–¡No puede hacer eso! Es absolutamente imprescindible que yo entre en Roma como cónsul legal, restablezca la paz, impida más derramamiento de sangre y trate de poner de nuevo en pie a la desgraciada Roma.
–Te deseo mucha suerte -dijo Sertorio secamente, levantándose-. Estaré en el Campo de Marte, Lucio Cinna, y procuraré quedarme allí. Mis hombres me secundarán en todo lo necesario y yo apoyo el restablecimiento del cónsul legalmente elegido, pero no ninguna facción encabezada por Cayo Mario.
–Sí, sobre todo, no te muevas del Campo de Marte. Pero te suplico que participes en las negociaciones que se tercien.
–No te preocupes, ese chasco no me lo perdería por nada -dijo Sertorio, dejándole, al tiempo que se limpiaba la mejilla izquierda. Sin embargo, al día siguiente, Mario levantó el campamento y dirigió sus legiones hacia las llanuras latinas. La muerte de Pompeyo Estrabón le había hecho recapacitar sobre el hecho de que tanta gente reunida en torno a la gran ciudad era causa de terribles enfermedades y pensó que era mejor que sus tropas gozaran del aire fresco y las aguas puras del campo, a la par que saqueaban el grano y las vituallas necesarias en los diversos graneros y granjas de la llanura; y se apoderó de Aricia, Bovillae, Lanuvium, Antium, Ficana y Laurentum, pese a que no ofrecieron resistencia.
Al enterarse de la marcha de Mario, Quinto Sertorio se preguntó si el verdadero motivo de la retirada no sería una maniobra preventiva para ponerse a salvo de Cinna. Porque Mario podía estar loco, pero no era tonto.
Estaban ya a fines de noviembre, y todos en los dos bandos -aunque más exacto habría sido decir en los tres bandos- sabían que el «auténtico» gobierno de Cneo Octavio Ruso estaba en las últimas. El ejército del difunto Pompeyo Estrabón se había negado de plano a aceptar el mando de Metelo Pío, dirigiéndose al puente Mulvianum a ofrecérselo a Cayo Mario; no a Lucio Cinna.
Ahora, sobre más de dieciocho mil personas pesaba la amenaza de la enfermedad, muchas de ellas en las filas de las legiones de Pompeyo Estrabón, y los graneros de Roma estaban vacíos. Viendo que se aproximaba el fin, Mario se dirigió con su guardia personal de cinco mil esclavos y antiguos esclavos al flanco sur del Janículo. Curiosamente, no traía el resto de su ejército; ni los samnitas, ni los itálicos, ni el resto de las tropas de Pompeyo Estrabón. ¿Para estar más seguro?, se preguntó Quinto Sertorio. Sí, parecía, efectivamente, que Mario dejaba el grueso de sus fuerzas en reserva.
El tercer día de diciembre, una delegación para parlamentar cruzaba el Tíber por los dos puentes que unían la isla del mismo nombre con tierra. La formaban Metelo Pío el Meneítos (que era quien la dirigía), el censor Publio Craso y los hermanos César. Al final del segundo puente los aguardaba Lucio Cinna. Y Cayo Mario.
–Saludos, Lucio Cinna -dijo Metelo Pío, ofendido al ver a Mario, sobre todo al ver que tenía por lugarteniente al canalla de Fimbria y los acompañaba un gigantesco germano luciendo una ostentosa armadura dorada.
–¿Te diriges a mí en mi condición de cónsul o de simple ciudadano, Quinto Cecilio? – replicó friamente Cinna.
Al decir esto Cinna, Mario se dirigió a él furioso, diciéndole entre gruñidos:
–¡Cobarde! ¡Imbécil sin voluntad!
–Como cónsul, Lucio Cinna -respondió Metelo Pío, tragando saliva.
Tras lo cual, Catulo César se volvió furioso contra el Meneitos y farfulló:
–¡Traidor!
–¡Ese hombre no es cónsul! ¡Es un sacrílego! – gritó el censor Craso.
–¡No necesita ser cónsul, es el vencedor! – vociferó Mario.
Tapándose los oídos con las manos para no oír los acalorados vituperios que se intercambiaban los presentes, con excepción de él y de Cinna, Metelo Pío giró sobre sus talones y, andando a grandes zancadas sobre los puentes, regresó a Roma.
Cuando contó lo sucedido a Octavio, él también le reconvino ásperamente.
–¿Cómo has osado admitir que era cónsul? ¡No lo es! Cinna es nefas! – exclamó furioso.
–Es cónsul, Cneo Octavio, y seguirá siéndolo hasta final de mes -replicó friamente el Meneitos.
–¡Vaya negociador que me has resultado! ¿Es que no te das cuenta de que lo peor que podemos hacer es reconocer que Lucio Cinna es cónsul? – exclamó Octavio, amenazándole con el dedo como el maestro al alumno.
–¡Pues ve tú, que sabes hacerlo mejor! – replicó Metelo Pío fuera de sus casillas-. ¡Y a mí no me amenaces con el dedo! ¡Soy Cecilio Metelo, y ni el mismo Rómulo me amenaza con el dedo! Te parezca bien o no, Lucio Cinna es cónsul, ¡y si vuelvo y me pregunta otra vez lo mismo, contestaré igual!
El flamen dialis y cónsul sufecto Merula, que se hallaba muy descontento e incómodo desde el primer día en que había ocupado la silla curul, se adelantó a encararse con su colega Octavio y el indignado Metelo Pío, con toda la dignidad de que era capaz.
–Cneo Octavio, tengo que dimitir de mi cargo de cónsul suffectus -dijo pausadamente-. No está bien que el sacerdote de Júpiter sea magistrado curul. Aunque pertenezca al Senado, no debe tener imperium.
Mudos, todos los presentes vieron cómo Merula abandonaba el bajo Foro -donde tenía lugar la escena- y tomaba Via Sacra arriba en dirección al domus publicus en que residía.
Catulo César miró a Metelo Pío.
–Quinto Cecilio, ¿tomas el mando militar de todas las tropas? – inquirió-. Si hacemos oficial el nombramiento, quizá las tropas y la ciudad recobren su vigor.
Pero Metelo Pío meneó enérgicamente la cabeza.
–No, Quinto Lutacio, no lo asumo. Nuestros hombres y nuestra ciudad ya no tienen ánimo para nada, agobiados por el hambre y las enfermedades. Y, aunque lo digo con pena, tampoco saben quién tiene la razón. Espero que ninguno de nosotros queramos otra batalla en las calles de Roma… Basta con un Lucio Sila. ¡Tenemos que llegar a un acuerdo! Pero con Lucio Cinna, no con Cayo Mario.
Octavio miró de hito en hito a los de la delegación, se encogió de hombros y lanzó un suspiro.
–Bien, de acuerdo, Quinto Cecilio. Vuelve y trata con Lucio Cinna.
Y allá volvió el Meneitos, acompañado esta vez por Catulo César y su hijo Catulo. Era ya el quinto día de diciembre.
Esta vez los recibieron con mayor solemnidad. Cinna había dispuesto un tribunal que presidía en su silla curul, para que los parlamentarios tuvieran que estar sentados abajo y obligados a alzar la vista. Bajo el dosel, de pie, le acompañaba Cayo Mario.
–Antes que nada, Quinto Cecilio -dijo Cinna con potente voz-, te doy la bienvenida. Y luego quiero que sepas que Mario está aquí únicamente como observador. Sabe que es un privatus y que no puede participar en las negociaciones.
–Te doy las gracias, Lucio Cinna -contestó el Meneítos con el mismo formalismo-, y quiero decirte que únicamente estoy autorizado a tratar contigo, no con Cayo Mario. ¿Cuáles son tus condiciones?
–Entrar en Roma como cónsul.
–Acordado. El flamen dialis ya ha dimitido.
–No se tolerará ninguna represalia.
–Así se hará -asintió Metelo Pío.
–A los nuevos ciudadanos de Italia y la Galia itálica se les concederá acceso a las treinta y cinco tribus.
–Aceptado.
–A los esclavos que hayan abandonado a sus amos romanos para alistarse en mis ejércitos se les concederá la libertad y plena ciudadanía -añadió Cinna.
–¡Imposible! – exclamó el Meneítos, turbado-. ¡Imposible!
–Es una condición, Quinto Cecilio -insistió Cinna-, y debéis aceptarla con el resto.
–¡Jamás consentiré en manumitir y conceder la ciudadanía a esclavos que abandonaron a sus amos legales!
–¿Puedo hablar contigo a solas, Quinto Cecilio? – terció Catulo César, aproximándose a él.
Catulo César y su hijo tardaron un buen rato en convencer al Meneítos de que había que aceptar semejante condición, y al final Metelo Pío cedió únicamente porque vio que Cinna también se mostraba irreductible, aunque no sabía muy bien si lo hacía por iniciativa propia o era por influencia de Mario. En las tropas de Cinna había pocos esclavos, mientras que, según sus informes, en las filas de Mario eran mayoría.
–De acuerdo, acepto esa estupidez de los esclavos -dijo el Meneitos con poca convicción-. Pero hay un punto en el que tengo que imponer condiciones.
–¿Ah, si? – dijo Cinna.
–No ha de haber un baño de sangre -añadió el Meneitos muy resuelto-. Nada de proscriciones, destierros, juicios por traición, ni ejecuciones. En este enfrentamiento todos hemos actuado conforme a nuestros principios y convicciones, y nadie debe ser castigado por defender sus principios y convicciones, por muy repulsivos que puedan parecer. Esto va tanto para tus seguidores, Lucio Cinna, como para los partidarios de Cneo Octavio.
–De acuerdo contigo de todo corazón, Quinto Cecilio -contestó Cinna, asintiendo con la cabeza-. No debe haber venganzas.
–¿Lo juras? – inquirió el Meneitos, malicioso.
–No puedo, Quinto Cecilio -respondió ruborizado Cinna, moviendo la cabeza-. Lo más que puedo garantizarte es que haré personalmente todo lo posible porque no haya julcios por traición, baño de sangre ni confiscación de propiedades.
Metelo Pío desvió levemente la cabeza para mirar de frente al silencioso Cayo Mario.
–¿Quieres decir, Lucio Cinna, que tú, ¡el cónsul!, eres incapaz de controlar a los de tu bando?
–Puedo controlarlos -respondió Cinna con firmeza, después de dudar un instante.
–Entonces, ¿lo juras?
–No, no lo juro -insistió Cinna con gran dignidad y enrojeciendo de turbación; se levantó de la silla para dar a entender que la entrevista había concluido, para después acompañar a Metelo Pío hasta el puente de la isla del Tíber. Hubo un momento en que se vieron solos-. Quinto Cecilio -añadió inquieto-, puedo controlar a mis partidarios, pero, de todos modos, preferiría que Cneo Octavio no estuviese en el Foro, que no le viera nadie… Por si acaso. Es una remota posibilidad. ¡Puedo controlar a mis partidarios! Pero es preferible que Cneo Octavio no se deje ver. ¡Díselo!
–Lo haré -contestó el Meneitos.
Mario se puso a su altura con una carrerilla renqueante, deseoso de interrumpir aquel diálogo en privado. Había en él algo nuevo de siniestro cariz simiesco y se le notaba menos aquel aire temible de poder que siempre había irradiado, incluso en la época en que el padre del Meneitos había sido comandante suyo en Numidia y Metelo Pío un simple cadete.
–¿Cuándo pensáis tú y Cayo Mario entrar en la ciudad? – inquirió Catulo César a Cinna cuando ya los dos grupos estaban a punto de despedirse.
Antes de que Cinna pudiese contestar, Cayo Mario rompió su silencio con un bufido de desprecio.
–Lucio Cinna puede entrar en la ciudad, como cónsul legal que es, cuando quiera. Pero yo permaneceré aquí con el ejército hasta que las acusaciones contra mi y mis amigos hayan sido legalmente anuladas.
Cinna apenas esperó a que Metelo Pío y su séquito comenzaran a cruzar el puente de la isla del Tíber para preguntar secamente a Mario:
–¿Qué es eso de que te quedas con el ejército hasta que tus cargos hayan sido anulados?
El viejo se le quedó mirando con aire más inhumano que humano; un monstruo como Mormolice o Lamia, que sonreía con ojos relucientes, velados en parte por la maraña de sus cejas, más espesas que antaño porque había adoptado la costumbre de arrancárselas.
–¡Mi querido Lucio Cinna, es a Cayo Mario a quien sigue el ejército, no a ti! De no ser por mí, la tropa se habría pasado al otro bando y habría vencido Octavio. ¡Piénsalo! Si entro en la ciudad figurando aun en las tablillas como proscrito bajo sentencia de muerte, ¿qué os impediría a ti y a Octavio limar vuestras diferencias ejecutando la sentencia? ¡Menuda ruina sería para mí! Ahí estaría yo, un simple privatus, aguardando humildemente a que los cónsules y el Senado, ¡un organismo al que ya no pertenezco!, me absolviesen de delitos inexistentes. Vamos a ver: ¿tú crees que es una bonita situación para Cayo Mario? – añadió, dándole una paternalista palmada en el hombro-. ¡No, Lucio Cinna, disfruta tú solito de ese momento de gloria y entra en Roma! Yo me quedo donde estoy. Con mi ejército, que no el tuyo.
–¿Quieres decir que utilizarías el ejército… mi ejército, contra mi, el cónsul legal? – inquirió Cinna rebulléndose nervioso.
–Anímate, que no llegaré a tanto -contestó Mario riendo-. Digamos más bien que el ejército tiene sumo interés en ver que Cayo Mario recibe lo que merece.
–¿Y qué es exactamente lo que Cayo Mario merece?
–En las calendas de enero seré el nuevo primer cónsul. Y tú, naturalmente, mi colega.
–¡Yo no puedo ser cónsul otra vez! – musitó Cinna aterrado.
–¡Bobadas! ¡Claro que puedes! ¡Y ahora, vete! – replicó Mario, en el mismo tono que habría empleado con un niño inoportuno.
Cinna fue a ver a Sertorio y a Carbón, que habían asistido a las negociaciones, y les contó lo que acababa de decirle Mario.
–Ahora no digas que no te lo advertí -dijo Sertorio muy serio.
–¿Qué podemos hacer? – gimió Cinna, desesperado-. ¡Tiene razón; el ejército está con él!
–Mis dos legiones, no -replicó Sertorio.
–Insuficientes para oponérsele -dijo Carbón.
–¿Qué podemos hacer? – volvió a gemir Cinna.
–De momento, nada. Deja que el viejo se salga con la suya y sea cónsul por séptima vez -dijo Carbón, apretando los dientes-. Ya nos encargaremos de él cuando tengamos Roma.
Sertorio no hizo ningún comentario más; estaba muy ensimismado pensando en qué actitud adoptar. Todos ellos eran en cierto modo más ruines, más perversos, más viles, más egoístas y más codiciosos. Se les había contagiado de Cayo Mario y se lo contagiaban entre sí. En cuanto a mí, se dijo, no sé si voy a participar en esta sórdida e incalificable conspiración por el poder. Roma es soberana, pero por culpa de Lucio Cornelio Sila hay quienes creen que pueden ser soberanos por encima de Roma.
Cuando Metelo Pío comunicó sucintamente el consejo de Cinna para que Octavio no se hiciera ver, todos comprendieron lo que se avecinaba. Fue una de las pocas reuniones a las que asistió Escévola, pontífice máximo, y todos notaron que se retiraba a un segundo plano, tratando de no tomar parte en los acontecimientos. Probablemente, pensó Metelo Pío, porque vislumbraba la victoria de Cayo Mario y su hija seguía estando prometida a Mario hijo.
–Bueno -dijo Catulo César con un suspiro-, sugiero que todos los jóvenes abandonen Roma antes de que entre Lucio Cinna. Necesitaremos a todos los jóvenes boni en el futuro… esos horrendos personajes de Cinna y Mario no durarán eternamente, y algún día regresará Lucio Sila. – Hizo una pausa-. Yo creo que es preferible que los viejos nos quedemos en Roma corriendo el riesgo. Yo, desde luego, no tengo ningunas ganas de vivir la epopeya de Cayo Mario, aunque me garantizasen que no tendría que pasar por el incidente de las marismas de Liris.
–¿Tú qué dices? – inquirió el Meneítos, mirando a Mamerco.
–Yo creo -contestó éste reflexivo- que tú debes marcharte, Quinto Cecilio; de verdad. Yo, de momento, me quedo. No soy un personaje tan importante.
–Muy bien, me voy -dijo Metelo Pío decidido.
–Y yo -terció el primer cónsul Octavio con fuerte voz.
Todos se volvieron sorprendidos hacia él.
–Me sentaré en la presidencia de un tribunal en la guarnición del Janículo -añadió Octavio- a esperar acontecimientos. Así, si deciden derramar mi sangre, no profanarán las piedras de Roma.
Nadie osó oponérsele. Era la consecuencia inevitable del Día de Octavio.
Al día siguiente al amanecer, Lucio Cornelio Cinna, con la toga praetexta y precedido de los doce lictores, entraba en Roma a pie, cruzando los puentes que unían ambas orillas del Tíber con la isla del centro.
Pero Cayo Marcio Censorino, al enterarse de dónde había ido Cneo Octavio Ruso, por una confidencia de un amigo que tenía en la ciudad, reunió una tropa de caballería númida y se encaminó a la fortaleza del Janículo. Nadie había autorizado aquella iniciativa y lo cierto es que nadie estaba al corriente, y menos aún Cinna. Que Censorino asumiese la responsabilidad de lo que pensaba hacer, era culpa de Cinna; porque sus oficiales más intransigentes habían llegado a la conclusión de que al entrar en la ciudad se sometería a hombres como Catulo César y Escévola, pontífice máximo, y así toda la campaña para recuperar su autoridad en Roma no habría sido más que una insípida maniobra. Pero Octavio, al menos, no escaparía, se juró Censorino.
Hallando franca la entrada a la fortaleza (Octavio había despedido a la guardia), Censorino cruzó la empalizada exterior con sus quinientos jinetes.
Y allí encontró sentado, en el tribunal de la ciudadela, a Cneo Octavio Ruso, negando tercamente con la cabeza a las súplicas de su lictor principal para que huyese. Al oir el ruido de cascos, Octavio se volvió y adoptó una actitud digna en su silla curul, mientras sus lictores empalidecían.
Cayo Marcio Censorino, prescindiendo de los palafreneros, desmontó espada en mano, subió a zancadas los peldaños del tribunal, se fue despacio hasta Octavio, le agarró del pelo con la mano izquierda y de un fuerte tirón derribó a sus pies al primer cónsul, que no opuso resistencia. Mientras los lictores, aterrados, se miraban impotentes, Censorino alzó la espada con ambas manos y la descargó con todas sus fuerzas sobre el cuello de Octavio.
Dos soldados recogieron la sangrante cabeza, de expresión curiosamente tranquila, y la clavaron en una lanza, que enarboló el propio Censorino, mientras ordenaba al escuadrón regresar a la llanura del Vaticano, pues había una orden concreta que no pensaba desobedecer: el edicto de Cinna prohibía a toda clase de tropa cruzar el pomerium. Entregó la espada, el casco y la coraza a su ayudante, montó en el caballo con cota de cuero y se dirigió al Foro, esgrimiendo la lanza. Sin decir palabra, la alzó todo lo que pudo para mostrar al sorprendido Cinna la cabeza de Octavio.
La primera reacción del cónsul fue de terror, pero se sobrepuso y extendió los brazos con las palmas por delante, rechazando el horripilante obsequio. Luego pensó en Mario, que aguardaba al otro lado del río, y en todas las miradas fijas en él y en su conocido lugarteniente Censorino. Lanzó un profundo sollozo, cerró los ojos, afligido, y se dispuso a hacer frente a las consecuencias de su marcha sobre Roma.
–Expónla en los rostra -dijo a Censorino-. ¡Éste es el único acto de violencia que apruebo! – gritó a continuación volviéndose hacia la multitud silenciosa-. Prometí que Cneo Octavio Ruso no viviría para verme recuperar mi cargo de cónsul. ¡Fue él, junto con Lucio Sila, quien dio comienzo a esta costumbre! Ellos pusieron la cabeza de mi amigo Publio Sulpicio donde está ésa ahora. ¡Es de rigor que Octavio prosiga la costumbre, igual que Lucio Sila cuando regrese! ¡Mirad bien a Cneo Octavio, pueblo de Roma! Mirad bien la cabeza de quien acarreó todo este dolor, hambre y sufrimiento matando en el Campo de Marte a más de seis mil ciudadanos que estaban legalmente reunidos en asamblea. ¡Roma ha quedado vengada! ¡No habrá más sangre! ¡Y la sangre de Cneo Octavio no ha sido derramada dentro del pomerium!
No era del todo exacto, pero quedaba bien.
En el plazo de una semana, las leyes de Lucio Cornelio Sila habían dejado de existir. Sombra de lo que había sido, la asamblea centuriada siguió el ejemplo de Sila y legisló una promulgación de las leyes más rápida de lo que permitía la lex Caecilia Didia prima. Una vez recuperados sus poderes tradicionales, la Asamblea plebeya se reunió para elegir nuevos tribunos de la plebe, pues el mandato de los antiguos hacía tiempo que había expirado. A ello siguió una avalancha legislativa: los ciudadanos itálicos y de la Galia itálica, aunque no los libertos de Roma, fueron distribuidos entre las treinta y cinco tribus sin ninguna excepción ni cláusula limitativa; Cinna había decidido no arriesgarse: quedaron distribuidos entre las treinta y cinco tribus sin reservas ni estipulaciones especiales; Cayo Mario y los demás proscritos recuperaron sus cargos y propiedades; a Cayo Mario se le concedió un imperium proconsular; se abolieron las dos nuevas tribus de Pisón Frugi; todos los desterrados en virtud de la primera comisión variana fueron rehabilitados y, lo que era aún más importante, a Cayo Mario se le concedió el mando de la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto y sus aliados.
Las elecciones de los ediles plebeyos se celebraron en la Asamblea plebeya, tras lo cual se convocó la asamblea de todo el pueblo para elegir ediles curules, cuestores y tribunos de los soldados. Aunque ya pasaban tres o cuatro años de los treinta, Cayo Flavio Fimbria, Publio Annio y Cayo Marcio Censorino fueron elegidos cuestores e ingresaron acto seguido en el Senado, sin que ningún censor considerase prudente protestar.
En olor de extrema santidad, Cinna ordenó a las centurias que se reunieran para elegir magistrados curules; convocó la asamblea en el Aventino, fuera del pomerium, ya que Sertorio seguía acampado con dos legiones en el Campo de Marte. Fue una triste asamblea de apenas seiscientos miembros de las clases, la mayoría senadores y caballeros ancianos, que sumisamente votaron a los dos únicos candidatos: Lucio Cornelio Cinna y Cayo Mario, in absentia. Se habían guardado las formas y la elección fue legal. Cayo Mario volvía a ser cónsul de Roma por séptima vez y por cuarta vez in absentía. Se había cumplido la profecía.
No obstante, Cinna tuvo su pequeño desquite. A él le eligieron primer cónsul, por delante de Mario. Luego, se celebraron las elecciones a pretores. Sólo había seis nombres para ocupar los seis cargos, pero volvieron a guardarse las formas y el voto fue legal. Roma contaba con el debido elenco de magistrados aunque hubiese habido escasez de candidatos. Ahora Cinna podía dedicarse a rectificar los daños de los últimos meses, daños que Roma difícilmente podía soportar después de la prolongada guerra contra los itálicos y la pérdida de Oriente.
Como un animal acorralado, la ciudad permaneció tranquila y alerta durante el resto de diciembre, mientras los ejércitos que la rodeaban cambiaban de terreno y se reestructuraban. Las fuerzas samnitas regresaron a Aesernia y Nola, y esta ciudad volvió a cerrar sus puertas, pues Cayo Mario había alegremente dado permiso a Apio Claudio Pulcher para que regresase con su vieja legión a asediarla de nuevo. Aunque Sertorio tenía su legión, convenció a sus hombres para que volvieran con un comandante al que despreciaban, y la vio emprender camino hacia Campania sin lamentarlo. Muchos de los veteranos que se habían alistado para servir con su antiguo general, regresaban también a sus casas, incluidas las dos cohortes que habían zarpado de Cercina con Mario al saber que Cinna pasaba a la acción.
Reducido a una legión, Sertorio permaneció en el Campo de Marte como un gato que se hace el dormido, manteniéndose apartado de Cayo Mario, que había decidido conservar su guardia personal de cinco mil esclavos y antiguos esclavos. ¿Qué te traes entre manos, viejo canalla?, se preguntaba Sertorio. Has espantado deliberadamente a todos los buenos elementos y te has quedado con los que son capaces de secundarte en cualquier atrocidad.
Cayo Mario entró finalmente en Roma el día de año nuevo como cónsul legalmente elegido, montado en un caballo blanco, con la toga bordada de púrpura y una corona de roble. A su lado cabalgaba el gigantesco esclavo cimbro Burgundus con una magnífica coraza dorada y una espada, montado en un caballo bastema tan grande, que sus cascos eran como cubos. Tras él caminaban cinco mil esclavos y antiguos esclavos, todos con cota de cuero y espada; no eran auténticos soldados, pero tampoco paisanos.
¡Cónsul siete veces! Se había cumplido la profecía. Era el único pensamiento que bullía en la cabeza de Mario mientras cabalgaba entre dos murallas de gentío que le aclamaba llorando. ¿Qué más daba que fuese primer o segundo cónsul, si la gente le recibía tan entusiasmada y ciega? ¿No les daba igual que entrara montado a caballo en lugar de a pie? ¿No les daba igual que llegara del otro lado del Tíber en vez de hacerlo desde su propia casa? ¿No les daba igual que no hubiese pasado la noche observando los presagios en el templo de Júpiter Optimus Maximus? ¡Les importaba un bledo! Era Cayo Mario, y lo que para otros inferiores era obligación, no rezaba para Cayo Mario.
Avanzando inexorablemente hacia su destino, llegó al bajo Foro y allí se encontró con Lucio Cornelio Cinna que le aguardaba, encabezando un séquito de senadores y muy pocos caballeros de edad. Burgundus le bajó del blanquísimo caballo sin dificultad, arregló los pliegues de su toga y cuando su amo se situó delante de Cinna, él siguió a su lado.
–¡Vamos, Lucio Cinna, acabemos pronto! – dijo Mario en voz alta, iniciando la marcha-. ¡Yo ya lo he hecho seis veces y tú una, no lo convirtamos en un desfile triunfal!
–¡Un momento! – exclamó el pretor Quinto Ancario, saliendo de las filas de los togados con adorno púrpura que iban detrás de Cinna y plantándose decidido ante Cayo Mario-. Cónsules, no guardáis el orden debido. Cayo Mario, tú eres segundo cónsul y tienes que ir detrás de Lucio Cinna, no delante. Y te pido que hagas salir a esa bestia bárbara de este solemne cortejo camino del templo del Gran Dios y que ordenes a tu guardia personal que salga de la ciudad o que prescinda de la espada.
Por un instante pareció que Mario fuese a golpear a Ancario o a ordenar a su gigante germano que lo apartase, pero el anciano se encogió de hombros y se colocó detrás de Cinna, aunque siempre con el gigante a su lado y sin que diese orden a su guardia de retirarse.
–Respecto a lo primero, Quinto Ancario, la ley te ampara -replicó Mario, furioso-, pero en lo segundo y lo tercero no voy a ceder. Estos últimos años mi vida ha corrido grave peligro y estoy impedido. Por lo tanto, mi esclavo permanecerá a mi lado. Y mi guardia se quedará en el Foro para escoltarme una vez finalice la ceremonia.
Quinto Ancario iba a negarse, pero finalmente asintió con la cabeza y regresó a su lugar. Pretor el mismo año en que Sila había sido cónsul, él era uno de los adversarios más irreductibles de Mario y se mostraba ufano de ello. Ni atado habría consentido que Mario desfilase delante de Cinna, y menos cuando advirtió que éste estaba dispuesto a encajar tan descomunal ofensa. Que hubiese regresado a su sitio se debió a la suplicante mirada que le dirigió Cinna; pero estaba indignado. ¿Por qué tenía él que asumir el partido de los débiles? ¡Ah, concluye esa guerra y vuelve pronto, Lucio Sila!, clamó Ancario para sus adentros.
Los apenas cien caballeros que encabezaban el cortejo habían echado a andar en el primer momento en que Mario había instado a Cinna a hacerlo y estaban ya a la altura del templo de Saturno sin darse cuenta de que los dos cónsules y el Senado seguían parados, al parecer discutiendo. Así, el inicio de la procesión hasta el templo del Gran Dios en el Capitolio fue tan desorganizado como malhadado. Nadie, ni siquiera Cinna, había tenido el valor de decir que Mario no había pasado la noche en vela tal como estaban obligados a hacer los cónsules recién elegidos; y Cinna tampoco había comentado a nadie la forma negrísima de un ser palmeado y con garras que había visto volar en el cielo durante su vigilia.
Nunca se había efectuado una ceremonia inaugural de año nuevo tan rápida: ni siquiera aquella famosa en la que Mario había decidido acudir ataviado de general triunfante. Al cabo de menos de cuatro horas diurnas todo había concluido: sacrificios, la reunión del Senado en el templo del Gran Dios y la fiesta que seguía. Ni nunca los asistentes habían tenido tantas ganas de marcharse inmediatamente. A medida que el cortejo descendía del Capitolio, todos vieron la cabeza de Cneo Octavio Ruso pudriéndose en la lanza sobre la tribuna de los rostra, comida por los pájaros y vuelta de cara al templo de Júpiter Optimus Maximus con las cuencas de los ojos vacías. Temible presagio. ¡Temible!
Al salir del paseo, entre el templo de Saturno y la cuesta del Capitolio, Cayo Mario divisó a Quinto Ancario delante de él y se apresuró a darle alcance. Al agarrarle del brazo, el ex pretor se volvió sorprendido, sorpresa que se tornó repugnancia al ver quién era.
–Burgundus, tu espada -dijo Mario, muy tranquilo.
Antes de que hubiera terminado la frase tenía la espada en la mano derecha; la esgrimió en rápido gesto de arriba a abajo y Quinto Ancario cayo muerto con la cara abierta desde la frente a la barbilla.
Nadie hizo el menor gesto de protesta, y una vez repuestos de la impresión, senadores y caballeros se dispersaron a toda prisa, pero la legión de esclavos y antiguos esclavos de Mario, que permanecía en el bajo Foro, fue en su persecución al primer gesto del anciano.
–¡Hacedles lo que queráis a esos cunni, muchachos! – bramó Mario, sonriendo como un bendito-. ¡Unicamente procurad distinguir entre mis amigos y mis enemigos!
Horrorizado, Cinna contemplaba cómo su mundo se venía abajo, impotente para intervenir. Sus soldados estaban camino de sus casas o acampados en la llanura del Vaticano. Los «bardiotas» de la guardia personal de Mario, como él llamaba a los esclavos partidarios suyos porque muchos de ellos procedían de aquella tribu dálmata de ilíricos, eran dueños de Roma. Y conscientes de ello, trataron a la ciudad más cruelmente que un beodo enloquecido a la mujer que detesta. Degollaron a gente sin motivo, entraron en las casas a robar, violaron a las mujeres y asesinaron a los niños. Actos, casi todos, absurdos y gratuitos, pero hubo casos de gente a quien Mario ansiaba ver muerta, o había fingido desearlo, en que los bardiotas no se anduvieron con distingos.
El resto de la jornada y hasta bien entrada la noche toda Roma fue gritos y aullidos, y muchos murieron o desearon morir. En algunos lugares, grandes llamas se elevaron al cielo y los gritos se convirtieron en estridentes chillidos de locura.
Publio Annio, que detestaba a Antonio Orator más que a nadie, fue con una tropa de caballería a Asculum, en donde los Antonios tenían una finca, y se complació en darle caza y matarle, para llevar la cabeza a Roma con gran júbilo y colocarla en los rostra.
Fimbria optó por ir con su escuadrón de caballería al Palatino, buscando en primer lugar al censor Publio Licinio Craso y a su hijo Lucio. Fue al hijo a quien descubrió cuando huía por una estrecha calle camino de su casa; espoleó al caballo, le dio alcance e, inclinándose, le clavó la espada en la espalda. El padre, qué asistía impotente a la escena, para no correr la misma suerte sacó un puñal de los pliegues de la toga y se suicidó. Afortunadamente, Fimbria no sabía qué puerta de aquella estrecha calle sin ventanas era la de los Licinios Crasos, y el tercer hijo, Marco, que aún no tenía edad para ser senador, se salvó.
Dejando que sus hombres decapitasen a Publio y Lucio Craso, Fimbria, al mando de una patrulla, fue en busca de los hermanos César. A dos de ellos -Lucio Julio y su hermano menor César Estrabón- los encontró en una de sus casas. Las cabezas, desde luego, las reservó para los rostra, pero el cuerpo de César Estrabón lo arrastró hasta la tumba de Quinto Vario y allí volvió a «matarlo» como ofrenda al hombre que César Estrabón había perseguido y a quien tan lenta y dolorosamente había quitado la vida. Después fue a buscar al hermano mayor, Catulo César, pero se tropezó con un mensajero de Mario antes de dar con su presa, y se le comunicó que a Catulo César no lo tocara para que pudiera ser juzgado.
Las primeras luces de la mañana siguiente bañaron una tribuna de los rostra erizada de lanzas con cabezas: Ancario, Antonio Orator, Publio y Lucio Craso, Lucio César, César Estrabón, el anciano Escévola Augur, Cayo Atilio Serrano, Publio Cornelio Léntulo, Cayo Nemetorio, Cayo Baebio y Octavio. Las calles estaban llenas de cadáveres y un montón de cabezas anodinas llenaba el rincón que formaba el templete de Venus Cloacina con la basílica Emilia. Roma apestaba a sangre coagulada.
Insensible a todo, menos a llevar a cabo su venganza, Mario caminó hasta la hondonada de asambleas para oír a su nuevo electo tribuno de la plebe, Publio Popilio Laenas, convocar la Asamblea plebeya. Naturalmente, no acudió nadie, pero el acto prosiguió cuando los bardiotas se distribuyeron entre las tribus rurales en virtud de su recién estrenada ciudadanía. Quinto Lutacio Catulo César y Lucio Cornelio Merula, flamen díalís, fueron acusados de traición.
–Yo no aguardaré al veredicto -dijo Catulo César, con los ojos enrojecidos de llorar por la suerte de sus hermanos y muchos de sus amigos.
Se lo decía a Mamerco, a quien había llamado urgentemente a su casa.
–¡Recoge a la esposa e hija de Lucio Cornelio Sila y huye en seguida, Mamerco, te lo suplico! El próximo a quien condenen será Lucio Sila y todos los que estén remotamente vinculados a él morirán, y aún peor en el caso de Dalmática y de tu mujer, Cornelia Sila.
–Había pensado quedarme -dijo Mamerco con aire agotado-. Roma necesitará hombres que hayan permanecido al margen de este horror, Quinto Lutacio.
–Si, los necesitará, pero no los hallará entre los que se queden, Mamerco. Yo no pienso vivir un momento más de lo debido, así que prométeme que recogerás a Dalmática, a Cornelia Sila y a los niños y los llevarás a Grecia contigo. Después podré hacer lo que deba hacer.
Mamerco le dio su promesa, apesadumbrado, y aquel día hizo cuanto pudo por salvar los bienes muebles y monetarios de Sila, Escauro, Druso, los Servilios Cepionis, Dalmática, Cornelia Sila y los propios. Al anochecer, con las mujeres y los niños, cruzaba la puerta Sanqualis, la menos frecuentada de Roma, y tomaba por la Via Salaria, por parecerle un camino más seguro que en dirección sur a Brundisium.
En cuanto a Catulo César, envió unas breves notas al flamen dialis Merula y al pontífice máximo Escévola. Luego mandó a los esclavos encender todos los braseros de la casa y colocarlos en los aposentos principales de invitados, cuyas paredes recién enyesadas despedían un fuerte olor a cal. Después de tapar todas las ranuras y aberturas con trapos, se sentó en una silla cómoda y abrió un rollo que contenía los últimos libros de la Ilíada, su obra literaria predilecta. Cuando los hombres de Mario echaron abajo la puerta, le encontraron erguido en su asiento, en actitud natural, con el rollo desplegado sobre el regazo. La habitación estaba llena de nocivas emanaciones, y el cadáver de Catulo César estaba ya frío.
Lucio Cornelio Merula no llegó a leer la nota de Catulo César, porque le hallaron muerto. Después de colocar respetuosamente su apex y su laena bien dobladas a los pies de la estatua del Gran Dios en el templo, Merula se fue a casa, se sumergió en una bañera de agua caliente y se abrió las venas con un cuchillo de hueso.
El pontífice máximo Escévola sí que leyó su nota.
Ya sé, Quinto Mucio, que has optado por unir tu suerte a Lucio Cinna y Cayo Mario. Y puedo incluso comprenderlo. Tu hija está prometida al hijo de Mario y es una fortuna demasiado importante para rechazarla. Pero cometes un error. Cayo Mario ha perdido el seso, y los que le siguen son poco menos que bárbaros. Y no me refiero a sus esclavos. Me refiero a hombres como Fimbria, Annio y Censorino. Cinna es bastante buena persona en muchos aspectos, pero seguramente no será capaz de poner coto a los actos de Cayo Mario. Ni tú tampoco.
Cuando recibas esta nota ya habré muerto. Me parece infinitamente preferible morir a pasar el resto de mi vida desterrado o siendo una víctima más de Cayo Mario. ¡Pobres hermanos míos! Me complace elegir yo mismo la hora, el lugar y el modo de morir. Si esperase hasta mañana, ya no podría hacerlo.
He acabado mis memorias, y te digo sinceramente que me apena no poder conocer los comentarios que suscitarán cuando se publiquen. No obstante, ellas sí vivirán. Para salvarlas -¡son un auténtico cumplido para Cayo Mario!– las he consignado a Lucio Sila en Grecia, enviando una copia a Publio Rutilio en Esmirna para saldar la deuda por ser tan venenoso conmigo en sus escritos.
Cuídate, Quinto Mucio. Sería de lo más interesante ver cómo concilias tus principios con la necesidad. Yo soy incapaz.
Felizmente, mis hijos están bien casados.
Con lágrimas en los ojos, Escévola hizo una bola con la hoja y la arrojó a un brasero, pues hacía frío y él a su edad ya lo notaba. ¡Curiosa muerte la de su viejo tío el Augur! Indolora. Podían hablar hasta desgañitarse de si todo lo que había sucedido en Roma desde el día de año nuevo había sido o no un error. Calentándose las manos y tragándose las lágrimas, Escévola contempló las brasas del trípode de bronce, sin saber que las últimas vivencias de Catulo César habían sido muy parecidas.
Las cabezas de Catulo César y el flamen dialis Merula quedaron incorporadas a la colección de los rostra antes del amanecer del tercer día del consulado de Cayo Mario; él en persona dedicó largos ratos a contemplar la cabeza de Catulo César -aún hermosa y altanera- antes de autorizar a Popilio Laenas la convocatoria de otra Asamblea plebeya.
Esta reunión dedicó todo su rencor a Sila, que fue condenado en voto como enemigo público, con todas sus propiedades confiscadas, pero no para mayor grandeza de Roma, pues Mario dejó que sus bardiotas saqueasen la espléndida casa nueva de Sila con vistas al circo Máximo, incendiándola después. Las propiedades de Antonio Orator sufrieron igual suerte. Sin embargo, ninguno de los dos dejó indicios de dónde guardaba su dinero y no se pudo localizar nada en las bancas romanas, al menos a su nombre. De este modo, la legión de esclavos se benefició enormemente con los bienes de Sila y de Antonio Orator, pero Roma no obtuvo nada. Tan furioso estaba Popilio Laenas, que envió un grupo de esclavos públicos a rebuscar entre los restos calcinados de la casa de Sila, una vez enfriados, por si encontraban el pretendido tesoro. Los armaritos con las imágenes de Sila y sus antepasados y la valiosa mesa de cedro no estaban en la casa cuando el saqueo. Mamerco había sido muy eficiente, del mismo modo que Crisógono; y entre ambos, con un contingente de esclavos, a quienes dieron estrictas instrucciones de que actuaran abiertamente sin parecer furtivos, lograron desvalijar media docena de las mejores casas de Roma en menos de un día y ocultarlo casi todo en lugares insospechados.
Mario no apareció por su casa ni vio para nada a Julia durante el primer día de su séptimo consulado, y su hijo había salido de Roma antes del día de año nuevo, con el encargo de licenciar a las tropas que su padre pensaba no iba a necesitar. Al principio, Mario temió que Julia tratase de verle y se escudó en sus bardiotas, dando severas órdenes para que escoltasen a su esposa hasta casa si aparecía por el Foro. Pero al transcurrir tres días sin tener noticia de ella, se tranquilizó en cierto modo, aunque siguió dando muestra de su estado mental por las continuas cartas que escribía a su hijo conminándole a que permaneciese donde estaba y no regresase a Roma.
–Está bastante loco, pero también conserva buen juicio y sabe que no podría mirar a Julia a la cara después de este baño de sangre -dijo Cinna a su amigo Cayo Julio César nada más regresar de Ariminum, a donde había ido a ayudar a Mario Gratidiano a contener a Servilio Vatia para que no saliera de la Galia itálica.
–¿Y dónde vive? – inquirió el sombrío cuñado de Mario, conservando una voz firme con gran esfuerzo.
–En una tienda; figúrate. Allí está, ¿la ves? Plantada junto al estanque de Curtio, que es donde se baña. Por lo visto, no duerme. Cuando no está de parranda con el más horrible de sus esclavos y ese monstruo de Fimbria, se dedica a caminar sin descanso, fisgando aquí y allá como una de esas viejas que lo hurgan todo con el bastón. ¡No respeta nada! – añadió Cinna estremeciéndose-. No puedo controlarle y no tengo ni idea de lo que bulle en su cabeza… ni qué se le va a ocurrir. Y dudo mucho que él mismo lo sepa.
Los rumores de las locuras que estaban sucediendo en Roma comenzaron a llegarle a César durante su viaje al llegar a Veii, pero eran relatos tan extraños y confusos, que no les dio crédito, aunque modificó su itinerario y en lugar de pasar por el Campo de Marte y hacer una visita a Sertorio, casado con una prima suya, tomó por un diverticulum nada más cruzar el puente Mulvianum para entrar por la puerta Collina. Por la información de que disponía sobre los últimos acontecimientos, sabía que el ejército de Pompeyo Estrabón ya no acampaba allí y que el general había muerto. En Veii se había enterado de que Mario y Cinna eran cónsules, por eso había prestado poca atención a los rumores de los increíbles actos de violencia que se estaban produciendo en Roma; pero al llegar a la puerta Collina se la encontró ocupada por una centuria.
–¿Cayo Julio César? – inquirió el centurión, que conocía de sobra a los legados de Cayo Mario.
–Si -contestó César con cierta angustia.
–Tengo aviso del cónsul Lucio Cinna para que vayas inmediatamente a su despacho en el templo de Cástor.
–Lo haré con mucho gusto, centurión -dijo César, mostrando el ceño-, pero quisiera ir primero a casa.
–Ése es el aviso que tengo, Lucio Julio -replicó el centurión, en un tono a la vez cortés y autoritario.
Conteniendo su angustia, César siguió cabalgando por el vicus Longus en dirección al Foro.
El humo que enturbiaba el azul puro de un cielo diáfano, al llegar al puente Mulvianum era ya un palio, y en el aire flotaban pavesas. Con creciente horror, comenzó a ver cadáveres de hombres, mujeres y niños esparcidos por todas partes, y al llegar a las Fauces Suburae llevaba el corazón en un puño y todo su ser le impulsaba a volver atrás y dirigirse al galope a su casa a ver si su familia estaba bien, pero el instinto le decía que sería mejor para su familia que fuese a donde le habían dicho. Era evidente que había habido una batalla en las calles de Roma, y a lo lejos, en la zona de las apretadas casas de alquiler del Esquilino, oía gritos, chillidos y alaridos. No se veía un alma en el Argiletum; torció por el vicus Sandalarius y entró por el centro del Foro, para eludir parte de las edificaciones y llegar al templo de Cástor y Pólux sin tener que pasar por el bajo Foro.
Encontró a Cinna al pie de la escalinata del templo, y éste le contó lo sucedido.
–¿Qué quieres de mí, Lucio Cinna? – inquirió, después de observar la gran tienda plantada junto al estanque de Curtio.
–No quiero nada de ti, Cayo Julio -respondió Cinna.
–¡Pues déjame ir a casa! ¡Hay incendios por todas partes y quiero ver si mi familia se encuentra bien!
–Yo no te he ordenado venir, Cayo Julio; ha sido Cayo Mario. Yo simplemente dije a la guardia de la puerta que te enviasen primero aquí porque supuse que no sabías lo que había sucedido.
–¿Y qué quiere Cayo Mario? – inquirió César, temblando.
–Vamos a preguntárselo -dijo Cinna, echando a andar.
Cadáveres sin cabeza: repugnante. Al mirar hacia los rostra vio los macabros adornos.
–¡Ah, son amigos míos! – exclamó César con lágrimas en los ojos-. ¡Primos míos, colegas!
–Tranquilízate, Lucio Julio -dijo Cinna en tono neutro-. Si en algo estimas tu vida, no llores ni te desmayes. Puede que seas su cuñado, pero desde el día de año nuevo, creo que sería capaz de mandar ejecutar a su esposa o a su propio hijo.
Y allí estaba, entre la tienda y la tribuna de los rostra hablando con su gigantesco germano Burgundus. Y con el hijo de César, de trece años.
–¡Cayo Julio, me alegro de verte! – tronó Mario, dándole palmadas en los brazos y un beso de ostentoso afecto; Cinna advirtió que el pequeño César hacía una mueca.
–Cayo Mario -dijo César con voz desmayada.
–Tú siempre tan eficiente, Cayo Julio; tu carta decía que llegarías hoy, y aquí estás. En Roma. ¡Hurra, hurra! – dijo Mario, haciendo un gesto con la cabeza a Burgundus, que se alejó en seguida.
Pero César únicamente miraba a su hijo, que estaba en medio de aquellos despojos sanguinolentos como si nada, la tez normal, el gesto sereno y los ojos bajos.
–¿Sabe tu madre que estás aquí? – dijo de pronto César, buscando con la vista a Lucio Decumio, a quien descubrió al acecho detrás de la tienda.
–Sí, padre, lo sabe -contestó el muchacho con voz profunda.
–Tu hijo ha crecido mucho, ¿verdad? – inquirió Mario.
–Sí -contestó César tratando de conservar la calma-. Sí que ha crecido.
–Ya le van saliendo las pelotas, ¿no crees?
César enrojeció, pero su hijo no mostró turbación alguna y se limitó a mirar a Mario, como deplorando su crudeza. El padre vio que no se amedrentaba y se sintió orgulloso, a pesar de su propio miedo.
–Bien, ahora tengo un par de cosas que hablar con vosotros dos -dijo Mario, amable, a César y a Cinna-. Jovencito, quédate con Burgundus y Lucio Decumio mientras yo hablo con tu tata. – Aguardó a que el pequeño César se hubiese alejado lo bastante y se volvió hacia Cinna y César con gesto de regocijo-. Me imagino que estaréis en ascuas, preguntándoos qué quiero de vosotros.
–Efectivamente -contestó César.
–Pues bien -dijo, con ese preámbulo latiguillo que últimamente repetía sin cesar-, seguramente conozco al pequeño César mejor que tú, Cayo Julio. Qué duda cabe de que en estos últimos años le he tratado más que tú. Es un muchacho extraordinario -prosiguió con voz vacilante, como si reflexionase, y con un fulgor maligno en los ojos-. ¡Sí, ya lo creo, un muchacho verdaderamente extraordinario! Brillante, ¿sabes? Más inteligente que nadie que yo conozca. Figúrate que escribe poemas y obras de teatro. Y se le dan igual de bien las matemáticas. Un dechado, un dechado… Tiene una voluntad de hierro, y bastante mal genio cuando le provocan. Y no le atemorizan los disgustos, ni darlos tampoco.
La mirada maligna aumentó y la comisura derecha de los labios se frunció ligeramente.
–Pues bien, he pensado, ahora que soy cónsul por séptima vez y se ha cumplido el vaticinio de la anciana, que tengo mucho cariño a este muchacho. Le tengo tal afecto que deseo que tenga una vida más asegurada y mejor de la que he tenido yo. El chico es un intelectual increíble, y yo me he dicho ¿por qué no garantizarle la posición que le convendría para estudiar? ¿A qué someter al pequeño a las penalidades de… oh, la guerra… el Foro…, la política?
Cinna y César escuchaban impávidos, sintiéndose como al borde del cráter de un volcán, sin adivinar a dónde quería Mario ir a parar.
–Pues bien -prosiguió éste-, ha muerto nuestro flamen dialis, y Roma no puede carecer del sacerdote especial del Gran Dios, ¿no creéis? Pues aquí tenemos ese niño ideal, Cayo Julio César hijo. Un patricio cuyos padres no han muerto. El candidato perfecto para el cargo de flamen dialis. El único inconveniente es que no está casado, claro. No obstante, Lucio Cinna, tú tienes una hija que no está comprometida, que es patricia y cuyos padres también viven. Si la casases con César hijo, se cumplirían todos los requisitos. ¡Que pareja ideal de flamen y flaminica dialis harían! Y no hay que preocuparse por el dinero para que tu hijo ascienda en el cursus honorum, Cayo Julio, ni hay por qué preocuparse por el dinero para la dote de tu hija, Lucio Cinna. Lo provee el Estado y su alojamiento lo paga el Estado; por consiguiente, su futuro es augusto y seguro. – Se detuvo, sonriendo beatíficamente a los dos padres estupefactos y extendiendo la mano derecha-. ¿Qué me decís?
–¡Pero si mi hija no tiene más que siete años! – exclamó Cinna sin salir de su asombro.
–No es ningún impedimento -replicó Mario-. Ya se hará mayor. Seguirán los dos viviendo en sus casas hasta que tengan edad para instalarse en su domus publicus. Naturalmente, el matrimonio no podrá consumarse hasta que la pequeña Cornelia Cinna Minor tenga la edad. Pero no hay ningún impedimento legal para la boda, desde luego -añadió con una risita-. Bien, ¿qué decís?
–Bueno, a mí, desde luego, me parece bien -contestó Cinna, francamente aliviado porque lo que quería Mario no fuese más que aquello-. Confieso que me sería bastante difícil dar la dote a una segunda hija después de lo que costó dotar a la mayor.
–¿Tú qué dices, Cayo Julio?
César miró de reojo a Cinna y entendió perfectamente lo que le decía: acepta por el bien de los dos.
–A mí también me parece bien, Cayo Mario.
–¡Magnífico! – exclamó Mario, esbozando una especie de danza de alegría y volviéndose hacia donde estaba el pequeño César, chascando los dedos; otro hábito reciente en él-. ¡Ven aquí, muchacho!
¡Qué muchacho más interesante!, pensó Cinna, que le recordaba de cuando el hijo de Mario había sido acusado de asesinar al cónsul Catón. ¡Qué guapo! Pero ¿por qué será que no me gustan sus ojos? Me inquietan, me recuerdan… ¡Ah, los de Sila!
–Dime, Cayo Mario -dijo el pequeño César, fijando brevemente la mirada en el rostro del gran hombre, sabiendo perfectamente que había sido el tema de la conversación que no le habían dejado escuchar.
–Acabamos de planificar tu futuro -dijo Mario con melosa complacencia-. Te casaras inmediatamente con la hija menor de Lucio Cinna y serás el nuevo flamen dialís.
El pequeño César no decía nada ni movía un solo músculo de la cara; sin embargo, conforme Mario hablaba, se produjo en él un profundo cambio que nadie habría podido definir.
–Bien, muchacho, ¿qué dices? – inquirió Mario.
La pregunta no obtuvo respuesta; el niño había apartado los ojos de Mario y ahora los fijaba en sus pies.
–¿Qué dices? – repitió Mario, comenzando a impacientarse.
Los ojos claros, apenas expresivos, del pequeño se alzaron para clavarse en los de su padre.
–Padre, yo creía que estaba prometido en matrimonio a la hija del rico Cayo Cosutio.
César se ruborizó y apretó los labios.
–Sí, se habló del matrimonio con Cosutia, pero no llegamos a ningún compromiso, y yo prefiero este matrimonio, por el futuro que se te abre.
–Vamos a ver -dijo el pequeño César en tono meditativo-, siendo flamen dialis no puedo ver cadáveres, no puedo tocar nada de hierro, desde tijeras o navajas hasta espadas y lanzas, y no puedo llevar nada con nudos. No puedo tocar cabras, caballos, perros ni hiedra. No puedo comer carne cruda, trigo, pan con levadura ni habichuelas. No puedo tocar cuero de ningún animal sacrificado para obtenerlo. Y tengo interesantes e importantes deberes. Por ejemplo, anunciar la cosecha en la Vinalia; conduzco la oveja en la procesión del souvetaur¡ha; limpio el templo del Gran Dios Júpiter y dispongo la purificación del recinto si alguien muere dentro de él. ¡Sí, cosas muy interesantes e importantes!
Los tres le escuchaban, sin saber por el tono del pequeño si era sarcasmo o ingenuidad.
–¿Qué dices, pues? – inquirió Cayo Mario por tercera vez.
Los ojos azules se alzaron hacia su rostro, y eran tan parecidos a los de Sila, que Mario, por un instante, se imaginó que era él, e instintivamente fue a echar mano a la espada.
–¡Digo… muchas gracias, Cayo Mario! Ha sido muy solícito y considerado por tu parte preocuparte por disponer tan estupendamente mi futuro -dijo el niño con voz neutra, pero sin el menor deje ofensivo-. Tío, comprendo perfectamente por qué te has tomado tanto empeño en cuidar de mi humilde destino. ¡Al flamen dialis no se le oculta nada! Pero también te digo, tío, que nada puede cambiar el destino de un hombre ni impedir que sea lo que esté destinado a ser.
–¡Ah, pero no podrás eludir las obligaciones del sacerdote de Júpiter! – exclamó Mario, de nuevo encolerizado, pues le habría gustado ver al muchacho acobardarse, suplicar y llorar.
–¡Sólo faltaría! – replicó el pequeño, sorprendido-. No es eso lo que he querido decir, tío. Te agradezco muy sinceramente esta nueva y hercúlea tarea que me encomiendas. Ahora me voy a casa -añadió, mirando a su padre-. ¿Me acompañas o tienes aún algo que hacer aquí?
–No, voy contigo -contestó César, sorprendido y enarcando una ceja mirando a Mario-. ¿No es cierto, cónsul?
–Por supuesto -contestó Mario, acompañando a padre e hijo, que ya echaban a andar por el bajo Foro.
–Lucio Cinna, ya nos veremos más tarde -dijo César, alzando una mano a guisa de saludo-. Gracias por todo. El caballo es de la legión de Gratidiano y yo no tengo establo.
–No te preocupes, Cayo Julio, ya lo recogerá uno de mis hombres -contestó Cinna, encaminándose al templo de Cástor y Pólux con mucho mejor ánimo del que gozaba cuando había acudido a hablar con Mario.
–Yo creo -dijo Mario, una vez concluidas las despedidas- que celebraremos el enlace de los niños mañana mismo; puede hacerse al amanecer en casa de Lucio Cinna. Luego se reunirán en el templo del Gran Dios el pontífice máximo, el colegio de pontífices, el colegio de augures y los colegios de sacerdotes menores y se celebrará la ceremonia de toma de posesión de los nuevos flamen y flaminica dialis. La consagración tendrá que hacerse cuando vistas la toga viril, jovencito, pero con la toma de posesión se cumplen ya los requisitos legales.
–Te doy de nuevo las gracias, tío -dijo el pequeño.
Pasaban en aquel momento ante los rostra, y Mario se detuvo para extender el brazo hacia las docenas de macabros trofeos que rodeaban la tribuna de oradores.
–¡Mirad eso! – exclamó regocijado-. ¿No es un espectáculo?
–Sí, ya lo creo -replicó César.
El hijo siguió caminando a buen paso, sin fijarse -pensó el padre- de que caminaban otros con él. César,miró hacia atrás y vio que los seguía Lucio Decumio a una discreta distancia. El pequeño no habría debido acudir sólo a tan horrible lugar y, pese a lo mucho que le desagradaba Lucio Decumio, le alegró verle cerca al cuidado de su hijo.
–¿Cuánto tiempo hace que es cónsul? – inquirió de pronto el pequeño-. ¿Cuatro días? ¡Pues parece una eternidad! Yo nunca había visto llorar a mi madre. Hay cadáveres por todas partes, la mitad del Esquilino ha ardido… los rostra están bordeados de cabezas, hay sangre por doquier, los bardiotas, como él los llama, no hacían más que pellizcar los pechos a las mujeres y hartarse de vino. ¡Qué glorioso séptimo consulado! ¡Homero debe andar por la sima que rodea los Campos Elíseos ansiando un buen trago de sangre para cantar la gloria de las hazañas del séptimo consulado de Cayo Mario!
¿Cómo contestar a semejante diatriba? Como nunca estaba en casa y no entendía a fondo a su hijo, César no sabía qué decir.
Cuando llegaron a casa, el niño irrumpió precipitadamente, adelantándose al padre, y, en medio del vestíbulo, vociferó:
–¡Madre!
César oyó el ruido que hacía una pluma de caña al caer, y Aurelia salió precipitadamente de su despacho con cara de espanto. Apenas quedaban restos de su belleza: estaba delgada, con bolsas negras bajo los ojos, la cara fofa y los labios desfigurados.
Clavaba los ojos en el pequeño César, pero en cuanto vio que estaba indemne, se hundió y le temblaron las piernas al ver por quién venía acompañado.
–¡Cayo Julio! – exclamó.
Él la sujetó antes de que cayera, abrazándola.
–¡Ah, cuánto me alegro de que hayas vuelto! – dijo entre los amplios pliegues de la toga de viaje de su esposo-. ¡Es una pesadilla!
–¡Acabaréis de una vez…! – espetó el pequeño.
Sus padres se volvieron a mirarle.
–Tengo que decirte algo, madre -añadió él, sin preocuparle otra cosa que su gran turbación.
–¿Qué? – inquirió ella distraída, recuperándose de la fuerte impresión de ver a su hijo ileso y a su marido en casa.
–¿Sabes lo que me ha hecho?
–¿Quién, tu padre?
El pequeño hizo un gesto de solemne desprecio.
–¡No, él no! Él únicamente lo ha aprobado, como yo esperaba. ¡No, me refiero a mi querido, amable y previsor tío, Cayo Mario!
–¿Qué te ha hecho Cayo Mario? – inquirió ella con calma, temblando por dentro.
–¡Me ha nombrado flamen dialis! Tengo que casarme con la hija de siete años de Lucio Cinna mañana al amanecer, y luego tomar inmediatamente posesión del cargo -dijo el pequeño entre dientes.
Aurelia se quedó estupefacta y no sabía qué decir. Su reacción inmediata fue de profundo alivio, después del temor que se había apoderado de ella cuando Cayo Mario había ordenado que fuese el pequeño al bajo Foro. Desde que había salido de casa, había estado sumando la misma columna en el libro de registro, pensando en los horrores que ella sólo conocía de oídas y que ahora su hijo iba a ver: las cabezas de los rostra, los cadáveres. El viejo loco.
El pequeño se cansó de esperar un comentario y volvió a hablar.
–No podré ir a la guerra para hacerle sombra en eso; no podré presentarme a cónsul para rivalizar con él; no tendré la oportunidad de que me llamen cuarto fundador de Roma y tendré que pasar el resto de mis días musitando plegarias en un lenguaje que ya nadie entiende, limpiando el templo, estando a disposición de cualquier Lucio Tiddlypuss que necesite purificar su casa… ¡y llevando vestiduras absurdas! – Alzó sus manos de palma cuadrada y largos dedos, hermosamente masculinas, en un gesto de impotencia-. ¡Ese viejo me ha arrebatado lo que por cuna me pertenecía, para figurar él con mayor relieve en los libros de historia!
Ni César ni Aurelia conocían muy bien los mecanismos mentales de su hijo, ni habían tenido el privilegio de saber sus ilusiones para el porvenir, y escuchando aquella apasionada protesta trataban de imaginar un medio para hacerle comprender que lo que había sucedido no tenía vuelta atrás y era inevitable. Había que hacerle ver que lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias era aceptar su destino airosamente.
–¡No seas absurdo! – dijo su padre, optando por la dureza.
Y su madre hizo lo propio, porque era como ella le educaba, enseñándole el deber, la obediencia, la humildad y la discreción; todas las virtudes romanas de que él carecía.
–¡No seas absurdo! – añadió ella-. ¿Tú crees de verdad que podrías rivalizar con Cayo Mario? ¡No hay quien pueda hacerlo!
–¿Rivalizar con Cayo Mario? – repitió el pequeño-. ¡Haré palidecer su brillo como el sol hace con la luna!
–Si así es como consideras ese gran privilegio, Cayo, hijo -replicó ella-, ha hecho muy bien Cayo Mario en darte ese cargo. Es la base que necesitas para afirmar tu posición en Roma.
–¡Yo no quiero una posición asegurada! – clamó el pequeño-. ¡Quiero ganármela! ¡Quiero que mi posición sea el resultado de mis esfuerzos! ¿Qué satisfacción puede aportar un cargo más viejo que la propia Roma, una posición concedida por alguien que únicamente piensa en defender su fama?
–Eres desagradecido -comentó el padre, con gesto severo.
–¡Oh, padre! ¿Cómo puedes ser tan obtuso? ¡Yo no he cometido ninguna falta, sino Cayo Mario! ¡Yo soy quien siempre he sido! ¡No soy desagradecido! Al darme esta carga, que tendré que encontrar el medio para deshacerme de ella, Cayo Mario no ha hecho nada para granjearse mi gratitud! Sus motivaciones son tan impuras como egoístas.
–¿Quieres dejar de darte esa exagerada importancia? – exclamó Aurelia con desesperación-. ¡Hijo, te he venido diciendo desde que eras tan pequeño que tenía que llevarte en brazos que tus ideas son ampulosas y tus ambiciones desaforadas!
–¿Y eso qué importa? – replicó el pequeño, con mayor desesperación aún-. ¡Madre, el único que puede juzgar eso soy yo! ¡Y es una consideración que únicamente se hace al final de la vida… no antes de comenzarla! ¡Y ahora ya no puedo comenzarla!
–Cayo, hijo -terció el padre, tratando de darle otro enfoque al asunto-, no nos queda otro remedio. Tú has estado en el Foro y has visto lo que ha sucedido. ¡Si Lucio Cinna, que es el primer cónsul, considera prudente hacer lo que dice Cayo Mario, yo no puedo oponerme! No sólo tengo que pensar en ti, sino también en tu madre y las niñas. Cayo Mario no es ni sombra de lo que fue y está trastornado, pero tiene el poder.
–Si, eso ya lo veo -contestó el pequeño, calmándose algo-. En ese aspecto no tengo ningún deseo de superarle… ni de emularle. Yo jamás haré que corra la sangre por las calles de Roma.
Tan insensible como práctica, Aurelia consideró zanjada la discusión.
–Así está mejor, hijo -dijo, asintiendo con la cabeza-. Te guste o no, vas a ser flamen dialis.
El pequeño miró sucesivamente al hermoso y ajado rostro de su madre y al no menos cansado de su padre con los labios muy prietos y ojos poco afectuosos y no se sintió protegido y menos aún comprendido. De lo que no se daba cuenta era de que él era poco comprensivo con el razonamiento de sus padres.
–¿Puedo marcharme? – inquirió.
–Pero procura no tropezarte con ningún bardiota y no te vayas más allá del local de Lucio Decumio -dijo Aurelia.
–Sólo voy a ver a Cayo Matio.
Se dirigió a la puerta que daba al jardín del pozo de luces de la ínsula: ya era más alto que su madre, esbelto y muy ancho de hombros.
–Pobre -dijo César, que entendía un poco su postura.
–Ahora ya tiene el futuro asegurado -dijo Aurelia, tensa-. Temo por él, Cayo Julio. No sabe contenerse.
Cayo Matio era el hijo del caballero Cayo Matio, y tenía casi la misma edad que el joven César; habían nacido en la misma casa con el patio de por medio, y se habían criado juntos. Su futuro siempre había sido distinto, lo mismo que sus ilusiones infantiles, pero se conocían como si fueran hermanos y se llevaban mutuamente mucho mejor de lo que suele ser común entre hermanos.
Cayo Matio era más bajo que César hijo, de tez más blanca, rostro atractivo, con boca de gesto amable, y era igual que su padre en todos los aspectos: le atraía el comercio y las leyes mercantiles y estaba encantado de dedicarse a ello de mayor; le encantaba también el jardín y era un manitas para la jardinería.
Se hallaba cavando feliz en «su» rincón del jardín, cuando vio salir a su amigo por la puerta del piso e inmediatamente supo que sucedía algo. Dejó la azada y se incorporó, sacudiéndose la tierra de la túnica porque su madre no quería que entrase en casa sucio, y luego se limpió las manos en la parte delantera.
–¿Qué te pasa? – preguntó muy tranquilo.
–¡Dame la enhorabuena, Pustula! – dijo el joven César con voz cantarina-. ¡Soy el nuevo flamen dialis!
–¡Madre mía! – exclamó Matio, a quien su amigo daba el mote de «Grano» desde pequeño porque siempre había sido mucho más bajo, y se agachó para seguir cavando-. Es una pena, Pavo -añadió en tono de gran simpatía. Llamaba Pavo real a César hijo desde muy pequeños, un día en que sus madres los habían llevado con sus hermanas de excursión a la colina Pinciana, donde había Pavo s reales paseándose y abriendo la cola como complemento a la espuma de los almendros en flor y la alfombra de narcisos. Y desde entonces se había quedado con el apodo.
El joven César se sentó en cuclillas junto a Cayo Matio, tratando de contener las lágrimas, porque ahora la tristeza sucedía a la indignación.
–¡Yo que pensaba ganar la corona de hierba con menos años que Quinto Sertorio! ¡y que pensaba ser el más grande general de la historia… más que Alejandro Magno! Y más veces cónsul que Cayo Mario. ¡Con una dignitas sin par!
–Siendo flamen dialis, tienes una gran dignitas.
–No para mí. La gente respeta el cargo, no al que lo posee.
Matio lanzó un suspiro y volvió a dejar la azada.
–Vamos a ver a Lucio Decumio -dijo.
Como era la idea más oportuna, el joven César se incorporó y dijo contento:
–Sí, vamos.
Salieron al Subura Minor por el piso de Matio y subieron por el lateral en cuesta del edificio hasta el cruce con el vicus Patricius. Allí, en el vértice de la ínsula de Aurelia, estaba el local de la cofradía de Lucio Decumio que éste había regentado durante veinte años.
Se encontraba allí, naturalmente. Desde el día de año nuevo no se había movido más que para cuidar de Aurelia y sus hijos.
–¡Vaya, vaya, el Pavo y el Grano! – exclamó jubiloso desde la mesa del fondo en la que estaba sentado-. ¿Un vaso de agua con un chorrito de vino?
Pero ni el joven César ni Matio tenían ganas de vino; movieron la cabeza y se sentaron callados en el banco, enfrente de Lucio Decumio, que les sirvió dos copas de agua.
–Estás muy serio. Ya me figuré que algo pasaba con Cayo Mario. ¿Qué ha sido? – inquirió el suburano, mirando con sus afectuosos ojillos al joven César.
–Cayo Mario me ha nombrado flamen dialis.
Por fin el muchacho veía la reacción que tanto había esperado, pues Lucio Decumio se quedó petrificado, y luego estalló indignado.
–¡Ese vejestorio rencoroso!
–¿Verdad que si?
–Claro, Pavo, te has tirado todos esos meses cuidándole y te conoce de sobra. Eso está claro, porque no es tonto, aunque esté como una regadera.
–¿Qué voy a hacer, Lucio Decumio?
Durante un buen rato, el encargado de la cofradía del cruce no dijo nada y se mordió el labio, pensativo. Luego, su aguda mirada se posó en el rostro del joven y sonrió.
–¡Ahora no lo sabes, Pavo, pero ya se te ocurrirá! – dijo con alegría-. ¿A qué viene esa murria? Nadie sabe urdir las cosas mejor que tú cuando conviene. Tú, que tan bien vislumbrabas tu futuro sin ningún temor, ¿vas a acoquinarte ahora? Estás sorprendido, muchacho, sencillamente, pero yo te conozco mejor que Cayo Mario y sé que encontrarás una solución. Al fin y al cabo, joven César, esto es Roma, no Alejandría. Y en Roma siempre hay alguna trampa legal.
Cayo Matio Pustula escuchaba sin decir palabra. Su padre se dedicaba a los contratos y las escrituras de propiedad y sabía mejor que nadie lo cierto que era. Pero… Si, eso era cierto en el caso de contratos y leyes, pero el sacerdocio de Júpiter quedaba al margen de toda artimaña legal porque tenía más antigüedad que las Doce Tablas, y no cabía duda de que Pavo César lo sabía perfectamente.
Y Lucio Decumio. Pero el suburano, que era más sensible que los padres del muchacho, se daba cuenta de que era esencial darle alguna esperanza, porque de lo contrario era como condenarle a lanzarse sobre la espada que ahora tenía prohibido tocar. Y Cayo Mario debía saber perfectamente que el joven César no era la persona adecuada para ocupar aquel cargo sacerdotal, porque quizá era un muchacho enormemente supersticioso, pero la religión le aburría. Verse enclaustrado de aquella manera, impedido por leyes y preceptos, le mataría. Sería capaz de matarse por escapar a tal destino.
–Mañana, antes de la toma de posesión, tengo que casarme -dijo el muchacho haciendo una mueca.
–¿Con Cosutia?
–No, con ella no. No tiene alcurnia suficiente para ser flaminica dialis, Lucio Decumio. Me iba a casar con ella sólo por el dinero. Para ser flamen dialis tengo que casarme con una patricia. Así que me van a dar a la hija de Lucio Cinna. Tiene siete años.
–Bueno, eso tampoco importa, ¿no crees? Mejor que tenga siete que no dieciocho, pavíto.
–Quizá -replicó el muchacho, frunciendo los labios y asintiendo con la cabeza-. Tienes razón, Lucio Decumio; ya encontraré una solución.
Pero los acontecimientos del día siguiente frustraron sus esperanzas, y el joven César comprendió lo bien que Cayo Mario le había atrapado. Todos habían temido el paseo desde el Subura al Palatino, pero habían dedicado dieciocho horas seguidas a hacer una limpieza general, como comunicó Lucio Decumio al angustiado muchacho cuando comentaron qué rodeo debían dar para evitar el centro de la ciudad, más por tranquilidad de su madre y sus dos hermanas, ya que él ya había visto lo peor.
–Me han dicho los bardiotas que vuestro hijo no es el único que se casa esta mañana -dijo el suburano-. Cayo Mario hizo que anoche regresara su hijo para casarle. Y el que su hijo viera el espantoso estado de las calles si que preocupaba; así que ahora ya podemos pasar por el Foro, porque han quitado las cabezas, han limpiado la sangre y han enterrado los cadáveres. ¡Cómo si el pobre muchacho no supiera lo que ha hecho su padre!
César miró enfurecido al hombrecillo.
–¿Es que te hablas con esa gente horrorosa? – inquirió.
–¡Claro que si! – contestó Lucio Decumio con desdén-. En mi cofradía tenía…, bueno, tengo, supongo, seis de ellos.
–Ya -comentó César secamente-. Bien, vámonos.
La ceremonia de la boda en casa de Lucio Cornelio Cinna fue según el protocolo de confarreatio, una unión de por vida. La pequeña novia, que aparte de la edad era diminuta, no era tampoco nada precoz. Absurdamente maquillada de rojo y azafrán, y adornada con colgajos de lana y talismanes, vivió toda la ceremonia con la animación y el entusiasmo de una muñequita. Cuando la quitaron el velo del rostro, el joven César vio que tenía hoyuelos y un par de enormes ojos tiernos y oscuros. Sintiendo lástima por ella, le sonrió del modo encantador que él sabía y ella le contestó con un mohín que puso de relieve los hoyuelos y una mirada de adoración.
Unidos a una edad en que la mayoría de padres romanos nobles tan sólo había jugado a hablar de posibles candidatos casaderos, los recién casados fueron acompañados por sus familias hasta el Capitolio y entraron en el templo de Júpiter Optimus Maximus, cuya estatua sonreía fatuamente desde lo alto.
Había otros recién casados presentes. La hermana mayor de Cinna, es decir, Cornelia Cinna, se había casado precipitadamente la víspera con Cneo Domicio Ahenobarbo. La precipitación no estaba motivada por la razón habitual, sino porque Cneo Domicio Ahenobarbo había juzgado prudente salvar la cabeza casándose con la hija del colega de Mario, a quien, de todos modos, estaba prometido. El joven Mario, que había llegado la víspera por la noche, se había casado al amanecer con la hija del pontífice máximo Escévola, la llamada Mucia Tertia para distinguirla de sus dos primas mayores. No se veía aire de felicidad en ninguna de las parejas, pero sobre todo esta ausencia se evidenciaba en el joven Mario y Mucia Tertia, que ni siquiera se conocían y no habían tenido ocasión de consumar su unión, ya que al joven Mario le habían ordenado reintegrarse al servicio nada más concluir la ceremonia.
El joven sabía, desde luego, las atrocidades de su padre y esperaba haber visto a qué extremos había llegado una vez en Roma.
Mario le recibió en su campamento del Foro un breve instante.
–Preséntate en casa de Quinto Mucio Escévola al amanecer para casarte -le dijo-. Lamento no poder asistir, pero estoy muy ocupado. Acudirás con tu esposa a la ceremonia de toma de posesión del nuevo flamen dialis y luego vais a la fiesta que dan en casa del nuevo flamen dialis, pero en cuanto acabe te reincorporas a tu unidad en Etruria.
–¿Por qué no me das la oportunidad de consumar mi matrimonio? – inquirió Mario hijo sin levantar mucho la voz.
–Lo siento, hijo, tendrás que esperar a que todo esté más en orden -contestó Mario-. ¡Vuelve a cumplir con tu deber!
Algo en el rostro del anciano le hacía dudar respecto a lo que su hijo iba a preguntar, pero éste respiró hondo y le dijo.
–Padre, ¿puedo ir a ver a mi madre y dormir allí?
Los ojos de Cayo Mario revelaron aflicción, dolor y angustia, y un temblor agitó sus labios.
–Sí -contestó, volviéndose de espaldas.
El encuentro con su madre fue el momento más terrible en la vida del joven. ¡Aquellos ojos! ¡Cómo había envejecido! ¡Qué triste y abatida! Estaba totalmente encerrada en sí misma y se negaba a hablar de los últimos acontecimientos.
–Quiero saberlo, madre. ¿Qué es lo que ha hecho?
–Lo que no hace un hombre en su sano juicio, hijo.
–Desde que estuvimos en Africa sé que está loco, pero no me daba cuenta de que era tan grave. ¡Oh, madre!, ¿cómo podemos reparar el daño?
–Es imposible -contestó ella llevándose la mano a la cabeza y frunciendo el entrecejo-. Hijo, no hablemos de eso -añadió humedeciéndose los labios-. ¿Qué aspecto tiene?
–Entonces, ¿es cierto?
–¿El qué?
–Que no le has visto.
–No, no le he visto, hijo. Ni volveré a verle.
Por el modo en que lo había dicho, Mario hijo no sabía si lo decía por ella, si era un presentimiento o si pensaba que eso es lo que pretendía su padre.
–No tiene buen aspecto, madre. No es el mismo. Ha dicho que no vendrá a mi boda. ¿Tú vendrás?
–Sí, hijo mío; iré.
Después de la boda -¡qué buen aspecto tenía Mucia Tertia!– Julia fue con los invitados a las ceremonias en el templo de Júpiter Optimus Maximus, aprovechando que no iba Mario. La ciudad estaba limpia y ordenada, por lo que el joven Mario no podía imaginar hasta qué extremo habían llegado las barbaridades paternas; y, como era el hijo del gran hombre, no se lo podía preguntar a nadie.
El ritual religioso fue larguísimo y aburrido. Sobre su túnica sin ceñir, el joven César fue revestido con las prendas de su cargo: la incómoda y agobiante capa circular de dos capas de gruesa lana con rayas anchas rojo y púrpura, el ajustado casco puntiagudo de marfil con el solideo de lana y los zapatos especiales sin nudos ni hebilla. ¿Cómo iba a aguantar aquella vestimenta todos los días de su vida? Acostumbrado a sentir la cintura ceñida con un cinturón de cuero que Lucio Decumio le había regalado, con un puñal en su funda, el joven César se notaba algo raro en el torso, y el casco de marfil -hecho para una persona de cabeza más pequeña- no llegaba a taparle las orejas, sino que le quedaba absurdamente elevado sobre el cabello rubio claro. El pontífice máximo Escévola le dijo que no se preocupara, que Cayo Mario iba a obsequiarle con un nuevo apex y ya iría al día siguiente el artesano a casa de su madre para tomarle la medida del cráneo.
Cuando el muchacho vio a su tía Julia, el corazón le dio un vuelco, y mientras los sacerdotes entonaban sus monótonas salmodias, estuvo mirándola fijamente por si ella volvía los ojos hacia él. Julia notaba aquellos ojos clavados en ella, pero no le miró. Había envejecido de repente, exageradamente para sus cuarenta años y su belleza se había enclaustrado tras un muro infranqueable de pesar. Pero al final de las ceremonias, cuando todos se apiñaban para felicitar al nuevo flamen dialis y a la muñequita flamíníca, el joven César pudo ver los ojos de su tía. Y hubiera preferido no verlos. Ella le besó en los labios, como siempre hacía, e inclinó la cabeza en su hombro, derramando unas lágrimas.
–Lo siento, César -musitó-. No podía hacerte nada más alevoso. No hace otra cosa más que herir a todos, incluso a los que no debería. ¡Pero ten en cuenta que no es el mismo!
Finalmente, al ponerse el sol, los asistentes pudieron ir saliendo. El nuevo flamen dialis, con el justísimo apex y la agobiante laena y con los zapatos flojos, porque no tenían cordones ni hebilla para ajustarlos, se dirigió a casa con sus parientes, sus hermanas -en insólita actitud solemne-, su tía Julia y el joven Mario con su esposa. Cinnilla, la nueva flamíníca dialís, ya vestida sin prendas con nudos o hebillas, fue a casa con sus padres, su hermano, su hermana Cornelia Cinna y Cneo Ahenobarbo.
–Cinnilla vivirá con su familia hasta que cumpla dieciocho años -dijo Aurelia en tono alegre a Julia, por hablar de algo mientras tomaban asiento en el comedor para celebrar la cena-. ¡Once años por delante! A esa edad resulta muy largo, pero a la mía, no es nada.
–Es cierto -añadió Julia sin ánimo, colocándose entre Mucia Tertia y Aurelia.
–¡Cuántas bodas! – dijo César alegre, consciente de la cara de aflicción de su hermana; estaba reclinado en el lectus medíus, lugar habitual del anfitrión, y había cedido el sitio de honor a su lado al nuevo flamen dialis, a quien nunca habían permitido comer reclinado y que ahora encontraba aquello tan extraño e incómodo como todo lo que le había sucedido en aquella agitada jornada.
–¿Por qué no ha venido Cayo Mario? – inquirió Aurelia, indiscreta.
–Está muy ocupado -contestó ruborizada Julia, encogiéndose de hombros.
Aurelia pensó que habría debido morderse la lengua y no hizo ningún otro comentario; miró angustiada hacia su marido, como pidiendo ayuda, pero no la obtuvo. Al contrario, el joven César empeoró las cosas.
–¡Tonterías! Cayo Mario no ha venido porque no se ha atrevido -dijo el nuevo flamen dialis, sentándose, de pronto erguido en la camilla y quitándose la laena, que cayó con muy poca solemnidad al suelo, junto a los zapatos especiales-. Así estoy mejor. ¡Qué fastidio! ¡Detesto esta prenda!
Aprovechando aquello como escapatoria a su apuro, Aurelia frunció el entrecejo, mirando a su hijo.
–No seas impío -dijo.
–¿Por decir la verdad? – inquirió el joven César, apoyándose en el codo izquierdo con aire desafiante.
En aquel momento trajeron el primer plato a base de pan blanco crujiente, aceitunas, huevos, apio y ensalada de lechuga.
El nuevo flamen dialis, que tenía un voraz apetito dado que el ritual le había impedido tomar alimento, alargó la mano para coger pan.
–¡No! – exclamó Aurelia, palideciendo.
–¿Por qué no? – replicó sorprendido el muchacho, mirándola de hito en hito.
–No puedes tocar pan blanco que tenga levadura -contestó la madre-. Aquí tienes tu pan.
Le trajeron una fuente con unas delgadas rebanadas de una sustancia grisácea, nada apetecible.
–¿Qué es -inquirió el nuevo flamen dialis, mirándolo con gesto de repugnancia-, mola salsa?
–La mola salsa se hace de espelta, que es un trigo -contestó Aurelia, que sabía perfectamente que su hijo no lo ignoraba-. Eso es cebada.
–Pan de cebada sin levadura -dijo el joven César con voz apagada-. ¡Hasta los campesinos egipcios comen mejor! Creo que comeré pan normal, porque esto me da asco.
–César, hijo, hoy has asumido el cargo -dijo el padre-, los presagios han sido favorables. Ya eres flamen dialis. Y este día más que nunca deben cumplirse escrupulosamente todos los preceptos. Eres el vínculo directo de Roma con el Gran Dios y todo lo que hagas afecta a esa relación. Tienes hambre, lo sé; y ese pan es bastante malo, sí, pero a partir de hoy debes supeditar tus propias conveniencias al interés de Roma. Come el pan que te corresponde.
Los ojos del muchacho fueron recorriendo los rostros de todos los comensales, y luego lanzó un suspiro, decidido a decir lo que había que decir; lo que ningún adulto se atrevía a decir, atemorizados por la tradición.
–No hay motivo para regocijarse. ¿Cómo vamos a estar contentos? ¿Cómo voy a estar contento? – inquirió, alargando la mano para coger el pan blanco crujiente y cortar un trozo, que mojó en aceite de oliva y se llevó a la boca-. Nadie se molestó en preguntarme seriamente si quería este cargo afeminado -añadió, masticando con placer-. ¡Ah, sí, Cayo Mario me lo preguntó tres veces, lo sé! Pero ¿qué otro remedio me quedaba, queréis decírmelo? Ninguno. Cayo Mario está loco; todos lo sabemos, aunque no lo decimos abiertamente en una cena. Esto me lo ha hecho deliberadamente y no por motivos piadosos, ni relacionados con el bien de Roma, el bien religioso o de otro cariz -prosiguió, deglutiendo el bocado-. Aún no soy mayor de edad, pero cuando lo sea no pienso vestir estas horribles prendas. Me pondré el cinturón y la toga praetexta y zapatos normales cómodos. Y comeré lo que quiera. Iré al Campo de Marte a hacer la instrucción militar, con la espada, el escudo, el pílum y mi caballo. Cuando sea mayor y mi novia sea mi esposa, ya veremos. Hasta ese momento no pienso actuar como flamen díalís en el seno de mi familia o cuando vaya en contradicción con los deberes normales de un muchacho noble romano.
Un pesado silencio siguió a esta declaración de independencia. Los adultos de la familia no sabían qué responder y por primera vez sentían esa especie de impotencia que el inválido Mario había sentido al chocar con aquella voluntad de hierro. ¿Qué podía hacerse?, se preguntaba el padre, descartando la idea de encerrar al muchacho en su cubículo de dormir, convencido de que no serviría de nada. Aurelia, que era mucho más decidida, había pensado en lo mismo, pero sabía aún mejor que su esposo que sería inútil. La esposa y el hijo de quien había desencadenado semejante desdicha se daban perfecta cuenta de la realidad para enfadarse y sabían su impotencia para cambiar nada. Mucia Tertia, atemorizada por la estatura y buen aspecto del esposo que le había caído en suerte y ajena a un círculo familiar en el que se hablaba con tanta franqueza, se miraba las rodillas. Y las hermanas del joven César, mayores que él y acostumbradas a sus salidas desde pequeñas, se miraban compungidas.
Julia rompió el silencio, diciendo muy tranquila:
–Pienso que tienes razón, César. Con más de trece años, lo mejor que puedes hacer es comer buenos alimentos y hacer mucho ejercicio. Al fin y al cabo, Roma necesitará tu salud y tu saber algún día, aunque seas el flamen dialis. Mira ese pobre viejo Merula: seguro que él jamás había pensado que llegaría a ser cónsul. Y cuando tuvo que asumir el cargo, lo hizo sin que nadie viera en ello menoscabo a su cargo de sacerdote de Júpiter, ni tampoco impiedad.
A Julia, que era la mujer de más edad, le consintieron dar aquella opinión aunque no fuera más que por la sencilla razón de que presentaba a los padres una solución para evitar un definitivo distanciamiento con su difícil hijo.
El joven César comió pan con levadura, huevos, aceitunas y pollo hasta saciar su voraz apetito; luego se dio unas palmaditas en la panza llena. Comía bastante, aunque no le preocupaba la comida, y sabía de sobra que podía haber prescindido del crujiente pan blanco y contentarse con el otro. Pero era mejor que la familia supiese desde el principio lo que opinaba de su nueva posición y cómo pensaba desempeñarla. Si había molestado y creado mala conciencia en tía Julia y su primo Mario con sus palabras, tanto peor. El sacerdote de Júpiter sería vital para el bienestar de Roma, pero él no había elegido ese cargo, y en el fondo de su corazón sabía que el Gran Dios le tenía destinado a cosas muy distintas de la limpieza del templo.
Aparte de la discusión por los preceptos gastronómicos y la declaración de independencia, la cena fue incómoda. Mucho quedó por decir, porque no podía decirse, por el bien de todos. Quizá la candidez del joven César fue lo único que la salvó, pues él desvió la atención de los comensales de las atrocidades cometidas por Cayo Mario, de la locura del gran hombre.
–Cuánto me alegro que haya acabado este día -dijo Aurelia a César camino del dormitorio.
–No quiero volver a vivir otro igual -respondió César, muy afectado.
Antes de desvestirse, Aurelia se sentó en el borde de la cama y miró a su marido. Parecía cansado, pero eso siempre era así. ¿Qué edad tenía? Casi cuarenta y cinco. Ya le quedaban pocas posibilidades para el consulado, y él no era un Mario ni un Sila. Sin dejar de mirarle, Aurelia comprendió de pronto que nunca sería cónsul. Gran parte de culpa, pensó, es mía; de haber tenido una esposa menos ocupada e independiente, habría pasado más tiempo en casa estos últimos diez años y habría obtenido más fama en el Foro. El no es un luchador nato. ¿Y cómo va a acudir a un loco a solicitarle fondos para montar una campaña en serio para que le elijan cónsul? No lo hará. No por miedo, sino por orgullo. Además, ahora es dinero manchado de sangre y un hombre honrado no recurriría a él. Y mi esposo es el más honrado de los hombres.
–Cayo Julio -dijo-, ¿qué podemos hacer con nuestro hijo y su cargo? ¡El chico lo detesta!
–Es natural. De todos modos -añadió con un suspiro-, ahora ya no podré ser cónsul; lo cual significa que a él le costaría muchísimo serlo. Con la guerra que hemos tenido, el dinero ha perdido valor y es como si me hubiese quedado sin los mil iugera de tierra que compré en Lucania porque era muy barata. Además, está demasiado alejada de una ciudad para resultar segura, pienso yo. Después de que Cayo Norbano hizo regresar de Sicilia a los de Lucania el año pasado, los insurgentes se han ocultado en varios lugares, entre ellos mis tierras, y Roma no tiene tiempo, hombres ni dinero para expulsarlos, yo creo que de por vida de nuestro hijo. Así que lo que nos queda es mi primitiva dote: las seiscientas iugera cerca de Bovillae que me regaló Mario. Es suficiente para ocupar un puesto de pedarius en el Senado, pero no para el cursus honorum. Puede decirse que Cayo Mario ha vuelto a hacerse con esas tierras, porque sus tropas las asolaron en los meses pasados, cuando erraban por el Latium.
–Lo sé -dijo Aurelia, entristecida-. Así que nuestro pobre hijo tendrá que conformarse con su cargo sacerdotal, ¿no?
–Eso me temo.
–¡Está tan convencido de que Cayo Mario lo ha hecho aposta…!
–Creo que sí -dijo César-. Yo estaba en el Foro cuando lo hizo y se le notaba descaradamente complacido.
–Ese es el agradecimiento que demuestra hacia nuestro hijo por todo el tiempo que le ha dedicado después del segundo infarto.
–Cayo Mario ya no siente gratitud por nadie. Lo que más me aterró fue el miedo de Lucio Cinna; me dijo que nadie está seguro, ni siquiera Julia y su hijo. Y después de ver a Cayo Mario, le creo.
César se había desvestido y Aurelia vio alarmada que había adelgazado mucho; se le notaban las costillas y los huesos de la cadera, y sus muslos no se tocaban.
–Cayo Julio, ¿te encuentras bien? – le preguntó de sopetón.
–¡Creo que sí! – contestó él, sorprendido-. Quizá un poco cansado, pero no estoy enfermo. Será seguramente por esa estancia en Ariminum. Después de estar tres años con Pompeyo Estrabón yendo de arriba abajo, no queda casi nada en Umbría y Picenum para alimentar a las legiones, y Marco Gratidiano y yo teníamos raciones escasas. Si uno no puede alimentar bien a la tropa, tampoco puede regalarse comiendo. Casi todo el tiempo me lo he pasado yendo de un lado a otro en busca de provisiones.
–Pues te alimentaré con lo mejor que haya -dijo ella, iluminándosele el rostro con una de sus mejores sonrisas-. ¡Oh, me gustaría pensar que las cosas van a ir mejor! Pero tengo el horrible presentimiento de que van a empeorar -añadió, poniéndose en pie y comenzando a despojarse de la túnica.
–Opino como tú, meum mel -dijo él, sentándose en su lado de la cama y balanceando las piernas-. De todos modos, mientras vivamos, esto nadie nos lo puede quitar -añadió con un suspiro de fruición, cruzando las manos en la nuca, sobre la almohada.
Ella se tumbó a su lado y hundió la cara en su hombro; él la rodeó con el brazo izquierdo.
–Una cosa muy bonita -dijo ella con voz ronca-. Te quiero, Cayo Julio.
Cuando amanecía el sexto día del séptimo consulado de Mario, él y su tribuno de la plebe Publio Popilio Laenas convocaron otra Asamblea plebeya. En el «aprisco» sólo estaban los bardiotas de Mario; llevaban dos días con órdenes de cesar en sus desmanes y habían limpiado la ciudad, desapareciendo de la circulación. Pero Mario hijo había regresado a Etruria y la tribuna de los rostra volvía a exhibir las macabras cabezas. Sólo había tres personas en la tribuna: Mario, Popilio Laenas y un preso encadenado.
–¡Este hombre -gritó Mario- quiso darme muerte! Cuando yo, viejo e inválido, huía de Italia, la ciudad de Minturnae me dio albergue, hasta que una tropa de asesinos a sueldo obligó a los magistrados de la ciudad a ordenar mi ejecución. ¿Veis a mi buen amigo Burgundus? ¡A él le designaron para que me estrangulase en la mazmorra del capitolio de Minturnae! ¡Allí yacía yo, solo y cubierto de barro! ¡Y desnudo! ¡Yo, Cayo Mario! ¡El hombre más grande de la historia de Roma! ¡Más grande que Alejandro de Macedonia! – dijo de corrido; miró perplejo, pensó y sonrió-. Burgundus no quiso estrangularme. Siguiendo el ejemplo de un esclavo germano, toda la ciudad de Minturnae se opuso a que me matasen. Pero antes de que los asesinos a sueldo, ¡una pandilla de miserables, que ni siquiera eran capaces de hacerlo ellos mismos!, se fueran de Minturnae, pregunté al que los mandaba quién los había contratado. «Sexto Lucio», me dijo.
Mario volvió a sonreír, se abrió de piernas y esbozó una especie de danza.
–Cuando me eligieron cónsul por séptima vez, ¿qué otro ha sido cónsul de Roma siete veces?, me complací en dejar que Sexto Lucilio creyese que nadie sabia quién había alquilado a aquellos sicarios, y durante cinco días ha cometido la estupidez de quedarse en Roma pensando que no corría peligro. Pero esta mañana, antes de que amaneciera y se hubiese levantado, envié a mis lictores a que lo prendiesen. ¡Se le acusa de traición por haber intentado matar a Cayo Mario!
Nunca había habido un juicio más breve ni un veredicto más implacable; sin deliberación del jurado, sin testigos, sin ajustarse al procedimiento jurídico, los bardiotas de la asamblea dieron el veredicto de culpable para Sexto Lucilio. Y a continuación le condenaron a ser arrojado desde la roca Tarpeya.
–Burgundus, a ti te encomiendo la tarea de arrojarle -dijo Mario a su gigantesco criado.
–Lo haré con mucho gusto, Cayo Mario -dijo el germano con su vozarrón.
Todos se desplazaron hacia un lugar desde el cual pudieron ver mejor la ejecución; pero Mario permaneció en los rostra con Popilio Laenas, ya que desde lo alto de la tribuna había una buena vista del Velabrum. Sexto Lucilio, que nada había alegado en su defensa, y cuya única expresión había sido de desprecio, fue a la muerte valientemente. Cuando Burgundus, que a lo lejos aparecía como una gran figura dorada, le condujo hasta el borde del abismo, no esperó a que le cogiera y le arrojase; fue él quien dio el salto, y a punto estuvo de arrastrar al gigante con él, porque Burgundus no había soltado las cadenas.
Aquella osadía, que había puesto en peligro la vida del germano, indignó furiosamente a Mario. Con el rostro congestionado, farfullaba sofocado toda clase de improperios ante el consternado Popilio Laenas.
La escasa luz que aún iluminaba su mente quedó anegada por una hemorragia. Cayo Mario se derrumbó sobre los rostra, desnucándose, mientras los lictores se arremolinaban en torno a él y Popilio Laenas pedía a gritos una camilla o una litera. El cadáver de Cayo Mario yacía en tierra, rodeado de las cabezas de sus antiguos rivales y enemigos; unos cráneos que enseñaban los dientes en macabra sonrisa, pues los pájaros habían dado cuenta de los labios.
Cinna, Carbón, Marco Gratidiano, Magio y Virgilio llegaron corriendo desde la escalinata del Senado, apartando a los lictores.
–Aún respira -dijó Gratidiano, su sobrino adoptivo.
–Lastimoso -dijo Carbón con un soplo de voz.
–Llevadle a casa -ordenó Cinna.
Los bardiotas de la guardia personal ya se habían enterado y comenzaban a congregarse al pie de la tribuna, llorosos y algunos lanzando estrafalarios plañidos.
Cinna se volvió hacia el jefe de sus lictores.
–Que vaya alguien al Campo de Marte para que Quinto Sertorio comparezca inmediatamente -dijo-. Cuéntale lo que ha sucedido.
Mientras los lictores de Mario le transportaban en unas parihuelas, seguidos colina arriba por bardiotas que no cesaban de plañir, Cinna, Carbón, Mario Gratidiano, Magio, Virgilio y Popilio Laenas descendieron de la tribuna para aguardar la llegada de Quinto Sertorio y se sentaron en la grada superior de la hondonada de votaciones, tratando de sobreponerse.
–¡No acabo de creerme que siga con vida! – dijo Cinna perplejo.
–Creo que sería capaz de levantarse y echar a andar si alguien le metiera entre las costillas los tres palmos de una buena espada romana -añadió Virgilio torciendo el gesto.
–¿Qué piensas hacer, Lucio Cinna? – inquirió el sobrino adoptivo de Mario, que estaba de acuerdo con la actitud de los demás pero no podía hacerlo ver, y por eso había optado por cambiar de tema.
–No lo sé exactamente -contestó Cinna, ceñudo-. Por eso aguardo a que venga Quinto Sertorio, a ver qué me aconseja.
Al cabo de una hora llegaba Sertorio.
–Es lo mejor que ha podido suceder -dijo nada más llegar, pensando sobre todo en Mario Gratidiano-. No te sientas desleal, Marco Mario; tú eres sobrino adoptivo y tienes menos sangre de los Marios que yo. Pero aunque mi madre sea pariente de él, puedo decir sin temor ni mala conciencia que el destierro le hizo enloquecer. Ya no es el Cayo Mario de antes.
–¿Qué hacemos, Quinto Sertorio? – inquirió Cinna.
–¡Cómo que qué hacemos, Lucio Cinna! – replicó Sertorio, atónito-. ¡Tú eres el cónsul! Eres tú quien debe decidirlo, no yo.
–¡No tengo ninguna duda respecto al deber de un cónsul, Quinto Sertorio! – espetó Cinna, enrojecido, con un brusco ademán-. Te he convocado para decidir el mejor modo de deshacernos de los bardiotas.
–Ah, ya -contestó Sertorio pausadamente. Aún llevaba el vendaje en el ojo izquierdo, pero ya no le supuraba y parecía bien adaptado a la mutilación.
–Hasta que los bardiotas no estén desmovilizados, Roma sigue siendo de Mario -dijo Cinna-. Lo que sucede es que dudo mucho que se dejen desmovilizar. Le han cogido gusto a sembrar el terror en la ciudad y no creo que vayan a parar porque Mario esté incapacitado.
–Se les puede parar -dijo Sertorio con aviesa sonrisa-. Los mato.
–¡No, no! – exclamó horrorizado Cinna-. ¿Otra batalla en las calles de Roma después de estos seis días…?
–¡Ya sé qué hacer! – insistió Sertorio, impaciente por los inoportunos comentarios-. Lucio Cinna, mañana al amanecer convocas a sus jefes aquí en los rostra; les dices que, en sus últimos momentos, Mario pensó en ellos y entregó dinero para pagarles. Eso quiere decir que deben verte hoy acudir a casa de Mario y estar allí un buen rato para que parezca que has estado hablando con él.
–¿Y por qué tengo que ir a su casa? – inquirió Cinna, poco animado por la idea.
–Porque los bardiotas se pasarán todo el día y la noche en la calle donde está la casa de Mario, esperando noticias.
–Si, claro, lo harán -dijo Cinna-. Perdona, Quinto Sertorio, ya no sé ni pensar. ¿Y entonces, qué?
–Les dices a los jefes que has dispuesto que sus tropas reciban la paga en la Villa Publica del Campo de Marte en la segunda hora diurna -contestó Sertorio, mostrando los dientes-. Yo estaré al acecho con mis hombres, y será el fin del reinado de terror de Cayo Mario.
Cuando Cayo Mario llegó en la camilla a su casa, Julia le contempló con profunda aflicción e infinita compasión. Venía con los ojos cerrados y su respiración era un estertor.
–Es el fin -dijo a los lictores-. Marchaos a casa, honrados servidores del pueblo. Yo me ocuparé de él.
Ella misma le bañó, le afeitó la barba de seis días, le vistió con una túnica blanca limpia, ayudada por Estrofantes, y mandó tenderle en su cama. Sin verter una sola lágrima.
–Avisa a mi hijo y a la familia -dijo después al mayordomo-. Aún no ha muerto, pero morirá.
Se sentó en una silla junto al lecho del gran hombre, dio nuevas instrucciones a Estrofantes, con el siniestro ruido de fondo del estertor, para que preparase las habitaciones de huéspedes, no faltase comida, en la casa estuviese todo en orden y para que hiciese venir al mejor enterrador del gremio.
–¡Yo no sé quién puede ser! – añadió, un tanto sorprendida-. En todos los años que llevo casada con Cayo Mario, el único muerto de esta casa ha sido nuestro segundo hijito, y como el abuelo César aún vivía, fue él quien se ocupó de todo.
–A lo mejor se recupera, domina -dijo el lloroso mayordomo, que se había hecho mayor durante aquellos años al servicio de Mario.
–No, Estrofantes, no se recuperará -dijo Julia, negando con la cabeza.
Su hermano Cayo Julio César, su esposa Aurelia, los hijos de éstos, el joven César y sus hijas Lia y Ju-ju, llegaron a mediodía; Mario hijo, como tenía un largo viaje, no llegó hasta el anochecer. Claudia, la viuda del otro hermano de Julia, no quiso estar presente, pero envió a su hijo -otro joven Sexto César- en representación de la rama familiar. Marco, el hermano de Mario, hacía años que había muerto, pero acudió su hijo adoptivo Gratidiano. También acudieron Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, y su segunda esposa Licinia; su hija, Mucia Tertia, ya estaba, por supuesto, en casa de Mario.
Hubo muchas visitas, aunque muchísimas menos de las que habría habido un mes antes. Catulo César, Lucio César, Antonio Orator, César Estrabón, Craso el Censor. Ya no hablaban ni veían. Lucio Cinna acudió varias veces; la primera a pedir excusas de parte de Quinto Sertorio.
–En este momento no puede dejar su legión.
Julia le miró suspicaz, pero se limitó a comentar:
–Dile al querido Quinto Sertorio que lo comprendo perfectamente y… que estoy de acuerdo.
¡Esta mujer se percata de todo!, pensó Cinna, estremeciéndose.
Se marchó lo antes que pudo, dado que tuvo que quedarse un buen rato para fingir que había hablado con Mario.
El velatorio fue constante, y todos los miembros de la familia se turnaron junto al lecho del agonizante, de cuyo lado no se apartó Julia un solo instante. Cuando llegó su turno, el joven César se negó a entrar en la habitación.
–No puedo ser testigo de muertes -dijo, con cara de bobo.
–Cayo Mario aún no ha muerto… -dijo Aurelia, mirando a Escévola y a su esposa.
–Puede morir mientras yo esté con él. Y no debe suceder -dijo el muchacho con firmeza-. Cuando haya muerto y se hayan llevado el cadáver, procederé a un ritual de purificación de la estancia.
El destello sardónico de su mirada fue tan leve, que sólo su madre lo notó. Lo advirtió, y sintió que se quedaba privada de la palabra, porque era la muestra del odio perfecto: ni excesivo, ni distanciado, y bastante premeditado.
Cuando Julia por fin aceptó descansar, después de que su hijo la arrastrase prácticamente del lecho del moribundo, fue el joven César quien la acompañó y la hizo sentarse en su gabinete. Aurelia, que estaba a punto de levantarse, vio otra cosa en la mirada de su hijo y desistió inmediatamente. Ya no le dominaba: aquel jovencito era libre.
–Tienes que comer algo -dijo el muchacho a su querida tía, haciendo que se tumbara en la camilla-. Ahora viene Estrofantes.
–¡De verdad, no tengo hambre! – contestó ella con un susurro, con el rostro tan blanco como el cobertor de lino blanqueado que el mayordomo había extendido sobre la camilla; ella dormía en el lecho que compartía con Cayo Mario, y no tenía otro.
–Con hambre o sin hambre, vas a tomar un poco de sopa caliente -replicó el joven César en un tono al que ni el propio Mario habría opuesto resistencia-. Es preciso, tía Julia. Esto puede durar días; no va a ceder tan fácilmente a la muerte.
Llegó la sopa con unos trozos de pan recién hecho. El sobrino le hizo tomar la sopa con los tostones, sentado en el borde de la camilla, tranquilo, afectuoso e implacable. Y no la dejó hasta que hubo acabado el cuenco; quitó, entonces, la mayor parte de los almohadones, la tapó y le apartó con ternura los cabellos de la frente.
–Qué bueno eres conmigo, Cayo Julio -dijo con ojos velados por el sueño.
–Sólo lo soy con los que quiero -dijo él-. Sólo con los que quiero. Tú y mi madre. Nadie más -añadió tras una pausa, inclinándose para besarla en los labios.
Mientras dormía aquel sueño de varias horas, estuvo sentado a su lado, velándola; sentía pesados los párpados, pero no dejó que el sueño le venciese. Estaba absorbiendo con toda la intensidad de su ser aquella escena para guardarla en su memoria. Nunca más volvería a ser de él de aquel modo, allí, dormida.
Su despertar rompió el encanto, por supuesto. Ella iba a ceder al pánico, pero se calmó cuando su sobrino le aseguró que el estado de Cayo Mario no había sufrido ningún cambio.
–Ve a tomar un baño -dijo el irreductible enfermero-; cuando vuelvas te tendré preparado pan con miel. Cayo Mario no se da cuenta de si estás o no a su lado.
El sueño y el baño hicieron que recuperase el apetito, y comió el pan con miel, y el joven César permaneció encogido y serio en su silla, hasta que ella se levantó.
–Te acompaño -dijo-, pero no puedo entrar.
–No, claro que no. Ahora eres flamen dialis. ¡Cuánto lamento que no te guste serlo!
–No te preocupes por mi, tía Julia. Ya lo arreglaré.
–Te agradezco todo lo que has hecho, Cayo Julio -dijo ella, tomándole la cara entre las manos y besándole-. Eres una delicia.
–Lo hago únicamente por ti, tía Julia. Por ti daría mi vida -añadió sonriente-. Quizá no esté muy lejos de la verdad decir que ya la he dado.
Cayo Mario murió una hora antes del amanecer, cuando más tenue es el latido de la vida y ladran los perros y cantan los gallos. Era el séptimo día de coma y el decimotercero de su séptimo consulado.
–Un número de mala suerte -dijo el pontífice máximo Escévola, estremeciéndose y retorciendo las manos.
De mala suerte para él, pero de suerte para Roma, fue lo que pensaron casi todos los presentes.
–Hay que hacerle un funeral oficial -dijo Cinna nada más llegar, esta vez acompañado por su esposa Annia y su hija pequeña Cinnilla, esposa del flamen dialis.
Pero Julia, con los ojos secos y muy serena, movió la cabeza resueltamente.
–No, Lucio Cinna, no habrá funeral oficial -dijo-. Cayo Mario tenía fortuna suficiente para pagar los gastos del entierro. Roma no está en condiciones de imponer su criterio en cuestión de finanzas. Y yo no quiero nada ostentoso. Un acto íntimo para la familia. Lo que significa que no quiero que trascienda la noticia de su muerte hasta que haya concluido el entierro. ¿Hay algún modo de deshacerse de esos horribles esclavos que había enrolado? – añadió con una mueca, estremeciéndose.
–Eso ya se arregló hace seis días -contestó Cinna, enrojeciendo. Era un hombre incapaz de disimular sus sentimientos-. Quinto Sertorio les pagó en el Campo de Marte y les hizo abandonar Roma.
–¡Ah, sí, claro! Se me había olvidado -dijo la viuda-. ¡Muy amable por parte de Quinto Sertorio de solucionar nuestras contrariedades! – Ninguno de los presentes sabía que hablaba con ironía, y ella miró a su hermano César-. ¿Has recogido el testamento de Cayo Mario de las Vestales, Cayo Julio?
–Aquí lo tengo.
–Pues leámoslo. Quinto Mucio, ¿quieres hacerlo tú? – añadió, dirigiéndose a Escévola.
Era un breve testamento y resultó ser de fecha muy reciente. Mario lo había redactado mientras estaba acampado con sus tropas al sur del Janículo. La mayor parte de sus bienes eran para su hijo, dejando lo más posible legalmente a Julia. Legaba un décimo de su fortuna a su sobrino adoptivo, lo que significaba que Marco Mario Gratidiano era un hombre rico. Al joven César le dejaba el esclavo germano Burgundus, en agradecimiento a todo el tiempo que le había dedicado en la niñez, ayudándole a recuperarse físicamente de la parálisis del lado izquierdo.
¿Por qué has hecho eso, Cayo Mario?, se dijo el muchacho para sus adentros. ¡No es por lo que dices! ¿No será para truncar mi carrera pública si consigo zafarme de este cargo sacerdotal? ¿Será para que él me mate si emprendo la carrera pública que tú no quieres? Bien, viejo, dentro de dos días serás ceniza, pero yo no voy a hacer lo que un hombre prudente haría, que es matar a ese bruto cimbro. El te quería, igual que te quise yo, y es una triste recompensa para el cariño ser condenado a muerte, ya sea del cuerpo o del espíritu. Así que me quedaré con Burgundus y haré que me cobre afecto.
El flamen dialis se volvió hacia Lucio Decumio.
–Aquí ya nada tengo que hacer -dijo-. ¿Te vienes a casa conmigo?
–¿Ya te vas? ¡Qué bien! – dijo Cinna-. Haz el favor de llevarte a Cinnilla a casa, que la pobre ya está aburrida.
El flamen dialis miró a su flaminica de siete años.
–Vamos, Cinnilla -dijo, dirigiéndole aquella sonrisa que él sabía obraba maravillas en las mujeres-. ¿Hace buenos pasteles tu cocinero?
Escoltados por Lucio Decumio, los dos jóvenes salieron al clivus Argentarius y descendieron hacia el Foro. Ya había salido el sol, pero todavía sus rayos no estaban lo bastante altos para iluminar el fondo del húmedo barranco, la razón de ser de Roma.
–¡Mira! ¡Han vuelto a quitar las cabezas! Lucio Decumio, no sé yo -musitó el flamen dialis al rozar su pie la primera piedra del borde de la hondonada de las votaciones- si la presencia de la muerte, donde se ha producido, se limpia con una escoba corriente o con una escoba especial. Dio un saltito y cogió de la mano a su esposa-. Tendré que mirar en los libros de ritos. ¡Sería horroroso desviarse un ápice del rito con mi benefactor Cayo Mario! Aunque no haga otra cosa, tengo que limpiar por completo los vestigios de Cayo Mario.
Lucio Decumio se sintió profeta, no porque tuviera facultades, sino movido por el afecto.
–Tú serás mucho más grande que Cayo Mario -dijo.
–Ya lo sé -comentó el joven César-. Lo sé, Lucio Decumio, lo sé.