La Cámara lo había oído y no tenía más remedio que reflexionar; ése fue el logro de Druso. Filipo no decía nada, y cuando Cepio pidió el uso de la palabra, Sexto César se la negó, alegando tajante que ya se había hablado mucho y que la sesión se reanudaría al día siguiente.
–Has estado muy bien, Marco Livio -dijo Mario al pasar junto a él, camino de la salida-. Sigue con tu programa con ese espíritu y serás el primer tribuno de la plebe en la historia capaz de arrastrar al Senado.
Sin embargo, para gran sorpresa de Druso -ya que apenas le conocía- fue Lucio Cornelio Sila quien le abordó afuera y le animó a seguir hablando.
–Acabo de regresar de Oriente, Marco Livio, y quiero saberlo todo con detalle. En primer lugar, qué leyes habéis promulgado y todo lo que pensáis respecto al ager publicus -dijo el extraño personaje, de tez bronceada por la misión en Oriente.
Sila estaba, efectivamente, interesado, ya que era uno de los pocos de la Cámara con suficiente inteligencia y discernimiento para darse cuenta de que Druso no era un radical ni un verdadero reformista, sino más bien un hombre muy conservador, preocupado por preservar los derechos y privilegios de su clase y hacer que Roma fuese lo que siempre había sido.
Llegados a la hondonada de las votaciones y a resguardo del clima invernal, Sila recabó la opinión de Druso, planteándole de vez en cuando una pregunta. Pero fue Druso quien habló largo y tendido, agradecido al fin de que un Cornelio patricio estuviese dispuesto a escuchar lo que la mayoría de Cornelios patricios consideraban traición. Al final, Sila le tendió la mano, agradeciéndole sinceramente las explicaciones.
–Votaré a favor vuestro en el Senado, aunque no pueda hacerlo en la Asamblea plebeya -le dijo.
Siguieron caminando juntos hasta el Palatino, pero ninguno de los dos manifestó el deseo de solazarse con un jarro de vino en un despacho calefactado, pues no sintieron ese mutuo agrado que induce a tal invitación. Al llegar a casa de Druso, Sila le dio una palmada en la espalda y siguió colina abajo por el clivus Victoriae hasta la calle donde estaba su casa. Tenía muchas ganas de hablar con su hijo, cuyos consejos cada vez apreciaba más, pese a que era consciente de que carecía del juicio de la madurez. El joven Sila era una caja de resonancia de partidarios, y para una persona con pocos clientes y escasas esperanzas de reunir multitudes, elemento inapreciable.
Pero no iba a resultar halagüeño el regreso a casa. Nada más entrar, Elia le dijo que el muchacho sufría un grave resfriado. Además, había un cliente que había insistido en esperar, alegando que traía noticias urgentes. La simple mención de la indisposición del hijo bastó para que Sila se olvidase del cliente y no se apresurase a entrar en el despacho, sino en la cómoda sala de estar en que Elia había instalado al jovencito, pensando en que el cubículo de dormir, oscuro y sin ventilación, no era lo más adecuado para el enfermo. Su hijo tenía fiebre, faringitis, moqueaba, y le miraba con ojos de adoración, aunque legañosos. Sila se tranquilizó, le dio un beso y le animó diciéndole:
–Hijo mío, si te cuidas, la indisposición te durará dos intervalos de mercado, pero si te dejas, la tendrás dos semanas. Te aconsejo que dejes hacer a Elia.
Luego se dirigió al despacho, con el entrecejo fruncido, pensando en qué le aguardaría, pues sus clientes no eran asunto que le preocupasen gran cosa, ya que al no ser un hombre generoso no repartía mucho dinero; su clientela la formaban principalmente soldados y centuriones, gentes anodinas de provincias y del agro a los que había ido ayudando conforme les conocía y que había captado como clientes. Y de esos pocos, además, eran escasos los que vivían en Roma.
Era Metrobio. Debía de habérselo figurado, pero no se le había ocurrido. Indicio evidente de lo bien que había logrado apartarle de su mente. ¿Qué edad tendría ahora? Poco más de treinta años; quizá treinta y dos o treinta y tres. ¡Cómo pasaban los años! Camino del olvido. Pero Metrobio seguía siendo el mismo, y a juzgar por el beso que se dieron, continuaba siendo suyo. Pero Sila se estremeció; la última vez que Metrobio había ido a visitarle había muerto Julilla. No le traía suerte, aunque él considerase el amor un sustituto de la suerte. Pero para Sila el amor no era sustituto de nada. Se apartó resueltamente de Metrobio y se sentó detrás del escritorio.
–No deberías haber venido -dijo con sequedad.
Metrobio lanzó un suspiro, se sentó airoso en la silla de clientes y apoyó los brazos cruzados en el escritorio, mirándole triste con sus hermosos ojos.
–Lo sé, Lucio Cornelio, ¡pero soy cliente tuyo! Tú hiciste que me concediesen la ciudadanía sin ser hombre libre, y estoy legitimado como Lucio Cornelio Metrobio, de la tribu Cornelia. Si acaso, imagino que tu mayordomo debe de estar más preocupado por lo poco que vengo por aquí que por lo contrario. ¡De verdad que no hago ni digo nada que empañe tu preciosa reputación! Ni a mis amigos y compañeros del teatro, ni a mis amantes ni a tus criados. ¡Te ruego que me creas porque es de justicia!
Los ojos de Sila se llenaron de lágrimas, pero se apresuró a parpadear.
–Lo sé, Metrobio. Y te lo agradezco -dijo con un suspiro, levantándose para acercarse a la consola en que estaba el vino-. ¿Una copa?
–Sí, gracias.
Sila dejó la copa de plata en el escritorio ante el actor, le pasó los brazos por los hombros y apoyó la mejilla en la espesa cabellera. Pero antes de que Metrobio tuviese tiempo de alzar las manos para cogerle los brazos, había vuelto a su asiento tras el escritorio.
–¿Cuál es ese asunto urgente? – inquirió.
–¿Conoces a un individuo llamado Censorino?
–¿Qué Censorino? ¿El asqueroso Cayo Marcio Censorino o el Censorino que frecuenta el Foro, que es de buena posición y tiene unas curiosas ambiciones senatoriales?
–El segundo, Lucio Cornelio. No sabía que conocieras tan bien a tus compatriotas romanos.
–Desde la última vez que te vi he sido pretor urbano y el cargo ha acrecentado mis conocimientos.
–Me lo imagino.
–¿Y qué hay de ese segundo Censorino?
–Va a presentar una acusación contra ti ante el tribunal de traiciones, alegando que aceptaste un importante soborno de los partos para traicionar los intereses de Roma en Oriente.
–¡Por los dioses! – exclamó Sila parpadeando-. ¡No tenía la menor idea de que hubiese en Roma alguien tan al corriente de mis aventuras en Oriente! Y eso que nadie se ha molestado en requerirme para que haga un informe completo ante el Senado. ¿Censorino? ¿Cómo se habrá enterado en el Foro de lo que sucedió en Oriente, y más aún al este del Éufrates? ¿Y tu cómo lo has sabido, si a mí no me ha llegado ni un rumor?
–Es un fanático del teatro y su principal diversión es celebrar fiestas con actores, y cuanto más trágicos, mejor. Yo acudo normalmente a sus fiestas -dijo Metrobio sonriente, sin ninguna admiración por el tal Censorino-. ¡No, Lucio Cornelio, no es ningún amante mio! Le desprecio, pero me encantan las fiestas, aunque ya no son tan divertidas como las que tú solías dar. Pero Censorino hace lo que puede y en ellas te encuentras con todo el mundo, con gente que conozco y que me gusta. Y sirven buena comida y buen vino -añadió, frunciendo los labios con aire pensativo-. De todos modos, estos últimos meses he advertido que Censorino se rodea de gente rara. Y le ha dado por lucir un monóculo hecho de una sola esmeralda purísima y de talla perfecta, una joya que él no habría podido adquirir, aunque tenga dinero para aspirar al censo senatorial. Quiero decir que se trata de una joya digna de un Tolomeo de Egipto, no de un asiduo al Foro.
–¡Fascinante! – exclamó Sila sonriente, tomando un sorbo de vino-. Ya veo que tendré que frecuentar a ese Censorino… después del juicio, si no antes. ¿Tienes alguna pista?
–Creo que debe ser agente de alguien. De los partos o de algún otro pueblo de Oriente. Esos invitados tan raros deben de ser orientales, porque visten riquísimas túnicas recamadas en oro, van cargados de alhajas y no les falta dinero que poner en las manos romanas condescendientes.
–No pueden ser los partos -dijo Sila, convencido-. A ellos no les importa lo que suceda al Oeste del Éufrates, de eso estoy seguro. Es Mitrídates. O Tigranes de Armenia. Pero yo creo que debe de ser Mitrídates del Ponto. ¡Bien, bien! – dijo frotándose las manos-. Así que Cayo Mario y yo somos causa de preocupación en el Ponto, ¿no es eso? Y, por lo visto, Sila más que Mario. Eso es porque parlamenté con Tigranes y firmé un tratado con los sátrapas del rey de los partos. ¡Vaya, vaya!
–¿Y qué harás? – inquirió Metrobio, preocupado.
–Bah, no te preocupes por mí -respondió Sila, animoso, levantándose a cerrar del todo las maderillas de la persiana-. Hombre prevenido vale por dos, decididamente. Esperaré a que Censorino tome la iniciativa y…
–¿Y qué?
–Pues le haré desear no haber nacido -dijo Sila, enseñando los terribles colmillos y dirigiéndose a la puerta que daba al vestíbulo a echar el cerrojo, para a continuación hacer lo propio con la que daba a la columnata del jardín-. Mientras tanto, el mayor amor de mi vida, aparte de mi hijo, está aquí y la cosa no tiene remedio. No puedo dejarte marchar sin acariciarte.
–Ni yo me iré hasta que lo hayas hecho.
Se abrazaron, reclinando mutuamente la mejilla en el hombro respectivo.
–¿Recuerdas años atrás? – dijo Metrobio, soñador, sonriendo con los ojos cerrados.
–¿Cuando tú ibas con aquel faldellín ridículo y el tinte chorreando por los muslos? – dijo Sila, también sonriendo, pasándole una mano por el pelo y la otra voluptuosamente por las duras nalgas.
–Y tú con aquella peluca de serpientes vivas…
–¡Era la Medusa!
–Y lo parecías de verdad.
–No hables tanto -añadió Sila.
Transcurrió más de una hora antes de que Metrobio se fuese; nadie había prestado atención a su visita, pero Sila contó a la cálida y afectuosa Elia que acababan de prevenirle contra una inminente querella ante el tribunal de traiciones.
–¡Oh, Lucio Cornelio! – exclamó ella alarmada, parpadeando.
–No te preocupes, cariño -dijo Sila alegremente-. Ya verás como todo queda en nada.
–¿Te sientes bien? – inquirió ella angustiada.
–Créeme, esposa mía, hacía años que no me sentía tan bien o… con tantas ganas de hacerte el amor apasionadamente -añadió, abrazándola por la cintura-. Vamos a la cama.
No hubo necesidad de que Sila hiciera más indagaciones sobre Censorino, pues al día siguiente Censorino atacó. Se personó ante el tribunal del pretor urbano, el picentino Quinto Pompeyo Rufo, y presentó una querella contra Sila por aceptar un soborno de los partos para traicionar a Roma.
–¿Tienes pruebas? – inquirió con gravedad Pompeyo Rufo.
–Tengo pruebas.
–Pues dime lo esencial.
–No, Quinto Pompeyo. Lo haré ante el tribunal. Quiero la pena capital, no que se le aplique una multa; la ley no me obliga a desvelarte las circunstancias -dijo Censorino, manoseando la alhaja dentro de la toga; demasiado valiosa para dejarla en casa, pero demasiado llamativa para exhibirla en público.
–Muy bien -dijo muy estirado Pompeyo Rufo-. Diré al presidente del quaestio de maiestate que convoque el tribunal en el estanque de Curtius dentro de tres días.
Pompeyo Rufo contempló cómo Censorino cruzaba casi a saltos el bajo Foro hacia el Argiletum, y llamó a su ayudante, un joven senador de la familia Fanio.
–Quédate cuidando el despacho -le ordenó, poniéndose en pie-, voy a hacer un recado.
Localizó a Lucio Cornelio Sila en una taberna de la Via Nova, cosa no tan difícil como hubiera podido parecer, pues sabía cómo indagarlo, como todo buen pretor urbano. El compañero de libación de Sila era nada menos que Escauro, príncipe del Senado, uno de los pocos de la Cámara que se interesaba por lo que había hecho Sila en Oriente. Estaban en una mesita al fondo de la taberna, un local bastante frecuentado por gentes de alcurnia suficiente para pertenecer al Senado, pero al dueño se le salieron los ojos de las órbitas al ver entrar una tercera toga praetexta. ¡El príncipe del Senado y dos pretores urbanos, nada menos! Cuando se lo dijera a sus amigos…
–Vino y agua, Cloacio -dijo Pompeyo Rufo conciso mientras pasaba por delante del mostrador-. ¡Y que sea de buena cosecha!
–¿El vino o el agua? – replicó con gesto inocente Publio Cloacio.
–Las dos cosas, escoria, o te llevo ante los tribunales -añadió Pompeyo Rufo, sonriendo al llegar a la mesa.
–El asunto Censorino -dijo Sila nada más verle.
–Exacto -dijo el pretor urbano-. Debes de tener mejores fuentes de información que yo, pues te juro que para mí ha sido una auténtica sorpresa.
–Tengo buenas fuentes -dijo Sila sonriente; le era simpático el pretor de Picenum-. ¿Traición, no?
–Traición. Dice que tiene pruebas.
–Igual que los que condenaron a Publio Rutilio Rufo.
–Bueno, me lo creeré cuando las calles de Barduli estén pavimentadas con oro -dijo Escauro, eligiendo como ejemplo la ciudad más pobre de Italia.
–Lo mismo digo -añadió Sila.
–¿Puedo hacer algo? – inquirió Pompeyo Rufo, cogiendo una de las copas que traía el tabernero y llenándola con vino y agua-. ¡Las dos cosas son malas, gusano! – exclamó, mirándole con una mueca.
–A ver si encontráis algo mejor en toda la Via Nova -replicó Publio Cloacio sin ofenderse, y alejándose de mala gana hasta un lugar desde el que pudiera oír lo que decían.
–Ya me ocuparé yo -dijo Sila, aparentemente despreocupado.
–He dispuesto la comparecencia para dentro de tres días en el estanque de Curtius. Afortunadamente no rige la lex Livio, y medio jurado será de senadores, lo que es mucho mejor que uno solo de caballeros. ¡Cómo detestan la idea de que un senador se haga rico a expensas de otros! Aunque está bien que lo hagan -dijo Pompeyo Rufo, asqueado.
–¿Y por qué el tribunal de traiciones en lugar del de sobornos? – inquirió Escauro-. Si ha alegado que aceptaste un soborno, debería denunciarlo ante el de sobornos.
–Censorino alega que el soborno lo aceptó como pago por revelar nuestras intenciones de movimiento en Oriente -dijo el pretor urbano.
–He regresado con un tratado -dijo Sila a Pompeyo Rufo.
–¿Te das cuenta qué gran mérito? – exclamó Escauro en tono admirativo.
–¿Lo va a reconocer el Senado? – inquirió Sila.
–Lo hará, Lucio Cornelio, tienes la palabra de Emilio Escauro.
–Me han dicho que obligaste a los partos y al rey de Armenia a sentarse a un nivel más bajo que tú -dijo el pretor urbano conteniendo la risa-. ¡Bravo, Lucio Cornelio! ¡Esos déspotas orientales necesitan que les bajen los humos!
–Oh, yo creo que Lucio Cornelio continúa la tradición de Popiho Laenas -añadió Escauro sonriendo-. La próxima vez les trazará un círculo alrededor de los pies. Lo que me gustaría saber -añadió con el entrecejo fruncido- es dónde ha obtenido Censorino la información de cosas que han sucedido en el Éufrates.
Sila se rebulló incómodo en su silla, sin saber a ciencia cierta si Escauro seguía considerando inocuo a Mitrídates del Ponto.
–Supongo que actúa de agente de alguno de esos reyes orientales -dijo.
–De Mitrídates del Ponto -se apresuró a decir Escauro.
–¿Cómo, te has desengañado? – inquirió Sila sonriente.
–Me gusta pensar lo mejor de todo el mundo, Lucio Cornelio, pero no soy tonto -contestó Escauro poniéndose en pie y lanzando un denario al tabernero, que lo cazó al vuelo-. ¡Cloacio, dales un jarro más de tus magníficas cosechas!
–Si tan malo es, ¿por qué no estáis en vuestra casa bebiendo chian y falerno? – vociferó Publio Cloacio sin alterarse, mientras Escauro abandonaba el local.
A guisa de respuesta, el príncipe del Senado se limitó a alzar el dedo, pinchando el aire, lo que provocó una sonora carcajada de Cloacio.
–¡Qué vejancón tan tremendo! – comentó, sirviendo más vino en la mesa-. No sé que haríamos sin él…
Sila y Pompeyo Rufo se arrellanaron más cómodamente en la silla.
–¿No vas hoy al tribunal? – inquirió Sila.
–Lo he dejado a cargo del joven Fanio, le vendrá bien bregar con el quisquilloso populacho romano -contestó Pompeyo Rufo.
Siguieron bebiendo vino (que realmente no era tan malo, como todos sabían) durante un tiempo en silencio, y finalmente Pompeyo Rufo dijo:
–¿Esperas presentarte al consulado a fines de año, Lucio Cornelio?
–No creo -contestó Sila con gesto adusto-. ¡Lo había pensado, convencido de que la presentación en Roma de un tratado formal obligando al rey de los partos a un acuerdo de gran beneficio para Roma causara impresión, pero, ya ves, nada en el Foro y menos en el Senado! Más me habría valido quedarme en Roma a tomar lecciones de danza lasciva; habría suscitado más comentarios. Así que he optado por pensar en decidirme si sobornar al electorado, pero creo que sería tirar el dinero. Hay personas como Rutilio Lupo que pueden gastar diez veces más.
–Yo quiero ser cónsul -dijo Pompeyo Rufo, también muy serio-, pero dudo de mis posibilidades porque soy picentino.
–¡Si te han votado el primero de la lista de pretores, Quinto Pompeyo! – replicó Sila con los ojos muy abiertos-. Eso suele contar, ¿sabes?
–También a ti te votaron en cabeza de lista en la misma elección hace dos años -replicó Pompeyo Rufo-, y ya ves, no crees tener muchas posibilidades. Y si un Cornelio patricio que ha sido praetor urbanus no se considera con muchas posibilidades, ¿cuáles crees tú que tiene uno que es de Picenum, y no precisamente un hombre nuevo?
–Cierto. Soy un Cornelio patricio, pero mi apellido no es Escipión ni tuve por abuelo a Emilio Paulo. Nunca he sido buen orador y hasta que me eligieron pretor urbano, los asiduos al Foro habían reparado menos en mí que en un eunuco de la Magna Mater. Había cifrado todas mis esperanzas en ese tratado histórico con los partos y en el hecho de haber sido el primero en cruzar el Eufrates con un ejército romano, y ahora el Foro está más fascinado por lo que hace Druso.
–Él sí que será cónsul cuando se presente.
–No puede fallarle ni aunque tuviera que rivalizar con Escipión el Africano y Escipión Emiliano. Te aseguro, Quinto Pompeyo, que estoy fascinado con lo que hace.
–Y yo, Lucio Cornelio.
–¿Crees que tiene razón?
–Sí.
–Bien; igual que yo.
Se hizo otro silencio, sólo interrumpido por el ruido de Publio Cloacio que servía a otros clientes, que con el rabillo del ojo miraban respetuosos las togas bordadas de púrpura.
–¿Y si aguardases un par de años más -insinuó Pompeyo Rufo, dando vueltas lentamente a la copa de peltre entre sus manos y con la vista baja- y nos presentamos los dos? Los dos somos pretores urbanos, tenemos buen historial castrense y edad suficiente, los dos podemos sobornar algo, y… A los electores les gustan los binomios porque auguran buenas relaciones consulares durante el cargo. Creo que juntos tenemos mayores oportunidades que por separado. ¿Qué dices, Lucio Cornelio?
Sila clavó los ojos en el rubicundo rostro de Pompeyo Rufo y contempló aquellos ojos azul oscuro, los regulares rasgos celtas y aquella melena pelirroja rizada.
–Digo -respondió marcando las palabras- que haremos buenísima pareja. ¡Dos pelirrojos a ambos extremos de las gradas senatoriales, con un fisico impresionante y haciendo juego! ¡Ya verás cómo les gustamos a esos retorcidos y malhumorados mentulae! ¿No les gustan las gracias? ¿Pues qué mejor gracia que dos cónsules pelirrojos de igual estatura y complexión, aunque de establos totalmente distintos? ¡Lo haremos, amigo! – añadió tendiéndole la mano-. ¡Es una suerte que ninguno de los dos tengamos canas que mermen el efecto ni estemos quedándonos calvos!
–¡Trato hecho, Lucio Cornelio! – respondió Pompeyo Rufo estrechándole la mano, encantado.
–¡Trato hecho, Quinto Pompeyo! – dijo Sila, parpadeando al ocurrírsele una idea al pensar en la enorme riqueza de Pompeyo Rufo-. ¿Tienes un hijo? – inquirió.
–Sí.
–¿Qué edad tiene?
–Cumple los veintiuno este año.
–¿Está comprometido en matrimonio?
–No, aún no.
–Yo tengo una hija, patricia por parte de padre y de madre, que cumple dieciocho años en junio, después de nuestra presentación como binomio consular. ¿Aceptarías el matrimonio entre mi hija y tu hijo en los Quinctilis dentro de tres años?
–¡Claro que sí, Lucio Cornelio!
–Tiene una buena dote, pues su abuelo le dejó antes de morir la fortuna de la madre; unos cuarenta talentos de plata, algo más de un millón de sestercios. ¿Es suficiente?
Pompeyo Rufo asintió con la cabeza, complacido.
–¿Te parece que empecemos a hablar en el Foro de nuestra candidatura combinada?
–¡Excelente idea! Es mejor ir acostumbrando desde ahora a los electores para que cuando llegue el momento nos voten sin pensarlo -añadió Sila.
–¡Ajá! – retumbó una voz desde la puerta, que dio paso a Cayo Mario; éste pasó junto a los boquiabiertos bebedores de la mesa próxima al mostrador como si no existieran.
–Nuestro respetable príncipe del Senado me ha dicho que te encontraría aquí, Lucio Cornelio -dijo Mario, sentándose y levantando la cabeza hacia Cloacio, que ya estaba al lado-. Tráeme tu habitual vinagre, Cloacio.
–Claro -replicó Publio Cloacio, viendo que el jarro de la mesa estaba casi vacío-, porque ya me diréis qué saben de vino los itálicos…
–¡Me meo en ti, Cloacio! – dijo Mario con una sonrisa burlona-. Cuidado con tus modales… y tu lengua.
Una vez concluidas las bromas, Mario se dispuso a hablar en serio, alegrándose de que Pompeyo Rufo estuviera allí.
–Quiero saber cómo veis vosotros las nuevas leyes de Marco Livio -dijo.
–Tenemos la misma opinión -respondió Sila, que había pasado a visitar varias veces a Mario desde su regreso sin conseguir verle. No es que tuviese motivos para pensar que no le hubiera recibido aposta, pues el sentido común le decía que no; sería, simplemente, que había acudido en momentos poco oportunos. Sin embargo, en la última visita se había marchado decidido a no volver. Por ese motivo no había relatado a Mario los acontecimientos de Oriente.
–¿Y cuál es esa opinión? – inquirió Mario, por lo visto sin haberse percatado de que había molestado a Sila.
–Que tiene razón.
–Estupendo -dijo Mario, retirándose hacia atrás para que Cloacio los sirviera-. Necesita todo el apoyo posible para esa ley agraria y yo me he ofrecido a sondear la opinión.
–Es una ayuda -comentó Sila, sin saber qué decir.
–Tú eres un buen pretor urbano, Quinto Pompeyo -añadió Mario, dirigiéndose al picentino-. ¿Cuándo vas a presentarte a cónsul?
–¡Precisamente de eso acabamos de hablar Lucio Cornelio y yo! – contestó Pompeyo Rufo con júbilo-. ¡Vamos a presentarnos juntos dentro de tres años!
–Muy bien pensado -dijo Mario con interés, percatándose de la estrategia-. ¡Sois una pareja ideal! – añadió riendo-. Mantened esa decisión y no rompáis el binomio. Os elegirán fácilmente.
–Eso creemos -dijo Pompeyo Rufo, animado-. De hecho hemos sellado el acuerdo con un compromiso matrimonial.
–¡Ah, sí? – inquirió Mario, enarcando la ceja derecha.
–Mi hija con su hijo -añadió Sila, un poco a la defensiva. ¿Por qué sería Mario la única persona capaz de inquietarle? ¿Sería por el carácter de Mario o por su propia inseguridad?
–¡Espléndido, muy bien hecho! – bramó Mario-. Así se soluciona estupendamente el dilema de la familia. A Julia, a Elia y a Aurelia las complacerá.
–¿Qué quieres decir? – inquirió Sila cejijunto.
–Es que, por lo visto, mi hijo y tu hija -contestó Mario, sin el menor tacto, como de costumbre- se gustan demasiado. Pero el difunto César dijo que ninguno de los primos debían casarse… y yo debo decir que estoy totalmente de acuerdo; aunque eso no ha impedido que mi hijo y tu hija se hayan hecho toda clase de absurdas promesas.
Aquello era una sorpresa para Sila, que jamás había pensado en semejante unión, y que por ver tan poco a su hija, ésta no había tenido ocasión de hablarle del joven Mario.
–¡Vaya, vaya, Cayo Mario, eso lo veía venir hace años, aunque paso demasiado tiempo fuera!
Pompeyo Rufo escuchaba el diálogo un tanto consternado, y lanzó un carraspeo.
–Lucio Cornelio, si hay algún inconveniente, no te preocupes por mi hijo -dijo tímidamente.
–Inconveniente, ninguno, Quinto Pompeyo -respondió Sila sin vacilar-. Son primos de primer grado y se han criado juntos, simplemente. Como has oído decir a Cayo Mario, nunca hemos tenido intención de llegar a semejante enlace. El acuerdo al que acabo de llegar contigo lo reafirma claramente. ¿No te parece, Cayo Mario?
–Efectivamente, Lucio Cornelio. Demasiada sangre patricia, y además primos. El viejo César lo desaprobaba.
–¿Tienes pensada una esposa para el joven Mario? – inquirió Sila, curioso.
–Sí. Quinto Mucio Escévola tiene una hija que será mayor de edad dentro de cuatro o cinco años. He efectuado sondeos y él no se opone -dijo Mario, sin poder contener la risa-. ¡Seré un patán itálico que no habla griego, Lucio Cornelio, pero raro es el aristócrata romano que le haga ascos a la enorme fortuna que algún día heredará el joven Mario!
–¡Cierto! – añadió Sila con otra buena carcajada-. ¡Así que a mí sólo me queda encontrar una esposa para el joven Sila, que no sea hija de Aurelia!
–¿Qué tal una de las hijas de Cepio? – inquirió perversamente Mario-. ¡Imagínate todo ese oro!
–Es una idea, Cayo Mario. Tiene dos, ¿verdad? Y viven con Marco Livio.
–Eso es. Julia sentía buena disposición respecto a la mayor para el joven Mario, pero yo creo que, políticamente, le resultará más conveniente el matrimonio con Mucia. Tu situación es distinta, Lucio Cornelio, y una Servilia Cepionis sería idóneo -dijo Mario con cierta diplomacia por una vez en su vida.
–Sí, es verdad. Lo pensaré.
Pero el asunto de la esposa para su hijo no perduró en la mente de Sila una vez que comunicó a su hija que había quedado prometida al hijo de Quinto Pompeyo Rufo. Cornelia Sila demostró ser digna hija de Julilla poniéndose a gritar como una desesperada.
–Ya puedes chillar cuanto quieras, hija -dijo Sila sin conmoverse-. Harás lo que te mande y te casarás con quien yo diga.
–¡Sal, Lucio Cornelio! – exclamó Elia retorciéndose las manos-. Tu hijo quiere verte. ¡Haz el favor de dejarme a mí con Cornelia!
Y Sila fue a ver a su hijo sin que se le hubiera pasado el enfado.
El resfriado del joven había mejorado, aunque seguía en cama con dolores y flemas.
–Esto tiene que acabar, amiguito -dijo Sila alegre, sentándose en el borde de la cama y besando a su hijo en la frente-. El tiempo es frío, pero esta habitación no.
–¿Quién grita? – inquirió el joven con la respiración pesada.
–Tu hermana. ¡Los demonios se la lleven!
–¿Por qué? – inquirió el joven Sila, que sentía un gran afecto por Cornelia Sila.
–Porque acabo de decirle que se casará con el hijo de Quinto Pompeyo Rufo, y por lo visto ella pensaba que iba a casarse con su primo Mario.
–¡Oh, todos pensábamos que iba a casarse con Mario! – exclamó sorprendido el hijo de Sila.
–Nadie había hablado de eso y nadie lo deseaba. Tu avus César se oponía a que los primos os casaseis unos con otros. Cayo Mario está de acuerdo y yo también -dijo Sila mostrando ceño-. ¿Acaso pensabas casarte con alguna de las Julias?
–¿Quién, Lia o Ju-Ju? – contestó el joven riendo desaforadamente hasta que le sobrevino un acceso de tos que únicamente cesó al producir un maloliente esputo-. ¡No, tata, no se me ocurriría nada peor! ¿Con quién voy a casarme?
–No lo sé, hijo. Pero te prometo una cosa: te preguntaré primero si te gusta.
–A Cornelia no se lo has preguntado.
–Es una chica -contestó Sila, encogiéndose de hombros-. Y a las hembras no se les da otra opción; tienen que hacer lo que se les dice. La única razón por la que el paterfamilias carga con el gasto de las hijas es porque puede Valerse de ellas para mejorar su situación o la de su hijo. Si no, ¿para qué alimentarlas y vestirlas durante dieciocho años? Hay que darles una buena dote y eso el padre de familia lo hace a fondo perdido. No, hijo mío, a las chicas sólo se las utiliza para obtener ventajas. Aunque, oyendo gritar a tu hermana, no sé si no tenían más razón en la época antigua, cuando a las niñas las ahogaban en el Tíber.
–No me parece justo, tata.
–¿Por qué? – inquirió el tata, sorprendido de que el hijo fuese tan obtuso-. Las mujeres son seres inferiores, joven Lucio Cornelio. Tejen sus ilusiones en las telas, no en el telar del tiempo. No tienen ninguna importancia en el mundo; no hacen la historia, ni gobiernan. Las cuidamos porque es nuestra obligación y las protegemos contra las preocupaciones, la pobreza, las responsabilidades… Por eso, si no mueren al dar a luz, viven más que los hombres. A cambio de eso, nosotros les exigimos obediencia y respeto.
–Entiendo -dijo el joven Sila, aceptando la explicación en su estricto significado de definición de un estado de cosas.
–Ahora me voy, tengo una cosa que hacer -dijo Sila, levantándose-. ¿Ya comes?
–Un poco, pero me cuesta tragar la comida.
–Luego volveré.
–No se te olvide, tata. Estaré despierto.
Primero tenía que comportarse normalmente, ir con Elia a cenar a casa de Quinto Pompeyo Rufo, que estaba encantado de iniciar la amistosa relación. Afortunadamente, Sila no había dicho nada de llevar a Cornelia Sila para que conociera al hijo; la joven había dejado de llorar, pero Elia le comentó nerviosa que se había metido en cama y había dicho que no iba a cenar.
Ninguna otra cosa que se le hubiese ocurrido a la pobre Cornelia Sila en protesta habría afectado más a Sila; los ojos que se clavaron en Elia eran como glaciales estrellas.
–¡Eso tiene que acabar! – espetó, saliendo antes de que Elia pudiera impedírselo camino del dormitorio de su hija.
Cruzó la puerta y sacó de la cama a la llorosa joven, sin preocuparle el miedo que le inspiraba, arrastrándola de los pelos por el suelo y abofeteándola sin piedad. Cornelia no gritó; sólo emitió unos tímidos chillidos apenas audibles, más aterrada por la mirada de su padre que por los golpes. Debió de propinarle una docena de bofetadas y luego la tiró como si fuese una muñeca de trapo, sin preocuparse de si la había matado, de lo furioso que estaba.
–No se te ocurra hacerlo -le dijo en voz baja-. ¡A mi no me busques las vueltas dejándote morir de hambre! ¡Por mí, tanto mejor! Tu madre casi se muere por negarse a comer, pero métete en la cabeza que a mí eso no me lo haces! ¡Te mueres de hambre, o ahogada por la comida que te haré tragar con la misma consideración que un granjero con las ocas! Te casarás con Quinto Pompeyo Rufo, y sonriente, o te mato. ¿Me oyes? Te mato, Cornelia.
Estaba roja de sofoco, con los ojos amoratados, los labios hinchados y partidos y sangrando por la nariz, pero su aflicción era mucho más grave. Nunca había pensado que pudiera existir aquella especie de furia, ni había tenido miedo a su padre.
–Te he oído, padre -musitó.
Elia esperaba afuera, con las mejillas llenas de lágrimas, cuando quiso entrar, Sila la agarró brutalmente del brazo y la arrastró lejos.
–¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! – gimió Elia con terror de esposa y angustia de madre.
–Déjala sola -dijo él.
–¡Debo estar con ella! ¡Me necesita!
–Que se quede donde está y que no vaya nadie con ella.
–Pues te ruego que me dejes en casa -añadió ella, llorando desconsoladamente.
La furia de Sila creció; notaba su corazón batiendo, y a punto estaba él también de llorar de rabia.
–Muy bien, quédate en casa -dijo con aspereza, casi bufando-. Yo representaré la alegría familiar ante la perspectiva de este matrimonio. Pero no te acerques a ella, Elia, o haré contigo lo mismo.
Y, así, fue solo a casa de Quinto Pompeyo Rufo, en el Palatino, con vistas al Foro romano, causando buena impresión en la halagada familia de Pompeyo Rufo, incluidas las mujeres, que estaban en la gloria ante la perspectiva de la boda del joven Quinto con una patricia Julio-Cornelia. Quinto hijo era un muchacho bien parecido, de ojos verdes y pelo castaño rojizo, alto y grácil, pero Sila tardó poco en comprender que su inteligencia no llegaba a la mitad de la de su padre. Mejor que mejor: llegaría a cónsul porque su padre lo había sido, engendraría hijos pelirrojos con Cornelia Sila y sería un buen marido, fiel y considerado. De hecho, pensó Sila, sonriendo para sus adentros, por poco que su hija lo admitiese, de haberlo visto, el joven Quinto Pompeyo Rufo era mucho más agradable y tratable para vivir que el mimado y arrogante cachorro de Cayo Mario.
Como los Pompeyos Rufos seguían siendo campesinos de corazón, la cena había concluido bastante antes de que oscureciera, pese a que estaban en plena temporada invernal. Como le quedaba un asunto pendiente antes de volver a casa, Sila miró a lo lejos, con ceño, desde lo alto de la escalinata de Joyeros que conducía a la Via Nova y al Foro. Un paseo demasiado largo para ir a ver a Metrobio, y demasiado arriesgado. ¿Dónde llenaría aquella hora que le quedaba?
La respuesta le vino al posar la vista en el humeante declive del Subura: en casa de Aurelia, claro. Cayo Julio César estaba otra vez fuera, de gobernador en la provincia de Asia. Con tal de que Aurelia estuviese convenientemente acompañada, ¿por qué no iba a hacerle una visita? Bajó a paso vivo la escalinata con la facilidad y agilidad de un hombre mucho más joven que él y allá se fue hacia el Clivus Orbius, el camino más rápido para llegar al Subura Minor y la insula de Aurelia.
Eutico le hizo pasar con cierta reticencia. Y la actitud de Aurelia no fue mejor.
–¿Están levantados tus hijos? – inquirió Sila.
–Si, lamentablemente -contestó ella con una sonrisa irónica-. Han salido búhos en vez de alondras. Detestan irse a la cama y les cuesta mucho levantarse.
–Pues haz una excepción y diles que vengan con nosotros, Aurelia -dijo Sila, sentándose en un confortable sofá-. No hay mejor compañía para una dama que los niños.
–Tienes toda la razón, Lucio Cornelio -dijo ella, iluminándosele el rostro.
Así pues, la madre puso a los niños en un rincón del cuarto; las niñas, ya púberes, habían crecido mucho, y el niño también tenía buena estatura, porque era su destino: ser siempre más alto que los demás.
–Me alegro de verte -dijo Sila, sin hacer caso del vino que el mayordomo había dejado junto a su brazo.
–Yo también me alegro, Lucio Cornelio.
–Más que la última vez, ¿no?
–¡Ah, claro! Tenía graves problemas con mi esposo, Lucio Cornelio.
–Ya me di cuenta. Y eso que me consta, y cómo, que no hay esposa más fiel y casta que tú.
–Oh, no es que él creyera que le había sido infiel. El problema entre Cayo Julio y yo es más… teórico -dijo ella.
–¿Teórico? – inquirió Sila con una amplia sonrisa.
–A él no le gusta el barrio, ni que yo haga de casera. No le gusta Lucio Decumio y no le gusta mi manera de educar a los niños, que hablan tanto la jerga del Subura como el latín del Palatino; aparte de que saben tres clases de griego, arameo, hebreo, gálico arvernio, gálico eduo, gálico tolosano y licio.
–¿Licio?
–En la tercera planta vive una familia licia y los niños andan por todas partes y aprenden fácilmente toda clase de lenguas. Yo no sabía que los licios tenían su propia lengua, un idioma muy antiguo, parecido al pisidio.
–¿Tuviste una discusión muy fuerte con Cayo Julio?
–Bastante -contestó Aurelia con una mueca, encogiéndose de hombros.
–Agravada por el hecho de tu actitud, muy poco propia de una dama romana -añadió comprensivo Sila, que acababa de castigar fisicamente a su hija por lo mismo. Pero Aurelia era Aurelia y no se la podía medir más que con sus propios parámetros, como decían muchos con admiración más que reprobación; tanto era su encanto.
–Yo adopté la actitud que debía -replicó ella sin mostrar preocupación-. Sí, en realidad, me mantuve firme tanto, que tuvo que ceder -añadió con mirada triste-. Y eso, Lucio Cornelio, supongo que te imaginarás que fue lo peor de la disputa, porque a ningún hombre de su condición le gusta ceder en una diferencia con su esposa. Su reacción fue ensimismarse en una especie de desinterés altivo, cerrándose a cualquier otra discusión por mucho que yo le pinchase. ¡Figúrate!
–¿Ha dejado de estar enamorado de ti?
–No lo creo. ¡Ojalá! Eso le simplificaría mucho la vida, estando donde está -contestó Aurelia.
–Así que eres tú quien lleva la toga actualmente.
–Eso me temo. Con orla púrpura incluida.
–Tendrías que haber sido hombre, Aurelia -añadió Sila apretando los labios y asintiendo con la cabeza-. Hasta ahora no me había dado cuenta, pero es así.
–Tienes razón, Lucio Cornelio.
–Así que él se alegró de marchar a la provincia de Asia y tú de que se fuera, ¿no?
–Vuelves a tener razón, Lucio Cornelio.
A continuación, Sila inició el relato de su viaje a Oriente, y su auditorio aumentó, porque el pequeño César se sentó en el sofá de la madre y escuchó con avidez cuanto decía de sus encuentros con Mitrídates, Tigranes y los embajadores partos.
Tenía casi nueve años y estaba más guapo que nunca, advirtió Sila, encandilado por aquel rostro. ¡Qué parecido al pequeño Sila! Y al mismo tiempo muy distinto. Había ya superado la fase inquisitiva y ahora pasaba por la de escuchar; le miraba, apoyado en Aurelia, con ojos brillantes y la boca abierta, y su rostro era un espejo que reflejaba los constantes cambios que se sucedían en su mente, pero el cuerpo irradiaba calma.
Al final planteó las preguntas que se le ocurrieron con más juicio que Escauro, más educación que Mario y más interés que los dos juntos. ¿Cómo sabrá todo esto?, se preguntaba Sila, dialogando con una personita de ocho años al mismo nivel que haría con Escauro y Mario.
–¿Qué crees que sucederá? – inquirió Sila, no por bailarle el agua sino porque realmente le intrigaba.
–Que habrá guerra con Mitrídates y Tigranes -contestó el pequeño.
–¿Y con los partos no?
–Hasta dentro de mucho, no. Pero si ganamos la guerra contra Mitrídates y Tigranes, el Ponto y Armenia quedarán bajo nuestra égida y Roma comenzará a preocupar a los partos igual que sucede ahora con Mitrídates y Tigranes.
–Muy bien, pequeño César -dijo Sila, asintiendo con la cabeza.
Continuaron hablando una hora, hasta que Sila se puso en pie para marcharse, revolviendo el pelo del pequeño a guisa de despedida. Aurelia le acompañó a la puerta, mientras dirigía una seña al vigilante Eutico, que ya estaba recogiendo a los niños para acostarlos.
–¿Cómo están todos? – inquirió Aurelia, mientras Sila abría la puerta que daba al Vicus Patricius, lleno de gente, aunque ya hacía tiempo que había anochecido.
–El joven Sila sufre un fuerte resfriado y Cornelia Sila tiene la cara hecha una pena -contestó él sin alterarse lo más mínimo.
–Lo del chico lo entiendo, pero ¿qué le ha pasado a tu hija?
–Que le he dado una tunda.
–¡Ah! ¿Por qué delito, Lucio Cornelio?
–Parece que ella y el joven Mario habían decidido casarse en su momento, pero yo la he prometido al hijo de Quinto Pompeyo Rufo. Y ella optó por mostrar su oposición dejándose morir de hambre.
–Ecastor! Me imagino que la pobre niña nada sabía de las intentonas de su madre en ese sentido.
–No.
–Y ahora si.
–Desde luego.
–Mira, yo conozco un poco a ese joven, y estoy segura de que será mucho más feliz con él que con el hijo de Mario.
–Es exactamente lo que pienso yo -añadió Sila, riendo.
–¿Y qué opina Cayo Mario? – A él tampoco le interesaba esa unión -contestó Sila mostrando los dientes-. Pretende a la hija de Escévola.
–La conseguirá sin gran dificultad… ave, Turpilia -añadió, saludando a una amiga que pasaba, quien en seguida se detuvo y se quedó a la espera como si quisiera hablar.
Sila se despidió y Aurelia se apoyó en el marco de la puerta, escuchando atentamente lo que decía Turpilia.
A Sila no le preocupaba cruzar el Subura de noche, del mismo modo que a Aurelia no le preocupó verle alejarse en la oscuridad. Ninguna ramera se le acercó, pues su porte irradiaba la experiencia de todos los lupanares de Roma. Lo único que le habría chocado a Aurelia, de haberlo visto, es que en lugar de dirigirse al Foro, camino del Palatino, tomó por el Vicus Patricius.
Iba a ver a Censorino, que vivía en el alto Vinimal, en la calle que conducía al manzano púnico. Era un respetable barrio de caballeros, aunque no lo bastante lujoso como para albergar a quien presumía de monóculo de esmeralda.
En principio parecía que el mayordomo de Censorino fuese a negarle la entrada, pero Sila sabía arreglar eso: le bastó con poner una cara terrible y algo automático impulsó al criado a franquearle la entrada. Sin dejar de esgrimir su perversa sonrisa, Sila recorrió el estrecho pasillo que conducía de la puerta al vestíbulo de aquel piso de la planta baja de una ínsula y miró en derredor, mientras el criado se apresuraba a avisar a su amo.
Si, muy bonito; los frescos de las paredes eran nuevos y según el estilo de moda. Recuadros de un rojo vivo con escenas de la entrega de Briseida a Agamenón por Aquiles, príncipe de Ftía; estaban enmarcados en falsas ágatas pintadas con primor, que se transformaban en un espléndido dado también de imitación. El suelo era de mosaico policromo y las cortinas de un granate tan oscuro que debía ser de Tiro; los sofás estaban tapizados en oro y púrpura de la mejor clase. No estaba nada mal para un miembro mediocre del Ordo equester, pensó Sila.
Por la puerta apareció un indignado Censorino, desconcertado por la conducta de su mayordomo, que se había esfumado.
–¿Qué quieres? – espetó Censorino.
–Tu monóculo de esmeralda -contestó Sila con voz amable.
–¿Qué?
–Ya sabes, Censorino, el que te han regalado los agentes del rey Mitrídates.
–¿El rey Mitrídates? ¡No sé a qué te refieres! Yo no tengo ningún monóculo de esmeralda.
–No digas bobadas, claro que tienes uno. Dámelo.
Censorino no cabía en sí de indignación; enrojeció y luego palideció.
–¡Dame el monóculo de esmeralda, Censorino!
–¡No pienso darte nada más que la condena y el exilio!
Antes de que Censorino hubiese podido apartarse, Sila se había arrimado tanto a él, que cualquiera que los hubiese visto habría pensado que se trataba de un grotesco abrazo; Sila le había puesto las manos en los hombros, pero no como las de un amante. Aquellas manos mordían, hacían daño, eran como garras de hierro.
–Escucha, despreciable gusano, he matado a hombres de mucho mayor fuste que tú -dijo Sila con voz suave y tono casi amoroso-. No acudas a los tribunales o morirás. ¡Lo digo en serio! Retira esa absurda acusación o morirás. Tan muerto como el forzudo de la leyenda llamado Hércules Atlas, tan muerto como una mujer que se rompió la crisma en los acantilados de Circei, tan muerto como mil germanos, tan muerto como los que me amenazan a mí y a los míos, tan muerto como acabará Mitrídates si decido que deba morir. Puedes decírselo cuando le veas. ¡Te creerá! Él metió el rabo entre piernas y se largó de Capadocia cuando se lo ordené. Porque se dio cuenta de que hablaba en serio. Ahora tú también te das cuenta, ¿verdad?
Censorino no contestó ni hizo nada por zafarse de aquel brutal abrazo. Quieto y con la respiración entrecortada, miraba el cercano rostro de Sila como si nunca le hubiese visto, sin saber qué hacer.
Una de las manos de Sila se apartó del hombro de Censorino y se introdujo en su túnica en busca de lo que había atado al extremo de una fuerte tira de cuero, mientras la otra mano descendía del otro hombro y le apretaba el escroto. Mientras Censorino chillaba como un perro cuando es pillado por un carro, Sila rompió la tira de cuero de un tirón, cual si hubiese sido de lana, y se guardó dentro de la toga el resplandeciente monóculo. Nadie acudió a ver quién había gritado. Sila giró sobre sus talones y salió de la casa andando tranquilamente.
–¡Ah, me siento mucho mejor! – exclamó al cruzar el umbral, soltando una fuerte carcajada que atronó en los oídos de Censorino hasta que alguien cerró la puerta.
La rabia y la decepción por la actitud de Cornelia Sila se desvanecieron y Sila caminó hacia su casa con el paso ligero de un niño y la alegría reflejada en el rostro. Pero su contento se esfumó nada más cruzar la puerta y ver, en lugar de la luz mortecina de una casa en que sus habitantes duermen plácidamente, todas las lámparas encendidas, un grupo de jóvenes y el mayordomo enjugándose las lágrimas.
–¿Qué sucede? – inquirió angustiado.
–¡Vuestro hijo, Lucio Cornelio! – exclamó el mayordomo.
Sila, sin atender a más explicaciones, echó a correr hacia el cuarto que daba al jardín, en el que Elia había instalado al muchacho para que curase del resfriado. Ella estaba afuera, delante de la puerta, abrigada con un chal.
–¿Qué sucede? – volvió a preguntar Sila, cogiéndola del brazo.
–El niño está muy mal -musitó ella-. Hace dos horas he llamado a los médicos.
Sila apartó a los médicos y se acercó a la cabecera de la cama, adoptando una actitud tranquila y relajada.
–¿Qué es esto, jovencito, asustándolos a todos?
–¡Padre! – exclamó el joven Sila, sonriendo.
–¿Qué sucede?
–¡Tengo mucho frío, padre! ¿Te importa que te llame tata delante de desconocidos?
–Claro que no.
–¡Me duele mucho!
–¿Dónde, hijo?
–En el esternón, tata. ¡Tengo mucho frío!
Su respiración era entrecortada y sibilante; a Sila le parecía una parodia de la agonía de Metelo Numídico el Meneitos, y quizá por eso no acababa de creerse que estuviera asistiendo a una agonía. Sí, parecía que el joven se moría. ¡Imposible!
–No hables, hijo. ¿No puedes tumbarte?
–No puedo respirar tumbado -contestó el joven, mirándole con ojos de pena circundados como de negras magulladuras-. ¡tata, por favor, no te vayas!
–Estoy aquí, Lucio, y no voy a irme.
Pero, en cuanto pudo, Sila hizo un aparte con Apolodoro Siculo para preguntarle cuál era el mal.
–Lucio Cornelio, se trata de una inflamación pulmonar, siempre dificil de atajar, pero más complicada en el caso de vuestro hijo.
–¿Por qué más complicada?
–Porque me temo que haya afectado el corazón. No sabemos con certeza la importancia del corazón, aunque yo creo que asiste al hígado. Vuestro hijo tiene los pulmones· hinchados y parte de los humores se han propagado a la envoltura cardiaca y oprimen el corazón -dijo el físico, aterrado: era el precio que en ocasiones como aquella debía pagar por su fama, comunicando a un romano de alcurnia que los físicos nada podían hacer por el paciente-. El pronóstico es grave, Lucio Cornelio. Me temo que nada podamos hacer.
Sila se lo tomó aparentemente con tranquilidad, y, además, algo le decía que el físico hablaba con toda sinceridad y que era imposible la curación. Un buen físico, aunque la mayoría eran charlatanes, adoptaba la actitud que él había mostrado ante la muerte del Meneitos. Pero el cuerpo de las personas era a veces víctima de alteraciones de tal magnitud, que los médicos eran impotentes pese a sus lancetas, irrigaciones, cataplasmas, pociones y hierbas mágicas. Era cosa de suerte. Y ahora Sila se percataba de que su querido hijo no tenía suerte. Lo había abandonado la diosa Fortuna.
Volvió a acercarse al lecho, apartó el montón de almohadas y ocupó su lugar, cogiendo al hijo en sus brazos.
–¡Oh, tata, qué bien estoy así! ¡No me dejes!
–No me moveré de aquí, hijo. Te quiero más que a nada.
Estuvo varias horas abrazando al hijo, con la mejilla pegada a su pelo sudoroso, escuchando la agobiada respiración y los gemidos intermitentes producidos por los dolores. El muchacho ya no podía hacer el esfuerzo de toser a causa del dolor, ni se le pudo hacer que bebiera, pues tenía los labios llagados y la lengua agrietada y negra. Hablaba a veces, siempre al padre, con una voz cada vez más débil y balbuciente, con palabras cada vez menos lúcidas y lógicas, hasta que entró en el ámbito de la inconsciencia.
Treinta horas más tarde moría en los brazos entumecidos de su padre. Sila no se había movido más que a requerimiento del enfermo, no había comido ni bebido, ni se había alejado para ir al retrete, pero no estaba físicamente afectado. Para él, lo único importante había sido estar con su hijo. Quizá, como padre, hubiese sido para él un consuelo que el joven Sila le hubiese reconocido en el momento de morir, pero el muchacho ya estaba muy lejos de aquella habitación, de aquellos brazos, y murió inconsciente.
Todos temían a Lucio Cornelio Sila. Por eso los cuatro médicos, amedrentados, le apartaron los brazos del hijo exánime, le ayudaron a ponerse en pie y le sujetaron mientras estiraban al muerto en la cama. Sin embargo, Sila no dijo ni hizo nada para causar tal temor; se condujo como un hombre sumamente juicioso y admirable. Cuando recuperó el movimiento de sus músculos entumecidos, ayudó a lavarle y vestirle con la toga púber bordada de púrpura. En diciembre de aquel mismo año, en la festividad de Juventas, habría sido mayor de edad. Para que los llorosos esclavos limpiasen la cama, él mismo cogió en brazos aquella carga inmóvil y volvió a depositarla en las sábanas limpias, le colocó los brazos pegados al cuerpo y las monedas en los párpados para que se le cerraran, sin olvidar introducirle en la boca la moneda de pago a Caronte por el último viaje.
Elia no se había movido de la puerta durante aquellas terribles horas; ahora, Sila la cogió por los hombros y la condujo hasta una silla junto al lecho mortuorio, para que contemplara al niño que había cuidado desde pequeño como si fuese suyo. Vinieron también Cornelia Sila -con la cara marcada por el castigo-, Julia, con Cayo Mario, y Aurelia.
Sila los saludó con toda lucidez, les agradeció el pésame, incluso esbozó una sonrisa, y contestó a sus vacilantes preguntas con voz firme y clara.
–Tengo que bañarme y cambiarme -les dijo-. Es el alba del día en que debo comparecer ante el tribunal de traiciones. Y aunque la muerte de mi hijo podría servirme de legítima excusa, no quiero darle ese gusto a Censorino. Cayo Mario, ¿me acompañas cuando esté listo?
–Con mucho gusto, Lucio Cornelio -contestó Mario con voz bronca, enjugándose las lágrimas. Nunca había admirado tanto a Sila.
En primer lugar, Sila fue a la modesta letrina de la casa y, aprovechando que estaba vacía, se acomodó en uno de los cuatro asientos del banco de mármol y pudo, por fin, hacer de vientre, escuchando el profundo rumor del agua corriente por debajo; mientras manoseaba los desbaratados pliegues de la toga, que no se había cambiado desde la última velada con su hijo moribundo, sus dedos tropezaron con un objeto extraño: lo sacó para mirarlo a la luz y lo reconoció como algo perteneciente a otro mundo, algo muy lejano. ¡El monóculo de esmeralda de Censorino! Una vez aliviado y aseado, se volvió hacia el banco de mármol y arrojó el valioso objeto por el orificio. La corriente de agua era muy fuerte y no se oyó la caída.
Cuando salió al vestíbulo para reunirse con Cayo Mario y dirigirse al Foro, había recuperado como por ensalmo toda la belleza de sus años mozos; estaba radiante y todos cuantos se cruzaban con él se quedaban pasmados.
Los dos recorrieron en silencio el camino hasta el estanque de Curtius, donde se habían congregado varios centenares de caballeros para ofrecerse a la selección de jurados, y en donde los funcionarios estaban preparando los jarros para extraer las suertes. Elegirían ochenta y uno, pero, a petición de la acusación, retirarían quince, y otros quince a petición de la defensa, con lo que quedarían cincuenta y uno: veintiséis caballeros y veinticinco senadores. Ese caballero de más era el precio que había pagado el Senado por recobrar la presidencia senatorial de los tribunales.
Transcurrió el tiempo y se eligieron los miembros del jurado, pero como Censorino no aparecía, se autorizó a la defensa, dirigida por Craso Orator y Escévola, a retirar sus quince miembros, sin que Censorino se hubiera presentado. A mediodía, el tribunal comenzó a impacientarse, y el presidente, sabedor de que el acusado había acudido directamente desde el lecho mortuorio de su hijo, envió un mensajero a casa de Censorino para averiguar qué sucedía. Un buen rato después regresó el funcionario diciendo que Censorino había recogido el día anterior sus propiedades portátiles para emprender un viaje al extranjero con destino desconocido.
–Se levanta este tribunal -dijo el presidente-. Lucio Cornelio, recibid nuestras más vivas excusas y nuestro pésame.
–Te acompaño, Lucio Cornelio -dijo Mario-. ¡Qué cosa más rara! ¿Qué le habrá sucedido?
–Gracias, Cayo Mario, pero prefiero estar solo -dijo Sila sin alterarse-. En cuanto a Censorino, me imagino que habrá ido a buscar asilo en el país de Mitrídates. Ayer tuve cuatro palabras con él, ¿sabes? – añadió con sonrisa de hiena.
Desde el Foro, Sila se dirigió a buen paso a la puerta Esquilina. Cubriendo casi totalmente el Campus Esquilinus, fuera de la muralla serviana, se extendía la necrópolis de Roma, una auténtica ciudad de sepulturas, algunas humildes y otras suntuosas, aunque abundaba el término medio; allí se guardaban las cenizas de la población de Roma, ciudadanos y no ciudadanos, esclavos y hombres libres, nativos y extranjeros.
A la derecha de un gran cruce, a varios centenares de pasos de la muralla serviana, estaba el templo de Venus Libitina, patrona de la extinción de la fuerza vital. Era un hermoso edificio, rodeado de un bosque de cipreses, pintado de color verde brillante con columnas jónicas púrpura, capiteles rojo y oro y tejado amarillo en el pórtico. Los numerosos escalones estaban pavimentados con terrazo rosa oscuro y en su frontón se representaban los dioses y diosas del más allá en vivos colores; en lo más alto de la techumbre se levantaba una estatua dorada de Venus Libitina sobre un carro tirado por ratones, precursores de la muerte.
Allí, entre los cipreses, levantaba sus tenderetes el gremio de los enterradores, que ofrecían sus servicios sin la menor actitud condolida o discreta, abordando a los posibles clientes y acosándolos con toda clase de recursos, ya que los entierros eran un negocio como cualquier otro: aquello era el mercado de los sirvientes de la muerte. Sila pasó entre las casetas como un fantasma, manteniendo a raya incluso a los más impertinentes, con su dote innata para inhibir a la gente, hasta que llegó a la empresa que se ocupaba del enterramiento de los Cornelios, donde encargó el sepelio.
Enviarían a los actores a la casa al día siguiente para que recibieran las indicaciones pertinentes, y todo estaría dispuesto para celebrar un solemne entierro al tercer día. Como todos los Cornelios, el joven Sila, siguiendo la tradición de la familia, sería inhumado en vez de cremado. Sila abonó el entierro con un pagaré de veinte talentos de plata contra su banca -un precio que se comentaría en Roma durante varios dias-, y lo hizo sin rechistar, él que con tanto cuidado contaba cada sestercio.
De nuevo en casa, hizo salir a Elia y a Cornelia Sila del cuarto en que yacía el muerto y se sentó en la silla de su esposa a mirar el cadáver. No sabía lo que sentía. Notaba en su interior el peso abrumador de la aflicción, la pérdida, la fuerza del destino. Era una carga tan insoportable que no le permitía analizar sus sentimientos. Allí, ante él, yacía su ruina, los restos de su amigo más querido, su compañero de la vejez, el heredero de su nombre, de su fortuna, de su fama, de su carrera pública. Se había esfumado en treinta horas, sin que fuese una decisión de los dioses, un capricho del destino. El resfriado había empeorado, causando una inflamación pulmonar que le había ahogado el corazón. Se daban miles de casos iguales. No era culpa de nadie, ni respondía a designio alguno. Era un accidente. Para el muchacho, que no sabía ni sentía ya nada, era simplemente el final de la vida sin remisión. Para los que quedaban en la tierra y sabían y padecían, era el preludio de un vacío en mitad de la vida que no cesaría hasta el final de la existencia. Su hijo había muerto y él se había quedado sin amigo.
Cuando, dos horas más tarde, regresó Elia, fue a su despacho a escribir una carta a Metrobio.
Ha muerto mi hijo. La última vez que estuviste en casa murió mi esposa. Dada tu profesión, deberías ser heraldo de alegría, el deus ex machina de la obra, pero eres la figura velada, precursora del dolor.
No vuelvas nunca a mi casa. Ahora comprendo que mi patrona Fortuna no consiente rivales, pues yo te he amado con el mismo tesón interno que ella considera exclusivamente suyo. Te había entronizado como un ídolo y para mí has sido la encarnación del amor perfecto. Pero ella lo exige para sí, y ella es hembra, el principio y el fin de todo hombre.
Si llega el día en que la Fortuna rompa conmigo, te llamaré. Hasta ese día, nada. Mí hijo era un buen hijo, un muchacho como es debido. Un romano. Ahora ha muerto y estoy solo. No te quiero.
La selló cuidadosamente, llamó al mayordomo y le dio instrucciones para hacerla llegar al destinatario. Luego se quedó mirando la pared en la que -¡qué extraña era la vida!– estaba representado Aquiles junto a un féretro, sosteniendo a Patroclo en sus brazos. Influido, con toda evidencia, por las máscaras trágicas de las grandes obras, el artista había plasmado un rictus de exagerada agonía en el rostro de Aquiles, que a Sila le pareció un grave error, una interpretación de un dolor íntimo incompatible con la policromía del fresco. Dio unas palmadas, y cuando entró el mayordomo, le dijo:
–Haz que mañana quiten esa pintura.
–Lucio Cornelio, han venido los enterradores. El lectus funebris está dispuesto en el atrium para que vuestro hijo yazga de cuerpo presente -dijo el mayordomo, lloroso.
Sila examinó el féretro, que era una caja de preciosa talla dorada, forrada de negro con almohadones negros, y asintió con la cabeza. El mismo tomó el cadáver de su hijo, con los primeros indicios del rigor mortis, y lo colocó sentado, apoyado en los almohadones. Estaría en el atrium hasta que ocho sepultureros vestidos de negro llevaran en procesión funeraria el lecho mortuorio, que colocaron con la cabecera del lado de la puerta del jardín y los pies del lado de la puerta de salida, adornada por fuera con ramas de ciprés.
Al tercer día se celebró el entierro del joven Sila. Como deferencia hacia quien había sido praetor urbanus y con toda probabilidad iba a ser cónsul, se suspendieron los asuntos públicos en el Foro y todos los que habían acudido a él aguardaron la llegada del cortejo, vestidos con la toga pulla, la toga de luto. A causa de los carros, el séquito que partió de la casa de Sila discurrió por el Clivus Victoríae hacia el Velabrum, giró en el Vicus Tuscus y entró en el Foro romano por entre el templo de Cástor y Pólux y la basílica Sempronia. Lo encabezaban dos sepultureros con togas negras, seguían los músicos vestidos de negro, tocando clarines militares, cuernos curvados y flautas hechas con tibias de enemigos de Roma muertos en el campo de batalla. Los cantos mortuorios eran solemnes, con poca melodía y sin gracia. Acompañaban a los músicos las mujeres ataviadas de negro que se ganaban la vida como plañideras, profiriendo sus lamentos, dándose golpes al pecho y llorando a lágrima viva. Las seguía un grupo de danzarines, que evolucionaban y giraban en movimientos rituales más antiguos que la propia Roma, ondeando ramas de ciprés. Después de éstos venían los actores portando las cinco máscaras de cera de los antepasados de Sila, cada una de ellas montada en un carro negro tirado por dos caballos también negros. El féretro iba al final, portado en alto por ocho libertos vestidos de negro, que habían sido esclavos de Clitumna, madrastra de Sila, y que se habían incorporado a la clientela de éste al recibir la libertad en el testamento. Sila caminaba detrás del lectus funebris, con la toga negra cubriéndose la cabeza y acompañado de su sobrino Lucio Nonio y de Cayo Mario, Sexto Julio César, Quinto Lutacio César y sus dos hermanos, Lucio Julio César y Cayo Julio César Estrabón, todos con la cabeza velada; detrás de ellos caminaban las mujeres, vestidas de negro pero con la cabeza descubierta y el cabello desbaratado.
Ante la tribuna de los rostra, plañideras, músicos y sepultureros se agruparon debajo del muro trasero del Foro, mientras los empleados de la funeraria ayudaban a los actores que portaban las máscaras a subir los escalones de la tribuna y los acomodaban en sillas curules de marfil. Vestían la toga bordada de púrpura, como convenía al rango de los antepasados de Sila, y el que representaba al Sila que había sido flamen dialis iba revestido con el atuendo sacerdotal. Colocaron el féretro en la tribuna, y los familiares del difunto -salvo Lucio Nonio y Elia, vinculados en cierto modo a la casa de los Julios- ascendieron la escalinata para escuchar el elogio. Fue el propio Sila quien lo pronunció, y fue muy breve.
–Hoy entierro a mi único hijo -dijo ante la silenciosa multitud que se había congregado-. Era miembro de la gens Cornelia, de una rama con antigüedad de más de doscientos años, en la que ha habido cónsules y sacerdotes, hombres de gran honorabilidad. En diciembre se habría hecho un Cornelio adulto, pero no ha sido así. Al morir contaba casi quince años.
Se volvió a mirar a los familiares y al joven Mario, con toga negra y la cabeza cubierta por el velo, pues ya usaba la toga viril; por su nueva condición le correspondía estar muy alejado de Cornelia Sila, quien le miraba apenada, con el rostro contusionado. También estaban Aurelia y Julia, pero mientras que Julia lloraba y sostenía a Elia, Aurelia permanecía erguida e impasible, con aire severo más que afligido.
–Mi hijo era un muchacho estupendo, muy querido y atento. Su madre murió cuando era muy pequeño, pero su madrastra ha sido una auténtica madre para él. Si hubiera vivido habría sido el idóneo heredero de una casa noble patricia, pues era educado, inteligente, perspicaz y valiente. Cuando viajé a Oriente para entrevistarme con los reyes del Ponto y de Armenia, me acompañó sin temor a los peligros que implica andar por tierras extranjeras. Fue testigo de mi entrevista con los embajadores partos y hubiese sido el más indicado de su generación para que Roma le hubiese enviado a tratar con ellos. Fue mi mejor compañero y mi más leal partidario. Roma pierde tanto como mi familia. Le entierro con gran cariño y profunda pena y os ofrezco gladiadores en los juegos funerarios.
La ceremonia de los rostra concluyó, todos se levantaron y el cortejo reemprendió el camino hacia la puerta Capena, pues Sila había comprado una tumba para su hijo en la Via Appia, donde se hallaban enterrados la mayor parte de los Cornelios. En la puerta de la tumba fue él quien levantó al hijo del ataúd y lo depositó dentro de un sarcófago de mármol montado sobre tablones deslizantes; cerraron la tapa y los libertos que habían transportado el féretro lo empujaron hacia la tumba y quitaron los tablones. Sila cerró la gran puerta de bronce, cerrando así mismo algo de su ser. Su hijo había muerto y ya nada volvería a ser igual.
Varios días después del entierro del hijo de Sila se aprobaba la lex Livia agraria. Fue presentada a la Asamblea plebeya con el sello de aprobación del Senado, pese a la terca oposición de Cepio y Vario y tuvo una inesperada resistencia en los Comitia. Algo con lo que no había contado Druso era la oposición de los itálicos, pero estaba harto de oposición por parte de los mismos. Aunque las tierras en cuestión no eran suyas, las tierras colindantes al ager publicus romano eran en su mayoría itálicas y la agrimensión había dejado mucho que desear. Muchos mojones divisorios los habían cambiado subrepticiamente, incorporando a fincas de itálicos tierras que no les correspondían. Ahora había que proceder a una prospección a gran escala para parcelar las tierras públicas en trozos de diez iugera y corregir las discrepancias. Las tierras públicas de Etruria eran las más afectadas, probablemente porque Cayo Mario era uno de los mayores propietarios de latifundia en la región, y a Cayo Mario le importaba poco que sus vecinos itálicos sisaran tierras al Estado romano. También se produjeron agitaciones en Umbría, mientras que en Campania apenas hubo protestas.
Sin embargo, Druso quedó encantado y escribió a Silo en Marruvium que todo iba de maravilla; Escauro, Mario e incluso Catulo César habían quedado impresionados por la argumentación de Druso en cuanto al ager publicus y consiguieron convencer al segundo cónsul Filipo para que no hiciese nada. Nadie pudo hacer callar a Cepio, pero sus protestas cayeron casi todas en oídos sordos, debido en parte a su escaso arte oratorio y también a una eficaz campaña de rumores a propósito de los que heredaban ingentes cantidades de oro, y en Roma nadie podría perdonar semejante cosa a los Servilios Cepionis.
Así que te ruego, Quinto Popedio, que veas qué puedes hacer para persuadir a las gentes de Etruria y Umbría para que cesen en sus quejas. Lo que menos necesito son protestas de los propietarios de las tierras que quiero parcelar.
La respuesta de Silo no fue nada halagüeña.
Lamentablemente, Marco Livio, poca influencia tengo en Umbría y en Etruria. Ya sabes que allí la gente es muy rara, convencida de su autonomía y harta de los marsos. Debes estar preparado para dos incidentes. Uno se rumorea ya bastante en el Norte; el otro me ha llegado por pura casualidad, y es el que más me preocupa.
Veamos el primer incidente. Los mayores propietarios de Etruria y Umbría piensan acudir en comandita a Roma para protestar por la parcelación del ager publicus romano. Alegan (naturalmente no van a admitir que han falseado los límites) que el ager publicus romano de Etruria y Umbría tiene una existencia tan antigua que ha alterado la economía y la incidencia de población, y que aceptar un aluvión de pequeños propietarios sería la ruina de Etruria y Umbría. Argumentan que en las ciudades no hay la clase de tiendas y mercados donde compran los pequeños propietarios, ya que las tiendas se han convertido en almacenes, dado que los latifundistas y los capataces compran a granel. Alegan también que los dueños de los latifundia libertarán a los esclavos sin preocuparse de las consecuencias; con lo cual miles de libertos merodearán por esas regiones causando disturbios y robando. Por consiguiente, dicen, deben ser Etruria y Umbría quienes promulguen el decreto para enviar a estos esclavos a sus lugares de origen. Etcétera, etcétera. ¡Prepárate para recibir a la delegación!
El segundo incidente puede resultar más peligroso. Algunos de nuestros samnitas más exaltados han pensado que no hay esperanzas de obtener la ciudadanía ni llegar a la paz con Roma, y quieren demostrar su gran descontento durante la celebración de las fiestas de Júpiter Latiaris en el monte Albano asesinando a los cónsules Sexto César y Filipo. El plan está perfectamente preparado y se prevé que caigan sobre ellos en suficiente número a su regreso de Bovillae a Roma.
Mejor será que hagas cuanto esté en tu mano para apaciguar a los terratenientes de Etruria y Umbría y desbaratar el intento de asesinato. Una noticia más halagüeña es que a todos los que les he planteado lo del juramento de clientela han reaccionado muy bien. El número de potenciales clientes de Marco Livio Druso crece cada vez más.
¡Al menos eso era una buena noticia! Con el ceño fruncido, Druso pasó a reflexionar sobre aspectos menos atractivos de la carta de Silo. En el asunto de los itálicos de Etruria y Umbría poco podía hacer, salvo redactar un discurso que causara impacto en el Foro cuando se presentasen. Y en cuanto al plan para asesinar a los cónsules, no le quedaba más remedio que prevenirlos, pero ellos le instarían a que les dijese la fuente de información y no les satisfarían respuestas evasivas; sobre todo a Filipo.
Por consiguiente, decidió ir a ver a Sexto César en lugar de a Filipo y no ocultarle quién se lo había dicho.
–He tenido carta de mi amigo Quinto Popedio Silo, el marso de Marruvium -le dijo-, y parece que una banda de descontentos samnitas han decidido que la única manera de que Roma entre en razón respecto al asunto de la ciudadanía para todos los itálicos es demostrarle su profunda determinación… mediante la violencia. A ti y a Lucio Marcio os atacará un grupo numeroso y bien armado de samnitas en la Via Appia, entre Bovillae y Roma, a vuestro regreso de las fiestas latinas.
Sexto César no tenía uno de sus mejores días: las sibilancias respiratorias le traían de cabeza y tenía los labios y los lóbulos de las orejas levemente amoratados. Pero estaba acostumbrado a su mal, y pese a él había logrado alcanzar el consulado antes que su primo Lucio César, que había sido pretor antes que él.
–Os concederé un voto de gratitud de la Cámara, Marco Livio -dijo el primer cónsul- y me encargaré de que el príncipe del Senado escriba a Quinto Popedio Silo dándole las gracias en nombre de la Cámara.
–¡Sexto Julio, te agradecería que no lo hagas! – se apresuró a decir Druso-. ¿No sería mejor no decir nada a nadie, disponer de unas buenas cohortes de tropas de Capua y tratar de hacer caer a los samnitas en una trampa, capturándolos luego? Si no, sabrán que se ha descubierto la conjura y no se moverán; y tu colega Lucio Marcio creerá que nunca ha existido. Para salvaguardar mi reputación, prefiero que detengáis a los descontentos samnitas. Así daremos a los itálicos una lección, flagelando y ajusticiando a los insurrectos, para que vean que con la violencia no van a ninguna parte.
–Tienes razón, Marco Livio, así lo haremos -dijo Sexto Julio César.
Y así, con la perspectiva de la delegación de protesta de los itálicos y el plan de asesinato de los descontentos, Druso siguió trabajando. Llegaron los de Etruria y Umbría, afortunadamente con tales humos y pretensiones que irritaron a gentes que les habrían dado su apoyo; fueron despedidos sin haberse granjeado muchas simpatías. Sexto César hizo exactamente lo que Druso le había dicho, y cuando los samnitas atacaron al pacífico séquito en las afueras de Bovillae, las cohortes de legionarios, escondidas detrás de las tumbas de la Via Appia, cayeron sobre ellos, matando a algunos en la lucha; los prisioneros fueron flagelados y ejecutados.
Lo que más preocupaba a Druso era el hecho de que su lex agraria se había aprobado con la condición de que a todos los ciudadanos romanos se les asignaran diez iugera de las tierras públicas. El Senado y el resto de la primera clase eran los primeros que iban a recibir las parcelas, y los proletarios del capite censi los últimos. Aunque se había dicho que existían millones de iugera de tierras públicas en Italia, Druso dudaba de que cuando llegase el momento del reparto a los del censo por cabezas quedase mucha tierra. Como nadie ignoraba, no era conveniente ganarse la animosidad de los del censo por cabezas, por lo que habría que darles otra compensación que no fuesen tierras. Y sólo era posible una: grano público a precio módico estable durante las épocas de carestía. ¡Ah, qué batalla en el Senado supondría presentar una lex frumentaria que garantizase el abastecimiento permanente de trigo barato a los del censo por cabezas!
Para mayor complicación, el intento de asesinato de las fiestas latinas había alarmado tanto a Filipo, que estaba en marcha una investigación para descubrir qué amigos tenía Druso por toda Italia; en mayo tomó la palabra en la Cámara y anunció que había disturbios en Italia y que en algunas localidades se hablaba de emprender la guerra contra Roma. No hizo tales manifestaciones como un hombre asustado, sino como quien participaba de la opinión de que a los itálicos se les debía conceder un derecho merecido. Y por ello propuso que se nombrase a dos prefectos itinerantes que viajasen al sur y al norte de Roma respectivamente, para averiguar por cuenta del Senado y el pueblo de Roma lo que sucedía.
Catulo César, que tanto había padecido en Aesernia aquellos días en que había formado parte del tribunal extraordinario con ocasión de la lex Licinia Mucia, pensó que era una excelente idea. Naturalmente los senadores, que en otras ocasiones no se habrían impresionado, aclamaron incondicionalmente el parecer de Filipo. En resumen: al pretor Servio Sulpicio Galba se le encomendó hacer indagaciones al sur de Roma, y al pretor Quinto Servilio, de la familia Augur, se le designó para efectuarlas al norte de Roma. A ambos se les autorizó a nombrar un legado y se les otorgó imperium proconsular, concediéndoseles dinero para que viajaran en las condiciones que su rango requería y una pequeña fuerza de ex gladiadores como escolta.
La noticia de que el Senado había delegado en dos pretores para esclarecer lo que Catulo César denominaba la «cuestión itálica» no le hizo ninguna gracia a Silo. Mutilo de Samnio, dolido por la flagelación y ejecución de los doscientos valientes de la Via Appia, era partidario de considerar esta nueva indignidad un acto de beligerancia, y Druso, alarmado, escribía una carta tras otra suplicándoles que aguardasen y le diesen una oportunidad.
Entretanto se aprestó para la batalla que iba a plantearse en el Senado cuando presentara su ley sobre subsidio de grano. Del mismo modo que el ager publícus, el abastecimiento de grano barato no debía limitarse estrictamente a las clases bajas; el proyecto era que todo ciudadano romano que hiciera cola ante las casetas de los ediles en el pórtico Minucia obtuviera la esquela oficial que estipulara su derecho a adquirir cinco modii de grano y pudiera ir con ella a los silos estatales de los acantilados del Aventino para que se los entregaran. Había algunos ciudadanos acaudalados y famosos que aprovecharían el privilegio, la mitad de ellos por ser incurables avarientos y la otra mitad por principio. Pero, en términos generales, la mayoría de los que podían dar al mayordomo unas monedas para adquirir trigo en los graneros privados del Vicus Tuscus no eran partidarios de ir en persona con una esquela estatal para comprar grano a bajo precio. Comparado con el coste en Roma de otras cosas -como era el caso de los alquileres, siempre astronómicos-, la suma de cincuenta o cien sestercios mensuales por persona para la adquisición de trigo era una minucia. Por lo tanto, la gran mayoría de los que hacían cola para que les entregasen la cartilla eran ciudadanos necesitados de la quinta clase o menesterosos del censo por cabezas.
–Las tierras no llegarán para todos ellos, ni mucho menos -dijo Druso en el Senado-, pero no debemos olvidarlos ni darles motivo para pensar que se les vuelve a despreciar. El pesebre de Roma es lo bastante grande, padres conscriptos, para alimentar a todas las bocas romanas. Si no podemos dar tierras a los del censo por cabezas, tenemos que darles grano barato, al precio módico de cinco sestercios por modius constante durante años, independientemente de que haya escasez o abundancia. Con ello la carga dineraria será más llevadera para el Tesoro y cuando haya exceso de grano el Estado podrá adquirirlo a un precio entre dos y cuatro sestercios el modius, y vendiéndolo a cinco aún sacará un beneficio que ayude a los desembolsos durante los años de escasez. Por tal motivo, sugiero que el Tesoro lleve una cuenta aparte exclusivamente para la compra de trigo. No debemos cometer el error de recurrir a los ingresos generales para financiarlo.
–¿Y cómo os proponéis pagar semejante largueza, Marco Livio? – inquirió Lucio Marcio Filipo.
–Lo tengo todo calculado, Lucio Marcio -contestó Druso sonriente-. En la ley existe una cláusula por la que se devalúan algunas de nuestras monedas.
La Cámara se llenó de murmullos: a nadie le gustaba oír la palabra devaluación, pues la mayoría de los senadores eran conservadores en lo que al fiscus atañía. No era política romana depreciar la moneda, pues se consideraba un truco propio de los griegos. Sólo durante la primera y segunda guerra púnica contra Cartago se había recurrido a ello, y fundamentalmente había sido con la intención de homologar el peso de la acuñación. Radical en otros aspectos, Cayo Graco había incrementado el valor de las monedas de plata.
Sin intimidarse, Druso prosiguió en sus explicaciones.
–Uno de cada ocho denarii se acuñará en bronce mezclado con plomo para que tenga el mismo peso que la moneda de plata, y se le añadirá baño de plata. Lo he calculado del modo más conservador posible; es decir, he supuesto que tendremos cinco años de escasez de trigo por cada dos de abundancia; como advertiréis, es un cálculo muy pesimista, ya que de hecho tenemos más años buenos que malos. No obstante, no se puede descartar otro período de hambruna como el que padecimos a causa de la guerra servil de Sicilia. Además, la acuñación con baño de plata lleva más trabajo que la de plata pura y, por consiguiente, calculé mi programa en base a uno de cada ocho denarios, aunque la cifra exacta se aproxima más a uno de cada diez. Como podéis ver, el Tesoro no pierde. Y tampoco será una medida agobiante para los que hacen negocios con papel. La principal carga la soportarán los que utilicen monedas estrictamente, y en mi opinión la principal ventaja es que evita la animadversión que suscitaría un impuesto directo.
–¿Y por qué tomarse el trabajo de platear una de cada ocho monedas en cada acuñación, cuando se podría hacer en una de cada diez? – inquirió el pretor Lucio Lucilio, que, como toda su familia, tenía una lengua hábil, pero era una nulidad en aritmética y en las cosas prácticas.
–Porque yo creo -respondió Druso- que es vital que la mayoría de los que utilizan monedas no puedan distinguir las auténticas de las plateadas. Si hacemos toda una acuñación en bronce, nadie las utilizaría.
Por milagroso que parezca, Druso logró la aprobación de su lex frumentaria. Apoyado por el Tesoro (que hizo sus cuentas y llegó a la misma conclusión que Druso, percatándose del beneficio que obtendría con la devaluación), el Senado sancionó su promulgación en la Asamblea de la plebe. En aquel organismo, los caballeros más poderosos comprendieron en seguida lo poco que les afectaría en las transacciones que no se hicieran al contado. Sí, se daban cuenta de que la medida afectaba a todos, que la distinción entre monedas y papel era ilusoria, pero eran pragmáticos y sabían perfectamente que el auténtico valor de cualquier clase de dinero era el que le atribuía la gente que lo utilizaba.
A fines de junio la ley estaba inscrita en las tablillas. El trigo estatal en años venideros se vendería a cinco sestercios el modius y los cuestores del Tesoro se dispusieron a efectuar la primera acuñación de monedas depreciadas, igual que los viri monetales que dirigían la acuñación. Tardarían algo más, desde luego, pero los funcionarios encargados de ello calculaban que para septiembre uno de cada ocho denarios sería plateado. Hubo quejas y Cepio no dejó de refunfuñar; tampoco a los caballeros acabó de complacerles la maniobra de Druso y entre las clases bajas de Roma cundió la sospecha de que los gobernantes los engañaban de algún modo, pero Druso no era Saturnino y el Senado le quedó agradecido. Cuando celebraba un contio de la Asamblea de la plebe, se pronunciaba por el decoro y la legalidad, y si vislumbraba desórdenes, lo suspendía de inmediato. Tampoco manipuló descaradamente a los augures ni recurrió a tácticas violentas.
A fines de junio se produjo un parón obligado en el programa de Druso, al llegar el verano oficial. El Senado suspendió sus reuniones y lo mismo hicieron los Comitia. Druso agradeció el respiro, pues cada vez se encontraba más cansado, y se marchó de Roma. Envió a su madre y los seis niños que tenía encomendados a su villa a la orilla del mar, en Misenum, y él fue en primer lugar a ver a Silo y a Mutilo y viajó con ellos por toda Italia.
Le resultaba evidente que los pueblos itálicos del centro de la península estaban decididos a levantarse en pie de guerra. Mientras cabalgaba con Silo y Mutilo por polvorientos caminos vio legiones de tropas bien equipadas entrenándose, en maniobras, en lugares muy alejados de asentamientos romanos o latinos; pero no dijo ni preguntó nada, convencido de que aquella instrucción militar sería innecesaria. En un impulso legislativo sin precedentes, había logrado convencer al Senado y a la Asamblea plebeya de la necesidad de reformar los tribunales, el Senado, el ager publicus y el subsidio de grano. Nadie -ni Tiberio Graco, Cayo Graco, Cayo Mario o Saturnino- había conseguido lo que él, aprobando tantas leyes sin violencia, sin oposición senatorial o sin rechazo por parte de los caballeros. Le creían, le respetaban y confiaban en él. Ahora sabía que cuando hiciera pública su intención de la manumisión general de itálicos, le harían caso aunque no estuvieran muy de cuerdo. ¡Lo haría! Y, como consecuencia, él, Marco Livio Druso, tendría como clientela un cuarto de la población del mundo romano, gracias al juramento de lealtad que le prestasen en toda la península, incluidas Umbría y Etruria.
Unos ocho días antes de que el Senado volviera a reunirse, en las calendas de septiembre, Druso llegó a su villa de Misenum para descansar antes de reemprender sus tareas. Había descubierto que su madre era su alegría y su consuelo, pues era una mujer ingeniosa, cultivada, comprensiva y casi masculina en su apreciación de lo que, en definitiva, era un mundo de hombres. La mujer mostraba gran interés por la política y había seguido complacida el programa legislativo de su hijo. Sus antecedentes liberales cornelianos la predisponían a cierto radicalismo, pero su conservadurismo básico de igual raíz corneliana la impulsaba a aprobar la magistral apreciación filial de la realidad del Senado y el pueblo. Nada de violencia ni amenazas, nada de armas que no fuesen una voz de oro y una lengua de plata. ¡Así debían ser los buenos políticos! Y así era Marco Livio, y ella se congratulaba de que no hubiese heredado la tozudez, el engreimiento y la falta de comprensión de su padre. No, él había salido a ella.
–Bueno, te has desenvuelto magistralmente con la ley, las tierras y las clases bajas -dijo sin preámbulos-. ¿Te queda algo más que hacer?
Druso respiró hondo y la miró fijamente.
–Voy a legislar la plena ciudadanía romana para todos los habitantes de Italia.
–¡Oh, Marco Livio! – exclamó ella, más pálida que su vestido color de hueso-. Hasta ahora te han dejado hacer, pero eso no te lo consentirán.
–¿Por qué no? – replicó él, sorprendido. Se había acostumbrado a creer que era capaz de hacer lo que nadie haría.
–La conservación de la ciudadanía es una encomienda que han dado los dioses a Roma -contestó ella sin recobrar el color-. ¡No lo consentirían aunque se les apareciese el propio Quirino en medio del Foro ordenando concedérsela a todos! – añadió, agarrándole del brazo-. ¡Marco Livio, Marco Livio, renuncia! ¡No se te ocurra intentarlo! ¡Te suplico que no lo intentes! – concluyó, con un estremecimiento.
–¡Madre, he jurado hacerlo y lo haré!
Ella se quedó mirando por unos instantes aquellos ojos oscuros con expresión de temor. Luego lanzó un suspiro y se encogió de hombros.
–Bien, no volveré a decirte nada. Para algo eres descendiente de Escipión el Africano. ¡Ay, hijo, hijo, te matarán!
–¿Por qué, mamá? – replicó él, enarcando una ceja-. No soy Cayo Graco, ni Saturnino. Procedo totalmente dentro de la ley y no represento peligro para nadie ni para el mos maiorum.
–Ven a ver a los niños -añadió ella, poniéndose en pie, demasiado inquieta para proseguir aquella conversación-. Te han echado mucho de menos.
No era una exageración, porque Druso se había ganado las simpatías de los niños. Cuando llegaron al cuarto de juegos, resultaba evidente que había una pelea.
–¡Voy a matarte, pequeño Catón! – oyeron decir a Servilia al entrar.
–¡Basta, Servilia! – dijo Druso tajante, al notar la seriedad con que lo decía la niña-. Catón es tu hermanastro y no debes ponerle la mano encima.
–¡Dejará de serlo si me las veo con él a solas -replicó Servilia amenazadora.
–¡No vas a vértelas a solas con él nunca, nariguda! – terció el pequeño Cepio, poniéndose delante del pequeño para protegerle.
–¡No soy nariguda! – replicó Servilia, indignada.
–¡Ya lo creo que si! – añadió el pequeño Cepio-. ¡Tienes una nariz horrible que acaba en nudo!
–¡Callaos! – exclamó Druso-. ¿Es que no sabéis más que regañar?
–¡Claro, estamos discutiendo! – chilló el pequeño Catón.
–¡A ver si no, estando él! – terció Druso Nerón.
–¡Cállate, Nerón cara negra! – añadió el pequeño Cepio en defensa de Catón.
–¡No soy ningún cara negra!
–¡Silo eres, silo eres, silo eres! – gritó el pequeño Catón, apretando los puños.
–¡Tú no eres un Servilio Cepio! – dijo Servilia al pequeño Cepio-, sino descendiente de un esclavo galo pelirrojo a quien colocaron con nosotros los Servilios Cepionis!
–¡Nariguda, nariguda, nariguda!
–Tace! -vociferó Druso.
–¡Hijo de esclavo! – espetó Servilia.
–¡Hija de zoquete! – gritó Porcia.
–¡Pecosa cara de cerdo! – añadió Lilla.
–Siéntate, hijo -dijo Cornelia Escipionis sin alterarse por la rencilla infantil-. Ya nos harán caso cuando terminen.
–¿Siempre sacan a relucir ese tema de la paternidad? – inquirió Druso por encima de la algarabia.
–Estando Servilia, desde luego.
Servilia, niña de trece años, dotada de un rostro agradable y misterioso, habría debido ser apartada de los otros niños más pequeños, pero seguía con ellos en virtud del castigo impuesto por su tío, el cual, al oír el tema de fondo de la rencilla, se preguntó si no habría sido un error mantenerla allí.
Servilia-Lilla acababa de cumplir doce años y maduraba a ojos vistas. Más bonita que Servilia, aunque no tan atractiva, denotaba claramente con su rostro moreno y picaresco la clase de persona que era. El tercer miembro de los niños mayores, muy alineado con ellos en contra de los pequeños, era el hijo adoptivo de Druso, Marco Livio Druso Nerón Claudiano, de nueve años, guapo al estilo de los Claudios, de tez morena y porte serio, no era un chico inteligente, aunque sí agradable y dócil.
Luego estaba Catón, a quien Druso no podía considerar hijo de Cepio por mucho que Livia Drusa se lo hubiese asegurado; era como Catón Saloniano, con la misma contextura flaca y musculosa, indicio de que iba a ser alto, la misma forma de la cabeza y las orejas, el largo cuello, los miembros largos y el cabello rojo. Aunque sus ojos eran de color marrón claro, no eran los ojos de Cepio, pues los tenía muy separados, abiertos y hundidos. De los seis niños, el pequeño Cepio era el preferido de Druso; tenía un aire de fortaleza y una inclinación a la responsabilidad que le complacían. Tenía casi seis años y conversaba con su tío como un hombrecito; tenía la voz profunda y una mirada siempre seria y reflexiva, y sonreía poco, con excepción de cuando su hermanito Catón hacía algo que le divertía o le emocionaba. Su afecto por el pequeño era tan fuerte que parecía paternalismo, y no consentía separarse de él.
Porcia, llamada Porcella, estaba a punto de cumplir cuatro años; era una niña sencilla que comenzaba a llenarse de pecas, unas pecas marrones grandotas que la hacían objeto de burla por parte de los niños mayores, que la detestaban y siempre estaban agobiándola con pellizcos, patadas, mordiscos, arañazos y bofetadas. Era el auténtico prototipo de la nariz aguileña catoniana, pero tenía unos preciosos ojos gris oscuro y era buena por naturaleza.
El pequeño Catón tenía casi tres años y era un auténtico monstruo de aspecto y naturaleza. La nariz le crecía más de prisa que el resto del cuerpo, aquilina, terminada en una protuberancia romana más que el gancho semita, y desentonaba con el resto del rostro, que era de gran hermosura, con una boca deliciosa, ojos grises, grandes y luminosos, pómulos salientes y barbilla bien formada. Aunque sus anchos hombros eran indicio de que adquiriría un buen cuerpo, estaba lastimosamente delgado porque comía muy poco. Era por naturaleza un desagradable entrometido, el prototipo de la mentalidad que más detestaba Druso; una respuesta lúcida y lógica a una de sus más descaradas preguntas sólo servía para motivar más preguntas, signo de que el pequeño o era muy lerdo o demasiado terco para entender otro punto de vista. Su característica más simpática -¡y falta le hacía!– era su profunda devoción por el pequeño Cepio de quien no se apartaba noche y dia, a tal extremo que cuando se ponía insoportable bastaba con la amenaza de separarle de su hermano para que inmediatamente cediera.
Silo había hecho su última visita a Druso poco después del segundo cumpleaños del pequeño Catón. Ahora Druso era tribuno de la plebe y a Silo no le parecía prudente mostrar ante los romanos que su amistad seguía siendo muy estrecha. A Silo, que también tenía hijos, le gustaba ver a los niños cuando iba a casa de Druso, y se había interesado por la pequeña delatora, halagándola, aunque no acababa de hacer caso omiso del desprecio que ella le mostraba por ser itálico. Los cuatro niños de edades intermedias le gustaban y jugaba con ellos, pero detestaba al pequeño Catón, aunque dificilmente podía dar una razón a Druso de su repulsa por un ser de dos años.
–Ante él me siento como un animal estúpido -dijo Silo a Druso-. Mis sentidos y mi instinto me dicen que es un enemigo.
Era la espartana resistencia del niño lo que más le impresionaba, aunque fuese un admirable rasgo de carácter. Cuando veía a aquel pequeñajo sin derramar una sola lágrima y con la cabeza muy alta después de hacerse alguna herida, Silo se encolerizaba y se ponía de mal humor. ¿Por qué?, se preguntaba, sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria. Quizá fuese porque el pequeño Catón no ocultaba su desprecio por los itálicos. La maligna influencia de Servilia. Pero cuando ella le daba el mismo trato, el pequeño llegaba a desairarla. Nadie sería capaz de humillar a aquel pequeño, concluyó Silo.
Un día, sacado de quicio por las preguntas tan crueles e impertinentes con que el pequeño acosaba a Druso -aparte de su desconsideración por la paciencia y amabilidad del tío-, Silo cogió al niño y lo asomó por una ventana sobre un jardín lleno de agudas rocas.
–¡Si no eres bueno, pequeño Catón, te tiro! – le dijo.
El pequeño permaneció en el aire callado y desafiante sin inmutarse y sin que los zarandeos y amenazas de soltarle o de otra clase lograsen arrancarle una palabra de sometimiento. Al final, Silo, vencido, le dejó en el suelo y movió la cabeza mirando a Druso.
–Menos mal que sólo es un niño -dijo-, porque si fuese un hombre, Italia nunca convencería a los romanos.
En otra ocasión Silo preguntó al pequeño a quién quería.
–A mi hermano.
–¿Y después?
–A mi hermano.
–Pero ¿a quién más después de tu hermano?
–A mi hermano.
–¿Es que no quiere a nadie más? – inquirió Silo volviéndose hacia Druso-. ¿A ti o a su aya?
–Por lo visto, Quinto Popedio, no quiere más que a su hermano -contestó Druso encogiéndose de hombros.
La reacción de Silo frente al pequeño Catón era la de cualquier otra persona, porque el pequeño no se hacía querer.
Los niños se habían polarizado desde siempre en dos grupos, y como los mayores se aliaban contra el retoño de Catón Saloniano, en el cuarto de juegos siempre se oían gritos y chillidos de pelea. Se habría podido pensar, con toda lógica, que los Servilios Livianos se impondrían en todos los aspectos a los Catones, mucho más pequeños, pero desde el momento en que el pequeño Catón cumplió dos años y pudo incorporar su minúsculo cuerpo a la pugna, los que comenzaron a imponerse fueron los Catones. Nadie podía con el pequeño Catón que era irreductible. Puede que las cosas las comprendiera con dificultad, pero era el prototipo del eterno adversario, infatigable, terco, murmurador, vocinglero, despiadado y monstruoso.
–Madre -dijo Druso, resumiendo aquel pandemónium infantil-, nos hemos juntado con lo peorcito de Roma.
Había otros, aparte de Druso y los dirigentes itálicos, que trabajaban aquel verano. Cepio no había dejado de presionar a los caballeros, y con Vario había logrado aglutinar una resistencia de la asamblea contra Druso; mientras que Filipo, que por sus gustos siempre andaba falto de dinero, se dejó sobornar por un grupo de caballeros y senadores cuyos latifundia representaban la mayor parte de su fortuna.
Naturalmente nadie se imaginaba lo que preparaba, pero la Cámara sabía que Druso había presentado la solicitud para hablar durante la reunión de las calendas de septiembre, y estaba en ascuas. Muchos senadores, arrastrados a principio de año por la oratoria de Druso, esperaban que en esta ocasión no estuviera tan brillante, y el movimiento inicial de apoyo había desaparecido; por eso los reunidos en la Curia Hostilia el primer día de septiembre se encontraban dispuestos a hacer oídos sordos a la elocuencia de Druso.
Sexto Julio César tenía la presidencia, ya que al ser septiembre uno de los meses en que le correspondían los fasces, los ritos preliminares se observaban escrupulosamente. La Cámara aguardó sentada e inquieta mientras se consultaban los presagios, se efectuaban las plegarias y se limpiaba la suciedad del sacrificio. Cuando por fin se inició la sesión, todo lo que precedía al discurso del tribuno de la plebe se despachó en un santiamén.
Había llegado el momento. Druso se levantó del banco tribunicio, debajo del estrado en que estaban sentados los cónsules, los pretores y los ediles curules, y se dirigió a su puesto habitual junto a las puertas de bronce, que, como en anteriores ocasiones, había ordenado cerrar.
–Venerables padres de la patria, miembros del Senado de Roma -comenzó diciendo con voz pausada-, hace varios meses hablé en esta Cámara de un gran mal que existía entre nosotros… el mal del ager publicus. Hoy quiero hablar de otro mal mucho peor que el ager publicus. Un mal que si no lo erradicamos acabará con nosotros y será el fin de Roma. Me refiero, naturalmente, a las gentes con las que convivimos en la península. Me refiero a las gentes que llamamos itálicos.
Un murmullo recorrió las filas de ambos lados de la Cámara, más parecido a un viento entre los árboles que a voces humanas, o como el zumbido de un enjambre lejano. Druso lo oyó, advirtió su significado, pero continuó impasible.
–A esos miles y miles de personas los tratamos como ciudadanos de tercera clase. ¡Tal como digo! Los ciudadanos de primera clase son romanos, la segunda clase la constituyen los que tienen derechos latinos y la tercera clase de ciudadano es el itálico. Aquel al que no se considera con ningún derecho a participar en nuestras asambleas romanas. Aquel a quien se grava con impuestos, se le flagela, se le multa, se le extorsiona, se le saquea, se le explota. Aquel cuyos hijos no están a seguro de nosotros, cuyas mujeres no están a seguro de nosotros, cuyas propiedades no están a seguro de nosotros. Aquel a quien recurrimos para luchar en nuestras guerras y financiar las tropas que nos entrega, aunque se le obligue a consentir que seamos nosotros quienes tengamos el mando. Aquel que, si hubiésemos cumplido nuestras promesas, no habría tenido que soportar las colonias romanas y latinas en medio de sus tierras, pues prometimos plena autonomía a los pueblos itálicos a cambio de tropas e impuestos, pero al que burlamos sembrando sus fronteras de colonias, apropiándonos de lo mejor de su mundo y negándole la entrada en el nuestro.
Los murmullos crecían, aunque sin ahogar las palabras de Druso, pero se veía venir la tormenta. Druso se notaba la boca seca y tuvo que hacer una pausa para humedecerse los labios y tragar saliva del modo más natural posible. No debía dar muestras de nerviosismo.
–En Roma no tenemos rey -prosiguió-. Sin embargo, en Italia, hasta el último de nosotros actúa como un rey. Porque nos gusta esa sensación, nos complace ver a nuestros inferiores arrastrándose ante nuestras regias narices. ¡Nos gusta jugar a ser reyes! Si los pueblos de Italia fuesen realmente inferiores, habría excusa para ello. Pero lo cierto es que los itálicos no son inferiores por naturaleza. Son sangre de nuestra sangre. Si no lo fuesen, ¿cómo podría nadie de esta Cámara difamar a otro miembro de ella por tener «sangre itálica»? Yo he oído llamar itálico al gran y glorioso Mario. ¡Al vencedor de los germanos! He oído llamar ínsubro al noble Lucio Calpurnio Pisón, cuyo padre murió valientemente en Burdigala. ¡He oído censurar a Marco Antonio Orator porque tomó por segunda esposa a la hija de un itálico, pese a que derrotó a los piratas y fue censor!
–¡Sí, fue censor -terció Filipo-, y mientras fue censor permitió que miles y miles de itálicos se inscribiesen como ciudadanos romanos!
–¿Insinúas, Lucio Marcio, que yo estaba en connivencia? – inquirió Antonio Orator con voz amenazadora.
–¡Indudablemente, Marco Antonio!
–¡Filipo, sal de la grada, y repítelo! – exclamó Antonio Orator, poniéndose en pie como una torre.
–¡Orden! ¡Marco Livio tiene la palabra! – vociferó Sexto César, comenzando a notársele la respiración sibilante-. ¡Lucio Marcio y Marco Antonio, estáis faltando al orden! ¡Sentaos y guardad silencio!
–Repito -continuó Druso-. Los itálicos son sangre de nuestra sangre. Han sido parte nada desdeñable de nuestros triunfos, en Italia y en el extranjero. No son malos soldados. No son malos agricultores. No son malos comerciantes. Tienen riquezas. Tienen una nobleza tan antigua como la nuestra, dirigentes tan cultivados como los nuestros, mujeres tan cultas y refinadas como las nuestras. Viven en el mismo tipo de casas que nosotros. Comen los mismos alimentos que nosotros. Tienen tantos entendidos en vinos como nosotros. Se parecen a nosotros.
–¡Tonterías! – gritó Catulo César con desprecio, señalando a Cneo Pompeyo Estrabón de Picenum-. ¡Ahí tenéis! ¡Chato y con el pelo color de arena! ¡Los romanos tienen pelo rojo, amarillo o blanco, pero no color arena! ¡Es galo, no romano! Y, si por mí fuera, él y todas las setas no romanas que crecen en la oscuridad de nuestra querida Curia Hostilia serían arrojadas a la calle! ¡Cayo Mario, Lucio Calpurnio Pisón, Quinto Vario, Marco Antonio por rebajarse con esa boda, todos los Pompeyos que llegaron de Picenum con el pelo de la dehesa, todos los Didios de Campania, los Pedios de Campania, los Saufeios, Labienos y Apuleyos… afuera con ellos!
La Cámara era un clamor. Nombrándolos o insinuándolo, Catulo César había insultado a casi un tercio de los senadores, pero sus afirmaciones las compartían totalmente los otros dos tercios, aunque sólo fuese porque les había recordado su superioridad. Sólo Cepio no acababa de sonreír tan a sus anchas como se proponía, pues Catulo César había mencionado a Quinto Vario.
–¡Me oiréis! – tronó Druso-. ¡Aunque tengamos que estar aquí hasta el anochecer, me oiréis!
–¡No, yo no! – gritó Filipo.
–¡Ni yo! – chilló Cepio.
–¡Marco Livio tiene la palabra! ¡Se expulsará a los que no le dejen hablar! – bramó Sexto César-. ¡Funcionario, sal y trae mis lictores!
El funcionario jefe se apresuró a ir a por los doce lictores de Sexto César, que hicieron acto de presencia con sus blancas togas y los fasces sobre el hombro.
–Situaos detrás del estrado curul -dijo Sexto César con voz fuerte-. Tenemos una sesión tumultuosa y puede que os pida que expulséis a algunos. Continúa -dijo a Druso, con una inclinación de cabeza.
–¡Tengo intención de presentar un decreto ante el concilium plebis para conceder la ciudadanía romana a todas las gentes desde el Arnus al Rhegium, desde el Rubico a Vereium, desde el mar Toscano al Adriático! – dijo Druso a voces para hacerse oír-. ¡Ya es hora de que erradiquemos ese terrible mal por el que en Italia se considera a un hombre superior a otro y de que los romanos seamos una clase exclusiva! ¡Padres conscriptos, Roma es Italia e Italia es Roma! ¡Admitamos sin más demora ese hecho y demos la misma consideración igualitaria a todos los que viven en Italia!
Aquello era un pandemónium. Algunos no cesaban de gritar: «¡No, no, no!», pateando; se oían rugidos de indignación, abucheos y silbidos, en torno a Druso llovían sillas y desde todas las gradas de ambos lados se esgrimían puños contra él.
Pero Druso permanecía impertérrito sin amilanarse.
–¡Lo haré! – gritó-. ¡Lo haré!
–¡Por encima de mi cadáver! – aulló Cepio desde el estrado.
–¡Si es necesario -replicó Druso caminando hacia él- se hará por encima de tu cadáver, cretino de remate! ¿Cuándo has hablado o tratado con itálicos para saber la clase de gente que son? – tronó Druso temblando de indignación.
–¡En tu casa, Druso, en tu casa! ¡Hablando de insurrección! ¡Una buena camada de sucios itálicos! ¡Silo y Mutilo, Egnatio y Vidacilio, Lamponio y Duronio!
–¡En mi casa jamás, y menos hablando de insurrección!
Cepio se había puesto en pie con el rostro congestionado.
–¡Eres un traidor, Druso! ¡Un baldón en tu familia, una úlcera en el rostro de Roma! ¡Te llevaré ante los tribunales por esto!
–¡No, costra repugnante, seré yo quien te lleve! ¿Qué fue de todo el oro de Tolosa, Cepio? ¡Díselo a la Cámara! ¡Cuenta a la Cámara lo prósperas que son tus innumerables empresas, tan incompatibles para un senador! – gritó Druso.
–¿Vais a consentir que siga hablando? – bramó Cepio, volviéndose a mirar a ambos lados de la Cámara, implorante con los brazos abiertos-. ¡Es un traidor! ¡Una víbora!
Durante todo este diálogo, Sexto César y Escauro, príncipe del Senado, no habían cesado de llamar al orden; Sexto César se dio por vencido e hizo un gesto a los lictores, se arregló la toga y abandonó la sesión detrás de su escolta, sin mirar a derecha ni izquierda. Algunos pretores le siguieron, pero Quinto Pompeyo Rufo saltó del estrado en dirección a Catulo César, en el mismo instante en que Cneo Pompeyo Estrabón también se dirigía hasta él desde el otro extremo de la Cámara. Los dos le miraban con ojos asesinos y los puños cerrados. Pero antes de que ninguno de ellos se acercase al desdeñoso y altivo Catulo César, Cayo Mario se interpuso, meneando con fiereza su vieja cabezota y agarrando a Pompeyo Estrabón de las muñecas para hacerle bajar los brazos, al tiempo que Craso Orator contenía al enfurecido Pompeyo Rufo. Los dos Pompeyos fueron sacados sin contemplaciones de la Cámara con el concurso de Druso y Antonio Orator, mientras Catulo César permanecía de pie junto a su silla, sonriendo.
–No les ha sentado muy bien -dijo Druso, recobrando aliento.
El grupo se había retirado al recinto de los Comitia, buscando un retiro para sobreponerse, pero al instante se vieron rodeados por una serie de partidarios indignados.
–¿Cómo se ha atrevido Catulo César a decir eso de los Pompeyos? – gritó Pompeyo Estrabón, escudándose en su primo lejano Pompeyo Rufo-. ¡Si su pelo es del color de la arena…!
–¡Quin taces, todos vosotros! – terció Mario, buscando en vano a Sila con la mirada; hasta aquel día Sila había sido uno de los partidarios más entusiastas de Druso y no se había perdido uno solo de sus discursos. ¿Dónde estaría? ¿Se habría vuelto atrás a la vista de lo sucedido? ¿Estaría rindiendo pleitesía a Catulo César? El sentido común le impedía pensarlo, pero ni siquiera él había esperado tal alboroto en la Cámara. ¿Y Escauro, príncipe del Senado?
–¿Cómo ha osado ese licencioso e ingrato Filipo insinuar que yo manipulé el censo? – exclamó Antonio Orator, con el rubicundo rostro aún más colorado-. ¡Será gusano… Mira cómo se calló en cuanto le dije que me lo dijera afuera!
–¡Marco Antonio, al acusarte a ti me acusaba a mi! – terció Lucio Valerio Flaco, que había salido de su habitual sopor-. ¡Juro que ésta me la paga!
–No les ha sentado muy bien -dijo Druso, incapaz de desviarse del tema.
–Evidentemente; ¿no esperarías lo contrario, Marco Livio? – dijo la voz de Escauro, a espaldas del grupo.
–¿Estás aún de mi parte, príncipe del Senado? – inquirió Druso después que Escauro se abriera paso al centro del grupo.
–¡Sí, si! – exclamó Escauro con un revoloteo de manos-. Estoy de acuerdo en que ya es hora de que hagamos algo tan lógico, aunque sólo sea por evitar una guerra. Lamentablemente, la mayoría de la gente se obstina en no creer que los itálicos vayan a ir a la guerra contra Roma.
–Pues ya se enterarán de lo equivocados que están -añadió Druso.
–Ellos lo quieren -dijo Mario, mirando de nuevo en derredor-. ¿Dónde está Lucio Cornelio Sila? – inquirió.
–Se ha ido solo -contestó Escauro.
–¿No se ha ido con nadie de la oposición?
–No, fue solo -dijo Escauro con un suspiro-. Me da la impresión de que ha perdido bastantes ánimos desde la muerte de su pobre hijo.
–Es cierto -añadió Mario, algo más tranquilo-. De todos modos, creo que el alboroto no le ha estimulado.
–Eso sólo puede hacerlo el tiempo -dijo Escauro, que había perdido un hijo en circunstancias mucho más dolorosas que Sila.
–¿Adónde vas ahora, Marco Livio? – inquirió Mario.
–A la Asamblea plebeya -contestó Druso-. Voy a convocar un contio para dentro de tres días.
–Encontrarás aún mayor oposición -dijo Craso Orator.
–Me da igual -replicó Druso porfiado-. ¡He jurado que haré que se apruebe esta ley, y no pienso renunciar!
–Entretanto, Marco Livio -dijo Escauro en tono conciliador-, nosotros seguiremos con la sesión del Senado.
–Al menos tú podrás influir mejor en esos a quienes Catulo César ha insultado -dijo Druso con sonrisa desmayada.
–Desgraciadamente, muchos de ellos se opondrán totalmente a la concesión de la ciudadanía -dijo Pompeyo Rufo, sonriendo-. Tendrán que volver a hablar con sus tías y primos itálicos, después de fingir que no tenían ninguno.
–¡Pareces recuperado del insulto! – espetó Pompeyo Estrabón, que seguía indignado.
–No, no me he recuperado -contestó Pompeyo Rufo sin dejar de sonreír-. Lo he disimulado ante los que lo provocaron, pero no hay necesidad de enfadarse con los demás.
Druso celebró su contio el cuarto día de septiembre. La Asamblea de la plebe se congregó en seguida, esperando una reunión emocionante, aunque sin temor a violencia alguna al estar presidida por Druso. No obstante, apenas Druso había iniciado las primeras frases de apertura de la sesión, cuando apareció Lucio Marcio Filipo, escoltado por sus lictores y seguido de un numeroso grupo de caballeros jóvenes e hijos de senadores.
–¡Esta asamblea es ilegal y os insto a que la suspendáis! – gritó Filipo abriéndose paso entre la multitud, detrás de los lictores-. ¡Vamos, dispersaos, os ordeno que os disperséis!
–No tienes autoridad en una Asamblea de la plebe legalmente convocada -replicó Druso tranquilo y sin alterarse-. Ocúpate de tus asuntos, segundo cónsul.
–Soy plebeyo y tengo derecho a estar aquí -alegó Filipo.
–En ese caso, Lucio Marcio -replicó Druso, sonriendo amable-, te ruego que te comportes como un plebeyo, no como un cónsul. Quédate y escucha como el resto de los plebeyos.
–¡La reunión es ilegal! – repitió Filipo.
–Los presagios han sido propicios y me he ceñido perfectamente a la ley para convocarla; nos haces perder el tiempo miserablemente -dijo Druso, secundado con fuertes vítores de los presentes, que tal vez habían acudido dispuestos a oponerse a la propuesta de Druso, pero que no toleraban la intromisión de Filipo.
Ésa fue la señal para que los jóvenes que rodeaban a Filipo comenzasen a empujar al público, ordenándole marcharse a casa, al tiempo que sacaban porras de debajo de las togas.
Al ver las porras, Druso reaccionó.
–¡Se suspende el contio! – gritó desde los rostra-. ¡No consentiré que nadie siembre el caos en lo que debe ser una asamblea ordenada!
Pero aquello no complació al resto de la audiencia y unos cuantos comenzaron a repeler los empujones y atropellos; una porra lanzada al aire alcanzó al propio Druso, que en aquel instante saltaba de la tribuna para impedir que se esgrimiesen las porras y todos se fueran pacíficamente a casa.
En aquel momento, un cliente de Cayo Mario, amargamente decepcionado, perdió los estribos y antes de que nadie se lo impidiera -incluidos los lictores del segundo cónsul- se acercó a Filipo, le largó un puñetazo en la nariz y desapareció sin que pudieran detenerle, dejando al pobre Filipo sangrando con la inmaculada toga hecha una pena.
–Te lo tienes bien merecido -dijo Druso, sonriente otra vez, mientras se alejaba.
–Bien hecho, Marco Livio -dijo Escauro, príncipe del Senado, que lo había contemplado todo desde la escalinata de la Cámara-. ¿Y ahora qué?
–Volveré al Senado.
Para su sorpresa, cuando Druso volvió al Senado, el séptimo día de septiembre, fue mejor recibido. Se notaba la influencia que habían ejercido sus aliados consulares.
–Lo que el Senado y el pueblo de Roma deben comprender -dijo Druso con voz fuerte, segura e impresionante- es que si continuamos negando la ciudadanía a las gentes de Italia, habrá guerra. ¡Y no lo digo a la ligera! Y antes de que alguno de vosotros comience a ridiculizar a los pueblos de Italia como si fuese un enemigo baladí, os recordaré que hace cuatrocientos años que participan con nosotros en guerras, y que en ciertos casos la han hecho contra nosotros. Saben cómo combatimos y ellos combaten igual. En el pasado, Roma ha tenido que hacer ingentes esfuerzos para vencer a uno o dos pueblos itálicos. ¿Alguno de vosotros ha olvidado Cannae, una derrota que nos infligió el pueblo samnio? Hasta Arausio, Cannae fue la peor derrota sufrida por Roma. Así pues, si ahora los diversos pueblos de Italia deciden coligarse contra Roma, yo os planteo el siguiente interrogante: ¿Puede Roma vencerlos?
Una ola de intranquilidad recorrió las filas blancas de ambos lados de la Cámara, como un viento que azotase un bosque de árboles de plumas.
–Ya sé que la mayoría de los que estáis sentados aquí creéis que la guerra es de todo punto imposible. Por dos motivos. Primero, porque no creéis que los aliados itálicos encuentren jamás razones para coligarse contra un solo enemigo. Segundo, porque pensáis que ningún pueblo de Italia salvo Roma esté preparado para la guerra. Incluso entre los que me apoyan sinceramente hay quienes son incapaces de creer que los aliados itálicos estén preparados para la guerra; hasta el punto que no resulta una exageración decir que ninguno de los que me apoyan lo cree. ¿Dónde están las armas y las corazas?, se dicen. ¿Dónde los pertrechos y las tropas? ¡Pues yo os digo que están ahí! Listos y a la espera. Italia está preparada. Si no les concedemos la ciudadanía, los itálicos nos arruinarán con la guerra.
Hizo una pausa y alzó los brazos.
–No me cabe duda, padres conscriptos del Senado, de que os percatáis de que una guerra entre Italia y Roma sería una guerra civil. Un conflicto entre hermanos. Un conflicto en la tierra que llamamos nuestra y que ellos llaman suya. ¿Cómo podremos justificar ante nuestros nietos semejante ruina de lo que habrían de heredar recurriendo a argumentos tan endebles como los que oigo cada vez que se reúne esta Cámara? En la guerra civil no hay vencedores. Ni botín. Ni esclavos que vender. ¡Pensad en lo que os pido que hagáis con mayor detenimiento y objetividad que nunca! No es un asunto emocional, ni un asunto de prejuicio. Ni para tomárselo a la ligera. Lo que realmente trato de hacer es ahorrarle a mi querida Roma los horrores de la guerra civil.
Esta vez la Cámara escuchaba atenta y Druso comenzó a alimentar esperanzas. Ni siquiera Filipo, que estaba sentado, indignado y balbucía algo de vez en cuando, osó interrumpir. Tampoco lo hizo -y quizá fuese más significativo- el vociferante y perverso Cepio. A menos que se tratase de una nueva estrategia acordada en días anteriores. Incluso podía ser que Cepio no deseara verse con una nariz hinchada como Filipo.
Cuando Druso hubo concluido, tomaron la palabra para apoyarle Escauro, príncipe del Senado, Craso Orator, Antonio Orator y Escévola. Y la Cámara escuchó.
Pero cuando Cayo Mario se puso en pie para tomar la palabra, la paz se quebró: precisamente en el momento en que Druso se había convencido de haber ganado. Luego se vio obligado a colegir que Filipo y Cepio lo tenían planeado así.
–¡Basta! – clamó Filipo, poniéndose en pie de un salto en el estrado curul-. ¡Os digo que basta! ¿Quién eres tú, Marco Livio Druso, para corromper las mentes y los principios de hombres tan grandes como nuestro príncipe del Senado? Que el itálico Mario esté de tu parte es comprensible, pero ¿el portavoz de la Cámara? ¡Pobres de mis oídos que han tenido que escuchar lo que han dicho algunos de nuestros más honorables consulares!
–¡Pobre de tu nariz, Filipo! – exclamó burlón Antonio Orator-. ¿Huele realmente el olor que tú despides?
–¡Tace, italófilo! – gritó Filipo-. ¡Cierra tu vil boca y tápate esa cara de italófilo!
Como esta última referencia a una parte de la anatomía no salía a relucir en la Cámara, Antonio Orator se puso en pie de un salto al oir el insulto, pero Mario y Craso Orator, que le flanqueaban, le sujetaron para que no se lanzara contra Filipo.
–¡Me oiréis! – gritó Filipo-. ¡Daos cuenta de lo que os han metido en la mollera, borregos consulares! ¿Guerra? ¿Cómo va a haber una guerra? ¡Los itálicos no tienen armas ni hombres! ¡Dificilmente podrían ir a la guerra con un rebaño de borregos… aunque fuesen borregos como vosotros!
Sexto César y Escauro, príncipe del Senado, habían estado llamando al orden desde la primera interrupción de Filipo, y ahora Sexto César hacía señas a sus lictores, que, por precaución, había dejado dentro. Pero antes de que pudiesen avanzar hasta él, que se hallaba en el centro de la Cámara, ya se había arrancado la toga púrpura y se la había arrojado a Escauro.
–¡Quédatela, Escauro, traidor! ¡Quédatela! ¡Yo voy a Roma a buscar otro gobierno!
–¡Y yo voy a los Comitia a reunir al pueblo patricio y plebeyo! – gritó Cepio, bajando del estrado.
La sesión degeneró en el caos; los senadores sin derecho a la palabra iban de un lado a otro, Escauro y Sexto César no cesaban de llamar al orden, y la mayoría de los de la primera y segunda grada se dirigían en tropel hacia las puertas tras Filipo y Cepio.
El extremo inferior del Foro lo llenaba una multitud que aguardaba el final de la sesión del Senado. Cepio se dirigió directamente a los rostra, dando gritos para que todo el pueblo se congregase por tribus. Sin preocuparse por formalismos -ni por el hecho de que el Senado no había cerrado oficialmente el debate, lo cual significaba que no podía convocarse la asamblea- se lanzó a una diatriba contra Druso, que ya se había situado junto a él en la tribuna.
–¡Miradle, el traidor! – aullaba Cepio-. ¡Se dedica a dar la ciudadanía a los sucios itálicos de esta península, a los piojosos pastores samnitas, a los patanes y lerdos picentinos, a los brigantes malolientes de Lucania y Bruttium! ¡Y nuestro Senado idiota es de tal incompetencia que está a punto de consentírselo! ¡Pero yo no lo consentiré!
Druso se volvió hacia sus nueve colegas tribunos de la plebe, que le habían seguido hasta la tribuna de los rostra y que miraban con cara de pocos amigos al patricio Cepio, independientemente de lo que opinaran de la propuesta de Druso. Cepio había hecho una llamada a todo el pueblo, cierto, pero antes de que el Senado hubiese dado término a la sesión, y había usurpado el terreno de los tribunos de la plebe del modo más arrogante. Incluso a Minucio se le veía molesto.
–Voy a acabar con esta farsa -dijo Druso, con los labios muy prietos-. ¿Estáis todos conmigo?
–Lo estamos -contestó Saufeio, que era el factótum de Druso.
–¡Esto es una reunión convocada ilegalmente y opongo mi veto a que prosiga! – dijo Druso dando un paso al frente.
–¡Fuera de mi asamblea, traidor! – gritó Cepio.
–¡Marchaos a casa, gente de esta ciudad! – clamó Druso sin hacerle caso-. ¡He interpuesto mi veto a la asamblea porque no es legal! ¡El Senado sigue reunido en sesión oficial!
–¡Traidor! ¡Pueblo de Roma!, ¿vais a cumplir órdenes de un hombre que quiere despojaros de vuestra más valiosa pertenencia? – chilló Cepio.
–¡Detened a este gamberro, colegas tribunos! – gritó Druso sin poder aguantar más y haciendo un gesto a Saufeio.
Nueve hombres rodearon a Cepio y le apresaron, sometiéndole sin dificultad; Filipo, que estaba abajo, de pronto pensó en algo urgente y desapareció.
–¡Ya está bien, Quinto Servilio Cepio! – añadió Druso con una voz estentórea que se hizo oír hasta en el bajo Foro-. ¡Soy un tribuno de la plebe en el desempeño de mis obligaciones! Y presta atención porque es mi único aviso. ¡Cesa y desiste inmediatamente en tu actitud o haré que te arrojen de la roca Tarpeya!
La Asamblea plebeya era el feudo de Druso, y Cepio, al ver cómo le miraba enfurecido, comprendió. Acababa de invocar el antiguo rencor entre patricios y plebeyos, y si Druso ordenaba a los miembros de su colegio que le arrojasen desde la roca Tarpeya, le obedecerían.
–¡Aún no has ganado! – vociferó mientras se zafaba y desaparecía a toda prisa a la zaga de Filipo.
–No sé si Filipo no estará harto de su huésped -comentó Druso a Saufeio al ver la humillante salida de Cepio.
–Yo estoy harto de los dos -dijo Saufeio con un profundo suspiro-. Supongo que te habrás dado cuenta, Marco Livio, que de haber proseguido la sesión el Senado habría avalado tu propuesta.
–Claro que me he dado cuenta. ¿Por qué crees que Filipo organizó de pronto semejante pataleta? ¡Qué mal actor es! – dijo Druso riendo-. ¡Mira que tirar la toga…! ¿Qué no será capaz de hacer?
–¿No estás desilusionado?
–Poco me falta, pero no pienso parar hasta que no pueda más.
El Senado reanudó las deliberaciones en los idus, día de descanso oficial, y por consiguiente un día en que no podía reunirse la Asamblea de la plebe y Cepio no podría abandonar la Cámara.
Sexto César tenía aspecto de agotado y en toda la Cámara resonaban sus sibilancias, pero aguantó hasta el final de las ceremonias iniciales para ponerse en pie y hablar.
–No pienso tolerar ni uno más de estos lamentables altercados -dijo con voz clara y potente-. En cuanto al hecho de que la principal corriente de interrupciones proceda del podio curul, lo considero aún mayor humillación. ¡Lucio Marcio y Quinto Servilio Cepio, conducíos como corresponde a vuestro cargo, al cual, me permito señalaros, no hacéis gran honor, sino al contrario, lo deshonráis! Si vuestro ilegal e irrespetuoso comportamiento continúa, enviaré los fasces al templo de Venus Libitina y expondré los hechos a los electores congregados en centurias. Tienes la palabra, Lucio Marcio -añadió con una inclinación de cabeza a Filipo-. ¡Pero no olvides que estoy harto! Igual que el portavoz de la Cámara.
–No te doy las gracias, Sexto Julio, del mismo modo que no se las doy al portavoz de la Cámara ni a los otros miembros disfrazados de patriotas -dijo Filipo con toda desvergüenza-. ¿Cómo puede un hombre llamarse buen patriota y hacer dejación de nuestra ciudadanía? ¡La respuesta es que no puede ser una cosa y la otra! La ciudadanía romana es para los romanos. Y no debe darse a nadie que no tenga derecho a ella por familia, antepasados y decreto legal. Somos hijos de Quirino y los itálicos no. Y eso, primer cónsul, es todo cuanto tengo que decir. No tengo nada más que añadir.
–¡Hay mucho más que decir! – replicó Druso-. Que somos hijos de Quirino, no tiene vuelta de hoja. ¡Pero Quirino no es un dios romano! Es un dios de los sabinos y por eso vive en el Quirinal, el lugar en que otrora se alzaba la ciudad de los sabinos. ¡En resumen, Lucio Marcio, Quirino es un dios italiano! Rómulo lo adoptó y Rómulo lo hizo romano. Pero Quirino pertenece igualmente al pueblo de Italia. ¿Cómo vamos a traicionar a Roma haciéndola más grande? Porque eso es lo que haremos al conceder la ciudadanía a toda Italia. Roma será Italia y será poderosa. Italia será Roma y será poderosa. Lo que conservemos como descendientes de Rómulo será nuestro exclusivamente y para siempre. No podrá ser de nadie más. ¿Lo que Rómulo nos dio no es la ciudadanía! Eso se lo hemos dado ya a muchos que no pueden arrogarse la condición de ser hijos de Rómulo, nativos de la ciudad de Roma. Si la romanidad está en juego, por qué Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis se sienta en esta augusta Cámara? ¡El sí que tiene un nombre, Quinto Servilio Cepio, que advierto que no has mencionado cuando tú y Lucio Marcio tratabais de impugnar la romanidad de ciertos miembros de esta Cámara! ¡Cuando Quinto Vario no es realmente romano! ¡Hasta después de cumplir los veinte años no había visto esta Cámara ni había hablado latín en sus sesiones! ¡No obstante, sentado está en el Senado de Roma por la gracia de Quirino, un hombre menos romano de lo que pueda ser por sus ideas, por su lenguaje, por su manera de ver las cosas, menos romano que cualquier itálico! Si hemos de hacer como dicen Quinto Servilio Cepio y Lucio Marcio Filipo, y limitar la ciudadanía romana a los que de entre nosotros pueden alegar familia, antepasados y decreto legal, el primero que debe abandonar esta Cámara yla ciudad de Roma es Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis! ¡El sí es extranjero!
La andanada hizo que Vario se pusiera en pie, pese a que, como pedarius, no tenía derecho a la palabra.
Sexto César sacó fuerzas de flaqueza para superar sus dificultades respiratorias y pidió orden con tal voz, que no se produjo ninguna interrupción.
–Marco Emilio, portavoz de esta Cámara, veo que quieres hablar. Tienes la palabra.
Escauro estaba indignado.
–¡No consentiré que esta Cámara degenere poniéndose a la altura de un reñidero de gallos porque la deshonren unos magistrados curules que no tienen categoría ni para limpiar las vomitonas de las calles! ¡Ni voy a hacer ninguna referencia al derecho de nadie a sentarse en esta augusta Cámara! Lo único que quiero decir es que si esta Cámara ha de sobrevivir, ¡y si Roma ha de sobrevivir!, hemos de ser liberales con los itálicos en el asunto de la ciudadanía como lo hemos sido con algunos de los que hoy se sientan entre nosotros.
Filipo había vuelto a levantarse.
–Sexto Julio, cuando diste permiso para hablar al portavoz de la Cámara, no te percataste de que yo quería hablar. Como cónsul tengo derecho a hacerlo primero.
–Pensé que habías terminado, Lucio Marcio. ¿Acaso no has acabado?
–No.
–Pues, por favor, di lo que tengas que decir de una vez. Portavoz de la Cámara, ¿te importa aguardar a que el segundo cónsul diga lo que tenga que decir?
–Naturalmente que no -dijo Escauro afable, sentándose.
–Propongo -dijo Filipo con aplomo- que esta Cámara borre de las tablillas todas las leyes de Marco Livio Druso. No se han aprobado legalmente.
–¡Eso es un disparate! – exclamó Escauro indignado-. ¡Jamás en la historia del Senado ningún tribuno de la plebe ha legislado con mayor escrúpulo por los preceptos que Marco Livio Druso!
–No obstante, sus leyes no son válidas -replicó Filipo, a quien al parecer comenzaba a molestar otra vez la nariz, pues se la palpaba con insistencia-. Los dioses han señalado su desagrado.
–Mis asambleas contaron con la aprobación de los dioses -dijo lacónico Druso.
–Son sacrílegas, como lo demuestran claramente los acontecimientos de Italia en estos diez últimos meses -replicó Filipo-. ¡Yo os digo que toda Italia se ha visto afectada por manifestaciones de la ira divina!
–¿Ah, sí, Lucio Marcio? Italia siempre se ha visto afectada por manifestaciones de la ira divina -dijo Escauro hastiado.
–¡No como este año! – dijo Filipo con un bufido-. Propongo que esta Cámara recomiende a la Asamblea de todo el pueblo anular las leyes de Marco Livio Druso, dado que los dioses han mostrado su desagrado. Y veo, Sexto Julio, que deberemos someterlo a votacion.
Escauro y Mario ponían ceño, conscientes de que algo había oculto, sin acertar a dar con ello. Una cosa era cierta: Filipo tenía las de perder. ¿Por qué, entonces, después de tan poco inspirada intervención, hablaba de votar?
Efectivamente, la Cámara votó y Filipo perdió frente a una amplia mayoría. Circunstancia que le sacó de quicio, haciéndole vociferar y despotricar hasta el escupitajo; el pretor urbano Quinto Pompeyo Rufo, que estaba a su lado en el estrado, se cubrió con gesto teatral la cabeza con su toga para protegerse de la lluvia de saliva. ¡Ingratos codiciosos! ¡Locos de remate! ¡Borregos! ¡Insectos! ¡Asaduras! ¡Menudillos! ¡Gusanos! ¡Pederastas! ¡Violadores infantiles! ¡Carroñas! ¡Pozos de avaricia!, fueron algunos de los improperios que Filipo lanzó contra sus colegas.
Sexto César le dejó que se agotara y luego ordenó al jefe de lictores que golpeara el suelo con el haz de varillas hasta hacer temblar las vigas del techo.
–¡Basta! – gritó-. ¡Siéntate y cálmate, Lucio Marcio, o tendré que expulsarte de la Cámara!
Filipo se sentó, mientras de su nariz brotaba un líquido pajizo.
–¡Sacrilegio! – aulló, dejando volar la palabra en un siniestro eco. Después ya no se movió.
–¿Qué se traerá entre manos? – musitó Escauro a Mario.
–No sé. ¡Ojalá lo adivinara! – gruñó Mario.
–¿Puedo hablar, Sexto Julio? – dijo Craso Orator poniéndose en pie.
–Puedes, Lucio Licinio.
–No voy a tratar de los itálicos ni de nuestra querida ciudadanía romana o de las leyes de Marco Livio -comenzó diciendo en su hermosa y meliflua voz-. No. Voy a hablar del cargo de cónsul, y como preámbulo a mis comentarios haré una observación: jamás en los años que llevo en esta Cámara he visto el cargo de cónsul tan deshonrado, degradado y envilecido como lo ha sido estos últimos días por obra de Lucio Marcio Filipo. ¡A nadie que haya tratado ese cargo, ¡el más importante del país!, del modo que lo ha hecho Lucio Marcio Filipo debe permitírsele seguir ejerciéndolo! No obstante, cuando los electores designan a alguien para un cargo, el elegido no está obligado por ninguna regla salvo su propia inteligencia y buenos modales y los múltiples ejemplos que le suministra el mos maiorum.
»Ser cónsul de Roma es verse elevado a un nivel sólo algo por debajo de los dioses y muchísimo más alto que rey alguno. El cargo de cónsul se concede libremente y no descansa sobre amenazas o poder retributorio. Durante un año, el cónsul es lo más excelso que hay. Su imperium excede al de cualquier gobernador. ¡El es el comandante en jefe de los ejércitos, el jefe del gobierno, el representante del Tesoro y el símbolo de cualquier significado que haya de atribuirse a la república de Roma! Sea patricio u hombre nuevo, inmensamente rico o relativamente pobre, es «el cónsul». Sólo tiene un igual: el otro cónsul. Sus nombres se inscriben en los fasti consulares para que brillen perennemente.
»Yo he sido cónsul. Quizá treinta de los que estáis hoy aquí sentados hayáis sido cónsules, y algunos también censores. Yo les pregunto cómo se sienten en este momento, ¿cómo os sentís en este momento, caballeros consulares, después de escuchar a Lucio Marcio Filipo desde principios de este mes? ¿Os sentís como yo? ¿Sucios? ¿Deshonrados? ¿Humillados? ¿Consideráis de justicia que este afortunado poseedor por tercera vez del cargo quede sin censurar? ¿No lo consideráis? ¡Magnífico! ¡Tampoco lo considero yo, caballeros consulares!
Craso Orator se volvió desde las primeras filas y miró furibundo hacia Filipo en el estrado curul.
–¡Lucio Marcio Filipo, eres el peor cónsul que he visto en mi vida! ¡Si yo estuviera sentado en el lugar de Sexto Julio, no tendría ni un ápice de la paciencia que él ha demostrado! ¿Cómo te atreves a deambular por los vici de nuestra amada urbe precedido de tus doce lictores y a llamarte cónsul? ¡Tú no eres un cónsul! ¡No le llegas a la altura de las botas a un cónsul! Es más, me permitiré emplear la expresión de nuestro portavoz: ¡no Vales ni para limpiar la vomitona de las calles! ¡En vez de ser un modelo de conducta para nuestros jóvenes y esta Cámara, y para los que acuden al Foro, te conduces como el peor demagogo que haya puesto los pies en los rostra, como el obstruccionista más deslenguado que azuza detrás de la multitud en el Foro! ¿Cómo osas aprovecharte del cargo para verter improperios contra los miembros de esta Cámara? ¿Cómo te atreves a insinuar que otros han actuado ilegalmente? ¿Ya te he aguantado bastante, Lucio Marcio Filipo! – tronó tajante, señalándole con el dedo-. ¡O te comportas como un cónsul o quédate en casa!
Cuando Craso Orator volvió a sentarse, la Cámara prorrumpió en sonoros aplausos, mientras Filipo permanecía con la vista en el suelo y la cabeza agachada para que no se le viera la cara; Cepio, por el contrario, miraba con ojos de fuego a Craso Orator.
–Gracias, Lucio Licinio -dijo Sexto César con un carraspeo-, por recordarme a mí y a todos los que ostentan el cargo lo que es un cónsul. Presto tanta atención a tus palabras como espero haya hecho Lucio Marcio. Y como parece que ninguno de nosotros puede comportarse con decencia en este ambiente, doy por concluida la sesión. La Cámara volverá a reunirse dentro de una semana. Estamos en plenos ludi romani y, en primer lugar, creo que nos incumbe hallar mejor modo de saludar a Remo y a Rómulo que estas sesiones tan ásperas y poco dignas del Senado. Tened buenas vacaciones, padres conscriptos, y disfrutad con los juegos.
Escauro, príncipe del Senado, Druso, Craso Orator, Escévola, Antonio Orator y Quinto Pompeyo Rufo fueron a casa de Cayo Mario a beber vino y hablar de los acontecimientos de la jornada.
–¡Oh, Lucio Licinio, con qué elegancia has aplastado a Filipo! – comentó feliz Escauro, bebiendo con ganas el vino.
–Ha sido memorable -añadió Antonio Orator.
–Yo también te doy las gracias, Lucio Licinio -dijo Druso, sonriente.
Craso Orator aceptó con suma modestia los elogios, limitándose a decir:
–¡Él se lo buscó, el muy idiota!
En Roma aún hacía bastante calor, y todos se habían quitado la toga al entrar en la casa y se solazaban en el frescor del jardín.
–Lo que quisiera saber -dijo Mario, sentado en el borde del estanque- es lo que Filipo se trae entre manos.
–Y yo -añadió Escauro.
–¿Y por qué iba a hacerlo? – inquirió Pompeyo Rufo-. No es más que un patán mal educado. Siempre ha sido así.
–No, algo trama su sucia mente -dijo Mario-. Hubo un momento en que estuve a punto de darme cuenta, pero luego me distraje y ya no puedo acordarme.
–Bueno, Cayo Mario -añadió Escauro con un suspiro-, de una cosa puedes estar seguro: nos enteraremos. Seguramente en la próxima sesión.
–Será interesante -dijo Craso Orator, masajeándose el hombro izquierdo y haciendo una mueca-. ¿Por qué estos días estaré tan cansado y dolorido? Hoy no pronuncié un discurso demasiado largo… Aunque estaba indignado; es cierto.
Aquella noche se demostraría que Craso Orator iba a pagar más cara su intervención de lo que habría pensado. Su esposa Mucia, la hija más joven de Escévola el Augur, se despertó de madrugada con frío, se arrebujó contra su esposo para calentarse y descubrió horrorizada que estaba helado. Había muerto pocas horas antes en la plenitud de su carrera y en el cenit de la fama.
Para Druso, Mario, Escauro, Escévola y otros de ideas afines, su muerte fue una catástrofe. Para Filipo y Cepio, fue un indicio favorable. Ambos renovaron con entusiasmo sus intrigas entre los pedari del Senado, hablándoles, persuadiéndolos y engatusándolos. Y así se encontraron en excelente forma cuando volvió a reunirse la Cámara una vez concluidos los ludi romani.
–Quiero volver a plantear la votación sobre la cuestión de si las leyes de Marco Livio Druso deben permanecer en las tablillas -dijo Filipo con voz gorjeante, dispuesto, por lo visto, a comportarse como un cónsul modélico-. Comprendo cuánto debe cansaros a muchos de vosotros esta oposición a las leyes de Marco Livio y me consta que la gran mayoría estáis convencidos de que son unas leyes totalmente lícitas. Bien, no voy a rebatir que se observaran los presagios religiosos, que los procedimientos de votación no se hicieran legalmente y que no se hubiera obtenido el consentimiento del Senado antes de proceder a la convocatoria de la Asamblea.
Dio un paso al frente en el estrado y alzó la voz.
–¡Sin embargo, hay un impedimento religioso! Un impedimento religioso de tal magnitud y presagio que nuestra conciencia nos impide ignorarlo. Por qué los dioses se complacen en cosas así, no sabría decirlo. Yo no soy un entendido. Pero no deja de ser que aunque los augurios y presagios fueron interpretados favorablemente antes de cada reunión de la Asamblea plebeya convocada por Marco Livio, en toda Italia hubo signos que indicaban un notable grado de ira divina. Yo soy augur, padres conscriptos, y para mi es evidente que ha habido sacrilegio.
Alargó una mano y un administrativo le entregó un rollo que Filipo desplegó.
–El día decimocuarto antes de las calendas de enero, el día en que Marco Livio promulgó en el Senado la ley regulando los tribunales y la que ampliaba el Senado, los esclavos públicos se dirigieron al templo de Saturno a adecentarlo para la festividad del día siguiente, puesto que el día siguiente, si recordáis, era la jornada inaugural de la Saturnal, y se encontraron las cinchas de lana que fajan la estatua de madera de Saturno empapadas de aceite, un charco de aceite en el suelo y el interior de la estatua seco. Se acababa de derramar hacía poco, según todos los indicios, y todos coincidieron en que Saturno mostraba su desagrado por algo.
»El día en que Marco Livio Druso aprobó en la Asamblea plebeya sus leyes sobre los tribunales y la ampliación del Senado, el esclavo-sacerdote de Nemi fue asesinado por Otro esclavo, quien, según la costumbre por la que se rigen, se convirtió en el nuevo esclavo-sacerdote. Pero el nivel del agua en el estanque sagrado de Nemi bajó de pronto un palmo, y el nuevo esclavo-sacerdote murió sin lucha, lo cual es un terrible presagio.
»El día en que Marco Livio Druso promulgó en el Senado su ley disponiendo del ager publicus, hubo una lluvia de sangre en el ager Campanus y una espantosa plaga de ranas en el ager publicus de Etruria.
»El día en que la lex Livia agraria se aprobó en la Asamblea plebeya, los sacerdotes de Lanuvium descubrieron que los ratones habían roído los escudos sagrados, portento de lo más aciago, e inmediatamente lo expusieron a nuestro colegio de pontífices en Roma.
»El día en que el equipo de cinco funcionarios del tribuno de la plebe Saufeio quedó convocado para iniciar la parcelación del ager publicus de Italia y Sicilia, en el templo de la Pietas del Campo de Marte, junto al circo Flaminio, cayó un rayo que causó graves daños.
»El día en que la lex frumentaria de Marco Livio Druso fue aprobada en la Asamblea plebeya, se comprobó que la estatua de Diva Angerona había sudado profusamente. La venda que le tapaba la boca había resbalado hasta el cuello y hubo quienes juraron que le habían oído musitar el nombre secreto de Roma, complacida de poder hablar por fin.
»En las calendas de septiembre, el día en que Marco Livio Druso presentó en esta Cámara su propuesta de ley para conceder a los itálicos nuestra preciada ciudadanía, un horrible terremoto destruyó la ciudad de Mutina en la Galia itálica. Este portento, el adivino Publio Cornelio Culeolo lo interpreta como que toda la Galia itálica está irritada por no concedérsele también la ciudadanía. Señal, padres conscriptos, de que si otorgamos la ciudadanía a la Italia peninsular, todos los demás territorios de Roma la reclamarán.
»El día en que el eminente consular Lucio Licinio Craso Orator me zahirió públicamente en esta Cámara, por la noche murió misteriosamente en su lecho y por la mañana estaba frío como el hielo.
»Hay muchos portentos, padres conscriptos -insistió Filipo sin apenas necesidad de elevar la voz, tal era el silencio que reinaba en el Senado-. He citado sólo los sucedidos en los mismísimos días en que se promulgaron o ratificaron las leyes de Marco Livio Druso, pero os daré una lista suplementaria.
»Un rayo causó daños en la estatua de Júpiter Latiaris en el monte Albano, temible presagio. El último día de los ludi romani cayó lluvia de sangre en el templo de Quirino, y sólo allí, ¿no es un signo inequívoco de ira divina? Se movieron las lanzas sagradas de Marte, un temblor de tierra agrietó el templo de Marte en Capua, la fuente sagrada de Hércules en Ancona se secó por primera vez en la historia y ya no mana; en una calle de Puteoli surgió una enorme zanja de fuego y todas las puertas de las murallas de la ciudad de Pompeya se cerraron misteriosamente de golpe.
»Y hay más, padres conscriptos, ¡mucho más! Expondré la lista completa en los rostra para que todo el mundo en Roma vea con qué insistencia los dioses condenan esas leyes de Marco Livio Druso. ¡Las condenan! ¡Mirad los dioses más afectados! Pietas, que gobierna la lealtad y los deberes de la familia; Quirino, el rey de la asamblea de hombres romanos; Júpiter Latiaris, el Júpiter latino; Hércules, el protector de la potencia militar romana y patrón de los generales romanos; Marte, el dios de la guerra; Vulcano, dueño de los lagos de fuego en el subsuelo de Italia; Diva Angerona, que sabe el nombre secreto de Roma, el cual, si se pronuncia, provoca la ruina de Roma; Saturno, que mantiene la riqueza de Roma y rige nuestro ser en el tiempo.
–Por otra parte -terció Escauro, príncipe del Senado, marcando las palabras-, esos presagios podrían muy bien indicar los terribles males que se abatirán sobre Italia si no se conservan en las tablillas las leyes de Marco Livio Druso.
Filipo no hizo caso y entregó el rollo al funcionario.
–Ponlo inmediatamente en los rostra -dijo, descendiendo del estrado curul y situándose frente al banco de los tribunos-. Propongo una votación de la Cámara. Los que estén a favor de declarar no válidas las leyes de Marco Livio Druso que se sitúen a mi derecha y los que estén a favor de conservarlas en las tablillas que se pongan a mi izquierda. Os ruego que procedáis.
–Yo encabezaré la votación, Lucio Marcio -dijo Ahenobarbo, pontífice máximo, poniéndose en pie-. Como pontífice máximo, me has convencido sin ningún género de duda.
La Cámara, en silencio, fue abandonando las gradas; se veían caras tan blancas como las togas, y sólo un puñado de senadores se situó a la izquierda de Filipo con la vista baja.
–La votación es elocuente -dijo Sexto César-. Esta Cámara ha decidido eliminar de los archivos las leyes del tribuno Marco Livio Druso y destruir las tablillas. Convocaré la Asamblea de todo el pueblo a tal efecto para dentro de tres días.
Druso fue el último en moverse y mientras cubría la corta distancia entre la izquierda de Filipo y el extremo del banco tribunicio mantuvo la cabeza bien alta.
–Naturalmente, Marco Livio -dijo airoso Filipo cuando pasaba ante él, haciendo que los senadores se detuvieran como un solo hombre-, puedes interponer el veto.
Druso, lívido, miró a Filipo sin verle.
–Oh, no, Lucio Marco, no podría -contestó sin alterarse-. ¡Yo no soy un demagogo! Mis obligaciones como tribuno de la plebe las he llevado siempre a cabo con el consentimiento de esta Cámara y mis iguales en ella han declarado nulas esas leyes; como es mi deber, me avengo a su decisión.
–¡Con lo cual los laureles son para nuestro querido Marco Livio! – dijo ufano Escauro dirigiéndose a Escévola mientras el grupo se deshacía.
–Efectivamente -añadió Escévola, contrayendo los hombros enojado-. ¿Qué piensas realmente de esos presagios?
–Dos cosas. En primer lugar, que ningún año he visto a nadie que se tomara tantas molestias en recopilar tan minuciosamente desastres naturales. Y en segundo lugar, que, si esos presagios indican algo, para mí que es la guerra que nos enfrentará con Italia de no mantener las leyes de Marco Livio.
Escévola, desde luego, había votado con Escauro y los demás partidarios de Druso, no podía por menos, y seguía siendo amigo suyo, pero se le veía muy intranquilo y lo manifestó con una objeción:
–Sí, sí, pero…
–¡Quinto Mucio!, ¿acaso crees…? – inquirió Mario sorprendido.
–¡No, no, no es eso! – contestó Escévola malhumorado, descartando por sentido común las supersticiones-. Pero ¿y los sudores y el desplazamiento de la mordaza de Diva Angerona? – inquirió con lágrimas en los ojos-. ¿Y la muerte de mi primo Craso, mi amigo del alma?
–Quinto Mucio -dijo Druso, que se había acercado al grupo-. Creo que Marco Emilio está en lo cierto. Esos presagios son una señal de lo que sucederá si se invalidan mis leyes.
–Quinto Mucio, eres miembro del Colegio de Pontífices -dijo paciente Escauro, príncipe del Senado-. Todo comenzó con el único fenómeno creíble, el derrame del aceite de la estatua de madera de Saturno. ¡Pero eso hace años que era de esperar! Por eso está sujeta con cinchas. En cuanto a Diva Angerona, ¿qué más fácil que introducirse en el santuario, quitarle la mordaza y darle un baño de alguna sustancia pegajosa que deje marcas? Todos sabemos, además, que los rayos tienden a caer en los puntos más altos, y bien sabes que el templo de Pietas es pequeño pero muy alto. En cuanto a los terremotos, llamaradas de fuego, lluvias de sangre y plagas de ranas… ¡bah! ¡Me niego a hablar de eso! Lucio Licinio murió en su lecho. ¡Ojalá todos tuviésemos tan agradable final!
–Sí, pero… -arguyó Escévola, sin acabar de convencerse.
–¡Miradle! – exclamó Escauro, dirigiéndose a Mario y a Druso-. Si él se deja engañar, ¿cómo vamos a reprochárselo a esa pandilla de idiotas supersticiosos?
–¿No crees en los dioses, Marco Emilio? – inquirió Escévola, espantado.
–¡Sí, sí, si, claro que creo! ¡Pero en lo que no creo, Quinto Mucio, es en las maquinaciones e interpretaciones de quienes afirman actuar en nombre de los dioses! No conozco un presagio o un vaticinio que no pueda interpretarse en dos maneras diametralmente opuestas. ¿Y qué le confiere tal seguridad a Filipo? ¿El hecho de que sea augur? ¡Ese no sabría distinguir un auténtico agüero aunque lo pisase y le mordiera su magullada nariz! ¡En cuanto a Publio Cornelio Culeolo… es lo que su nombre indica, pelotas de nuez! Estoy dispuesto a jugarme contigo una buena suma, Quinto Mucio, a que si a alguno se le hubiese ocurrido recopilar los desastres naturales y los llamados fenómenos sobrenaturales ocurridos durante el segundo tribunato de Saturnino, habría una lista no menos impresionante. ¡Despierta y aplica a la situación algo de tu escepticismo jurídico, te lo ruego!
–Tengo que decir que Filipo me sorprendió -dijo Mario, taciturno-. Me engañó una vez, pero nunca pensé que ese cunnus fuese tan hábil.
–Sí, es muy listo -comentó Escévola, deseoso de que Escauro no siguiera insistiendo en sus deficiencias-. Supongo que lo tendría preparado hace tiempo. ¡Lo que es seguro es que no ha sido una brillante idea de Cepio! – añadió riendo.
–¿Cómo te sientes, Marco Livio? – inquirió Mario.
–¿Cómo me siento? – repitió Druso, que mostraba un extraño rictus de cansancio-. Oh, Cayo Mario, de verdad, ya ni lo sé. Ha sido una artimaña muy hábil, desde luego.
–Habrías debido interponer tu veto -añadió Mario.
–En mi lugar, tú lo habrías hecho… y no te lo hubiera reprochado -contestó Druso-. Pero no puedo desdecirme de lo que manifesté al principio del tribunado, procura entenderlo. Prometí que me avendría a los deseos de mis iguales en el Senado.
–Ahora ya no habrá emancipación -dijo Escauro.
–¿Y por qué no? – inquirió Druso, sorprendido.
–¡Marco Livio, han anulado todas tus leyes! ¡O las anularán!
–¿Y eso qué tiene que ver? La emancipación no se ha planteado aún ante la Asamblea plebeya, yo simplemente la presenté a la Cámara. Pero nunca prometí al Senado que no presentaría una ley a la plebe si ellos no la recomendaban. Yo dije que primero trataría de obtener su mandato. Y esa promesa la he cumplido. Pero ahora no puedo detenerme simplemente porque el Senado haya dicho que no. No se ha cumplido todo el proceso: antes tiene que dar el no la plebe, pero yo intentaré persuadirla para que dé el sí -contestó Druso sonriente.
–¡Por los dioses, Marco Livio, mereces ganar! – exclamó Escauro.
–Eso pienso yo -dijo Druso-. ¿Me excusáis? Tengo que escribir unas cartas a mis amigos itálicos para persuadirlos de que no emprendan la guerra porque aún no ha acabado la batalla.
–¡Es una tontería! – exclamó Escévola-. Si los itálicos están decididos a hacer la guerra si les negamos la ciudadanía, y en eso te creo, Marco Livio, de verdad, si no, me habría puesto a la derecha de Filipo, tardarán años en estar preparados.
–Pues en eso, Quinto Mucio, te equivocas, porque ya están en pie de guerra. Y mejor preparados que Roma.
Que los marsos estaban preparados para la guerra lo supieron el Senado y el pueblo de Roma días más tarde, cuando llegaron noticias de que Quinto Popedio Silo conducía dos fuertes legiones marsas, bien equipadas y armadas, por la Via Valeria camino de Roma. El sorprendido príncipe del Senado convocó sesión urgente de la Cámara y se encontró con que sólo asistían unos cuantos senadores; ni Filipo ni Cepio estaban, ni enviaron recado alguno explicando su ausencia. Druso también se negó a asistir, alegando que no se sentía con ánimos de estar presente en una sesión en que sus iguales iban a debatir la amenaza de guerra iniciada por un amigo suyo, como era Quinto Popedio Silo.
–¡Qué conejos! – exclamó Escauro dirigiéndose a Mario y mirando las gradas vacías-. Han echado a correr a sus madrigueras; creen, por lo visto, que si se quedan allí los enemigos retrocederán.
Pero Escauro no pensaba que los marsos vinieran en son de guerra y se las ingenió para convencer a su escaso auditorio de que lo mejor era tratar aquella «invasión» con métodos pacíficos.
–Cneo Domicio -dijo a Ahenobarbo, pontífice máximo-, tú que eres un consular de prestigio, que has sido censor y que eres pontífice máximo, ¿estás dispuesto a ponerte en marcha para salir al encuentro de ese ejército, igual que Popilio Laenas? Tú fuiste el iudex en el tribunal extraordinario que en virtud de la lex Licinia Mucia se estableció en Alba Fucentia hace unos años; los marsos te conocen, y me consta que te respetan mucho por tu clemencia. Averigua por qué se ha puesto en marcha ese ejército y qué quieren los marsos.
–Muy bien, príncipe del Senado, seré un nuevo Popilio Laenas -contestó Ahenobarbo-, a condición de que me otorgues pleno imperium proconsular para que pueda decir y hacer lo que dicten las circunstancias. Y te ruego que se incluyan las hachas en los fasces.
–Concedidas las dos cosas -dijo Escauro.
–Los marsos llegarán mañana a las afueras de Roma -dijo Mario con una mueca-. Supongo que os dais cuenta del día que es.
–Efectivamente -contestó Ahenobarbo-. Es la víspera de las nonas de octubre… el aniversario de la batalla de Arausio, en la que los marsos perdieron una legión entera.
–Lo han planeado aposta -dijo Sexto César, casi contento de asistir a la aciaga reunión en la que no comparecían Filipo ni Cepio y tan sólo lo hacían los senadores que él sabía que eran patriotas.
–Por eso, padres conscriptos, no creo que esto sea un acto de guerra -dijo Escauro.
–Funcionario, ve a convocar a los lictores de las treinta curiae -dijo Sexto César-. Tendrás imperium proconsular, Cneo Domicio, en cuanto se presenten los lictores de las treinta curias. ¿Nos informarás en una sesión especial pasado mañana? – inquirió.
–¿En las nonas? – replicó Ahenobarbo sin acabar de creérselo.
–En esta situación imprevista, Cneo Domicio, nos reuniremos en las nonas -dijo con firmeza Sexto César-. ¡Esperemos que sea una sesión más concurrida! ¿Dónde va a parar Roma si en una situación urgente sólo se congrega un puñado de senadores?
–Yo sé por qué, Sexto Julio -dijo Mario-. No han acudido porque no han creído que fuese una convocatoria real y han pensado que era una crisis provocada.
En las nonas de octubre la Cámara estaba más concurrida, aunque no del todo. Druso había acudido, pero Filipo y Cepio brillaban por su ausencia, dando a entender con ello a los senadores lo que pensaban de la «invasión».
–Cneo Domicio, cuéntanos qué ha sucedido -dijo Sexto César, único cónsul presente.
–Bien, me entrevisté con Quinto Popedio Silo cerca de la puerta Collina -contestó Ahenobarbo, pontífice máximo-. Venía a la cabeza de un ejército de unas dos legiones; diez mil soldados como mínimo, con el número debido de auxiliares, ocho piezas de excelente artillería y un escuadrón de caballería. Iba a pie, igual que sus oficiales. No vi señal alguna de pertrechos, por lo que supongo que han venido en orden de marcha ligera -añadió con un suspiro-. ¡Era un espectáculo impresionante, padres conscriptos! Soldados de gran prestancia, en perfectas condiciones y muy disciplinados. Mientras hablaba con Silo, permanecieron firmes al sol sin hablar ni romper filas.
–¿Puedes decirnos, pontífice máximo, si las cotas de malla y las armas eran nuevas? – inquirió Druso, angustiado.
–Sí, Marco Livio. No cabe duda; todo era nuevo y de la mejor calidad -respondió Ahenobarbo.
–Gracias.
–Continúa, Cneo Domicio -dijo Sexto César.
–Me detuve con los lictores a una distancia al alcance de la voz de Quinto Popedio Silo y sus legiones. Luego, Silo y yo nos apartamos para hablar donde no nos oyeran. «¿A qué viene esta expedición bélica, Quinto Popedio?», le pregunté con mucha serenidad y cortesía.
»«Venimos a Roma porque hemos sido convocados por los tribunos de la plebe», contestó Silo con igual cortesía.
»«¿Los tribunos de la plebe?», dije yo. «¿No por un tribuno de la plebe que se llama Marco Livio Druso?»
»«Por los tribunos de la plebe», contestó él.
»«¿Por todos ellos, queréis decir?», volví a preguntar para estar seguro.
»«Por todos ellos», me dijo.
»«¿Y por qué habrían de convocaros los tribunos de la plebe?», inquirí.
»«Para asumir la ciudadanía romana y comprobar que se les otorga a todos los itálicos», contestó.
»Yo me aparté un poco de él y, enarcando las cejas, observé las legiones que había a sus espaldas. «¿Por medio de las armas?», pregunté.
»«Si fuera necesario, sí», contestó.
»En consecuencia, utilicé mi imperium proconsular para hacer una afirmación que no habría podido hacer sin él, a tenor de las recientes sesiones de esta Cámara. Una afirmación, padres conscriptos, que consideré que requería la situación. Le dije a Silo: «La fuerza de las armas no será necesaria, Quinto Popedio.»
»Su respuesta fue una desdeñosa carcajada. «¡Vamos, Cneo Domicio!», dijo. «¿Esperáis sinceramente que me lo crea? Los itálicos hemos aguardado durante generaciones esa ciudadanía sin empuñar las armas y, por nuestra paciencia, hemos visto cómo se desvanecían nuestras esperanzas. Y hemos llegado a la conclusión de que la única manera de obtener la ciudadanía es por la fuerza.»
»Naturalmente, eso me turbó, padres conscriptos. Di una palmada y grité: «¡Quinto Popedio, Quinto Popedio, os aseguro que el día está muy cercano! ¡Os ruego que disperséis esa tropa, envainéis las espadas y regreséis a las tierras de los marsos! Os doy mi solemne palabra de que el Senado y el pueblo de Roma concederán la ciudadanía romana a todos los itálicos.»
»El se me quedó mirando un buen rato sin decir palabra, y luego contestó: «Muy bien, Cneo Domicio, alejaré de aquí mi ejército, pero sólo lo suficiente para ver si no mentís. Pues en verdad os digo, pontífice máximo, que si el Senado y el pueblo de Roma no conceden a Italia plena ciudadanía romana durante el plazo en que el actual colegio de tribunos de la plebe esté en el cargo, volveré a marchar sobre Roma. Y toda Italia me seguirá. Tomad buena nota. Toda Italia se unirá para destruir a Roma.»
»Tras lo cual dio media vuelta y se alejó. Asimismo, sus tropas dieron una media vuelta perfecta, mostrándome lo bien entrenadas que estaban, y se marcharon. Yo regresé a Roma y me he pasado toda la noche reflexionando, padres conscriptos. Me conocéis bien y de hace tiempo, no tengo fama de hombre paciente ni siquiera comprensivo, pero sé muy bien la diferencia entre un rábano y un toro. ¡Y yo os digo sin ambages, colegas senadores, que ayer vi un toro! Un toro con paja en los cuernos y fuego en las fauces. ¡Y no fue una promesa en vano la que le hice a Silo! Haré cuanto esté en mi mano para que el Senado y el pueblo de Roma concedan la emancipación a toda Italia.
Se oyeron murmullos y muchos miraron a Ahenobarbo, pontífice máximo, admirados del notable cambio de actitud en alguien famoso por ser tan intratable e intolerante.
–Volveremos a reunirnos mañana -dijo Sexto César con aire complacido-. Ya es hora de que hallemos solución a esto. Los dos pretores que han estado viajando por Italia a petición de Lucio Marcio -dijo Sexto César con una grave inclinación de cabeza hacia la silla vacía de Filipo- aún no nos han traído su respuesta. Hay que volver a discutir la solución. Pero antes quiero ver aquí, escuchando, a los que últimamente no se han molestado en escuchar… Mi colega consular y el pretor Quinto Servilio Cepio en particular.
Al día siguiente estaban los dos al corriente con todo detalle del informe de Ahenobarbo, aunque nada preocupados o interesados, según les pareció a Druso, a Escauro, príncipe del Senado, y a otros que tanto deseaban verlos cambiar de actitud. Cayo Mario, inopinadamente apesadumbrado, miró a los presentes. Sila no se había perdido ninguna sesión desde que Druso había sido elegido tribuno de la plebe, pero tampoco había colaborado; la muerte de su hijo le había hecho rehuir la compañía de todos, hasta de su colega en el futuro consulado, Quinto Pompeyo Rufo; escuchaba impasible y se limitaba a irse cuando se cerraba la sesión y era como si desapareciese de la faz de la tierra. Curiosamente, había votado mantener las leyes de Druso en las tablillas, por lo que Mario suponía que seguía estando de parte de ellos, pero nadie había hablado con él. Catulo César parecía incómodo aquel día, probablemente como consecuencia de la defección de su hasta entonces partidario incondicional, Ahenobarbo, pontífice máximo.
Se advirtió un revuelo y Mario dirigió su atención a la Cámara. Filipo tenía los fasces el mes de octubre, por lo que aquel día ocupaba él la presidencia y no Sexto César. Había traído otro documento, uno que, en esta ocasión, no había confiado a su ayudante. Una vez concluidos los formalismos de apertura de la sesión, se puso en pie para tomar la palabra.
–Marco Livio Druso -dijo con frialdad, marcando las palabras-, quiero leer a la Cámara algo de una importancia mucho mayor que ese conato de invasión de vuestro amigo Quinto Popedio Silo. Pero antes de leerlo, quiero que todos los senadores te oigan decir que estás presente y que vas a escuchar.
–Estoy presente, Lucio Marcio, y escucharé -contestó Druso secamente, marcando las palabras.
Se le veía terriblemente cansado, pensó el atento Cayo Mario; como si ya le hubiesen abandonado las fuerzas y sólo se aguantara por el poder de la voluntad. En las últimas semanas había perdido mucho peso, tenía las mejillas macilentas y los ojos hundidos y marcados por profundas ojeras.
¿Por qué me siento como un esclavo en la rueda de trabajo?, se preguntaba Mario. ¿Por qué estoy tan nervioso, tan angustiado y aprensivo? Druso no tiene mi temple, ni mi inquebrantable convicción de tener razón; es demasiado objetivo, demasiado razonable, demasiado inclinado hacia ambas partes. Le matarán mentalmente, si no fisicamente. ¿Por qué no habré visto lo peligroso que es Filipo? ¿Cómo no me había percatado de lo astuto que es?
Filipo desenrolló el pergamino y lo sostuvo entre ambas manos con los brazos estirados.
–No voy a hacer ningún comentario preliminar, padres conscriptos -dijo-. Me limitaré a leerlo para que vosotros extraigáis vuestras propias conclusiones. El texto dice así:
–«Juro por Júpiter Optimus Maximus, por Vesta, por Marte, por Sol Indiges, por Terra y Tellus, por los dioses y héroes que fundaron y protegieron a los pueblos de Italia en sus revueltas, que tendré por amigos y enemigos a los amigos y enemigos de Marco Livio Druso. Juro que me afanaré por el bienestar y prosperidad de Marco Livio Druso y de todos cuantos presten este juramento, aun a costa de mi vida, mis hijos, mis familiares y mis propiedades. Si con la ley de Marco Livio Druso me convierto en ciudadano de Roma, juro que adoraré a Roma como única nación y que me consideraré vinculado como cliente a Marco Livio Druso. Me comprometo a hacer prestar este juramento a cuantos itálicos pueda. Juro sinceramente, en el convencimiento de que mi palabra dará sus frutos. Y si soy perjuro, que pierda la vida, mis hijos, mis familiares y mis propiedades. Que así sea y así lo juro.»
Nunca había reinado tal silencio en la Cámara. La vista de Filipo iba de Escauro, boquiabierto, a Mario, con una cruel sonrisa; de Escévola, con los labios muy apretados, a Ahenobarbo, enrojecido; de Catulo César, con gesto horrorizado, a Sexto César, afligido; de Metelo Pío el Meneítos, francamente consternado, a Cepio, descaradamente contento.
Luego soltó con la mano izquierda el pergamino, que se enrolló ruidosamente y media Cámara se sobresaltó.
–Éste, padres conscriptos, es el juramento que han prestado miles y miles de itálicos el año pasado. ¡Y por ello, padres conscriptos, es por lo que Marco Livio Druso ha actuado tan esforzadamente, tan denodadamente, tan entusiásticamente, para que a sus amigos itálicos se les conceda el valioso regalo de nuestra ciudadanía romana! – dijo moviendo insistentemente la cabeza-. ¡No porque le importen un ápice sus sucios pellejos itálicos! ¡No porque crea en la justicia, incluso una justicia tan degenerada! ¡No porque sueñe con una carrera tan brillante que le lleve a los libros de historia! ¡Sino, colegas de esta Cámara, porque le ha prestado juramento de clientela casi toda Italia! ¡Si concediésemos la emancipación a Italia, Italia sería de Marco Livio Druso! ¡Imaginaos! ¡Una clientela desde el Arnus al Rhegium, desde el mar Toscano al Adriático! ¡Mi enhorabuena, Marco Livio! ¡Qué premio! ¡Qué razón para tanto denuedo! ¡Una clientela mayor que cien ejércitos!
Filipo giró sobre sus talones, bajó del estrado curul, al que dio la vuelta con pasos mesurados para dirigirse hasta el extremo del largo banco tribunicio de madera en que estaba sentado Druso.
–Marco Livio Druso, ¿es cierto que toda Italia ha prestado ese juramento? – inquirió-. ¿Es cierto que a cambio de ese juramento, tú has jurado otorgar la ciudadanía a todos los itálicos?
Con el rostro más blanco que la toga, Druso se puso tambaleante en pie, con una mano extendida, no se sabía si implorando o refutando. Y acto seguido, cuando sus labios balbucían algo, cayó cuan largo era sobre las losas blancas y negras del suelo de la Cámara. Filipo retrocedió unos pasos con gesto de repugnancia, mientras Mario y Escauro se arrodillaban rápidamente junto al caído.
–¿Está muerto? – inquirió Escauro, haciéndose oír por encima de la voz de Filipo, que aplazaba la sesión hasta el día siguiente.
Con el oído pegado al pecho de Druso, Mario movió la cabeza.
–Es un colapso grave, pero no está muerto -dijo, irguiéndose sobre los talones con un suspiro de alivio.
El síncope duraba tanto, que el rostro de Druso comenzó a adquirir un color ceniciento, al tiempo que movía brazos y piernas con espantosos espasmos, profiriendo horrendos sonidos.
–¡Es un ataque! – exclamó Escauro.
–No, no creo -dijo Mario, que tenía experiencia bélica y había visto en el campo de batalla toda clase de ataques-. Cuando alguien pierde tanto tiempo el conocimiento, sufre espasmos, pero sólo al final. Pronto volverá en sí.
Filipo se detuvo camino de la salida para echar un vistazo, lo suficiente apartado para que, en caso de que Druso vomitase, no le manchase la toga.
–¡Sacad de aquí a ese canalla! – dijo con desprecio-. Si muere, que muera en terreno no santificado.
–Mentulam caco, cunne! – dijo Mario alzando la cabeza hacia Filipo con voz suficientemente alta para que todos los que se hallaban cerca lo oyeran.
Filipo prosiguió su camino, algo más presuroso; si había alguien a quien temiese, ése era Cayo Mario.
Los que se quedaron rezagados esperaron un buen rato hasta que Druso recobró el conocimiento, y, con gran placer, Mario vio que entre ellos estaba Lucio Cornelio Sila.
Cuando Druso volvió en si, no parecía saber dónde estaba ni lo que había sucedido.
–He mandado traer la litera de Julia -dijo Mario a Escauro-. Dejémosle tumbado hasta que llegue.
Se había despojado de la toga para hacer con ella una almohada para Druso y taparle.
–¡Estoy verdaderamente turbado! – dijo Escauro, sentándose en el borde del estrado curul, tan alto que las piernas le colgaban-. ¡De verdad que nunca lo habría creído de este hombre!
–¡Tonterías, Marco Emilio! ¿No lo crees de un noble romano? ¡Pues a mí me sucedería lo contrario! ¡Por Júpiter, qué manera de engañarse!
Los luminosos ojos verdes bailotearon.
–¡Por Júpiter, patán itálico, qué bien conoces nuestras debilidades! – dijo Escauro encogiéndose de hombros.
–Conviene que alguien las conozca, amable saco de huesos -replicó Mario afable, sentándose al lado del príncipe del Senado y mirando a los tres que quedaban, Escévola, Antonio Orator y Lucio Cornelio Sila-. Bien, caballeros -añadió balanceando las piernas-, ¿qué hacemos ahora?
–Nada -dijo lacónico Escévola.
–¡Oh, Quinto Mucio, perdona a nuestro inanimado tribuno de la plebe su romana debilidad, haz el favor! – exclamó Mario, que ya reía con tantas ganas como Escauro.
–¡Será una debilidad romana, Cayo Mario, pero yo no la tengo! – espetó Escévola ofendido.
–No, probablemente no… por eso nunca tendrás su categoría, amigo mio -replicó Mario señalando con un pie al tendido Druso.
–¡Cayo Mario, eres realmente insoportable! – añadió Escévola torciendo el gesto-. En cuanto a ti, príncipe del Senado, ¡deja ya de tomártelo a guasa!
–Ninguno hemos contestado a la pregunta que ha hecho Mario -terció pacíficamente Antonio Orator-. ¿Qué hacemos ahora?
–No depende de nosotros -dijo Sila, interviniendo por primera vez-. Depende de él, naturalmente.
–¡Muy bien dicho, Lucio Cornelio! – exclamó Mario, poniéndose en pie al ver el conocido rostro del jefe de los porteadores de la litera de su esposa asomar tímidamente por la gran puerta de bronce-. Vamos, susceptibles amigos, llevemos a casa al pobre Druso.
El pobre Druso estuvo aún delirando por el camino hasta que se hizo cargo de él su madre, que, con gran perspicacia, se abstuvo de llamar a un médico.
–No harán más que sangrarle y purgarle, que es lo que menos falta le hace -dijo, inflexible-. Lo que sucede es que últimamente no ha comido mucho. Cuando se le pase, le daré vino caliente con miel y se recuperará. Y más si echa un buen sueño.
Cornelia Escipionis metió a su hijo en cama y le hizo beber una buena copa de vino caliente con miel.
–¡Filipo! – gritó él, intentando incorporarse.
–No te preocupes de esa alimaña hasta que te encuentres con más fuerzas.
Druso dio unos cuantos sorbos y logró incorporarse, pasándose los dedos por el negro pelo corto.
–¡Oh, madre, qué cosa tan horrible! ¡Filipo ha descubierto lo del juramento!
Como Escauro la había puesto al corriente de la situación, Cornelia no tenía necesidad de más explicaciones y asintió con la cabeza.
–No pensarías que Filipo o cualquier otro no irían a averiguarlo…
–¡Hacía tanto tiempo, que me había olvidado del maldito juramento!
–Marco Livio, eso no tiene importancia -dijo ella, arrimando la silla al lecho y cogiéndole la mano-. Lo que haces es mucho más importante que el motivo por que lo hagas, ¡así de claro! El motivo por el que se hace algo es simple bálsamo para el hecho en sí, el porqué de lo que se haga no afecta a los resultados. Lo que importa es lo que se hace, y estoy segura que un amor propio sano es lo mejor para hacerlo bien. ¡Así que, anímate, hijo! Está aquí tu hermano y está muy preocupado por ti. ¡Anímate!
–Me guardarán rencor por esto.
–Algunos sí, cierto. Casi todos por envidia, pero otros estarán reconcomidos de admiración -dijo la madre-. Desde luego, a los amigos que te han traído a casa no parece haberles disgustado.
–¿Quiénes han sido? – inquirió él muy interesado.
–Marco Emilio, Marco Antonio, Quinto Mucio y Cayo Mario -contestó ella-. ¡Ah, y ese hombre tan fascinante, Lucio Cornelio Sila! Ah, si no fuera por mi edad…
Ahora que la conocía, aquellos comentarios los escuchaba sin escandalizarse, por eso le hizo gracia y sonrió.
–¡Qué raro que te guste! Te digo una cosa, a él le interesan mis ideas.
–Eso tengo entendido. Su único hijo murió a primeros de año, ¿verdad?
–Sí.
–Se le nota -dijo Cornelia Escipionis levantándose-. Bien, Marco Livio, voy a hacer pasar a tu hermano, y tienes que decidirte a comer. No hay nada que los buenos alimentos no curen. Haré que te preparen un plato gustoso y nutritivo y Mamerco y yo nos sentaremos delante de ti hasta que te lo comas.
Ya había anochecido cuando le dejaron a solas con sus pensamientos. Se sentía mucho mejor, cierto, pero aquel tremendo cansancio no se le pasaba y no parecía tener muchas ganas de dormir aun después de haber comido y bebido vino caliente. ¿Cuánto hacía que no dormía profundamente? Meses.
Filipo se había enterado. Era inevitable que alguien se enterase, y que quien lo supiese fuese a comentárselo a él o a Filipo. O a Cepio. ¡Era curioso que Filipo no se lo hubiese dicho a su querido amigo Cepio! De ser así Cepio se habría anticipado y lo habría explotado en provecho propio para que Filipo no se llevara los laureles. Aquella noche no todo sería paz y concordia en casa de Filipo, pensó Druso, sonriendo sin poderlo evitar.
Asumido conscientemente el hecho del descubrimiento, Druso se quedó tranquilo. Su madre tenía razón. La divulgación del juramento no tenía por qué afectar a lo que estaba haciendo; no afectaba más que a su amor propio. Si la gente optaba por pensar que lo hacía únicamente por atraerse tan inmensa clientela, ¿qué más daba? ¿Por qué tenía que esforzarse en hacerles creer que sus motivos eran totalmente altruistas? No sería romano renunciar a las ventajas personales, ¡y él era romano! Ahora veía claramente que en cualquier otro caso el conceder la ciudadanía a cien mil hombres habría suscitado gritos entre los senadores, los dirigentes de la plebe y seguramente entre la mayoría de las clases más bajas de Roma. Que nadie hubiese intuido las implicaciones hasta que Filipo hubo leído el juramento, era indicio de lo emocional e irracional que era la circunstancia, que había provocado una reacción tan visceral que obnubilaba los aspectos prácticos. ¿Cómo había podido pensar que la gente intuyese la lógica de lo que él pretendía, cuando su apreciación era tan emocional que ni siquiera habían pensado en la clientela? Si no veían lo de la clientela, era imposible que entendieran la lógica.
Se le cerraron los párpados y acabó por dormirse profunda y satisfactoriamente.
Cuando acudió a la Curia Hostilia al amanecer, Druso volvía a ser el mismo y estaba dispuesto a enfrentarse a los partidarios de Filipo y Cepio.
En su silla, Filipo, haciendo caso omiso de otros asuntos, incluida la aproximación de los marsos, abordó de inmediato los del juramento prestado por los itálicos.
–¿Es correcto el texto de lo que leía ayer, Marco Livio? – inquirió.
–Que yo sepa, Lucio Marcio, sí, pero nunca oí prestarlo ni lo había visto escrito.
–Pero te constaba.
Druso parpadeó y adoptó un aire de sorpresa.
–¡Naturalmente que me constaba, segundo cónsul! ¿Cómo va uno a ignorar algo tan ventajoso para su persona a la par que para Roma? Si hubieses sido tú el promotor de la emancipación general de Italia, ¿no te habría constado?
Era un ataque vengativo. Filipo, cogido por sorpresa, hizo una pausa antes de contestar.
–¡Nunca me sorprenderás recomendando nada para los itálicos que no sea unos buenos latigazos! – respondió con desdén.
–¡Pues peor para ti! – gritó Druso-. ¡Ya que hay que hacerlo, Vale la pena hacerlo a todos los niveles, padres conscriptos! ¡Rectificar una injusticia que persiste a lo largo de numerosas generaciones, haciendo que el país adquiera una hegemonía auténtica y deseable, abatir algunas de las barreras más Pavo rosas entre hombres de clases distintas, erradicar la amenaza inminente de guerra, ¡y digo inminente!, y contar con todos esos nuevos ciudadanos romanos vinculados por un juramento a Roma y a un romano! ¡Esto último es vitalmente importante, porque significa que cada uno de esos nuevos ciudadanos hallará una orientación genuinamente romana, significa que sabrán cómo votar y por quién votar, significa que serán encauzados para elegir a auténticos romanos en lugar de hombres de sus pueblos itálicos!
Era una argumentación a tener en cuenta; Druso lo notaba en los rostros de quienes le escuchaban con interés. Y todos escuchaban con interés. Conocía perfectamente el principal temor de sus colegas senadores: que una cifra abrumadora de nuevos ciudadanos romanos sumada a las treinta y cinco tribus mermara considerablemente el contenido romano de las elecciones, se traduciría en una pugna entre los itálicos en las elecciones a cónsul, a pretor, a edil, a tribuno de la plebe, a cuestor, significaría un importante acceso de itálicos al Senado, decididos a arrebatarles el control de la Cámara y ponerlo en manos de Italia. Eso sin tener en cuenta otras elecciones. Pero si esos nuevos romanos estaban vinculados por un juramento -y era un terrible juramento-, tanto a Roma como a un romano genuino el honor los obligaba a votar tal como se les indicara, como todo grupo de clientes.
–Los itálicos son hombres de honor, igual que nosotros -dijo Druso-. ¡Lo han demostrado por el simple hecho de haber prestado ese juramento! ¡A cambio del regalo de la ciudadanía, se avendrán a los deseos de los auténticos romanos! ¡De los genuinos romanos!
–¿Quieres decir que se avendrán a nuestros deseos? – inquirió Cepio cáustico-. ¡Y el resto de los romanos genuinos nos habremos asignado un dictador oficioso!
–¡Tonterías, Quinto Servilio! ¿Cuándo en mi conducta como tribuno de la plebe he mostrado algo que no sea conformidad a la voluntad del Senado? ¿Cuándo me he mostrado más preocupado por mi propio bien que por el bien del Senado? ¿Cuándo me he mostrado indiferente a las necesidades de todas las clases del pueblo de Roma? ¿Qué mejor patrón pueden tener los itálicos que yo, el hijo de mi padre, un auténtico romano, un hombre profunda y esencialmente conservador?
Druso se volvió de un lado de la Cámara hacia el otro con los brazos abiertos.
–¿A quién preferís como patrón de tantos nuevos ciudadanos, padres conscriptos? ¿A Marco Livio Druso o a Lucio Marcio Filipo? ¿A Marco Livio Druso o a Quinto Servilio Cepio? ¿A Marco Livio Druso o a Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis? ¡Más vale que os decidáis, miembros del Senado de Roma… porque los itálicos han de emanciparse! ¡Lo he jurado y lo haré! Habéis borrado mis leyes de las tablillas, habéis despojado a mi tribunado de la plebe de su propósito y sus logros. ¡Pero aún no ha concluido mi año de cargo, y me he granjeado honorablemente vuestro respeto por cómo os he tratado, colegas senadores! Pasado mañana plantearé mi propuesta de emancipación general de Italia a la Asamblea de la plebe, y se tratará el asunto contio tras contio, con la más religiosa corrección, con la debida atención a la ley y del modo más pacífico y ordenado. Pues, aparte de otros juramentos, os juro a todos vosotros que no concluirá mi tribunado de la plebe sin que la lex Livia quede inscrita en las tablillas… ¡Una ley que estipule que todos los hombres desde el Arnus al Rhegium, desde el Rubico al Vereium, desde el Toscano al Adriático sean plenos ciudadanos romanos! ¡Si los hombres de Italia me han prestado un juramento, yo les presto otro a ellos: que mientras esté en el cargo los veré emancipados! ¡Y creedme que lo haré, lo haré!
Era evidente que se los había ganado; todos lo notaban.
–Lo más asombroso de todo -comentó Antonio Orator- es que ahora les ha hecho pensar que la ciudadanía general es inevitable. Están acostumbrados a ver a los hombres ceder y Druso les ha hecho ceder a ellos, príncipe del Senado, te lo garantizo.
–Estoy de acuerdo -dijo Escauro, que parecía como iluminado-. ¿Sabes, Marco Antonio, que yo pensaba que nada del gobierno romano podía sorprenderme y que todo tenía un precedente, generalmente mejor? Pero este Marco Livio es único. Nunca se había visto nada igual en Roma. Y sospecho que no se volverá a ver.
Druso cumplió su palabra. Llevó al concilium plebis su propuesta de emancipación de toda Italia, marcado por un halo de indomabilidad que todos admiraron. Su fama había crecido y se había divulgado, y se hablaba de él en todos los estratos sociales. Por su firme conservadurismo, por su férrea determinación a hacer las cosas legalmente y como era debido, se había convertido en una especie de héroe. Toda Roma era esencialmente conservadora, incluido el censo por cabezas, capaz de seguir a un Saturnino pero incapaces de matar a sus mejores ciudadanos por un Saturnino. El mos maiorum -las tradiciones y costumbres heredadas de siglos- contaba siempre, incluso para el censo por cabezas. Y por fin había un hombre para quien el mos maiorum importaba tanto como la justicia. Marco Livio Druso comenzó a adquirir fama de semidiós, lo que a su vez hacía que la gente creyese que todas sus aspiraciones eran acertadas.
Desesperados, Filipo, Cepio, Catulo César y sus seguidores, con Metelo Pío el Meneítos indeciso en su órbita, vieron cómo Druso llevó a efecto las contiones durante la segunda mitad de octubre hasta primeros de noviembre. Al principio, las reuniones solían ser tormentosas, circunstancia que Druso sabía tratar magníficamente, concediendo la palabra a todos e incluso consintiendo que hablasen en coro, pero sin jamás sucumbir a la tiranía ni a la seducción de la multitud. Cuando una reunión subía demasiado de tono, la suspendía. Al principio, Cepio intentó desbaratar las asambleas por medio de la violencia, pero aquella manida técnica de las elecciones de nada sirvió con Druso, que parecía tener un instinto innato de cuándo iba a producirse el tumulto y suspendía una vez tras otra la asamblea antes de que sucediera.
Seis contiones, siete, ocho… Y todas cada vez más tranquilas y con una audiencia cada vez más conforme con la inevitabilidad de aquella ley. Incansablemente, Druso refutaba a sus adversarios con impecable gracia y dignidad, admirable buen humor y constante lógica. Ante aquellos razonamientos, sus enemigos parecían burdos, zafios, lerdos.
–Es la única manera -comentó a Escauro, príncipe del Senado, tras la octava contio, estando en la escalinata de la Cámara, desde donde Escauro había observado el desarrollo-. Lo que les falta a los políticos romanos nobles es paciencia. Afortunadamente es una cualidad que poseo en abundancia. Hago caso a todos los que acuden a escuchar, y eso les agrada. ¡Les agrado! He sido paciente con ellos y se han acostumbrado a creerme.
–Eres el primero que les gusta verdaderamente desde los tiempos de Cayo Mario -dijo Escauro, añorante.
–Y con motivo -replicó Druso-. Cayo Mario es otro en quien saben que pueden confiar. Les atrae por su loable sinceridad, su fuerza, su actitud de ser uno más igual que ellos en lugar de un noble romano. Yo no poseo esas ventajas naturales y no puedo dejar de ser lo que soy, un noble romano. Pero la paciencia ha ganado la partida, Marco Emilio. Han aprendido a confiar en mí.
–¿Crees realmente que ha llegado el momento de proceder a la votación?
–Si.
–¿Reúno a los demás? Podemos cenar en mí casa.
–Hoy más que nunca creo que debemos cenar en la mía -replicó Druso-. Mañana se juega mi destino, en un sentido o en otro.
Escauro se apresuró a ir en busca de Mario, Escévola y Antonio Orator. Al ver a Sila, le saludó también.
–Te invito de parte de Marco Livio a cenar en su casa, Lucio Cornelio. ¡Ven con nosotros! – añadió impulsivo al ver un aire de reserva en su rostro-. ¡Allí no habrá nadie que nos incordie!
–De acuerdo, Marco Emilio, iré -contestó Sila, cambiando de actitud y hasta sonriendo.
A principios de septiembre, los seis habrían tenido que caminar solos, pues, aunque Druso tenía muchos clientes, no era costumbre que éstos siguieran a su patrón a casa al concluir los asuntos del Foro. Era al amanecer cuando se reunían en casa del patrón. Sin embargo, aquel día de la octava contio, los partidarios de Druso en la zona de asambleas habían aumentado tanto, que él y sus cinco amigos nobles eran el núcleo de un animado grupo de unas doscientas personas; no había entre ellos hombres importantes ni ricos. Habían acudido gentes de la tercera y cuarta clases, y hasta del censo por cabezas, para admirar y tener el honor de conocer a aquel hombre resuelto, indomable e íntegro. Desde la segunda se habían ido congregando en número creciente para escoltarle hasta su casa, y aquel día lo hacían aún más animados por ser la víspera de las votaciones.
–Así que mañana se decide -comentó Sila a Druso por el camino.
–Si, Lucio Cornelio. Han aprendido a conocerme y a confiar en mi desde los caballeros con poder en la Asamblea plebeya hasta estas modestas personas que ahora nos rodean. Yo no veo motivo para retrasar más el voto. Estamos como en el fiel de la balanza: si he de triunfar, lo haré mañana.
–No cabe duda de que triunfarás, Marco Livio -terció Mario, satisfecho-. Yo seré el primero en votar a favor de tu ley.
El itinerario fue un corto paseo desde el bajo Foro hasta la escalinata de las Vestales, para girar a la derecha por el Clivus Victoriae hasta la casa de Druso.
–¡Pasad, pasad, amigos! – dijo Druso animando a la multitud-. Excusadme, id pasando al atrium. Lleva a los demás a mi despacho y aguardad allí -añadió en voz baja para Escauro-. No tardaré, pero es de cortesía dirigirme a ellos antes de despedirme.
Mientras Escauro y los otros cuatro nobles se encaminaban al despacho, Druso encabezó a su desordenada concurrencia hacia el jardín peristilo en dirección a la gran puerta doble del muro trasero, junto al extremo de la columnata. Atrás quedaba el atrium, una preciosa habitación policroma, aunque ya oscura pues se había puesto el sol. Estuvo un rato entre sus admiradores, bromeando y charlando, exhortándolos a votar debidamente al día siguiente, y ellos comenzaron a marcharse en grupos hasta que sólo quedaron unos cuantos. Caía el crepúsculo y en aquel momento en que aún no se habían encendido las lámparas, las sombras de los recesos detrás de los pilares y los nichos eran negras e impenetrables.
¡Qué bien! Ya se iban los pocos que quedaban. Uno de ellos le rozó bruscamente en la penumbra y Druso notó que se rasgaba el sinus de su toga y sentía un dolor punzante en la ingle; contuvo como pudo el grito que estuvo a punto de proferir, porque, aunque eran admiradores suyos, al fin y al cabo aquellos hombres eran desconocidos. Se apresuraban a salir, comentando lo rápido que había desaparecido la luz y deseosos de llegar a sus casas antes de que la noche convirtiese las calles de la ciudad en gargantas plagadas de peligros.
Medio obnubilado de dolor, Druso se apoyó en el umbral de la puerta que daba al jardín, con el brazo izquierdo alzado y entorpecido por los numerosos pliegues de la toga, mirando al portero, que en el otro extremo del peristilo hacía salir a los últimos; luego se volvió para dirigirse al despacho en el que aguardaban sus amigos. Pero en cuanto trató de dar un paso, aquel inexplicable y agudo dolor fue como un estallido. No pudo ahogar un grito que brotó de su interior como una cruel arpía. Algo caliente y viscoso le resbalaba por la pierna derecha. ¡Qué horror!
Cuando Escauro y los demás salieron en tropel del despacho, a Druso comenzaban a fallarle las piernas y se agarraba crispado la cadera derecha con una mano; la apartó, mirándola atónito, pues estaba llena de sangre. De su sangre. Cayó de rodillas y se derrumbó en el suelo como un muñeco y allí quedó tumbado con los ojos abiertos y la respiración entrecortada por el dolor.
Fue Mario y no Escauro quien se hizo cargo de la situación. Apartó de la cadera derecha los pliegues de la toga y apareció el mango de un puñal, clavado en la parte superior de la ingle. Misterio aclarado.
–Lucio Cornelio, Quinto Mucio, Marco Antonio, id a buscar cada uno un médico -dijo Mario resueltamente-. ¡Príncipe del Senado, que enciendan inmediatamente las lámparas! ¡Todas!
Druso volvió a gritar de improviso; fue una queja desgarradora y horrible que ascendió hasta el techo tachonado de estrellas del atríum y lo recorrió de viga en viga como un torpe murciélago. En aquel momento el atrium se llenó de esclavos corriendo y gritando, mientras Cratipo, el mayordomo, ayudaba a Escauro a encender las lámparas y Cornelia Escipionis irrumpía seguida de los seis niños, para arrodillarse junto a su hijo en aquel suelo ya encharcado de sangre.
–Un asesino -dijo Mario, lacónico.
–Tengo que avisar a su hermano -dijo la madre, poniéndose en pie, con la orla de la túnica teñida de sangre.
Nadie se fijaba en los niños, que se apretujaron a espaldas de Mario, mirando boquiabiertos la escena, el charco de sangre cada vez más grande, el rostro contorsionado de su tío y aquel objeto romo que le sobresalía del bajo vientre. Chillaba constantemente, a causa del dolor producido por la hemorragia interna que comprimía los principales nervios de la pierna, y a cada grito de agonía los niños se sobresaltaban, gimiendo acobardados, hasta que el pequeño Cepio pudo sobreponerse y abrazó a su hermanito Catón contra su pecho para que no viese aquella escena de agonía.
Sólo al regresar Cornelia Escipionis se percataron de la presencia de los niños, a quienes se obligó a salir, acompañados por la nodriza, llorando temblorosa; la madre volvió a arrodillarse, impotente, junto a su hijo moribundo.
En aquel momento apareció Sila, casi arrastrando a Apolodoro Siculo, a quien obligó de un empujón a que atendiese al herido.
–Este mentula sin corazón no quería interrumpir su cena -dijo.
–Hay que llevarle al lecho para que pueda examinarle -dictaminó el fisico griego al recobrar el resuello.
Mario, Sila, Cratipo y otros dos criados levantaron al encogido Druso del suelo y, dejando un gran reguero de sangre de la empapada toga, le condujeron a la gran cama en que él y Servilia Cepionis habían tratado inútilmente durante años de engendrar un hijo. La habitación era pequeña pero estaba clara como el día a causa de las muchas lámparas que habían traído.
Llegaban más médicos; Mario y Sila los dejaron a solas con Druso y se unieron a los demás en el atrium, desde donde se oía gritar a Druso sin cesar. Cuando entró Mamerco corriendo, Mario señaló hacia el dormitorio y se quedó quieto.
–No podemos irnos -dijo Escauro, de pronto, enormemente avejentado.
–No, no podemos -añadió Mario, sintiéndose muy viejo.
–Pues volvamos al despacho; así estorbaremos menos -dijo Sila, tembloroso por efecto de la inquietud y del esfuerzo de haber arrastrado al reticente galeno desde su casa.
–¡Por Júpiter, no acabo de creérmelo! – exclamó Antonio Orator.
–¿Habrá sido Cepio? – inquirió Escévola, tembloroso.
–Yo me inclinaría por Vario, ese canalla hispano -dijo Sila enseñando los dientes.
Se acomodaron en el despacho, evidenciándose su impotencia como hombres acostumbrados a dirigir, resonando aún en sus oídos los tremendos gritos del dormitorio. Pero no llevarían mucho rato allí, cuando vieron que Cornelia Escipionis hacia honor a los de su clan, pues a pesar del drama había dispuesto que un esclavo les sirviera vino y comida.
Cuando finalmente los médicos lograron extraer el puñal, vieron que era el arma ideal para el propósito que se perseguía, pues se trataba de una cuchilla de zapatero de hoja ancha y curvada.
–Se lo han retorcido completamente dentro de la herida -dijo Apolodoro Siculo a Mamerco, por encima de los impresionantes gemidos de Druso.
–¿Entonces? – inquirió Mamerco, sudoroso por el calor de las llamas de tantas lámparas e incapaz de apreciar las consecuencias de aquella herida.
–Todo está deshecho sin posibilidad de arreglo, Mamerco Emilio: vasos sanguíneos, nervios, vejiga y creo que hasta el intestino.
–¿Y no se le puede administrar algo para aliviar el dolor?
–Ya le he dado jarabe de amapolas, pero le haré beber más; aunque, desgraciadamente, no creo que sirva de mucho.
–¿Qué podríamos darle? – inquirió Mamerco.
–Nada.
–¿Queréis decir que mi hijo va a morir? – inquirió incrédula Cornelia Escipionis.
–Sí, domina -dijo el fisico con gesto digno-. Marco Livio sufre una hemorragia interna y externa que nosotros no podemos contener. Morirá sin remisión.
–¿Con esos dolores? ¿No pueden hacer algo? – preguntó la madre.
–En nuestra farmacopea la droga más eficaz es el jarabe de amapolas de Anatolia, domina. Si eso no los alivia, nada puede hacerse.
Toda la larga noche la pasó Druso en un continuo alarido. El eco de su agonía llegaba a todos los rincones de la magnífica mansión y a los oídos de los seis niños, apelotonados en el cuarto de juegos; el pequeño Catón seguía con la cabeza hundida entre los brazos de su hermano y todos lloraban y gemían, recordando la escena de tío Marco ensangrentado en tierra, una obsesión que mortificaba dramáticamente sus mentes infantiles.
–¡Estoy contigo y no te pasará nada! – exclamaba el pequeño Cepio, acunando con firmeza a su hermanito.
En el Clivus Victoriae la gente seguía congregándose hasta cubrir una zona de trescientos pasos en ambas direcciones; también allí se oían los lamentos de Druso, secundados por sollozos y gemidos no tan fuertes pero también dolorosos.
Dentro de la casa se había reunido el Senado en el atrium, aunque Cepio y Filipo habían adoptado la prudente decisión de no acudir. Y como advirtió Lucio Cornelio Sila, que asomó la cabeza por la puerta del despacho, tampoco estaba allí Quinto Vario. En aquel momento reparó en una sombra junto a la puerta que daba a la columnata y se dirigió cautelosamente hacia ella. Era una niña de unos trece o catorce años, morena y graciosa.
–¿Qué quieres? – la preguntó, situándose de pronto ante ella, iluminado por una lámpara a sus espaldas.
Ella contuvo un grito al ver aquella cabellera rojo-dorada; por un instante creyó ver al difunto Catón Saloniano. Sus ojos irradiaron odio y luego se apagaron.
–¿Y quién eres tú para preguntármelo? – replicó con gran altivez.
–Lucio Cornelio Sila. ¿Y tú?
–Servilia.
–Vuélvete a la cama, jovencita. Aquí no tienes por qué estar.
–Busco a mi padre.
–¿Quinto Servilio Cepio?
–¡Sí, sí, mi padre!
Sila se echó a reír sin consideración alguna por ella.
–¿Cómo iba a estar aquí, tonta, si media Roma sospecha que es el inductor del asesinato de Marco Livio?
A Servilia se le iluminaron los ojos de alegría.
–¿De verdad, de verdad que va a morirse?
–Sí.
–¡Qué bien! – exclamó con franca ferocidad, abriendo una puerta y desapareciendo.
Sila se encogió de hombros y regresó al despacho.
Poco después del amanecer entró Cratipo.
–Marco Emilio, Cayo Mario, Marco Antonio, Lucio Cornelio, Quinto Mucio, el amo os requiere.
Los gritos se reducían ya a unos esporádicos y atragantados gemidos; los que se hallaban en el despacho sabían lo que esto significaba y se apresuraron a seguir al mayordomo, cruzando por entre el grupo de senadores que aguardaban en el atrium.
Druso yacía moribundo, con la piel tan blanca como las sábanas y el rostro semejando una simple máscara en la que algún espíritu diabólico hubiera insertado un par de hermosos ojos oscuros, fulgurantes y vitales. A un lado del lecho estaba de pie Cornelia Escipionis, hierática e impávida, y al otro, Mamerco Emilio Lépido Liviano, hierático e impávido. Los médicos se habían ido.
–Amigos, debo dejaros -dijo Druso.
–Lo sabemos -dijo Escauro, afable.
–Mi obra quedará inconclusa.
–Cierto -comentó Mario.
–Para impedírmelo han tenido que hacer esto -añadió con un ahogado gemido de dolor.
–¿Quién ha sido? – inquirió Sila.
–Cualquiera de un grupo de siete hombres que no conocía. Gente corriente; de la tercera clase, diría yo. No del censo por cabezas.
–¿Habías recibido amenazas? – preguntó Escévola.
–Ninguna -contestó con un nuevo quejido.
–Encontraremos al asesino -dijo Antonio Orator.
–O a quien le pagó -añadió Sila.
Continuaron al pie del lecho en silencio para no agotar más el poco de vida que le restaba a Druso. Pero cuando estaba a punto de expirar, con la respiración muy debilitada y casi sin sentir el dolor, consiguió incorporarse y los miró con ojos obnubilados.
–Ecquandone? – preguntó con voz firme y recia-. Ecquandone similem ma civem habebit res publica? ¿Quién podrá socorrer a la república como yo?
Aquellos espléndidos ojos se velaron completamente, tornándose oro mate, y Druso exhaló su último suspiro.
–Nadie, Marco Livio Druso -contestó Sila-. Nadie.