteros. Por ejemplo, podríamos elegir x = 1 e y = 1, colocar z igual a la raíz cúbica de 2, y la ecuación estaría resuelta. Sin embargo, quedaban otras ecuaciones que no se podían resolver recurriendo a los números de la recta numérica.
Parecía que ninguno de los números existentes daba una solución de la ecuación x2 = −1. Al fin y al cabo, si elevamos al cuadrado un número, ya sea positivo o negativo, el resultado siempre es positivo; por ello, un número que satisfaga una ecuación así no podrá ser un número ordinario. Pero los griegos habían imaginado un número como la raíz cuadrada de 2, a pesar de no poder escribirlo en forma de fracción, y los matemáticos comenzaron a entender que podían hacer un salto análogo con su imaginación y crear un nuevo número para resolver la ecuación x2 = −1. Semejante salto creativo supone uno de los retos conceptuales que deben afrontar todos los que estudian matemáticas. El nuevo número, la raíz cuadrada de menos uno, se definió como número imaginario y se le asignó el símbolo «i». Por contraste, los matemáticos empezaron a llamar números reales a los que se encontraban sobre la recta numérica.
El crear aparentemente de la nada una solución para esta ecuación parece un engaño: ¿por qué no aceptar que la ecuación no tiene soluciones? Esa es una posible forma de proceder, pero a los matemáticos nos gusta ser más optimistas: una vez aceptada la idea de la existencia de un número que efectivamente resuelve la ecuación, las ventajas del salto creativo efectuado superan con creces cualquier incomodidad inicial. Una vez que se le ha asignado un nombre, su existencia parece inevitable; ya no da la sensación de tratarse de un número creado artificialmente, sino más bien parece como si siempre hubiera estado ahí y hubiera pasado desapercibido hasta que nos planteamos la pregunta oportuna. Los matemáticos del siglo XVIII fueron reacios a aceptar la existencia de números de este tipo, pero los matemáticos del siglo XIX tuvieron la valentía de creer en nuevas formas de pensar que ponían en cuestión las ideas comúnmente aceptadas sobre lo que constituía el canon matemático oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1 es tan abstracta como la raíz cuadrada de 2. Ambas se definen como soluciones de ecuaciones. ¿Significa esto que los matemáticos deberían empezar a crear nuevos números para cada nueva ecuación que aparezca? ¿Y si quisiéramos las soluciones de una ecuación como x4 = −1? ¿Tendríamos que usar cada vez más letras para intentar dar un nombre a todas esas nuevas ecuaciones? Hubo un cierto alivio cuando Gauss demostró en 1799 que no hacían falta más números nuevos: usando el número i, la raíz cuadrada de −1, los matemáticos podían resolver cualquier ecuación que se les pusiera por delante. Cada ecuación tenía una solución que consistía en una combinación de los habituales números reales —es decir, las fracciones y los números irracionales— y de este nuevo número, i.
La clave de la demostración de Gauss era la extensión de la imagen que ya teníamos de los números habituales como puntos situados sobre la recta numérica: una línea recta que va de este a oeste en la que cada uno de sus puntos representa un número. Estos números eran los números reales, que eran familiares a los matemáticos desde los tiempos de los antiguos griegos. Pero en la recta no había sitio para aquel nuevo número imaginario, la raíz cuadrada de −1. Por esta razón, Gauss se preguntó qué sucedería si se introdujera una nueva dirección, si para representar i se usara un punto situado por encima de la recta numérica, a una unidad de distancia. Todos los nuevos números necesarios para resolver ecuaciones eran combinaciones de i y de números habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss comprendió que cada punto situado sobre este mapa bidimensional correspondía a cualquier número posible. Los números imaginarios se convertían, simplemente, en coordenadas sobre el mapa. El número 1 + 2i se representaba por el punto que se alcanzaba recorriendo una unidad hacia el este y dos unidades hacia el norte.
Gauss interpretaba estos números como coordenadas para moverse en su mapa del mundo imaginario. Sumar dos números imaginarios: A + Bi y C + Di, significaba seguir dos pares de coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo, si sumamos 6 + 3i y 1 + 2i, eso nos llevará a la posición 7 + 5i (véase la siguiente gráfica).
Cómo sumar dos números imaginarios: siguiendo sus direcciones.
A pesar de tratarse de una representación muy eficaz, Gauss tuvo que mantener escondido su mapa del mundo imaginario. Una vez construida la demostración, retiró los andamios gráficos de manera que no quedara ningún rastro de su visión. Era consciente de que, en aquella época, en matemáticas se miraban las gráficas con cierta sospecha. El predominio de la tradición francesa durante la juventud de Gauss implicaba que el camino preferido para ingresar en el mundo matemático era el lenguaje de las fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje que encajaba a la perfección con el enfoque utilitario de la disciplina. Había también otras razones para tal aversión hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los matemáticos habían creído que las representaciones gráficas tenían el poder de provocar errores. Al fin y al cabo, el lenguaje de las matemáticas había sido introducido para domesticar el mundo físico. En el siglo XVII, Descartes había intentado reducir el estudio de la geometría a simples aserciones sobre números y ecuaciones: «Las percepciones sensoriales son engaños de los sentidos», era su lema. Riemann había aprendido a detestar este menosprecio de la representación física cuando leía a Descartes en la comodidad de la biblioteca de Schmalfuss.
En los albores del siglo XIX, los matemáticos estaban escaldados debido a una demostración gráfica equivocada que describía la relación entre el número de ángulos, aristas y caras de los sólidos geométricos: Euler había avanzado la hipótesis de que, si un poliedro tiene V vértices, A aristas y C caras, entonces los números V, A y C tienen que satisfacer la relación V − A + C = 2; un cubo, por ejemplo, tiene 8 vértices, 12 aristas y 6 caras. En 1811, el mismo joven Cauchy había elaborado una «demostración» de la fórmula que se basaba en una intuición visual, pero quedó desacreditada cuando se mostró un sólido que no obedecía a la fórmula: un cubo con un agujero en el centro.
La «demostración» había olvidado el hecho de que un sólido puede tener agujeros. Por esta razón era necesario introducir en la fórmula un elemento añadido que tuviera en cuenta el número de agujeros presentes en un sólido. Al haber sido engañado por el poder de las imágenes de esconder perspectivas que al principio no resultan evidentes, Cauchy se refugió en la seguridad que parecían dar las fórmulas. Una de las revoluciones que provocó fue la creación de un nuevo lenguaje que permitió a los matemáticos analizar rigurosamente el concepto de simetría sin tener que recurrir a figuras.
Gauss sabía que su mapa secreto de los números imaginarios hubiera estado mal visto por los matemáticos de finales del siglo XVIII, y por ello lo excluyó de su demostración. Los números eran entidades para ser sumadas y multiplicadas, no para ser dibujadas. Tuvieron que pasar unos cuarenta años antes de que Gauss se decidiera a desvelar el andamiaje gráfico que había usado en su tesis doctoral.
UN MUNDO MÁS ALLÁ DEL ESPEJO
Incluso sin el mapa de Gauss, Cauchy y otros matemáticos habían empezado a explorar lo que sucede si se extiende el concepto de función a ese nuevo mundo de números imaginarios en lugar de limitarse a los números reales. Para su sorpresa, los números imaginarios inauguraban nuevas relaciones entre partes del mundo matemático aparentemente independientes.
Una función es como un programa de ordenador en el cual se introduce un número, se hacen unos cálculos y el resultado es un nuevo número. La función puede definirse por medio de una simple ecuación como x2 + 1. Cuando se le inserta un número, por ejemplo 2, la función calcula 22 + 1, y da 5 como resultado. Otras funciones son más complicadas: Gauss estaba interesado en las funciones que contaban la cantidad de números primos. Si introducimos un número x en una función así, nos dirá cuántos números primos hay que sean menores o iguales a x. Gauss había decidido darle a esta función el nombre de π(x). Su gráfica es una escalera ascendente, como vimos en la página 85. Cada vez que el número que insertamos en la función π(x) es un número primo, el valor numérico que ésta nos da como resultado sube un peldaño en la escalinata. Por ejemplo, cuando x va de 4,9 a 5,1, el número de primos aumenta pasando de dos a tres para registrar el nuevo número primo: 5.
Los matemáticos observaron enseguida que en algunas funciones, como la que viene dada por la ecuación x2 + 1, se podían insertar números imaginarios lo mismo que números reales. Por ejemplo, si insertamos x = 2i en la función obtendremos (2i)2 + 1 = −4 + 1 = −3. En la generación de Euler se empezaron a introducir números imaginarios en las funciones. Ya en 1748, en una de sus excursiones más allá del espejo, Euler se había topado con extrañas conexiones entre fragmentos separados de las matemáticas. Euler sabía que cuando se insertaban números reales x en la función 2x, se obtenía una gráfica que ascendía con rapidez. Pero cuando intentó insertar números imaginarios en la función, el resultado que obtuvo fue bastante inesperado; en lugar de una gráfica que crecía exponencialmente vio aparecer ondas del tipo que asociamos, por poner un ejemplo, a los sonidos. La función que produce tal tipo de ondas se llama función seno. La imagen de la función seno es una curva familiar que se repite cíclicamente, de manera que cada 360 grados vemos reaparecer la misma forma. Actualmente la función seno se utiliza en una gran cantidad de cálculos prácticos: por ejemplo, puede usarse para calcular la altura de un edificio midiendo ángulos desde el suelo. Fue la generación de Euler la que descubrió que estas ondas sinusoidales eran también la clave para reproducir sonidos musicales; una nota pura como el la que da un diapasón que se usa para afinar un piano se puede representar mediante una onda sinusoidal.
Euler insertó números imaginarios en la función 2x. Para su sorpresa, lo que apareció fueron las ondas correspondientes a una determinada nota musical. Euler demostró que las características de cada nota individual dependían de las coordenadas del número imaginario correspondiente. Cuanto más al norte se encuentra un número, tanto más alta es la nota a él asociada. Cuanto más al este se encuentra, tanto mayor es la intensidad de la nota. El descubrimiento de Euler era el primer indicio del hecho de que los números imaginarios podían abrir caminos nuevos e insospechados en el paisaje matemático. Siguiendo a Euler, los matemáticos empezaron a aventurarse en las tierras recién descubiertas de los números imaginarios. La búsqueda de nuevas relaciones se revelaría contagiosa.
Riemann volvió a Gotinga en 1849 para completar su tesis doctoral y someterla a la consideración de Gauss. Era el año en que Gauss escribió a su amigo Encke a propósito de la relación que había descubierto de joven entre números primos y logaritmos. Aunque es posible que Gauss discutiera su descubrimiento con miembros de la facultad de Gotinga, Riemann todavía no se preocupaba por los números primos: estaba completamente concentrado en la nueva matemática que venía de París, ansioso por explorar el extraño mundo de funciones alimentadas con números imaginarios que estaba surgiendo.
Cauchy se había puesto a la labor de transformar en una disciplina rigurosa los primeros pasos inciertos de Euler en aquel nuevo territorio. Pero si los franceses eran maestros en ecuaciones y manipulación de fórmulas, Riemann estaba preparado para capitalizar el retorno de la didáctica alemana a una concepción del mundo más abstracta. En noviembre de 1851 sus ideas ya habían tomado forma, y presentó su tesis en la facultad de Gotinga. Como era de esperar, las ideas de Riemann impresionaron gratamente a Gauss. Éste recibió aquella tesis doctoral como el signo evidente «de una mente creativa, activa, genuinamente matemática, y de una originalidad magníficamente fértil».
Riemann, escribió a su padre, ansioso de explicarle sus progresos: «Creo haber mejorado mis expectativas con la tesis. Espero también aprender ahora a escribir más rápido y con mayor fluidez, sobre todo si me inserto en la sociedad». Pero la vida académica de Gotinga no se podía comparar con la excitante vida de Berlín. La universidad era muy cerrada, provinciana, y a Riemann le faltaba seguridad en sí mismo para entrar en conflicto con la vieja jerarquía intelectual. Había menos estudiantes en Gotinga con quienes pudiera relacionarse; era sospechoso para los demás y nunca se encontraba realmente a gusto en ese ambiente social. «Ha hecho aquí las cosas más extrañas sólo porque está convencido de que nadie lo soporta», escribió su contemporáneo Richard Dedekind. Riemann era hipocondríaco y una persona propensa a sufrir crisis depresivas. Escondía su rostro tras la seguridad de una barba negra cada vez más tupida. Estaba muy preocupado por su situación económica, ya que su supervivencia dependía de los inciertos honorarios de media docena de alumnos particulares. La sobrecarga de trabajo que ello suponía, junto a la presión de la indigencia, le produjo una breve crisis nerviosa en 1854. Pero su humor se iluminaba cada vez que Dirichlet, el campeón de la tradición matemática, se presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con quien Riemann consiguió trabar amistad fue el eminente físico Wilhelm Weber. Weber había colaborado con Gauss en numerosos proyectos durante el tiempo que pasaron juntos en Gotinga. Se convirtieron en un Sherlock Holmes y un doctor Watson de la ciencia, con Gauss proporcionando las bases teóricas y Weber poniéndolas en práctica. Uno de sus inventos más famosos fue la aplicación del electromagnetismo para la comunicación a distancia. Consiguieron establecer una línea telegráfica entre el observatorio de Gauss y el laboratorio de Weber a través de la cual se intercambiaban mensajes.
Mientras que para Gauss aquel invento era una simple curiosidad, Weber se dio cuenta claramente del alcance de aquel descubrimiento: «Cuando el globo terráqueo esté cubierto de una red de caminos de hierro y de hilos telegráficos», escribió, «esa red prestará servicios comparables a los del sistema nervioso en el cuerpo humano, en parte como medio de transporte, en parte como medio para la propagación de ideas y sensaciones a la velocidad del rayo». La rápida difusión del telégrafo, además de la posterior aplicación a la seguridad informática de la calculadora de reloj inventada por Gauss, hacen de Gauss y Weber los abuelos del comercio electrónico y de Internet. La ciudad de Gotinga ha inmortalizado su colaboración con una estatua que los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga nos lo representa con la típica imagen del científico un poco loco: «Un tipo curioso que habla con voz estridente, desagradable y vacilante. Tartamudea sin parar; no se puede hacer otra cosa que escucharle. A veces ríe sin ninguna razón, y uno lamenta no poder unirse a él». Weber era algo más rebelde que Gauss: había sido uno de los «siete de Gotinga», profesores expulsados temporalmente de la universidad por haber protestado contra el gobierno arbitrario del rey de Hannover. Tras haber terminado su tesis, Riemann fue asistente de Weber durante algún tiempo. Durante este aprendizaje cortejó a la hija de Weber, pero sus avances no fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su padre: «Gauss está seriamente enfermo y los médicos temen su muerte inminente». Temía que Gauss muriera antes de que superara su examen de habilitación, que era indispensable para convertirse en docente de una universidad alemana. Afortunadamente Gauss vivió lo suficiente como para escuchar las ideas de Riemann sobre la geometría y sus relaciones con la física que habían germinado durante la etapa de trabajo con Weber. Riemann estaba convencido de que se podían contestar todas las preguntas fundamentales de la física usando únicamente las matemáticas. Muchos consideran la teoría de la geometría de Riemann como una de sus más significativas contribuciones científicas, y llegaría a ser uno de los ejes fundamentales de la plataforma sobre la que Einstein lanzó su revolución científica a principios del siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero si el hombre se había marchado, sus ideas tendrían ocupados a los matemáticos durante las siguientes generaciones. La hipótesis que dejó tras de sí sobre el nexo entre los números primos y la función logarítmica, daría mucho que pensar a las generaciones posteriores. Los astrónomos lo inmortalizaron en el firmamento bautizando un asteroide con el nombre de Gaussia, y en la colección de anatomía de la Universidad de Gotinga todavía se puede observar el cerebro de Gauss conservado para la eternidad, del que se afirma que es más rico en circunvoluciones que cualquier otro cerebro diseccionado con anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había asistido Riemann en Berlín, fue nombrado titular de la cátedra que Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una parte de la vivaz actividad intelectual que Riemann había añorado tanto desde su estancia berlinesa. Un matemático inglés describió la impresión que tuvo de Dirichlet al visitarlo en Gotinga por aquella época: «Es un hombre más bien alto, de aspecto enjuto, con bigote y barba que empiezan a volverse grises… su voz es algo estridente y está más bien sordo: todavía era temprano, no se había lavado ni afeitado, llevaba su schlafrock [bata], las zapatillas, una taza de café y un cigarro». A pesar de esta apariencia bohemia, en su interior ardía un deseo de rigor y un amor por las demostraciones sin igual en su época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y colega en Berlín, escribió al primer protector de Dirichlet, Alexander von Humboldt, que «sólo Dirichlet, ni yo ni Cauchy ni Gauss, sabe qué es una demostración perfectamente rigurosa, mientras que nosotros sólo lo aprendemos de él. Cuando Gauss dice haber demostrado algo, pienso que muy probablemente sea cierto; cuando lo dice Cauchy, está al cincuenta por ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata de una certeza».
La llegada de Dirichlet a Gotinga sacudió el tejido social de la ciudad. Su mujer Rebecka era hermana del compositor Félix Mendelssohn. Rebecka detestaba el soporífero ambiente social de Gotinga y organizó muchas recepciones para intentar recrear la atmósfera de los salones berlineses que había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet hacia la jerarquía académica supuso para Riemann la posibilidad de discutir abiertamente de matemáticas con el nuevo profesor. Desde su vuelta a Gotinga desde Berlín, Riemann estaba más bien aislado. A causa de la personalidad austera del anciano Gauss y de su propia timidez, había discutido poco con el gran maestro. En cambio, las formas relajadas de Dirichlet fueron perfectas para Riemann quien, en una atmósfera más favorable a la discusión, empezó a abrirse. Riemann escribió a su padre sobre su nuevo mentor: «A la mañana siguiente Dirichlet estuvo conmigo durante dos horas. Leyó toda mi tesis y estuvo muy amable conmigo, cosa que no me esperaba, dada la gran diferencia de rango entre nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la modestia de Riemann y reconocía la originalidad de su trabajo. En alguna ocasión incluso consiguió sacarlo de la biblioteca y salir con él a pasear por la campiña de los alrededores de Gotinga. Casi en tono de excusa, Riemann escribió a su padre que aquellas fugas de las matemáticas le eran más útiles desde el punto de vista científico que si se hubiese quedado en casa consultando sus libros. Fue durante una de las discusiones mantenidas caminando por los bosques de la Baja Sajonia cuando Dirichlet inspiró el paso siguiente de Riemann, que vendría a inaugurar una perspectiva completamente nueva sobre los números primos.
LA FUNCIÓN ZETA: EL DIÁLOGO ENTRE MÚSICA Y MATEMÁTICA
Durante los años que pasó en París antes de 1830, Dirichlet quedó fascinado con el gran tratado juvenil de Gauss, las Disquisitiones arithmeticae. Por más que supusiera el inicio de la teoría de los números como disciplina independiente, se trataba de un libro difícil y muchos no conseguían penetrar en el estilo conciso que Gauss prefería. De todas formas, Dirichlet estaba más que feliz de batallar con aquella sucesión ininterrumpida de párrafos difíciles. Por la noche ponía el libro bajo la almohada con la esperanza de que a la mañana siguiente lo leído tomara sentido de repente. El tratado de Gauss había sido descrito como un «libro de siete sellos» pero, gracias a las fatigas y vigilias de Dirichlet, los sellos se fueron rompiendo y los tesoros guardados en su interior obtuvieron la amplia difusión que merecían.
Dirichlet tenía un interés especial en el reloj calculador de Gauss. Le intrigaba particularmente una conjetura formulada por Fermat: si tomamos una calculadora de reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos los números primos, entonces, había conjeturado Fermat, el reloj señalaría la una un número infinito de veces. Si, por ejemplo, tomamos un reloj con un cuadrante de cuatro horas, según la conjetura de Fermat, hay infinitos números primos que al dividirlos entre 4 dan de resto 1. La lista empieza con 5, 13, 17, 29 …
En 1838, a los treinta y tres años, Dirichlet había dejado su propia marca en la teoría de los números al demostrar que la intuición de Fermat era correcta. Lo consiguió mezclando ideas que provenían de diversas áreas de las matemáticas sin aparente relación entre sí. En lugar de una argumentación elemental como la que había permitido a Euclides demostrar que existen infinitos números primos, Dirichlet utilizó una función sofisticada que había aparecido en el circuito matemático por vez primera en tiempos de Euler: se llamaba función zeta, y se indicaba con la letra griega La siguiente ecuación suministró a Dirichlet la regla para calcular el valor de la función zeta según el valor de x:
Para continuar su cálculo, Dirichlet tenía que efectuar tres
pasos matemáticos. Primero, calcular los valores de las potencias
1x, 2x, 3x, …, nx,… A continuación, tomar los
inversos de todos los números obtenidos en el primer paso (el
inverso de 2x es ). Para terminar, sumar todos los
resultados obtenidos en el segundo paso.
Se trata de una receta complicada. El hecho de que cada número 1, 2, 3, … contribuya a la definición de zeta es un indicio de la utilidad de la función zeta para el estudioso de la teoría de los números. La cruz de la moneda es que nos las tenemos que ver con una suma infinita de números. Pocos matemáticos habrían podido prever hasta qué punto tal función resultaría potente como instrumento para el estudio de los números primos. El descubrimiento tuvo lugar casi por casualidad.
El origen del interés de los matemáticos por esta suma infinita procedía de la música, y se remontaba a un descubrimiento realizado por los antiguos griegos. En realidad, Pitágoras había sido el primero en determinar el nexo fundamental que liga matemáticas y música. Había llenado de agua un recipiente y lo había percutido con un pequeño martillo para producir una nota. Al retirar la mitad del agua y percutir de nuevo el recipiente la nota había subido una octava. Cada vez que retiraba agua de manera que quedara un tercio, un cuarto, y así sucesivamente, las notas que se producían sonaban en su oído en armonía con la primera nota que había obtenido. Cualquier otra nota que se obtuviera retirando del recipiente una cantidad distinta de agua resultaba disonante con respecto a la nota original. Estas fracciones contenían una belleza que podía ser escuchada. La armonía que Pitágoras había descubierto en los números 1, 1/2, 1/3, 1/4, … lo indujo a creer que el universo entero estaba controlado por la música, y por esta razón acuñó la expresión «la música de las esferas».
A partir del descubrimiento pitagórico de un nexo aritmético entre matemática y música, las características estéticas y físicas de las dos disciplinas siempre han estado próximas. En 1722, el compositor barroco francés Jean-Philippe Rameau escribió: «A pesar de toda la experiencia que yo pueda haber adquirido en la música por el hecho de haberme asociado a ella desde hace mucho tiempo, debo confesar que sólo con la ayuda de las matemáticas se han clarificado mis ideas». Euler intentó hacer de la teoría musical «una parte de las matemáticas y de deducir de forma ordenada, a partir de principios correctos, todo lo que pueda hacer placentera una unión y una mezcla de tonos». Euler opinaba que tras la belleza de ciertas combinaciones de notas se escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una atracción natural por la música: tras una dura jornada de cálculos, a Euler le gustaba relajarse tocando su clavicémbalo. Los departamentos de matemáticas nunca tienen grandes problemas en organizar una orquesta reclutada entre sus propias filas. Existe un nexo numérico obvio entre los dos campos, ya que ambos se basan en el hecho de contar. Por citar la definición de Leibniz: «la música es el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser consciente de contar». Pero las resonancias entre música y matemática son aún más profundas.
Las matemáticas son una disciplina estética, en la que continuamente se habla de demostraciones magníficas y de soluciones elegantes. Sólo quien posee una sensibilidad estética especial dispone de los medios para llegar a descubrimientos matemáticos. El relámpago de iluminación que anhelan los matemáticos se parece al acto de pulsar las teclas de un piano hasta que, de pronto, aparece una combinación de notas que contiene una armonía interna que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se interesaba por las matemáticas «sólo como arte creativo». Incluso para los matemáticos franceses de las academias napoleónicas, la emoción de hacer matemáticas no procedía de sus aplicaciones prácticas, sino de su íntima belleza. Las experiencias estéticas que se viven haciendo matemáticas o escuchando música tienen mucho en común. Igual que podemos escuchar muchas veces una pieza musical para descubrir nuevas sonoridades que antes nos habían pasado desapercibidas, a menudo también los matemáticos obtienen placer de la relectura de una demostración en la que se descubren cada vez más los sutiles matices que le confieren coherencia lógica. Hardy pensaba que la auténtica verificación de una buena demostración matemática consistía en que «las ideas deben combinarse de manera armónica. La belleza es la primera verificación: no hay espacio para las matemáticas feas». Para Hardy, «una demostración matemática debería parecerse a una constelación simple y de contornos delimitados, no a una Vía Láctea dispersa».
Tanto las matemáticas como la música utilizan un lenguaje técnico de símbolos que nos permite expresar con claridad lo que creamos o descubrimos. La música es mucho más que las notas blancas o las corcheas que bailan por los pentagramas. Análogamente, los símbolos matemáticos cobran vida sólo cuando la mente los interpreta matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras, matemática y música no sólo se superponen en el domino estético. La propia física de la música tiene sus raíces en los fundamentos de las matemáticas. Si soplamos sobre un cuello de botella, podemos oír una nota. Si soplamos más fuerte, y con un poco de pericia, empezaremos a oír notas más agudas: los armónicos superiores. Cuando un músico toca una nota con su instrumento, produce también una infinidad de armónicos, igual que nosotros cuando soplamos en el cuello de una botella. Estos armónicos suplementarios contribuyen a dar a cada instrumento su timbre distintivo. Son las características físicas de cada instrumento particular las que hacen oír diversas combinaciones de armónicos. Más allá de la nota fundamental, el clarinete produce sólo los armónicos correspondientes a fracciones impares: 1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda de un violín, al vibrar, crea todos los armónicos que Pitágoras produjo con su recipiente: los correspondientes a las fracciones 1/2, 1/3, 1/4, …
Teniendo en cuenta que el sonido de una cuerda de violín que vibra es la suma infinita de la nota fundamental y de todos los armónicos posibles, los matemáticos empezaron a interesarse por la analogía matemática. La suma infinita 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + … recibió el nombre de serie armónica. Esta suma era, además, el resultado que obtenía Euler cuando insertaba el valor x = 1 en su función zeta. Aunque el valor de la suma crece muy lentamente a medida que vamos añadiendo nuevos términos, desde finales del siglo XIV los matemáticos sabían que al final tendería al infinito de forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un resultado infinito cuando se introduce el número x = 1. Pero si, en lugar de tomar x = 1, Euler insertaba en la función un número mayor, la suma ya no tendía al infinito. Por ejemplo, tomando x = 2 habrá que sumar todos los cuadrados de la serie armónica:
Éste es un número menor, ya que no comprende todas las fracciones posibles que forman la serie armónica cuando x vale 1. Ahora estamos sumando sólo algunas de las fracciones, y Euler sabía que en este caso la suma no tendería al infinito sino que volvería a un número concreto. En aquella época, identificar el valor numérico preciso al que tendía la serie armónica para x = 2 se había convertido en un reto formidable. La mejor estimación rondaba 8/5. En 1735 Euler escribió: «Es tanto el trabajo hecho sobre la serie que parece poco probable que pueda aparecer nada nuevo… También yo, a pesar de mis repetidos esfuerzos, sólo he conseguido obtener valores aproximados de sus sumas».
No obstante, Euler, animado por sus descubrimientos anteriores, empezó a juguetear con esta suma infinita. Haciéndola girar en todas las direcciones posibles como si se tratara de un cubo de Rubik, de repente se encontró con la serie transformada. Como los colores del cubo, los números tomaron forma para componer un motivo completamente distinto del original. Continuaba Euler: «Ahora, sin embargo, de forma totalmente inesperada, he hallado una fórmula elegante que depende de la cuadratura del círculo». Dicho en términos modernos: había encontrado una fórmula que dependía del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario, Euler había descubierto que aquella suma infinita tendía al cuadrado de π dividido entre 6:
La expresión decimal de , como la de π, es completamente
caótica e impredecible. Todavía hoy el descubrimiento hecho por
Euler de este orden escondido en el interior del número
sigue suponiendo uno de los cálculos
más fascinantes de todas las matemáticas; en su época impactó en la
comunidad científica como un huracán. Nadie había previsto la
existencia de un nexo entre la inocente suma 1 + 1/4 + 1/9 + 1/16 +
… y el caótico número π.
El éxito obtenido indujo a Euler a indagar, más tarde, sobre los poderes de la función zeta. Sabía que si insertaba en la función cualquier número mayor que 1, el resultado siempre sería un número finito. Tras varios años de solitarios estudios consiguió identificar los valores producidos por la función zeta para todos los números pares. Sin embargo había algo insatisfactorio en la función zeta. Siempre que Euler insertaba un número menor que 1, fuera el que fuera, en la fórmula que define la función, el resultado que obtenía era infinito. Por ejemplo, para x = −1 la fórmula nos da la suma infinita 1 + 2 + 3 + 4 + … La función sólo se comportaba bien para los números mayores que 1.
El descubrimiento por parte de Euler de la expresión de
en términos de simples fracciones fue
la primera señal de que la función zeta podría desvelar nexos
inesperados entre partes aparentemente desemejantes del canon
matemático. El segundo nexo extraño que Euler descubrió tenía que
ver con una sucesión de números aún más imprevisible.
UNA REESCRITURA DE LA HISTORIA GRIEGA DE LOS NÚMEROS PRIMOS
Los números primos hicieron su imprevista aparición en la
historia de Euler cuando éste intentaba apoyar su inestable
análisis de la expresión de
sobre sólidas bases matemáticas. Mientras jugaba con las sumas
infinitas recordó un descubrimiento de los antiguos griegos: todo
número se puede construir multiplicando números primos entre sí.
Entonces comprendió que existía una forma alternativa de escribir
la función zeta: que se podía descomponer cada término de la serie
armónica utilizando el conocimiento de que cada número está
constituido por los mismos elementos básicos, y de que tales
elementos básicos son los números primos. Así que escribió:
En lugar de expresar la serie armónica como suma infinita de todas las fracciones, Euler podía tomar sólo las fracciones que contenían números primos, como 1/2, 1/3, 1/5, 1/7, …, y multiplicarlas entre sí. La expresión que obtuvo, actualmente llamada producto de Euler, ligaba los mundos de la suma y de la multiplicación. En un lado de la nueva ecuación aparecía la función zeta y en el otro lado aparecían los números primos:
A primera vista no tenemos la impresión de que el producto de Euler pueda ser de gran ayuda en nuestro interés por comprender los números primos. Después de todo, se trata simplemente de una manera de expresar algo que ya era conocido por los griegos hace más de dos mil años. En efecto, el mismo Euler no comprendió del todo el alcance de su reescritura de esta propiedad de los primos.
Hicieron falta cien años, además de la capacidad de penetración de Dirichlet y de Riemann, para reconocer el alcance del producto de Euler. Dando vueltas a aquella piedra preciosa y observándola desde la perspectiva del siglo XIX, apareció un nuevo horizonte matemático que los antiguos griegos no habrían podido ni siquiera imaginar. En Berlín, Dirichlet quedó fascinado por la manera en que Euler usaba la función zeta para expresar una importante propiedad de los números primos, una propiedad que los griegos habían demostrado dos mil años atrás. Cuando Euler insertaba el número 1 en la función zeta, el resultado de 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + … tendía al infinito. Entendió que esto sólo podía suceder si existían infinitos números primos. La clave para llegar a esta conclusión fue el producto de Euler, que relacionaba la función zeta con los números primos. Aunque los antiguos griegos habían demostrado muchos siglos antes que existían infinitos números primos, la inédita demostración de Euler incorporaba conceptos completamente distintos de los que utilizó Euclides.
Expresar nociones familiares en un nuevo lenguaje puede ser de gran ayuda en muchas ocasiones: la reformulación de Euler sugirió a Dirichlet el uso de la función zeta para demostrar la predicción de Fermat sobre la existencia de infinitos números primos que darían 1 como resultado en una calculadora de reloj. Las ideas de Euclides no habían sido de ninguna utilidad para confirmar la intuición de Fermat. La demostración de Euler, en cambio, proporcionó a Dirichlet la flexibilidad necesaria para contar sólo los números primos que, divididos por un número entero N, daban de resto 1. Funcionó: Dirichlet fue el primero en usar las ideas de Euler de forma expresa para descubrir algo nuevo sobre los números primos. Era un enorme paso adelante en la comprensión de estos números únicos, pero quedaría un largo camino para alcanzar el Santo Grial.
Cuando Dirichlet se trasladó a Gotinga, la posibilidad de que su interés por la función zeta se transmitiera a Riemann fue una cuestión de tiempo. Es probable que Dirichlet hablara con Riemann sobre el poder de aquellas sumas infinitas, pero la cabeza de Riemann todavía estaba ocupada por el extraño mundo de los números imaginarios que había creado Cauchy. Para él, la función zeta representaba sólo otra función interesante en la que podían insertarse números imaginarios en lugar de los números reales con los que trabajaban sus contemporáneos.
Un nuevo y extraño punto de vista apareció ante los ojos de Riemann. Cuantos más folios de cálculos llenaba en su escritorio, mayor era su excitación. Se encontró absorbido en un túnel espacial que lo conducía desde el mundo abstracto de las funciones imaginarias al de los números primos. Súbitamente empezaba a vislumbrar un método que podía explicar por qué la estimación de Gauss sobre la cantidad de números primos se mantenía tan precisa como Gauss había previsto. Gracias al uso de la función zeta, parecía que la clave para demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos estuviera al alcance de Riemann y que transformaría la intuición de Gauss en la demostración cierta que el propio Gauss había anhelado. Los matemáticos tendrían finalmente la certeza de que la diferencia porcentual entre el logaritmo integral y el número efectivo de números primos se reducía a medida que se iba contando. Pero los descubrimientos de Riemann fueron mucho más allá de esa simple idea: se encontró observando los números primos desde una perspectiva totalmente nueva. De repente, la función zeta se había puesto a tocar una música capaz de desvelar los secretos de los números primos.
El paralizante perfeccionismo que había sufrido Riemann en su época de aprendizaje casi le impidió poner por escrito uno solo de sus descubrimientos. Estaba influido por la insistencia de Gauss sobre la necesidad de publicar sólo demostraciones perfectas, absolutamente libres de lagunas. A pesar de ello, se sintió obligado a explicar y a interpretar una parte de la nueva música que oía. Acababan de llamarlo a la Academia de Berlín, donde se acostumbraba pedir a los nuevos miembros la presentación de una relación escrita de sus descubrimientos recientes, lo que le obligó a asumir un plazo improrrogable para la elaboración de un ensayo sobre aquellas ideas nuevas. Sería una manera apropiada de mostrar a la Academia su gratitud por la influencia y los consejos de Dirichlet y por los dos años que había pasado en la universidad como estudiante de doctorado. Al fin y al cabo, Berlín era el lugar donde por vez primera había tenido conocimiento del poder que tienen los números imaginarios para abrir nuevos puntos de vista.
En noviembre de 1859 Riemann publicó en las notas mensuales de la Academia de Berlín un ensayo sobre sus descubrimientos. Aquellas diez páginas de densa matemática estaban destinadas a ser las únicas que Riemann publicaría sobre la cuestión de los números primos, y a pesar de ello habrían de tener un efecto fundamental sobre la forma en que serían percibidos. La función zeta proporcionó a Riemann un espejo en el cual los números primos aparecían transformados. Como en Alicia en el país de las maravillas: a través de la madriguera de un conejo, el ensayo de Riemann absorbió en torbellino a los matemáticos, desde el mundo que les era familiar hasta un territorio matemático nuevo y lleno de sorpresas inesperadas. Cuando, en los siguientes decenios, consiguieron hacer balance de lo obtenido con aquella nueva perspectiva, los matemáticos comprendieron la inevitabilidad y la genialidad de las ideas de Riemann.
Sin embargo y a pesar de sus cualidades visionarias, aquel ensayo de diez páginas era profundamente frustrante. Como Gauss, Riemann acostumbraba a borrar sus rastros al escribir. El texto anuncia muchos resultados tentadores que Riemann afirma poder demostrar pero que, en su opinión, no están totalmente a punto para ser publicados. En cierto modo es casi un milagro que escribiera su ensayo sobre los números primos, dadas las lagunas que contenía. Si hubiera continuado aplazándolo, probablemente habríamos sido privados de una conjetura en particular, que él admitía no poder demostrar: sepultado en su documento de diez páginas, casi invisible, está el enunciado del problema cuya solución vale hoy un millón de dólares: la hipótesis de Riemann.
A diferencia de lo que ocurre con muchas de las aserciones que plantea en su ensayo, Riemann es bastante sincero sobre sus propias limitaciones al hablar de la hipótesis que tomará su nombre: «Naturalmente que me gustaría tener una demostración rigurosa de ello, pero he dejado de lado la búsqueda de esa demostración después de algunos intentos infructuosos, ya que no es necesaria para el objetivo de mi investigación». El objetivo principal de su ensayo berlinés era confirmar que la función de Gauss proporcionaría una aproximación cada vez mejor de la cantidad de números primos a medida que avanzáramos en el cómputo. Aunque había conseguido encontrar los instrumentos que eventualmente permitirían demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, la solución permaneció fuera de su alcance. Sin embargo, si bien Riemann no proporcionó todas las respuestas, su ensayo introdujo una forma de aproximación completamente nueva al asunto, una aproximación que fijaría el curso de la teoría de los números hasta nuestros días.
Dirichlet, que sin duda habría acogido el descubrimiento de Riemann con gran entusiasmo, murió el 5 de mayo de 1859, pocos meses antes de que el ensayo se publicara. La recompensa de Riemann por su propio trabajo fue la cátedra universitaria que anteriormente había ocupado Gauss y que ahora la muerte de Dirichlet dejaba vacante.