–Totalmente.
La estatua de la diosa, de tamaño natural, se hallaba sobre un plinto de mármol, sentada en un banco corto a ambos lados del cual había un león sin crines en cuya cabeza ella apoyaba las manos. Lucía un tocado alto, parecido a una corona, y una sutil túnica con cinturón que dejaba entrever sus hermosos pechos. Detrás del león de la izquierda había dos pastorcillos, uno tocando un caramillo y el otro una enorme lira. A la derecha del otro león estaba Attis, el consorte de Kubaba Cibeles, apoyado en un cayado y tocado con el gorro frigio; lucía camisa de manga larga atada al cuello pero abierta para mostrar un musculoso vientre, y los pantalones eran largos con una raja frontal en cada pernera y cerrados a intervalos con botones.
–Interesante -comentó Mario, a quien el conjunto no le parecía nada bello, fuese o no de oro macizo.
–Veo que no os causa admiracíón.
–Será porque soy romano y no frígio, archigallos -contestó Mario, volviendo sobre sus pasos por la cella camino de las grandes puertas de bronce-. ¿Y por qué se preocupa esta diosa asiática por Roma? – inquirió.
–Desde hace mucho tiempo, Cayo Mario. Si no, nunca habría consentido que se regalase a Roma su onfalo.
–Sí, sí, ya lo sé, pero eso no responde a mi pregunta -insistió Mario.
–Kubaba Cibeles no revela sus designios ni siquiera a sus sacerdotes -replicó Batacio, otra vez resplandeciente, pues descendía bajo el sol por la escalinata de tres cuartos de círculo. Se sentó, dando una palmada en las losas de mármol para invitar a Mario a hacer lo propio-. No obstante, debe pensar que Roma seguirá acrecentando su importancia en el orbe y que quizá algún día tenga dominio sobre Pessinus. Hace más de cien años que la acogéis en Roma con la denominación de Magna Mater, y de todos sus templos extranjeros es su predilecto. El gran recinto del Pireo de Atenas y el de Pérgamo, por ejemplo, no parecen preocuparla tanto. Yo creo que es porque le gusta Roma.
–¡Pues muy bien! – dijo Mario, animoso.
Batacio hizo una mueca de dolor y cerró los ojos. Suspiró, se encogió de hombros y señaló detrás de la escalinata el brocal de un pozo redondo.
–¿Deseáis pedirle algo a la diosa? – dijo.
–¿De qué se trata, de vocear ahí dentro y esperar que una voz fantasmagórica conteste? No -dijo Mario negando con la cabeza.
–Así es como contesta a las preguntas que se le hacen.
–Archigallos, no es por falta de respeto a Kubaba Cibeles, pero los dioses ya me han favorecido en cuanto a profecías y no considero prudente pedirles más -dijo Mario.
–Entonces permanezcamos sentados un rato al sol escuchando el viento, Cayo Mario -replicó Batacio, ocultando su profunda decepción, pues había dispuesto unas cuantas ingeniosas respuestas del oráculo.
–Supongo -dijo Mario tras un largo silencio- que no sabréis cuál es la mejor manera para ver al rey del Ponto. En otras palabras, ¿sabéis dónde está? Le he escrito a Amasia pero no he obtenido respuesta alguna, y de eso hace ya ocho meses. Y tampoco debe de haberle llegado mi segunda carta.
–Siempre está de un lado para otro, Cayo Mario -se aprestó a decir el sacerdote-. Es posible que este año no haya estado en Amasia.
–¿Y no le hacen llegar el correo?
–Anatolia no es Roma ni territorio romano -respondió Batacio-. Ni los cortesanos del rey Mitrídates saben dónde está si no se lo comunica. Y no suele hacerlo.
–¡Por los dioses! – exclamó Mario, asombrado-. ¿Y cómo se las arregla para gobernar el país?
–Gobiernan los nobles en su nombre, y no es una ardua tarea, ya que las ciudades del Ponto son estados griegos autónomos que a Mitrídates sólo le pagan el impuesto que él estipula. En cuanto a las zonas rurales, son primitivas y aisladas. El Ponto es un país de altas montañas que discurren paralelas al mar Euxino y por ello no existen buenas comunicaciones entre las diversas zonas. Pero el rey tiene muchas fortalezas dispersas en distintas cordilleras y cuatro cortes como mínimo, según me dijeron la última vez: Amasia, Sinope, Dasteira y Trapezus. Pero, como os digo, siempre anda de un lado para otro y, generalmente, sin un gran séquito. También viaja a Galacia, Capadocia y Comagene, donde gobiernan parientes suyos.
–Ya -dijo Mario, inclinándose hacia adelante y juntando las manos entre las rodillas-. Supongo que lo que queréis decir es que es posible que nunca llegue a verle.
–Depende del tiempo que penséis permanecer en Asia Menor -respondió Batacio con indiferencia.
–Creo que permaneceré aquí hasta que consiga ver al rey del Ponto, archigallos. Entretanto, haré una visita al rey Nicomedes, que al menos se está quieto, y luego volveré a Halicarnaso a pasar el invierno. En primavera quiero ir a Tarso, y de allí me arriesgaré a viajar por tierra para ver al rey Ariarates de Capadocia -dijo Mario de carrerilla, para abordar después el tema del banco del templo, por el que sentía especial interés.
–Cayo Mario, no es cuestión de dejar el dinero de la díosa pudriéndose en nuestras arcas -dijo Batacio muy tranquilo-. Lo prestamos con un buen interés y aumentamos su riqueza. Sin embargo, aquí en Pessinus no tenemos clientes, muy al contrario de lo que hacen algunos otros templos.
–Es una actividad desconocida en Roma -dijo Mario-. Supongo que será porque allí los templos son propiedad del pueblo romano y los administra el Estado.
–El Estado romano podría hacer dinero, ¿no?
–Podría, pero eso nos llevaría a otra burocracia más y en Roma no gustan mucho los burócratas porque tienden a ser despreocupados o demasiado codiciosos. Nuestra banca es privada y la organizan banqueros profesionales.
–Yo os aseguro, Cayo Mario -dijo Batacio-, que los banqueros de los templos somos muy profesionales.
–¿Y en Cos? – inquirió Mario.
–¿El santuario de Esculapio, decís?
–Eso es.
–¡Ah, realizan una operación altamente profesional! – respondió Batacio, casi con envidia-. ¡Actualmente es una institución bien cualificada para financiar incluso las guerras! Desde luego, tienen muchos clientes.
–Os doy las gracias, archigallos -dijo Mario levantándose.
Batacio vio a Mario descender la rampa hacia la hermosa columnata construida sobre el riachuelo; luego, seguro de que no iba a volverse, el sacerdote se apresuró a entrar en su palacio, un precioso edificio no muy grande con una arboleda.
Instalado en su despacho, cogió los menesteres de escribir y comenzó una carta para el rey Mitrídates:
Parece ser, gran rey, que el cónsul romano Cayo Mario está decidido a veros. Se dirigió a mí para que le ayudase a localizaros y, como no le diese ninguna esperanza, me dijo que piensa quedarse en Asia hasta que logre veros.
Entre sus planes futuros está una visita a Nicomedes y a Ariarates. Cabe preguntarse cómo es que se expone a los rigores de un viaje por Capadocia cuando ya no es joven, ni goza de buena salud, como sospecho. Pero me manifestó que en primavera irá a Tarso y luego a Capadocia.
A mí me ha parecido un hombre de fuste, majestad. Si un hombre así ha logrado ser cónsul de Roma no menos de seis veces -pues es una persona franca y bastante ruda- creo que no se le debe subestimar. Los nobles romanos que yo conozco son hombres más blandos y refinados. Quizá sea una lástima no haber tenido oportunidad de conocer a Cayo Mario en Roma para, al contrastarlo con sus iguales, haber podido profundizar algo más que aquí en Pesinnus.
Quedo vuestro devoto y siempre fiel súbdito, Batacio.
La carta quedó sellada y envuelta en tafilete, introducida en una cartera, y Batacio la puso en manos de uno de sus jóvenes sacerdotes para que la llevase lo antes posible a Sinope, donde estaba el rey Mitrídates.
Su contenido no complació al monarca, quien permaneció sentado mordiéndose el labio y con el entrecejo tan fruncido que los cortesanos, obligados a estar en su presencia sin hablar, dieron gracias por tal circunstancia y sintieron pena por Arquelao, cuya obligación, por contra, era estar sentado con el rey para contestar cuando éste le hablase. No es que Arquelao pareciera preocupado, Pues, además de ser primo y el principal notable de Mitrídates, era también amigo, sirviente y hermano.
No obstante, por debajo de su aparente despreocupación, Arqaqqelao sentía igual temor por su seguridad y la de los presentes aunque habría podido perdonársele que pensase que gozaba del favor del rey, más le habría valido recordar el fin del primer noble Diofanto, que también había sido a la vez amigo y servidor, y padre igual que tío, que era su verdadero parentesco.
Sin embargo, se decía Arquelao contemplando de cerca aquel rostro duro y enojado, no había alternativa. El rey era el rey para mandar a los demás y matarlos si ello le venía en gana. Una situación que había agudizado la inteligencia de los que vivían cerca de él, fructificando en notable energía, veleidad, infantilismo, ingenio, dureza y timidez. Lo único con que contaba uno para eludir mil situaciones peligrosas era la inteligencia. Y esas situaciones peligrosas podían estallar de pronto como los temporales en el Euxino, o cocerse a fuego lento como rescoldos en el subconsciente del soberano. o surgir amenazadoras de algún pecado olvidado de diez años atrás. Pues el rey nunca olvidaba una ofensa, real o imaginaria; únicamente la reservaba para el momento oportuno.
–Por lo visto tendré que hablar con él -dijo Mitrídates-. ¿No es cierto? – añadió.
Trampa. ¿Qué contestaría?
–Si no es porque lo decidís así, gran rey, no tenéis por qué ver a nadie -contestó Arquelao con soltura-. De todos modos, me imagino que será interesante conocer a un hombre como Cayo Mario.
–Pues que sea en Capadocia, en primavera. Dejemos que primero se haga una idea de Nicomedes. Si este Cayo Mario es tan excepcional, no creo que le complazca Nicomedes de Bitinia -dijo el rey-. Y que conozca también antes a Ariarates. Envía a ese insecto órdenes para que se presente en Tarso a Cayo Mario y escolte al romano personalmente a Capadocia.
–Gran rey, ¿movilizamos al ejército según lo previsto?
–Desde luego. ¿Está Gordio en camino?
–Estará en Sinope antes de que las nieves cierren los pasos, mi rey -contestó Arquelao.
–¡Estupendo! – dijo Mitrídates, aún ceñudo, volviendo a releer la carta de Batacio y mordiéndose el labio. ¡Esos romanos! ¿Por qué tenían que meter la nariz en lo que, al fin y al cabo, no les importaba? ¿Por qué un hombre tan famoso como Cayo Mario se interesaba por lo que hacían los pueblos de Anatolia oriental? ¿Habría concluido Ariarates un trato con los romanos para destronar a Mitrídates Eupator y convertir al Ponto en una satrapía de Capadocia?
–El camino ha sido largo y difícil -dijo a su primo Arquelao-. ¡No me inclinaré ante los romanos!
Efectivamente, el camino había sido largo y difícil casi desde el nacimiento, pues era el hijo pequeño del rey Mitrídates V y de su esposa-hermana Laódice. Nacido el mismo año en que Escipión Emiliano había muerto tan misteriosamente, Mitrídates, llamado Eupator, tenía un hermano apenas dos años mayor que él llamado Mitrídates Cristos porque había sido el ungido como rey. El rey su padre había soñado engrandecer el Ponto a expensas de quien fuese, pero preferentemente a expensas de Bitinia, su tradicional y más recalcitrante enemigo.
Al principio la situación parecía dar a entender que el Ponto conservaría la condición de país amigo y aliado del pueblo romano, que había obtenido Mitrídates IV por su ayuda a Atalo II de Pérgamo en la guerra contra el rey Prusias de Bitinia. Mitrídates V había conservado cierto tiempo la alianza con Roma, enviando fuerzas contra Cartago en la tercera guerra púnica y contra los sucesores de Atalo III de Pérgamo, al saber que en su testamento había dejado su reino a Roma. Pero, luego, Mitrídates V había comprado Frigia a Manio Aquilio, procónsul romano de Asia Menor, por una suma de oro de su peculio particular, perdiendo el título de amigo y aliado, y desde entonces persistía la enemistad entre el Ponto y Roma, astutamente fomentada por el rey Nicomedes de Bitinia y por los senadores romanos adversarios de Aquilio.
Con o sin enemistad de Roma y Bitinia, Mitrídates V había proseguido la política expansionista, anexionándose Galacia y consiguiendo que le declarasen heredero de la mayor parte de Patagonia. Pero a su esposa-hermana no le gustaba el soberano y concibió el propósito de reinar sola en el Ponto. Cuando el joven Mitrídates Eupator contaba nueve años, en la época en que la corte estaba en Amasia, la reina Laódice asesinó a su esposo y hermano y entronizó a Mitrídates Cristos, de once años. Naturalmente ella se nombró regente, y a cambio de la garantía por parte de Bitinia de no alterar las fronteras del Ponto, renunció a la reivindicación de Patagonia y otorgó la soberanía a Galacia.
No había cumplido aún diez años cuando el joven Mitrídates Eupator huyó de Amasia semanas después del golpe de estado de su madre, convencido de que a él también iba a asesinarle, pues, a diferencia de su sumiso hermano Cristos, él, por su parecido, le recordaba a su marido; ella lo manifestaba así cada vez con mayor frecuencia. Totalmente solo, el niño huyó, no a Roma o a alguna corte cercana, sino a las montañas orientales del Ponto, y allí no ocultó su identidad a los habitantes, pero sí les pidió que guardasen el secreto. Aterrados y halagados, predispuestos a simpatizar con un miembro de la familia real que había elegido sus tierras para el exilio, la población local protegió fanáticamente a Mitrídates. Yendo de un pueblo a otro, el joven príncipe llegó a conocer su patria como ninguno de sus antecesores, viviendo en remotas regiones en las que la civilización se había retrasado, detenido o jamás había llegado. En verano erraba totalmente libre, dedicado a la caza del oso y el león para ganar fama de audaz entre sus súbditos ignorantes, sabiendo que los ricos bosques del Ponto le proporcionarían alimento en forma de cerezas, avellanas, albaricoques, suculentas verduras y conejos.
En ciertos aspectos, nunca volvería a vivir satisfacciones tan sencillas, ni sus súbditos le dispensarían tan rendida adoración como durante aquellos siete años en que anduvo refugiado en las montañas del Ponto oriental. Durmiendo apaciblemente al amparo de aquellos bosques, teñidos por el rosa y el lila del rododendro, el crema colgante de la acacia, escuchando el murmullo de aguas cristalinas, alcanzó la juventud. Sus primeras mujeres fueron las muchachas de pueblos pequeños y primitivos; el primer león, una enorme fiera de largas crines, a la que mató con un garrote, emulando a Hércules; y su primer oso, un animal mucho más alto que él.
Los mitridátidas eran gentes de elevada estatura, de origen germano-celta de la región de Tracia, pero él tenía algo de sangre persa de la corte del rey Darío, y durante los doscientos cincuenta años que llevaban reinando en el Ponto habían matrimoniado con la dinastía seléucida siria, otra casa real de origen germano-tracio descendiente del general Seleuco de Alejandro Magno, y algún gen recesivo de la estirpe persa produjo algunos individuos más menudos y de suave cutis crema oscuro, pero Mítrídates Eupator era un auténtico germano-celta de gran estatura, espaldas en las que cargaba un ciervo bien desarrollado y muslos y pantorrillas suficientemente fuertes para trepar por los riscos del montañoso Ponto.
A los diecisiete años se consideró ya un hombre hecho y fue al encuentro de su destino. Envió en secreto un mensaje a su tío Arquelao, un hombre que, él lo sabía, no guardaba ningún afecto por la reina Laódice, su hermanastra y su soberana, y acto seguido urdieron un plan en una serie de encuentros clandestinos en las montañas de Sinope, en donde vivía todo el año la soberana; Mitrídates fue hablando con los notables que Arquelao juzgaba dignos de confianza y fue recibiendo su promesa de fidelidad.
Todo salió con arreglo al plan previsto: Sinope cayó sin asedio debido a la lucha intestina que estalló por el poder, la reina y Cristos, con los nobles partidarios suyos, fueron apresados sin derramamiento de sangre, pero luego la espada del verdugo hizo que ésta sí corriera, ajusticiando inmediatamente a varios tíos, tías y primos de Mitrídates. Cristos pereció poco después, y la reina Laódice fue la última en caer. Como era un hijo clemente, Mitrídates encerró a su madre en una mazmorra de las defensas de Sinope, donde alguien se olvidó de darle de comer y acabó muriendo de hambre. Inocente o matricida, Mitrídates VI reinó en solitario cuando aún no había cumplido dieciocho años.
Enardecido, ansiaba convertir el Ponto en el país más poderoso de la zona y quién sabe si gobernar el mundo, porque su enorme espejo de plata le decía que él no era un rey corriente. En lugar de diadema o tiara, optó por tocarse con una piel de león, con las fauces abiertas sobre la frente, cabeza y orejas cubriéndole el pelo y las garras cruzándole el pecho. Como su pelo era tan parecido al de Alejandro Magno, de color amarillo dorado, espeso y ondulado, lo llevaba peinado igual que él. Y para demostrar su virilidad no se dejó barba ni bigote (por ser algo ajeno al gusto helenista) sino unas largas y pobladas patillas. ¡Qué contraste con Nicomedes de Bitinia! Viril, mujeriego, grande, lujurioso, terrible y poderoso; eran las cualidades que el espejo de plata le revelaba, y él se sentía satisfecho.
Casó con su hermana mayor, otra Laódice, y luego con cuantas le placían; así, tenía una docena de esposas y un buen número de concubinas. Laódice fue nombrada reina, pero, como el mismo solía decirle, sólo lo sería mientras le fuese fiel. Para hacer más explícita la advertencia, envió a Siria a por una esposa seléucida de la casa reinante, y como en aquel momento había abundancia de princesas, tuvo por esposa a una siria llamada Antioquis. Compró también a una tal Nisa, hija de un príncipe de Capadocia llamado Gordio, y dio una de sus hermanas menores (también llamada Laódice) a Ariarates VI de Capadocia.
Las alianzas matrimoniales, como pronto comprendería, eran un asunto de suma utilidad. Su suegro Gordio conspiró con su hermana Laódice para asesinar al marido de ésta, rey de Capadocia, y situar en el trono a su hijito con el nombre de Ariarates VII, contentándose ella con quince años de regencia, para mantener Capadocia esclava de su hermano Mitrídates; eso hasta que sucumbió a los halagos del viejo rey Nicomedes de Bitinia y optó por reinar prescindiendo de su hermano Mitrídates y de su perro guardián Gordio. Gordio huyó al Ponto y Nicomedes asumió el título de rey de Capadocia, pero siguió residiendo en Bitinia, consintiendo que su esposa hiciera lo que quisiera en Capadocia, salvo mostrar una actitud amistosa frente al Ponto. Disposición que a Laódice le vino de perlas. Sin embargo, su hijo tenía ya casi diez años y, como buen oriental, mostraba ya tendencias autocráticas y deseaba reinar en solitario. Por un enfrentamiento con su madre, sus pretensiones se vinieron abajo, pero no sus deseos. Transcurrido un mes se presentó en la corte de su tío Mitrídates en Amasia y otro mes más tarde su tío le instalaba en el trono de Mazaca, ya que el ejército del Ponto estaba siempre en pie de guerra, no así el de Capadocia. Laódice fue ejecutada a la vista de su impasible hermano, y las posesiones de Bitinia en Capadocia quedaron drásticamente borradas. Lo único que molestó a Mitrídates fue que el joven rey Ariarates VII, de diez años, no consintió en que Gordio volviese a Capadocia, manifestando tercamente que no podía acoger en el país al asesino de su padre.
Todas estas intromisiones de Capadocia sólo habían ocupado una pequeña parte del tiempo del rey del Ponto; durante los primeros años de su reinado centró casi todas sus energías en aumentar la fuerza y perfección de sus ejércitos y sanear el tesoro del país. Mítrídates era un rey que reflexionaba, pese a su aspecto leonino, sus afectadas actitudes y su juventud.
Con un puñado de los notables que eran además sus más próximos parientes (mItridátIdas), su tío Arquelao, su tío Diofanto y sus primos Arquelao y Neoptolemo, se embarcó en Amisus para realizar un viaje por la ribera oriental del mar Euxino. El grupo viajó con disfraces de mercaderes griegos en prospección de contratos comerciales, y pasó por tal dondequiera que desembarcaba, ya que los pueblos que visitaban no eran cultos ni refinados. Trapezo y Rizo ya hacía tiempo que pagaban tributo a los reyes del Ponto, formando nominalmente parte del reino, pero aparte de aquellos dos prósperos puertos de salida para la plata de las ricas minas, el interior era terra incógnita.
La expedición exploró la legendaria Cólquida, donde el río Fasis desemboca en el mar y las gentes que viven en sus riberas hunden en sus aguas vellones para recoger las numerosas partículas de oro que arrastran desde el Cáucaso. Se quedaron boquiabiertos al ver aquellas montañas más altas que las del Ponto y Armenia, con sus laderas cubiertas de nieves perpetuas, y anduvieron al acecho de las descendientes de las amazonas que otrora vivían en el Ponto, donde el Termodón rinde sus aluviones en el mar.
Progresivamente el Cáucaso pierde altura y comienza la interminable llanura de los escítas y los sármatas, pueblos muy numerosos, de hábitos casi sedentarios, aunque algo sometido por los griegos que habían establecido colonias en la costa, no militarmente sometido, sino influido por la cultura y las costumbres griegas más exóticas y seductoras.
En el punto en que el delta del río Vardanes corta la línea de la costa, el barco en que viajaba Mitrídates entró en un lago enorme casi cerrado, llamado Maeotis, y navegó por su perímetro triangular hasta descubrir en el vértice el mayor río del mundo, el fabuloso Tanais. Supieron de nombres de otros ríos: Rha, Udon, Boristenes, Hipanis, y oyeron relatos sobre el gran mar situado al este, llamado Hyrcamis o Caspio.
Donde los griegos habían fundado sus colonias, allí abundaba el trigo.
–Sembraríamos más si tuviésemos mercado -dijo el etnarca de Sinde-. Cuando probaron el pan, los escitas aprendieron a roturar el suelo y cultivar trigo.
–Hace ya un siglo que vendéis trigo al rey Masinisa de Numidia -dijo Mitrídates-, pero hay más mercados. No hace mucho que los romanos estaban dispuestos a comprar al precio que fuese. ¿Por qué no buscáis mercados de una forma más activa?
–Es verdad -respondió el etnarca-; nos hemos quedado demasiado aislados de los pueblos del Mediterráneo, y las tasas que impone Bitinia por el paso del Helesponto son muy altas.
–Yo creo que hemos de hacer algo para ayudar a esta gente tan estupenda, ¿no créeis? – dijo Mitrídates a sus tíos.
Una inspección de la fabulosa y fértil península llamada el Quersoneso Táurico por los griegos y Cimeria por los escitas era el último testimonio que necesitaba Mitrídates: aquellas tierras estaban maduras para la conquista y debían pertenecer al Ponto.
Sin embargo, Mitrídates no era un buen general, pero sí lo bastante inteligente para saberlo. La milicia le había interesado algunas veces y no era cobarde, ni mucho menos; pero él no sabía cómo utilizar miles de soldados y no había tenido ocasión de llevarlo a la práctica. Le gustaba organizar una campaña y hacer las levas de tropa, pero dejaba a otros más capaces el mando.
El Ponto estaba lleno de tropas, desde luego, pero su rey sabía que su calidad dejaba mucho que desear, pues los griegos que habitaban las ciudades costeras despreciaban la guerra, y los pueblos indígenas, descendientes de las estirpes persas que otrora habían vivido al sur y al oeste del mar Hircamis, estaban tan atrasados que resultaba casi imposible entrenarlos militarmente. Por consiguiente, a semejanza de la mayoría de monarcas orientales, Mitrídates se veía obligado a recurrir a mercenarios; en su mayor parte sirios, cilicios, chipriotas y los impetuosos habitantes de los belicosos estados semitas en torno al Palus Asplialtites de Palestina. Combatían muy bien y eran leales, siempre que se les pagara, pero si la paga se retrasaba un día, recogían sus bártulos y emprendían el camino de sus casas.
Al ver a los escitas y sármatas, el rey del Ponto pensó que entre ellos podía reclutar su ejército; los entrenaría para la infantería, dándoles el mismo armamento que los romanos. Pero antes tenía que someterlos. Y esa tarea se la encomendó a su tío Diofanto, hijo de la hermana de su padre, y a un noble llamado Asclepiodoro.
El pretexto fue una queja presentada por los griegos de Sinde y del Quersoneso por las incursiones de los hijos del rey Esciluro, ya difunto y artífice del estado escita de Cimeria, que aún subsistía después de su muerte, Gracias a los esfuerzos de la avanzadilla griega de Olbia, situada al oeste, eran escitas dedicados a la agricultura, pero también belicosos.
–Pedid ayuda al rey Mitrídates del Ponto -dijo el falso grupo de mercaderes antes de abandonar el Quersoneso Táurico-. Si queréis, podemos llevarle una carta vuestra.
Famoso general ya en vida de Mitrídates V, Diofanto se entregó a la tarea con entusiasmo y condujo un ejército bien entrenado al Quersoneso Táurico, y en la primavera siguiente al viaje de Mitrídates el Ponto ganaba la guerra y los hijos de Esciluro se rendían, a la par que el reino insular de Cimeria; al cabo de un año, el Ponto poseía todo el Quersoneso Táurico, gran parte del territorio roxolano al oeste y la ciudad griega de Olbia, muy disminuida por las constantes incursiones de sármatas y roxolanos. En el segundo año, los escitas contraatacaron, pero a finales del mismo, Diofanto tenía sometidas las regiones orientales del lago Maeotis, la isla Suamacus, y había edificado dos ciudades fortificadas, una enfrente de otra, en el Bósforo cimerio.
Diofanto regresó en barco a su país y dejó a su hijo Neoptolemo encargado de Olbia y el oeste y a su hijo Arquelao la organización del nuevo imperio póntico de la región norte del Euxino. Realizaron una tarea espléndida, con no poco expolio, inagotable mano de obra para los ejércitos e inmejorables perspectivas de comercio. Todo esto se lo comunicó Diofanto al joven rey con tono de orgullo, tras lo cual, el joven rey, celoso y atemorizado, mandó ejecutar a su tío Diofanto.
El eco de aquello se extendió por toda la corte y llegó hasta el Euxino norte, en donde los hijos del ejecutado lloraron de terror y aflicción y se aplicaron con renovada energía a concluir lo que su padre había iniciado. Neoptolemo y Arquelao avanzaron y navegaron por la orilla oriental del Euxino, apoderándose uno por uno de todos los pequeños reinos del Cáucaso, incluido la Cólquida rica en oro y las tierras situadas entre Fasis y el Rhizus póntico.
La Armenia inferior, que los romanos llamaban Armenia Parva, no formaba en puridad parte de Armenia; consistía en unas tierras situadas al oeste de la vertiente póntica de las grandes montañas, entre los ríos Araxes y Éufrates, que Mitrídates consideraba suyas de pleno derecho, aunque sólo fuese porque su rey tenía por soberanos a los reyes del Ponto y no a los de Armenia. En cuanto al Euxino oriental y septentrional, fueron de él de hecho y de nombre;
Mitrídates invadió la Armenia inferior al frente de sus ejércitos, convencido de que bastaría con su presencia. Y no se equivocó. Cuando entró en la pequeña ciudad de Zimara, que era la capital, la población le recibió entre aclamaciones y el rey armenio Antípater avanzó hacia él con ademán suplicante. Por una vez en su vida, Mitrídates se sintió como un general, y no es de extrañar que quedara extasiado con la Armenia inferior, contemplando aquellos picos cubiertos de nieve, los tumultuosos torrentes, el aislamiento y la inaccesibilidad. Y allí decidió guardar los tesoros que tan rápidamente iba acumulando, dictando sin pérdida de tiempo órdenes para la construcción de depósitos fortificados en riscos inexpugnables de aquellas altas montañas y en las orillas inalcanzables de los peligrosos ríos. Durante todo el verano estuvo cabalgando para decidir la elección de tal sima, tal garganta; una vez concluido el plan, disponía de setenta depósitos de seguridad, y la fama de su fabulosa riqueza había llegado a Roma.
Así, cuando aún no contaba treinta años, dueño ya de un próspero imperio con inmensas riquezas, comandante en jefe de doce ejércitos formados por escitas, sármatas, celtas y meóticos y padre de numerosos hijos, Mitrídates VI del Ponto envío una embajada a Roma para solicitar el título de amigo y aliado del pueblo romano. Fue el año en que Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César vencieron a las últimas hordas de germanos en Vercellae, por lo que Mario sólo conocía los acontecimientos por boca ajena, principalmente por las cartas de Publio Rutilio Rufo. El rey Nicomedes de Bitinia se había quejado inmediatamente al Senado, diciendo que era imposible que Roma nombrase a dos reyes amigos y aliados del pueblo romano cuando esos dos reyes estaban constantemente enfrentados, señalando que él nunca había faltado en su lealtad a Roma desde su ascenso al trono de Bitinia, más de cincuenta años atrás. Tribuno de la plebe por segunda vez, Lucio Apuleyo Saturnino había apoyado a Bitinia y, al final, todo el dinero que los embajadores de Mitrídates habían pagado a los venales senadores no había servido para nada. La embajada enviada por el Ponto no fue recibida y regresó a su país.
Mitrídates se tomó muy a mal la noticia. Primero sufrió un ataque de ira que hizo que los cortesanos se dispersaran aterrorizados mientras él rugía de rabia en su salón de audiencias, lanzando imprecaciones y horribles maldiciones contra Roma y todo lo romano. Luego cayó en una apatía más terrorífica aún y estuvo varias horas solo, sentado en su trono leonado, reflexionando. Finalmente, tras notificar escuetamente a la reina Laódice que gobernase en su ausencia, salió de Sinope y no se le volvió a ver durante un año largo.
Primero fue a Amasia, la antigua capital del Ponto, donde todos sus antepasados reales estaban enterrados en tumbas excavadas en la roca viva de las montañas que rodean la ciudad, y allí se dedicó a pasear de arriba abajo durante varios días por los pasillos del palacio, sin hacer caso de la presencia de sus amedrentados servidores y las seductoras quejas de las dos esposas y ocho concubinas que vivían allí todo el año. Luego, del mismo modo repentino, el rey Mitrídates salió de aquel estado de furor y se dispuso a hacer planes. No mandó que vinieran de Sinope más cortesanos, ni cabalgó hasta Zela, en donde estaba acampado su ejército más próximo; lo que hizo fue convocar a los notables que vivían en Amasia para que le eligiesen un contingente de tropas formado por mil hombres de élite. Sus instrucciones fueron claras y terminantes, expuestas en un tono que no daba lugar a discusión. Después, se dirigió a Ancira, la mayor ciudad de Galacia, en avanzadilla con una escolta, seguido por los mil hombres mucho más atrás. A los notables los había mandado por delante con órdenes de convocar a todos los jefes de tribus a un gran encuentro en la ciudad, donde el rey del Ponto les haría importantes propuestas.
Galacia era un lugar estrafalario, una avanzadilla celta en un subcontinente habitado por comunidades persas, sirias, germánicas e hititas, en el que todos, menos los sirios, eran de tez clara, aunque no como aquellos inmigrantes celtas descendientes del segundo rey Breno de los galos. Durante casi doscientos años habían ocupado aquel territorio amplio y rico de la Anatolia central, y vivían al estilo galo al margen de las culturas que los rodeaban. Incluso sus contactos intertribales eran escasos, no tenían un soberano ni les interesaba formar un ejército para conquistar más territorio. Es cierto que durante algún tiempo habían aceptado a Mitrídates V del Ponto como soberano, circunstancia que no les reportaba nada, aunque tampoco a Mitrídates, ya que nunca entregaban los diezmos y tributos estipulados por el Ponto y Mitrídates murió antes de poder cobrarse las exacciones. A ellos nadie los forzaba a nada; eran galos, mucho más fieros que frigios, capadocios, pontinos, bitinios, jonios o griegos dóricos.
Los jefes de las tres tribus gálatas, y otras menos importantes, acudieron a Ancira en respuesta a la convocatoria de Mitrídates, más atraídas por la gran fiesta prometida que por ningún proyecto de campaña, incursión o botín que pudiera ofrecerles Mítrídates VI. Y en Ancira, poco más que un poblacho, encontraron a Mitrídates aguardándolos. Había ido adquiriendo durante todo el camino desde Amasia cuantas exquisiteces había podido para ofrecérselo a los jefes de las tribus en una fiesta mucho mejor de lo que su imaginación había fabulado. Ya en un estado de afable complacencia antes de atacar los alimentos, los jefes cayeron en la doble trampa de la comida y la bebida y, mientras yacían entre los desechos de la fiesta, en medio de ronquidos y convulsiones etílicas, los mil soldados de élite del rey Mitrídates penetraron cautelosamente en el recinto y los fueron matando. Hasta que el último jefe gálata no hubo muerto, no se movió el rey del trono que presidía la mesa, sentado con la pierna por encima del brazo, balanceándola, observando la matanza con cara de sumo interés.
–Quemadlos -les dijo- y esparcid sus cenizas sobre la sangre. En este sitio crecerá un trigo excelente el año próximo. No hay nada que fertilice más el suelo que la sangre y los huesos.
A continuación se proclamó rey de Galacia sin que nadie se le opusiera, salvo los galos diseminados y sin jefes.
Luego volvió a desaparecer totalmente sin que ni su principal notable supiera dónde estaba ni lo que hacía; el soberano se limitó a dejar una carta ordenándole limpiar Galacia, regresar a Amasia y enviar a la reina a Sinope para que nombrase un sátrapa para las nuevas tierras pónticas de Galacia.
Disfrazado de mercader, montado en un mediocre caballo marrón y con un asno cargado con la ropa y un esclavo gálata bastante tonto, que ni sabía quién era su amo, Mitrídates emprendió camino hacia Pessinus. Y en el recinto de la Magna Mater, la diosa Kubaba Cibeles, reveló su identidad a Batacio y tomó al archigallos a su servicio, obteniendo de él gran parte de la información que necesitaba. Desde Pessinus se dirigió a la provincia romana de Asia siguiendo el curso del largo valle del río Meandro.
Apenas dejó ninguna ciudad de la Caria sin indagar; el mercader oriental de gran estatura, curioso, algo ambiguo respecto a su rama de comercio, fue de un lugar a otro, aplicando a veces un correctivo físico a su zoquete esclavo, mirando hacia otro lado, atento a grabar en su mente todo lo que veía. Comió con otros mercaderes en las mesas de las posadas, paseó por la plaza del mercado hablando con todos aquellos que le parecía que tenían algo interesante que decir, recorrió los muelles de los puertos del Egeo, mirando fardos y olisqueando amphorae, trató con las mujeres de los pueblos, recompensándolas generosamente cuando satisfacían sus necesidades carnales, y escuchó historias de las riquezas de los santuarios de Esculapio en Cos, de Artemisa en Éfeso, el de Esculapio en Pérgamo y los fabulosos tesoros de Rodas.
De Éfeso regresó al norte hacia Esmirna y Sardis y, finalmente, llegó a Pérgamo, capital del gobernador romano, reluciente en su acrópolis como una arqueta de joyas. Allí vio por primera vez auténticas tropas romanas: la guardia personal del gobernador. Roma no consideraba que hubiese riesgo militar en la provincia de Asia y la tropa la constituían reclutas locales y la milicia. Mitrídates estuvo observando largo y tendido aquella tropa de ochenta soldados, tomando nota mental de las pesadas cotas de malla, las cortas espadas y los venablos de cabeza menuda, la manera entrenada de caminar propia del servicio que desempeñaban. Vio también por primera vez la toga bordada de púrpura en la persona del gobernador. El personaje, escoltado por los lictores en túnica carmesí, con las fasces en el hombro izquierdo y el hacha insertada, dado que el gobernador tenía potestad para aplicar la pena capital; al rey del Ponto le pareció que trataba con suma modestia a una serie de hombres que vestían toga blanca. Supo que éstos eran los publicani, empleados de las compañías que recogían los impuestos provinciales. Por la manera en que paseaban por las calles de Pérgamo, tan maravillosamente trazadas y cuidadas, parecía que la provincia fuese de ellos más que de Roma.
Era evidente que Mitrídates no pretendía entablar conversación con ninguno de aquellos engreídos, pues estaban demasiado ocupados y eran muy presumidos para prestar atención a un simple mercader oriental; se limitó, pues, a dirigirles una inclinación de cabeza cuando se los cruzaba, rodeados de sus cohortes de escribas y funcionarios, pero sí que lió amistosamente la hebra con los pergameses en las mesas de las tabernas, a las que no acudían precisamente los publicani.
–Nos sangran sin piedad -le dijeron tantas veces que juzgó sería la verdad y no las manidas quejas de quienes protestan sólo por ocultar su prosperidad, como sucede con los granjeros ricos y los que gozan de algún monopolio.
–¿Ah, sí? – replicaba él al principio, y como le preguntaban dónde estaba él treinta años antes cuando la muerte de Atalo, se inventó una historia de largos viajes por el norte del mar Euxino, por si alguien le interrogaba sobre cosas de Olbia o Cimeria y contestar como quien ha estado allí.
–En Roma -le dijeron- tienen dos altos funcionarios a los que llaman censores, designados por elección. ¿Verdad que es raro? Además, antes tienen que haber sido cónsules para que así se vea lo importantes que son. En cualquier comunidad griega que se precie, los negocios del Estado los llevan empleados civiles como es debido, no hombres que un año antes hayan estado mandando un ejército; pues en Roma no es así, y esos censores, simples aficionados en cuestión de negocios, tienen encomendado el control de todos los negocios del Estado y conceden cada cinco años contratas en nombre del Estado.
–¿Contratas? – inquirió ceñudo el déspota oriental.
–Contratas. Igual que todos los contratos, salvo que éstas se establecen entre empresas comerciales y el Estado -contestó el mercader de Pérgamo que conversaba con Mitrídates.
–Creo que he vivido demasiado tiempo en países en los que mandan reyes -replicó el soberano-. ¿Y el Estado no tiene servidores que se encarguen de que se efectúen los proyectos como es debido?
–Sólo magistrados; los cónsules, pretores, ediles y cuestores, a quienes sólo les interesa una cosa: que estén llenas las arcas de Roma -dijo el mercader riendo disimuladamente-. ¡Claro que, amigo mío, la mayoría de las veces lo único que les interesa es llenar su propia bolsa!
–Continuad. Estoy asombrado.
–Esta difícil situación nuestra es culpa de Cayo Graco.
–¿Uno de los hermanos Sempronios?
–Exacto. El más joven. Fue él quien legisló que los impuestos de Asia los cobrasen equipos de hombres especialmente nombrados para ese cometido. Así, el Estado se lleva su parte sin necesidad de dar empleo fijo a recaudadores. De esa ley nacieron los publicani asiáticos, los que recaudan aquí los impuestos. Los censores en Roma ponen a subasta las contratas con arreglo a las condiciones del Estado, y en el caso de la provincia de Asia estipulan la suma que quiere el Tesoro cada año de un período de cinco, no la suma real que se recauda en la provincia. Esa cifra la deciden las compañías recaudadoras, pues tienen que hacer sus ganancias antes de abonar al Tesoro lo contratado. Por lo tanto, un escuadrón de contables se sienta, ábaco en mano, y calcula cuánto pueden estrujar anualmente a la provincia de Asia durante ese período de cinco años y pujan para obtener la contrata.
–Perdonad mis pocas luces, pero ¿qué le importa a Roma la suma que se puja, si la cantidad que el Estado quiere ya ha sido establecida de antemano?
–¡Ah, esa cifra, querido amigo, es simplemente el mínimo que acepta el Tesoro! Y por eso se da el caso de que cada empresa de publicani trata de calcular una cifra que sea lo bastante alta respecto al mínimo para que el Tesoro la acepte y llevarse al mismo tiempo un buen beneficio.
–Ya entiendo -replicó Mitrídates con un bufido-. Dan la contrata a la empresa que más puja.
–Eso es.
–Pero ¿pagan al Tesoro la cifra que han pujado o toda la suma, incluido el fuerte beneficio?
–¡Sólo la suma que hay que pagar al Estado, amigo! – contestó el mercader riendo-. La ganancia que la empresa piensa sacar sólo la saben ellos, y los censores no preguntan nada, creedme. Abren las ofertas y la más alta es la que se lleva el contrato.
–¿Los censores conceden alguna vez la contrata a una empresa que oferte menos que otra?
–Que yo recuerde, no, amigo.
¿Entonces qué sucede? Los cálculos de las empresas, por ejemplo, ¿están dentro del límite de la probabilidad o son demasiado optimistas? – inquirió Mitrídates haciéndose el ignorante.
–¿Qué os imagináis? Los publicani basan sus cálculos, por lo que sabemos, en las cifras obtenidas en el Jardín de las Hespérides y no en la Asia menor de Atalo. Así, cuando hay una disminución de la producción en el distrito más pequeño y en la actividad menos importante, de pronto a los publicani les entra el pánico porque la suma que han acordado pagar al Tesoro es superior a lo que están recaudando. ¡Si hubiesen hecho una oferta más realista todo iría mejor! Por lo tanto, a menos que tengamos una cosecha abundante y no perdamos una sola oveja en la esquila, hasta que vendamos hasta el último eslabón de cadena, el último palmo de tela, la última piel de vaca, y la última amphora de vino y medimnus de aceitunas, los recaudadores nos aprietan a todos sin contemplaciones -contestó el mercader con amargura.
–¿Y de qué modo aprietan? – inquirió Mitrídates, preguntándose dónde estarían los campamentos de tropas, pues no había visto ninguno en sus viajes.
–Contratan a mercenarios cilicios, de regiones en las que hasta las ovejas cilicias pasan hambre, y les dan carta blanca. Yo he visto vender a la población de distritos enteros como esclavos, mujeres y niños, viejos y jóvenes. He visto cavar en campos y derruir casas para buscar dinero. Sí, amigo, si os dijera todo lo que he visto hacer a los recaudadores para sacar dinero estrujando, lloraríais. Cosechas enteras confiscadas, salvo el mínimo para que el agricultor y su familia coman y puedan sembrar al año siguiente, rebaños diezmados, atiendas y comercios saqueados… y lo peor de todo es que esta situación hace que la gente mienta y engañe, porque si no lo hacen lo pierden todo.
–¿Y todos esos recaudadores publicani son romanos?
–Romanos o itálicos -contestó el mercader.
–Itálicos -dijo Mitrídates pensativo, lamentando haber pasado siete años de su infancia oculto en los bosques del Ponto. Como había notado desde el principio del viaje, su formación era muy deficiente en cuanto a geografía y economía.
–Bueno, en realidad, romanos -añadió el mercader, quien tampoco estaba muy seguro de la diferencia-. Proceden de zonas concretas que los romanos llaman Italia. Pero aparte de eso, para mí no existe ninguna diferencia. Cuando se juntan hablan latín por los codos en vez de tener la decencia de hacerlo en griego, y todos visten unas túnicas horrendas y mal cortadas que hasta un pastor se avergonzaría de llevar, unas túnicas sin pinzas ni pliegues para que caigan bien -dijo el mercader, cogiendo complaciente la suave tela de su túnica griega, seguro de que su corte favorecía su cuerpo más bien pequeño y delgaducho.
–¿Y llevan toga? – inquirió Mitrídates.
–A veces. En días de fiesta o si el gobernador los convoca -respondió el mercader.
–¿Y los itálicos también?
–No lo sé -contestó el mercader, encogiéndose de hombros-. Creo que sí.
De esta clase de conversaciones obtuvo Mitrídates la información que deseaba; casi todas eran una retahíla de odio hacia los publicanos y sus acólitos. Pero había también otro próspero negocio en la provincia de Asia dirigido por los romanos: los préstamos de dinero a unos intereses exorbitantes, y se enteró de que aquellos prestamistas solían ser empleados de las empresas recaudadoras de impuestos, aunque éstas no intervinieran en el préstamo. La provincia romana de Asia, pensó el rey del Ponto, era una gallina gorda que los romanos desplumaban sin ninguna consideración. Llegaban a ella de Roma y los departamentos que llamaban Italia para presionar y exprimir, y volver a sus casas con la bolsa repleta, indiferentes a la difícil situación de sus habitantes, los dorios y jonios asiáticos. ¡Por eso eran tan odiados!
De Pérgamo emprendió viaje por tierra hacia el triángulo poco importante llamado Troade, para llegarse a la ribera sur del lago Propontis, cerca de Cizicus, desde donde se dirigió a Prusa, en Bitinia: una región próspera situada en el regazo de un monte cubierto de nieve llamado el Olimpo de Misia, en la que únicamente se detuvo para observar que a los habitantes les traían sin cuidado las maquinaciones de su rey octogenario, continuando viaje hacia la capital de Nicomedia, donde el anciano tenía su corte. Era también una ciudad próspera y bastante grande, dominada por el recinto del templo y el palacio en una pequeña acrópolis.
Aquél era un país peligroso para un mitridátida y hasta era posible que en las calles de Nicomedia se tropezase con alguien que pudiera reconocerle, un sacerdote de la extensa cofradía de Ma o Tike o algún viajero de Sinope. Por ello optó por alojarse en una posada miserable, lejos de los mejores barrios de la ciudad, cubriéndose bien con los pliegues de su capa siempre que se aventuraba a pasear. Lo único que quería era comprobar la reacción de las gentes y hasta dónde llegaba su devoción por el rey Nicomedes para saber hasta qué extremo le apoyarían en una guerra contra el rey del Ponto, por ejemplo, aunque fuese pura especulación.
El resto del invierno y toda la primavera los pasó yendo desde Heraclea, en el Euxino bitiniano, hasta los confines más remotos de Frigia y Patagonia, observándolo todo, desde el estado de las carreteras -simples caminos-, la situación de la agricultura y el nivel de formación de sus habitantes.
Así, a principios de verano regresaba a Sinope, poderoso y satisfecho en sus propósitos, para encontrarse con su hermana-esposa Laódice, emocionada y proclive a la charla desenfrenada, y unos nobles demasiado tranquilos. Sus tíos Arquelao y Diofanto habían muerto y sus primos Neoptolemo y Arquelao se hallaban en Cimeria, situación que le hizo ver su vulnerabilidad, apagando su euforia e impulsándole a reprimir sus ganas de sentarse en el trono y relatar a la corte con todo detalle su odisea por occidente. Lo que hizo fue dirigir a todos una sonrisa despreocupada, hacer el amor a Laódice hasta que pidió una tregua, visitar a todos sus hijos e hijas y a sus respectivas madres, y sentarse a esperar acontecimientos. Algo sucedía, de eso estaba seguro, y hasta que descubriese lo que era decidió no decir palabra de dónde había estado durante aquella larga y misteriosa ausencia, ni sobre sus futuros planes.
Luego, durante el turno de guardia nocturna, vino a verle Gordio, su suegro capadocio, que se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio y le indicó con la mano que fueran a reunirse en las almenas del palacio lo antes posible. La luna plateaba la noche y una brisa arrancaba rizos brillantes en la superficie del mar, las sombras eran negrísimas y la luz del astro de la noche una fatua parodia de sol. Extendida sobre la lengua de tierra que unía al continente el bulboso promontorio en que estaba el palacio, la ciudad dormía tranquila. La densa oscuridad de las murallas se erguía coronada por su geométrica dentadura bajo el fulgor de unas nubes bajas.
A medio camino entre dos atalayas se encontraron el rey y Gordio, agachados detrás de las almenas, hablando tan quedamente que ni los pájaros durmientes pudiesen oírlos.
–Laódice estaba convencida de que esta vez no volveríais, gran señor -dijo Gordio.
–¿Ah, sí? – inquirió el rey con voz pétrea.
–Tomó un amante hace tres meses.
–Vuestro primo Farnaces, gran señor.
¡Ah, qué lista era Laódice! No un amante cualquiera, sino uno de los pocos varones del linaje que puede aspirar al trono del Ponto sin temor a ser desplazado por uno de la progenie real o algún hijo menor de edad. Farnaces era hijo del quinto hermano del rey y de la quinta hermana, con sangre real por ambas partes. Perfecto.
–Creerá que no voy a enterarme -dijo Mitrídates.
–Cree que los pocos que lo saben tienen demasiado miedo para hablar -replicó Gordio.
–¿Y por qué has hablado tú?
–Mi rey -dijo Gordio sonriente, brillándole los dientes bajo la luz de la luna-. ¡Vos sois el mejor! Lo supe la primera vez que os vi.
–Te prometo que serás recompensado, Gordio -dijo el rey, apoyándose en la muralla, pensativo-. Ella no tardará en intentar matarme -añadió finalmente.
–Eso creo, gran señor.
–¿Cuántos hombres leales tengo en Sinope?
–Creo que muchos más que ella. Es una mujer, gran señor, y por tanto más cruel y traicionera que ningún hombre. ¿Quién puede confiar en ella? Sus seguidores lo han hecho para ganarse ascensos. Y yo creo que además confían en que Farnaces la mate una vez que se vea seguro en el trono. Sin embargo, la mayoría de la corte ha resistido a sus halagos.
–¡Estupendo! Gordio, dejo en tus manos que expliques a mis leales lo que sucede. Diles que estén dispuestos a cualquier hora del día o de la noche -dijo el rey.
–¿Qué vais a hacer?
–¡Dejaré que esa cerda intente matarme! Yo la conozco; es mi hermana. Y sé que no usará el cuchillo o la flecha, sino el veneno. Con algo horrible, para que sufra.
–¡Gran señor, permitid que los aprese a ella y a Farnaces inmediatamente! – musitó Gordio enardecido-. ¡El veneno es algo muy sutil! ¿Y si a pesar de todas las precauciones os hace tomar cicuta o pone una víbora en vuestro lecho? ¡Dejadme que los aprese ahora! Es preferible.
–Necesito pruebas, Gordio -replicó el rey moviendo la cabeza-. Dejemos que intente envenenarme. Que encuentre la planta, la seta ponzoñosa o el reptil que mejor le parezca y que lo intente.
–¡Mi rey, mi rey! – dijo Gordio aterrado, con voz temblorosa.
–No hay por qué preocuparse, Gordio -replicó Mitrídates sin alterarse y sin temor alguno-. Nadie sabe, y menos Laódice, que durante los siete años en que anduve huyendo de la venganza de mi madre me hice inmune a todos los venenos conocidos y a algunos que nadie más que yo ha descubierto. Soy quien más sabe de venenos, puedo asegurártelo. ¿Crees que todas mis cicatrices las han producido las armas? ¡No! Me las hice yo mismo, Gordio, para asegurarme de que ninguno de mi familia consiga eliminarme por el método más fácil y limpio.
–¡Tan joven! – dijo Gordio asombrado.
–Pensé que era lo mejor para llegar a viejo. Nadie va a arrebatarme el trono.
–Pero ¿cómo os hicisteis inmune, gran señor?
–Mira, está el áspid egipcio, por ejemplo -dijo el rey, animado por el tema-, el que tiene una toca ancha y cabeza pequeña entre las placas, Me trajeron una caja con ejemplares de todos los tamaños y comencé a dejarme picar por los más pequeños, luego dejé que lo hiciera el más grande, un monstruo de siete pies de largo y tan grueso como mi brazo. Al final, Gordio, me picaban y no me sucedía nada. Y lo mismo hice con víboras y pitones, escorpiones y arañas, y después probé una gota de todos los venenos, cicuta, acónito, mandrágora, pulpa de semilla de cereza, poción de bayas, arbustos y raíces, la seta calavera y la roja de puntos blancos. ¡Sí, Gordio, los probé todos, aumentando la dosis una gota cada vez hasta que una copa entera no me hacía efecto! Y he continuado haciéndome inmune tomando veneno y dejándome picar. Y tomo antídotos -dijo Mitrídates, riendo por lo bajo-. ¡Deja que Laódice lo pruebe! ¡No podrá matarme!
Y Laódice lo intentó durante el banquete oficial que dio para celebrar el regreso del soberano. Como estaba invitada toda la corte, se despejó el gran salón del trono y en él se dispusieron docenas de camillas y se adornaron paredes y columnas con flores y guirnaldas, sembrando el suelo de olorosos pétalos. Acudieron los mejores músicos de Sinope y un grupo itinerante de actores griegos para dar una representación de la Electra de Eurípides, y la famosa bailarina Anais de Nisibis, que veraneaba en el Euxino.
Aunque en épocas anteriores los reyes del Ponto comían sentados a la mesa como sus antepasados tracios, hacía tiempo que habían adoptado la costumbre griega de comer reclinados en camillas, presumiendo de ser monarcas helenizados, producto genuino de la cultura griega.
Lo precario de tal helenismo se hizo evidente cuando los cortesanos entraron en el salón del trono uno por uno para postrarse en el suelo ante su rey. Y por si eran necesarias más pruebas, las habría durante el interminable espacio de tiempo en que la reina Laódice, sonriente y seductora, ofreció su copa escita de oro al rey, lamiendo sus bordes con su rosada lengua.
–Bebed de mi copa, esposo mío -le instó afable.
Sin dudarlo, Mitrídates dio un buen sorbo con el que despachó media copa, dejándola en la mesita frente a la camilla que compartía con la reina. Pero conservó parte del líquido en la boca, mirando a su hermana de hito en hito con sus ojos verde uva con puntitos marrones. Luego frunció el entrecejo, no con expresión temible, sino pensativo; gesto que se tornó en parpadeo con una amplia sonrisa.
–¡Dorycnion! – dijo, paladeándolo.
La reina se puso lívida y la corte guardó silencio porque había pronunciado la palabra con voz muy fuerte y hasta aquel momento la fiesta había sido tranquila.
El rey volvió la cabeza hacia la izquierda.
–Gordio -dijo.
–Decid, gran señor -contestó Gordio, bajando rápido de la camilla.
–Ven a ayudarme.
Cuatro años mayor que su hermano, Laódice se parecía mucho a él, cosa nada rara en una familia en que se habían casado con suma frecuencia hermanos con hermanas a lo largo de varias generaciones. La reina, mujer grande pero proporcionada, se tomaba con gran esmero su apariencia y peinaba su dorado cabello al estilo griego, pintaba sus ojos marrón-verde con stibium, las mejillas con colorete, los labios con carmín y manos y pies con alheña de color marrón oscuro. La cinta blanca de la diadema dividía su frente y las borlas de los extremos le caían sobre los hombros. Tenía un aspecto verdaderamente regio, como era su intención.
Ahora leía su destino en el rostro de su hermano y se rebulló para bajar de la camilla. Pero no tuvo tiempo porque él la asió de la mano con que quería impulsarse hacia atrás y tiró de ella por encima del montón de almohadones en que había estado reclinada, hasta que quedó en sus brazos mitad tumbada mitad sentada. Gordio estaba arrodillado al otro lado, con aviesa expresión de triunfo, pues sabía la recompensa que iba a solicitar: que su hija pequeña Nisa, una esposa menor, fuese elevada a la dignidad de reina, y, en consecuencia, que su hijo Farnaces adquiriese preferencia por delante de Macares, hijo de Laódice.
Laódice, desamparada, volvió la cabeza y vio que cuatro notables hacían comparecer a su amante Farnaces ante el soberano, quien le miraba impasible. Luego, el rey volvió a dirigir su atención hacia ella.
–No voy a morir, Laódice -dijo-. En realidad, esta poción baladí ni siquiera me sentará mal -añadió, sonriendo con auténtica complacencia-. De todos modos, es más que suficiente para matarte.
El rey le tenía pinzada la nariz entre el pulgar y el índice de su mano izquierda y la obligó a echar la cabeza hacia atrás, por lo que ella hubo de abrir inmediatamente la boca porque la respiración se le había paralizado por el terror. Y Mitrídates fue vaciando despacio el contenido de la copa escita en su garganta, haciendo que Gordio le cerrase la boca cada vez que él vertía líquido, mientras él le acariciaba voluptuosamente el cuello para que tragara mejor. Ella no se resistió por considerar indigno de una mitridátida tener miedo a la muerte, y más habiendo estado a punto de apoderarse del trono. Una vez vacía la copa, el rey dejó tendida a su hermana en la camilla ante los ojos del horrorizado amante.
–No intentes vomitarlo, Laódice -dijo Mitrídates sonriente-, porque si lo haces te obligaré a beber otra vez.
Todos los presentes miraban la escena en silencio, quietos y horrorizados. Nadie supo decir después cuánto había durado aquello, salvo el rey (a quien, desde luego, nadie se lo preguntó). Mitrídates se volvió hacia sus cortesanos y se dirigió a ellos en un tono parecido al de un maestro de filosofía con sus alumnos. Y para ellos fue una auténtica revelación el conocimiento que el rey tenía de los venenos, una faceta del soberano que circularía velozmente en forma de rumor de un extremo a otro del Ponto y se difundiría después fuera del país; Gordio amplió la información, quedando para siempre unidos en la leyenda las palabras «Mitrídates» y «veneno».
–La reina -dijo Mitrídates- no habría podido elegir mejor sustancia que el dorycnion, que los griegos llaman trychnos. Tolomeo, el general de Alejandro Magno, posteriormente rey de Egipto, trajo la planta de la India, donde dicen que crece y alcanza la altura de un árbol, si bien en Egipto sólo llega a hacerse arbusto, con hojas parecidas a las de nuestra salvia. Después del aconiton es con toda certeza el mejor veneno. Advertiréis que la reina, conforme va muriendo, no perderá el sentido hasta el último suspiro. Por experiencia personal puedo deciros que la percepción se acentúa extraordinariamente y uno se encuentra en un mundo de sensaciones y visiones sin parangón con lo que se siente en estado normal. Primo Farnaces, tengo que decirte que todos los latidos de tu corazón, tu último parpadeo, la congoja que sientas al ver su sufrimiento, las percibirá mejor que nunca. Puede que sea una lástima que no pueda llevarse dentro nada más de ti, ¿verdad? Mira, ya comienza -añadió, mirando a su hermana.
Laódice tenía clavados los ojos en Farnaces, que permanecía de pie entre sus guardianes, con la cabeza gacha y una mirada que ninguno de los presentes olvidaría: dolor y horror, exaltación y pena, una gama de emociones rica y cambiante. Ella no decía nada, evidentemente porque le era imposible, y poco a poco sus labios iban distendiéndose sobre los grandes dientes amarillos y su cuello curvándose a medida que la columna vertebral se arqueaba y la cabeza tendía a tocar la parte posterior de las rodillas. Luego comenzó a experimentar unas sacudidas rítmicas, que fueron aumentando en magnitud y disminuyendo en frecuencia hasta convertirse en fuertes convulsiones de la cabeza, el cuerpo y las extremidades.
–¡Sufre un ataque! – exclamó Gordio con voz estridente.
–Naturalmente -añadió Mitrídates con desdén-. El ataque que acabará con ella, ya veréis -añadió, observándolo con auténtico interés clínico, él, que había experimentado variantes más suaves, aunque nunca ante su espejo de plata-. Mi ambición es hallar un antídoto universal -prosiguió dirigiéndose a los presentes mientras continuaban inexorablemente los espasmos de Laódice-, un elixir mágico que cure los efectos de cualquier veneno, sea de planta, animal, pez o sustancia inanimada. Actualmente me veo obligado a beber no menos de cien pociones de distintos venenos para no perder la inmunidad. Así podré ingerir un brebaje compuesto de cien antídotos -añadió en un aparte a Gordio-. Os confieso que si no tomo los antídotos me siento algo indispuesto.
–Es comprensible, gran señor -graznó Gordio, temblando tan a las claras que llamó la atención del monarca.
–Ya falta poco -dijo Mitrídates.
Pero no fue así. Las convulsiones de Laódice aumentaron de intensidad y se hicieron más deslavazadas mientras su cuerpo se consumía. Pero por sus ojos se notaba que aún sentía y percibía, y sólo se cerraron de agotamiento al expirar. No miró ni una sola vez a su hermano; aunque quizá fuese porque tenía los ojos puestos en Farnaces en el momento en que la atenazaron los espasmos y a continuación ya no le respondían los músculos del control de dirección de la vista.
–¡Excelente! – exclamó animoso el rey, señalando con la cabeza a Farnaces-. Matadle -añadió.
Nadie tuvo valor para preguntar de qué manera, y, como consecuencia, Farnaces tuvo una muerte más prosaica que Laódice con el filo de una espada. Todos los que habían visto morir a la reina aprendieron la lección y durante mucho tiempo no hubo más atentados contra Mitrídates VI.
Bitinia, como descubrió Mario al viajar por tierra de Pessinus a Nicomedia, era una tierra muy rica. Como toda Asia Menor, era un país montañoso, pero -salvo el macizo del Olimpo misiano, en Prusa- lo formaban cordilleras de poca altura, redondeadas y menos imponentes que el Taurus. Numerosos ríos bañaban la región, que ya hacía tiempo había sido colonizada. Se cultivaba el trigo suficiente para alimentar a la población y al ejército, con un excedente para el pago del tributo entregado a Roma. Era fácil el cultivo de legumbres y había abundancia de ganado ovino. Verduras y fruta no faltaban. Y las gentes, advirtió Mario, estaban bien alimentadas, contentas y sanas. Todos los pueblos por los que pasó eran populosos y prósperos.
Pero no fue eso lo que le dijo Nicomedes II al llegar con su familia a Nicomedia y alojarse en el palacio como huésped de honor del soberano. Comparado con otros, era un palacio pequeño, pero Julia en seguida hizo saber a Mario que tenía obras de arte muy valiosas, estaba construido con inmejorables materiales y su arquitectura era excepcional.
–El rey Nicomedes no es ningún pobretón -comentó Julia.
–¡Ay! – suspiró Nicomedes II-. Yo soy muy pobre, Cayo Mario! Supongo que es de esperar, siendo el rey de un país pobre. Y Roma tampoco facilita las cosas.
Estaban sentados en un balcón con vistas a la ensenada de la ciudad, la mar era tranquila, y desde las montañas hasta las construcciones de la orilla, todo se reflejaba en el agua. Nicomedia parecía suspendida en el aire, pensó el fascinado Mario, como si estuviera entre dos mundos, uno superior y otro inferior, como una reata de asnos andando de arriba abajo hasta las nubes que flotaban en el centro celeste de la ensenada.
–¿Qué queréis decir, majestad? – preguntó Mario.
–Bien, aquel lamentable asunto de hace cinco años con Lucio Licinio Lúculo, por ejemplo -contestó Nicomedes-. Llegó a principios de primavera diciendo que quería dos legiones de tropas auxiliares para luchar contra los esclavos rebeldes de Sicilia -continuó el rey en tono malhumorado-, y yo le dije que no disponía de tropas debido a la actuación de los recaudadores romanos que se llevaban a la gente como esclavos. «Liberad a mis esclavos según el decreto del Senado que dicta la libertad de todos los esclavos de países aliados en todo el territorio romano», le dije, «así volveré a tener un ejército y mi país conocerá de nuevo la prosperidad». ¿Y sabéis qué me contestó? ¡Que el decreto del Senado se refería a los esclavos con la condición de aliados itálicos!
–Y era cierto -añadió Mario estirando las piernas-. Si el decreto hubiera incluido a los esclavos de un país con tratado de amigo y aliado del pueblo romano habríais recibido notificación del Senado -replicó Mario, dirigiéndole una aguda mirada bajo sus espesas cejas-. Si no recuerdo mal, hallasteis tropas para Lucio Licinio Lúculo.
–No tantas como él quería, pero sí, le di hombres. O mejor dicho, los encontró él -contestó Nicomedes-. Cuando le dije que no disponía de hombres, marchó de Nicomedia para viajar por el interior y varios días después regresó diciendo que no veía que hubiese escasez de hombres. Yo alegué que los hombres que había visto eran labradores, no soldados, pero lo único que me dijo fue que los campesinos eran muy buenos soldados y servirían perfectamente. Y así se me complicaron las cosas, porque me arrebató los siete mil hombres que más necesitaba para la economía de mi país.
–Os los devolvió un año después -replicó Mario- y, además, volvieron con dinero en la bolsa.
–Un año durante el cual hubo cosechas insuficientes -insistió el rey-. Un año de poca producción, Cayo Mario, que bajo el sistema de tributos que nos impone Roma nos sitúa en una década de retraso.
–Lo que quisiera saber es por qué hay recaudadores de impuestos en Bitinia -dijo Mario, consciente de que al rey le resultaba cada vez más difícil demostrar sus aseveraciones-. Bitinia no forma parte de la provincia romana de Asia.
–El problema estriba, Cayo Mario -contestó el rey rebulléndose-, en que algunos de mis súbditos han recibido dinero prestado de los publicanos de la provincia de Asia. Pasamos una época difícil.
–¿Y qué es una época difícil, majestad? – insistió Mario-. Yo creía, y más desde que estalló la rebelión de esclavos de Sicilia, que gozabais de creciente prosperidad. Cultiváis mucho trigo y podríais cultivar más. Los agentes romanos estuvieron comprando grano durante unos años a precios por encima de lo normal, sobre todo en esta parte del mundo. En realidad, ni vuestro país ni la provincia de Asia pudieron cubrir la cantidad que se había encomendado comprar a nuestros agentes. Tengo entendido que la mayor parte procedía de las tierras del rey Mitrídates del Ponto.
¡Ahora sí! El aguijón implacable de Mario había dado en la llaga del rey de Bitinia, haciendo brotar el veneno.
–¡Mitrídates! – exclamó el rey con desprecio, repantigándose en su silla-. ¡Sí, Cayo Mario, ésa es la víbora que tengo en la vecindad! ¡Ésa es la causa de que merme la prosperidad de Bitinia! Me ha costado cien talentos de oro lograr la ayuda de Roma cuando solicitamos la condición de aliados y amigos del pueblo romano. Y cada año que pasa me cuesta muchas veces esa cantidad el proteger mis tierras contra sus taimadas incursiones. Porque me veo obligado a mantener un ejército por culpa de Mitrídates, y no hay país que pueda soportar ese gasto. ¡Mirad lo que hizo en Galacia no hace ni tres años! ¡Una carnicería en una fiesta! En la reunión de Ancira perecieron cuatrocientos jefes de tribu y ahora es el dueño de todos los países que me rodean: Frigia, Galacia y la Patagonia costera. Os lo diré en cuatro palabras, Cayo Mario. ¡Si no se le paran ahora mismo los pies a Mitrídates, incluso Roma lamentará algún día no haber hecho nada!
–Eso creo yo también -dijo Mario-. Sin embargo, Anatolia está muy lejos de Roma y dudo mucho que en Roma sepa alguien lo que sucede aquí. Salvo, quizá, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, que ya va siendo viejo. Lo que pretendo hacer es ver al rey Mitrídates para hacerle una advertencia seria. Y tal vez a mi regreso a Roma pueda convencer al Senado para que se tome más en serio el asunto del Ponto.
–Ahora cenemos -dijo Nicomedes, poniéndose en pie-. Después continuaremos la conversación. ¡Qué agradable es hablar con alguien que se preocupa!
Para Julia, la estancia en una corte oriental fue una experiencia inédita. Las mujeres romanas deberíamos viajar más, se dijo, porque ahora veo lo estrechas de miras e ignorantes que somos respecto a los demás países. Y eso debe reflejarse en el modo como educamos a los niños, sobre todo a nuestros hijos.
Aquel Nicomedes II, primer soberano que conocía, era una revelación, pues ella había imaginado que los reyes eran como un patricio romano de condición consular, altivos, eruditos, elegantes y magníficos. Una especie de Catulo César no romano, o incluso unas gentes no romanas al estilo de Escauro, príncipe del Senado. Porque no podía negarse que Marco Emilio Escauro, pese a su corta estatura y a su calvicie, era de prestancia regia.
¡Sí que era una auténtica revelación aquel Nicomedes II De gran estatura y, sin duda alguna, robusto en su juventud, porque su avanzada edad se había cobrado en su físico, dado que tenía más de ochenta años Y estaba flaco, encorvado y cojo y le colgaban bolsas de piel en la barbilla y los carrillos. Además, casi no le quedaban dientes ni pelo. Pero todo ello no era más que decadencia física, igualmente detectable en un octogenario romano de rango consular. Escévola Augur, por ejemplo. La diferencia estribaba en la resistencia y en los recursos internos, pensó Julia. Para empezar, el rey Nicomedes era tan afeminado que Julia sentía ganas de reír. Llevaba vestiduras largas y amplias de lana fina de exquisitos colores; en las comidas lucía una peluca rubia con tirabuzones como salchichas y siempre iba con enormes pendientes de brillantes, se pintaba la cara como una furcia barata y hablaba en falsete. No tenía ninguna majestad y, sin embargo, había reinado en Bitinia más de cincuenta años con mano de hierro, aplastando todos los intentos de sus hijos por destronarle. Mirándole -y sabiendo que en todas las fases de su vida había sido el mismo personaje chillón y afectado- a Julia le resultaba extremadamente difícil creer, por ejemplo, que hubiese liquidado eficazmente a su padre o que pudiese conservar la lealtad y el afecto de sus súbditos.
Sus hijos estaban en la corte pero no le quedaba esposa, pues la reina había muerto años atrás (se trataba de la madre de su hijo mayor, llamado también Nicomedes) y también su segunda esposa (madre del hijo menor llamado Sócrates). Ni a Nicomedes ni a Sócrates se les podía llamar jóvenes, porque el primero tenía sesenta y dos años y Sócrates cincuenta y cuatro. Aunque ambos estaban casados, eran tan afeminados como el padre. La esposa de Sócrates era un ser ratonil que se escondía por los rincones y se movía a saltitos, mientras que la de Nicomedes hijo era una mujerona fuerte y campechana, muy dada a las bromas pesadas y a las carcajadas. Había dado a Nicomedes hijo una niña llamada Nisa, que ya comenzaba a entrar en una peligrosa edad para acceder al matrimonio. La esposa de Sócrates no le había dado hijos.
–Era de esperar -comentó un joven esclavo a Julia mientras limpiaba la sala de estar que le habían asignado-. Yo no creo que Sócrates haya penetrado a una mujer. En cuanto a Nisa, le gusta su propio sexo, las potras, cosa que no es de extrañar dada su cara de caballo.
–Eres un impertinente -replicó Julia en tono glacial, despidiendo al joven con disgusto.
El palacio estaba lleno de bellos jóvenes, casi todos esclavos y algunos hombres libres al servicio del rey y sus hijos. Había también docenas de pajes, más bellos aún que los jóvenes. A Julia la sacaba de quicio el cometido de aquellos adolescentes, sobre todo pensando en el pequeño Mario, tan atractivo, amigable e ingenuo y ya en el umbral de la pubertad.
–Cayo Mario, vigila a nuestro hijo, ¿quieres? – dijo delicadamente a su esposo.
–¿Por qué, por esas flores remilgadas que pululan? – replicó Mario riendo-. No tienes que preocuparte, mea vita. Sabe distinguir un marica de una buena anca de cerda.
–Gracias por tranquilizarme y por el símil -contestó Julia, sonriendo-. Desde luego tu vocabulario no se refina con el paso de los años, Cayo Mario.
–Todo lo contrario -añadió él, imperturbable.
–Eso es lo que intentaba decirte.
–¿Ah, sí? ¡Oh!
–¿Y has visto ya bastante en este sitio? – inquirió ella de sopetón.
–Si apenas llevamos aquí una semana -contestó él, asombrado-. ¿Es que te resulta opresiva esta atmósfera circense?
–Sí, creo que sí. Siempre había tenido ganas de ver cómo viven los reyes, pero si Bitinia es una muestra de ello, prefiero la vida de Roma. No es por la homosexualidad, sino por el chismorreo y esos aires de afectación. Los criados son un desastre, y con las mujeres de palacio no tengo nada en común. Oradaltis es tan gritona que me dan ganas de taparme los oídos, y Musa… qué bien le cuadra el nombre en latín pensando en mus, ratón, en lugar de musa, la musa… Sí, Cayo Mario, en cuanto creas que podemos marcharnos, te lo agradeceré -dijo Julia, la austera matrona romana.
–Pues nos marchamos ahora mismo -dijo Mario animado, sacando un rollo del sinus de su toga-. Nos ha seguido todo el camino desde Halicarnaso hasta aquí. Es una carta de Publio Rutilio Rufo. ¿A que no adivinas dónde está?
–En la provincia de Asia.
–Concretamente en Pérgamo. Quinto Mucio Escévola es el gobernador este año y Publio Rutilio es su legado -dijo Mario, enarbolando gozoso la carta-. Además, gobernador y legado se muestran muy complacidos en recibirnos. Hace meses, porque esta carta tenía que habernos llegado en primavera. Estarán ansiosos por tener compañía.
–Aparte de por su fama de abogado, no conozco a Quinto Mucio Escévola -dijo Julia.
–Yo tampoco le conozco mucho. Sólo sé que él y su primo hermano Craso Orator son inseparables. En realidad no es de extrañar que no lo conozca porque apenas tendrá cuarenta años.
Convencido de que sus huéspedes iban a estarse con él un mes por lo menos, el anciano Nicomedes no quería dejarlos partir; pero Mario no era rival para una antigualla un poco boba como aquel Nicomedes II. Se marcharon con los clamores del rey taladrándoles los oídos y navegaron por los angostos estrechos del Helesponto rumbo al mar Egeo con vientos y corrientes favorables.
El barco entró por la desembocadura del río Caico y llegaron a Pérgamo, unas millas tierra adentro, exactamente por la ruta en que mejor se avistaba la ciudad, en lo alto de la acrópolis y rodeada de altas montañas.
Quinto Mucio Escévola y Publio Rutilio Rufo estaban en la ciudad, pero Mario y Julia no lograrían conocer mucho mejor a Escévola, pues se disponía a marchar a Roma.
–¡Oh, qué buena compañía nos habríais dado este verano, Cayo Mario! – dijo Escévola con un suspiro-. Pero ahora tengo que llegar a Roma antes de que sea demasiado arriesgado emprender viaje por mar. Publio Rutilio Rufo te lo contará todo.
Mario y Rutilio Rufo fueron a despedirle, mientras Julia se instalaba en un palacio que le agradó mucho más que el del farsante Nicomedes, a pesar de que tampoco había muchas féminas por companía.
Mario, por supuesto, no pensó que a Julia le faltase compañía femenina; la dejó que se ocupase de sus cosas y él se dispuso a escuchar las noticias de boca de su viejo y querido amigo.
–Primero las de Roma -dijo impaciente.
–Pues te contaré primero las noticias de auténtica relevancia -dijo, sonriendo complacido por ver a su amigo tan lejos de Roma-. Cayo Servilio Augur murió en el exilio a fines del año pasado; naturalmente hubo que hacer elecciones para cubrir su puesto en el colegio de Augures. Y te han elegido a ti, Cayo Mario.
–¿A mí? – replicó Mario, asombrado.
–A ti, a ti.
–Nunca lo habría pensado. ¿Por qué a mí?
–Aún cuentas con mucho apoyo entre los electores romanos, pese a las maldades que hagan Catulo César y sus iguales. Y yo creo que los electores consideraron que merecías esa distinción. Tu nombre fue propuesto por un grupo de caballeros, y como no existe ninguna regla sobre elección in absentia, fuiste elegido. No puedo decir que tu victoria fuese bien acogida por el Meneítos y compañía, pero Roma en general la recibió complacida.
Mario lanzó un fuerte suspiro de satisfacción.
–Bien, es una buena noticia, ya lo creo. ¡Yo, augur! Eso significa que mi hijo será a su vez sacerdote o augur y también su hijo. ¡Significa que lo he logrado, Publio Rutilio! He penetrado en el corazón de Roma, por muy palurdo itálico que sea y lerdo en griego.
–Oh, eso ya no lo dice casi nadie de ti. El difunto Meneítos era un caso único, ¿sabes? Si hubiera vivido, dudo mucho que te hubieran elegido -añadió Rutilio Rufo mordaz-. Y no era porque su auctoritas fuese mayor que la de nadie ni a causa de sus partidarios. Pero su dignitas se había acrecentado notablemente después de los enfrentamientos en el Foro cuando era censor. Admirado u odiado, todo el mundo admite que era sublime. Aunque yo creo que su más importante función fue formar el núcleo que sirvió de aglutinante para otros, y después de su regreso de Rodas puso en juego todas sus energías para desplazarte. ¿Qué otra cosa le quedaba por hacer? Todo su poder e influencia las utilizó para hundirte. Su muerte ha causado honda impresión, ¿sabes? Estaba estupendamente cuando llegó a Roma y yo pensé que aún le tendríamos muchos años con nosotros. Pero le llegó la muerte.
–¿Y por qué estaba Lucio Cornelio con él? – inquirió Mario.
–Nadie sabe por qué. íntimos no eran, eso seguro. Lucio Cornelio dice que estaba allí por casualidad, que no tenía intención de cenar con él. Verdaderamente es muy raro. Y a mí lo que más me intriga es que al Meneítos hijo tampoco le extrañe que estuviera allí, lo que me da a entender que Lucio Cornelio buscaba un entendimiento con la facción del Meneítos -dijo Rutilio Rufo poniendo ceño-. Ha tenido una fuerte ruptura con Aurelia.
–¿Lucio Cornelio y Aurelia, quieres decir?
–Sí.
–¿Quién te lo ha dicho?
–La propia Aurelia.
–¿Y te explicó por qué?
–No. Simplemente me dijo que Lucio Cornelio no volvería a ser bien recibido en su casa -contestó Rutilio Rufo-. En cualquier caso, se fue a la Hispania Citerior poco después de la muerte del Meneítos y Aurelia no me lo contó hasta después de su marcha. Me imagino que tendría miedo de que yo le preguntara algo a él. Un asunto bastante raro, Cayo Mario.
Mario, a quien no le interesaban mucho las rencillas privadas, hizo una mueca y se encogió de hombros.
–Bueno, es asunto de ellos, por raro que sea. ¿Qué más ha sucedido?
–Los cónsules han promulgado otra ley prohibiendo los sacrificios humanos -contestó Rutilio Rufo riendo.
–¿Qué…?
–Que han promulgado una ley prohibiendo los sacrificios humanos.
–¡Qué absurdo! ¿Cuánto tiempo hace que en Roma no se hacen sacrificios humanos en público ni en privado? – inquirió Mario con gesto de repugnancia-. ¡Qué porquería!
–Pues yo creo que se sacrificaron dos griegos y dos galos cuando Aníbal efectuó sus incursiones por Italia. Aunque dudo que tuviera nada que ver con la nueva lex Cornelia Licinia.
–¿Pues qué, entonces?
–Como sabes, Cayo Mario, a veces los romanos decidimos poner de relieve un nuevo aspecto de la vida pública con métodos extraños. Y yo creo que esta ley es un ejemplo de ello. Diría que está hecha para informar al Foro de que no ha de haber más violencia ni más muertes, encarcelamiento de magistrados ni actividades ilegales de ninguna clase -contestó Rutilio Rufo.
–¿Y no dieron una explicación Cneo Cornelio Léntulo y Publio Licinio Craso? – inquirió Mario.
–No. Propusieron la ley y la asamblea plebeya la aprobó.
–¡Uf! – exclamó Mario-. ¿Y qué más?
–El hermano menor del pontífice máximo, que este año es pretor, ha sido enviado a Sicilia de gobernador. Habían llegado rumores de otra rebelión de esclavos; imagínate…
–¿Tan mal tratamos a los esclavos en Sicilia?
–Sí… y no -replicó Rutilio Rufo, pensativo-. Para empezar, allí hay demasiados esclavos griegos, y no se trata necesariamente de que sus amos los traten mal, sino de que son gente muy díscola. Tengo entendido que todos los piratas que capturó Marco Antonio Orator los pusieron a trabajar de esclavos en los trigales sicilianos. Un trabajo que no debe ser muy de su agrado, diría yo. Por cierto -añadió-, Marco Antonio ha colocado en los rostra el espolón del navío pirata más grande que destruyó durante su campaña. Es imponente.
–Yo creí que no quedaba sitio. Está todo lleno de espolones de no sé cuántos combates navales -dijo Mario-. Bueno, continúa. ¿Qué más hay?
–Pues que nuestro pretor Lucio Ahenobarbo ha hecho tales estragos en Sicilia que la noticia ha llegado hasta Asia Menor. Ha pasado por la isla como un ciclón. Por lo visto, nada más desembarcar promulgó un decreto prohibiendo que nadie llevase espada ni arma alguna, salvo los soldados de la milicia. Naturalmente, nadie hizo el menor caso.
–Conociendo a los Domicios Ahenobarbos -replicó Mario sonriendo-, diría que ha sido un error.
–Claro que lo ha sido. Lucio Domicio impuso severos castigos al ver que nadie cumplía el decreto y toda Sicilia está resentida, y dudo que se produzcan revueltas ni de esclavos ni de hombres libres.
–Los Domicios Ahenobarbos son muy burdos, pero obtienen resultados -añadió Mario-. ¿Y eso es todo?
–Más o menos, aparte de que han entrado nuevos censores, anunciando que piensan hacer un censo de ciudadanos romanos tan completo como no se ha visto desde hace décadas.
–Ya era hora. ¿Quiénes son?
–Marco Antonio Orator y tu colega consular Lucio Valerio Flaco. ¿Damos un paseo? – añadió Rutilio Rufo.
Pérgamo era seguramente la ciudad mejor planificada y construida del mundo, había oído decir Mario, y ahora lo veía con sus propios ojos. Incluso en la ciudad baja, dispersa a los pies de la acrópolis, no había callejuelas ni bloques ruinosos de pisos, todo estaba sujeto a un rígido reglamento de construcción y conservación. Vastos sumideros y cloacas discurrían por las zonas habitadas y por todas partes había canalizaciones y fuentes. El mármol era el material más abundante, y las columnatas eran numerosas y magníficas, el ágora era inmensa, surtida de magníficas estatuas, y a media ladera había un gran teatro.
No obstante, flotaba un aire de dilapidación en la ciudadela y en la ciudad; las cosas no estaban conservadas como durante el reinado de los atálidas, proyectistas y cuidadores de la capital. Y la gente no parecía contenta. Mario advirtió que algunos tenían aspecto de hambrientos, cosa extraña en un país rico.
–La culpa la tienen nuestros recaudadores de impuestos -dijo publio Rutilio Rufo cariacontecido-. ¡Cayo Mario, no tienes ni idea de lo que Quinto Mucio y yo encontramos al llegar aquí! Toda la provincia de Asia ha estado explotada y oprimida durante años por la codicia de esos publicani estúpidos! Para empezar, las sumas que exige Roma para el erario son excesivas, pero los publicani ofertan más todavía, y la consecuencia es que para obtener beneficios tienen que estrujar a la provincia como una bayeta. Es una empresa de pura rapiña monetaria. En lugar de concentrarse en asentar a los romanos pobres en tierras extranjeras y financiar la adquisición de tierras públicas con los impuestos de Asia, Cayo Graco habría hecho mejor en enviar previamente un equipo de investigadores que evaluasen cuáles habían de ser exactamente esos impuestos. Pero no se hizo nada de eso y la situación sigue igual desde entonces. Los únicos cálculos de que dispone Roma son los que se sacó de la manga la comisión enviada al morir el rey Atalo. ¡Y de eso hace treinta y cinco años!
–Es una lástima que no lo supiera cuando era cónsul -dijo Mario, entristecido.
–¡Mi querido Cayo Mario, ya tenías bastante preocupación con los germanos! La provincia de Asia era lo que menos preocupaba en Roma en aquellos años. Pero tienes razón. Si hubieses enviado una comisión, habrían podido determinarse unas cifras realistas y se habría metido en cintura a los publicani, porque ahora han llegado ya a una arrogancia desaforada, ¡y son ellos quienes dirigen los asuntos de la provincia en lugar del gobernador!
–Me imagino que este año los publicani se habrán llevado un buen susto viendo en Pérgamo a Quinto Mucio y a Publio Rutilio -comentó Mario riendo.
–Ya lo creo -dijo Rutilio Rufo esbozando una sonrisa-. Sus quejas se habrán oído en Alejandría. Desde luego sí se han oído en Roma, que es, y que quede entre nosotros, por lo que Quinto Mucio ha regresado antes de lo previsto.
–¿Qué habéis estado haciendo exactamente?
–Oh, simplemente arreglando los asuntos de la provincia y de los impuestos -contestó con voz queda.
–¿En detrimento del Tesoro y de las empresas recaudadoras?
–Exacto -contestó Rutilio Rufo encogiéndose de hombros, volviéndose hacia la extensa ágora y dirigiendo un ademán a un plinto vacío-. Para empezar, hemos suprimido este tipo de cosas. Aquí se alzaba una estatua ecuestre de Alejandro el Grande, obra nada menos que de Lisipo y reputada como la mejor representación de Alejandro. ¿Sabes dónde se halla ahora? Pues en el peristilo de Sexto Perquitieno, ¡el caballero más rico y vulgar de Roma!, tu vecino del Capitolio. ¡Se la llevó como pago de impuestos atrasados, imagínate! Una obra de arte que Vale mil veces más la suma en cuestión. ¿Qué iban a hacer los pergameños si no tenían el dinero? Sexto Perquitieno señaló con su varita la estatua y se la dieron.
–Habrá que devolverla -dijo Mario.
–Vanas esperanzas -replicó Rutilio Rufo con un bufido.
–¿Ha vuelto para eso Quinto Mucio a Roma?
–¡Ojalá! No, ha vuelto a Roma para impedir que el grupo de presión de los publicani nos incoe un proceso a él y a mí.
–¡Bromeas! – exclamó Mario deteniéndose.
–¡No, Cayo Mario, no bromeo! Las empresas recaudadoras de Asia tienen inmenso poder en Roma, sobre todo en el Senado. Y Quinto Mucio y yo las hemos ofendido gravemente al reorganizar como es debido los asuntos de la provincia -contestó Publio Rutilio Rufo con una mueca-. Y no sólo hemos ofendido gravemente a los publicani, sino también al Tesoro. Habrá senadores predispuestos a no hacer caso de las quejas de las empresas recaudadoras, pero el Tesoro no. Mira lo que te digo, Cayo Mario, la última carta que recibió Quinto Mucio de su primo Craso Orator hizo que la cara se le pusiera del color de la toga. Le decía que había en marcha una maniobra para despojarle de su imperium proconsular y procesarlo por extorsión y traición. Por eso se marchó a toda prisa a Roma, dejándome de gobernador hasta que llegue el que nombren el año próximo.
Mientras regresaban al palacio del gobernador, Cayo Mario advirtió con qué deferencia y afecto saludaban todos a Rutilio Rufo.
–La gente te tiene aprecio -comentó él, y no es que fuera una sorpresa.
–Más aprecian a Quinto Mucio. Sus vidas han cambiado radicalmente, Cayo Mario, y por vez primera ven cómo trabajan los auténticos romanos. No se les puede reprochar el odio que sentían contra Roma y los romanos. Han sido unas víctimas a las que hemos utilizado de forma abominable. Por eso cuando Quinto Mucio redujo los impuestos a la cifra que hemos calculado justa, poniendo coto a las extorsiones usureras de los agentes locales de los publicani se han puesto a bailar en la calle, como te lo digo. El consejo ha aprobado la celebración de una fiesta anual en honor de Quinto Mucio, y creo que Esmirna y Éfeso también. Al principio no hacían más que enviarnos regalos, objetos de gran valor, obras de arte, joyas, tapices, Y cuando se los devolvimos dando las gracias, volvieron a enviárnoslos. Al final tuvimos que prohibirles cruzar la puerta de palacio.
–¿Podrá Quinto Mucio convencer al Senado de que quien tiene razón es él y no los publicani? – inquirió Mario.
–¿Tú qué crees?
Mario reflexionó, lamentando no haber ocupado más tiempo de su carrera pública en Roma en vez de hacerlo en el campo de batalla.
–Su reputación es intachable, y eso evitará que muchos de los senadores sin derecho a la palabra se sientan tentados de respaldar a los publicani o… al Tesoro. Y seguro que hace un magnífico discurso. Y Craso Orator hablará aun mejor, apoyándole.
–Eso es lo que yo creo. Sintió mucho tener que abandonar la provincia de Asia, ¿sabes? Creo que nunca tendrá un empleo que le complazca más que éste. Es un hombre muy meticuloso, de mente muy clara, un administrador sin par. Mi cometido ha consistido en recopilar información de todos los distritos de la provincia para que él adoptase las decisiones pertinentes con arreglo a esos datos. El resultado es que al cabo de treinta y cinco años, la provincia de Asia cuenta por fin con cifras realistas para determinar los impuestos y el Tesoro no tiene excusa para exigir más.
–Sí, claro, a menos que llegara el cónsul, el imperium del gobernador le permite anular dentro de la provincia cualquier directriz de Roma -dijo Mario-. Sin embargo, os habéis enfrentado a los censores Y los Publicani pueden argüir que tienen contratas legales, lo mismo que el Tesoro. Al entrar nuevos censores habrán extendido nuevas contratas… ¿Habéis podido hacer llegar vuestros datos a Roma a tiempo de que influyesen en la corrección de las sumas estipuladas en las nuevas contratas?
–Desgraciadamente, no -contestó Rutilio Rufo-. Ésa es otra de las razones por las que Quinto Mucio ha tenido que irse, pues a él le parece que podrá influir en los dos nuevos censores para que anulen las contratas de la provincia de Asia y extiendan otras nuevas.
–Eso no debería irritar a los publicani, siempre que el Tesoro acepte reducir sus ingresos -dijo Mario-. Ya verás cómo Quinto Mucio encuentra más dificultades con el Tesoro que con los recaudadores. Al fin y al cabo los publicani podrán realizar buenos beneficios si no tienen que pagar al Tesoro cantidades absurdas, ¿no?
–Exacto -asintió Rutilio Rufo-. En eso basamos nuestras esperanzas una vez que Quinto Mucio consiga meter en la dura cabeza de los senadores y los tribunos del Tesoro que Roma no puede seguir esperando recibir de la provincia de Asia lo que actualmente recauda.
–¿Quién crees que va a protestar más?
–El primero de todos, Sexto Perquitieno. Él obtendrá un buen beneficio, pero ya no podrá llevarse obras de arte de incalculable valor cuando la gente no pueda pagar los impuestos. Después, algunos personajes del Senado que están muy comprometidos con los grupos de presión de caballeros y que tal vez hayan adquirido también valiosas obras de arte. Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, por ejemplo, Catulo César, el Meneítos, me imagino, Escipión Nasica y algunos de los Licinios Crasos, aunque no el Orator.
–¿Y el portavoz del Senado?
–Supongo que Escauro apoyará a Quinto Mucio. O al menos nosotros confiamos en ello, Cayo Mario. Hay que reconocer que Escauro es un romano recto, a la antigua -añadió Rutilio Rufo conteniendo una risita-. Además, todos sus clientes están en la Galia itálica y no tiene intereses personales en la provincia de Asia; a él sólo le gusta nombrar reyes y cosas por el estilo. ¿Recaudación de impuestos? ¡Sórdido asunto! Y tampoco es coleccionista de obras de arte.
Dejando a un Publio Rutilio Rufo mucho más contento y sumido en sus propias preocupaciones en el palacio del gobernador (pues se negó a abandonar su puesto), Cayo Mario llevó a su familia a la villa de Halicarnaso para pasar un agradable invierno, rompiendo la monotonía con un viaje a Rodas.
Que pudieran navegar de Halicarnaso a Tarsos se debió estrictamente a los desvelos de Marco Antonio Orator, que había puesto fin, al menos provisionalmente, a las actividades de los piratas de Panfilia y Cilicia, pues antes de la campaña de Antonio Orator la simple idea de un viaje por mar habría sido una locura, ya que no había presa que los piratas codiciaran más que un senador romano, sobre todo de la importancia de Cayo Mario, ya que habrían podido exigir un rescate de veinte o treinta talentos de plata.
El barco bordeó la costa y el viaje duró más de un mes. Las ciudades de Licia recibieron alborozadas a Mario y a su familia, igual que la gran ciudad de Atalcia en Panfilia. Nunca habían visto unas montañas como aquéllas, tan próximas al mar, ni siquiera en la marcha costera hacia la Galia, comentó Mario. Sus cumbres nevadas rozaban el cielo y sus pies se bañaban en las aguas.
Los pinares de la región eran fastuosos, pues jamás habían sido talados; sólo Chipre, no muy lejos de su ruta, tenía madera de sobra para suplir las necesidades de toda la zona, incluido Egipto. No era de extrañar, pensó Mario conforme transcurrían los días, que la piratería hubiese medrado allí, pues los recovecos de la costa y las imponentes montañas proveían de excelentes calas y puertecillos ocultos. Coracesium, que había sido la capital de los piratas, era tan idónea al efecto que se habría dicho un don de los dioses. Constaba de un espolón coronado por una fortaleza, prácticamente rodeado por el mar. Antonio se había apoderado de ella merced a la traición desde dentro. Mirando sus fuertes bastiones, Mario se estrujó el cerebro pensando algún modo de tomarla.
Finalmente llegaron a Tarsos, unas millas aguas arriba del plácido Cidrto, y por tanto al abrigo del mar abierto pero con función de puerto. Era una ciudad fuertemente amurallada, en la que, naturalmente, los ilustres huéspedes se alojaron en el palacio. La primavera se adelantaba en aquella parte de Asia Menor y en Tarsos ya hacía calor; Julia insinuó que no le gustaría quedarse en aquel horno cuando Mario iniciase su viaje por tierra a Capadocia.
A finales de invierno le había llegado carta a Halicarnaso del rey de Capadocia, Ariarates VII, prometiéndole que él en persona llegaría a Tarsos a finales de marzo y con sumo placer y mucha honra le escoltaría desde aquella ciudad hasta Eusebia Mazaca. Sabiendo que el joven rey estaría esperándole, a Mario le consumía la impaciencia viendo que el viaje se prolongaba tanto, pero no tuvo valor para negarle a Julia los caprichos de unas excursiones a Olba y a las cascadas próximas a Side. Pero cuando llegaron a Tarsos, a mediados de abril, el pequeño rey no estaba allí ni se sabía nada de él.
Varias cartas despachadas a Mazaca no obtuvieron respuesta; de hecho, no regresó ninguno de los correos y Mario comenzó a preocuparse, aunque no lo manifestó ante Julia y su hijo; pero su preocupación creció cuando Julia insistió en hacer con él el viaje a Capadocia. Era evidente que no podía llevarla consigo ni dejarla allí, sometida al caluroso verano. La situación se complicó dada la peligrosa y ambigua situación de Cilicia en aquella región. El país, que había sido posesión egipcia, había pasado después a manos de Siria, para vivir a continuación una época de abandono, período durante el cual las confederaciones de piratas habían ido usurpando casi todo su poder, incluso sobre las fértiles llanuras llamadas Pedia, al este de Tarsos.
La dinastía seléucida de Siria se iba diezmando en una serie de guerras ciViles entre hermanos y pretendientes al trono, y en aquel entonces había dos reyes en la Siria del norte: Antíoco Gripo y Antíoco Ciziceno, quienes se hallaban tan ocupados luchando por la posesión de Antioquía y Damasco que durante años se habían visto obligados a dejar el resto del país en barbecho, con el resultado de que los judíos, los idumeos y los nabateos habían fundado reinos independientes en el sur y Cilicia estaba muy abandonada.
Por eso al llegar Marco Antonio Orator a Tarsos con la intención de utilizarla como base se encontró con una Cilicia madura para la conquista y, dotado de imperium para ello, la declaró provincia dependiente de Roma. Pero a su marcha dejó un gobernador que le sustituyera y Cilicia volvió a caer en el olvido. Las ciudades griegas bien pobladas y seguras, que se habían constituido en entidades económicas, sobrevivieron bien, y Tarsos era una de ellas. Pero entre estas poblaciones había regiones enteras en las que nadie gobernaba en nombre de nadie, dominaban tiranos o las gentes decían simplemente que ahora eran de Roma. Mario no tardó en llegar a la conclusión de que tendrían que pasar muchos años para que los piratas recuperasen su poderío. Entretanto, los magistrados locales se congratularon de recibir al que creían el nuevo gobernador.
Cuanto más aguardaba recibir noticias del rey Ariarates, más claro le resultaba que quizá le llamasen para emprender algo desesperado en Capadocia o un asunto que requiriese mucho tiempo. Por eso su mujer y su hijo eran en ese momento su mayor preocupación. Dejarlos en Tarsos, expuestos al riesgo de las enfermedades estivales, estaba descartado, igual que llevarlos a Capadocia. Y cuando pensaba en hacerlos regresar por mar a Halicarnaso, la imagen de la inexpugnable fortaleza de Coracesium ensombrecía sus pensamientos y le inducía a imaginar un sucesor del rey pirata. ¿Qué hacer? Nada sabemos de esta parte del mundo, se dijo, pero está claro que tenemos que explorarla; el extremo oriental del Mediterráneo va sin timón y una tempestad va a hacerlo naufragar.
Cuando ya casi terminaba el mes de mayo sin que hubiese noticias de Ariarates, Mario adoptó una decisión.
–Haz el equipaje -dijo a Julia más secamente de lo que quería-. Voy a llevarme al pequeño, pero no a Mazaca. En cuanto estemos a suficiente altura y el clima sea más fresco, y esperemos que más saludable, vais a quedaros en algún lugar adecuado y yo continuaré solo a Capadocia.
Julia quiso discutir, pero se contuvo. Aunque nunca había visto a Mario en el campo de batalla, le habían llegado rumores de su autocracia militar; y ahora recordaba ciertos comentarios de un problema que le obsesionaba y que estaba relacionado con Capadocia.
Dos días más tarde partían, escoltados por un grupo de la milicia local al mando de un joven griego de Tarsos a quien Mario había cobrado gran afición, igual que Julia. Detalle más que favorable, como se vería después. En este viaje no andaba nadie a pie porque el itinerario discurría por un paso de montaña llamado las Puertas de Cilicia y era elevado y difícil. Encaramada en una silla de lado en un asno, Julia consideró que valía la pena la incomodidad por disfrutar de aquel magnífico paisaje durante el ascenso. Avanzaban por estrechos senderos en medio de enormes montañas y cuanto más ascendían, más profunda se hacía la nieve. Casi resultaba increíble que tres días antes hubiera estado quejándose del calor costero y ahora tuviera que buscar en los cofres ropa de abrigo. El tiempo se mantuvo sereno y soleado, pero cuando cruzaban pinares se helaban de frío, por lo que deseaban llegar a los tramos sin vegetación llenos de barrancos y turbulentos torrentes que desembocaban en un crecido río que discurría veloz entre espuma y remolinos.
A los cuatro días de salir de Tarsos ya casi habían alcanzado la altura máxima. En un estrecho valle, Mario encontró un campamento de indígenas que habían acudido desde la llanura con sus rebaños de ovejas a los pastos de verano, y allí dejó a Julia y al pequeño Mario con la escolta de la milicia. El joven griego de Tarsos, que se llamaba Morsimo, recibió orden de cuidarlos y protegerlos; con una buena suma compró la voluntad de los nómadas y Julia se vio dueña de una de sus grandes tiendas de cuero marrón.
–En cuanto me acostumbre al olor, estaré cómoda -dijo a Mario antes de que se fuera-. Dentro no se pasa frío, y tengo entendido que unos cuantos pastores han ido a comprar más grano y provisiones. Vete y no te preocupes de mí ni del pequeño, que por lo visto quiere hacerse pastor. Morsimo nos cuidará estupendamente. Lo único que siento, esposo mío, es que hayamos resultado una carga para ti.
Y así se puso en camino Mario, tan sólo acompañado de dos de sus esclavos y un guía que le asignó Morsimo y que al parecer prefería proseguir viaje con el romano en vez de quedarse atrás. Por lo que Mario pudo entender, aquellos valles interiores y las escasas altiplanicies por las que pasó estaban a unos mil ochocientos metros, lo no era una altura excesiva como para causar mal de montaña y dolor de cabeza, pero sí para dificultar bastante el cabalgar. Aún les quedaba un largo camino hasta Eusebia Mazaca, que, según le dijo el guía, era el único núcleo urbano en el interior de Capadocia.
El sol se había puesto en el momento en que coronaban la vertiente hidrográfica de los ríos que vertían en la Cilicia pediana y los que contribuían a la enorme longitud y caudal del Halis, y siguieron cabalgando en medio de aguanieve, niebla y lluvia. Frío, con llagas de tanto cabalgar, muerto de cansancio, Mario aguantaba las horas de viaje con las piernas colgando y dando gracias por tener la piel de la cara interna de los muslos lo bastante endurecida para que no se le desgarrara por el roce.
Al tercer día volvieron a ver el sol. Las inmensas llanuras se le antojaron lugar idóneo para el ganado, pues eran herbosas y casi sin bosques. Capadocia, le dijo el guía, no tenía buenas tierras ni un clima adecuado para que creciesen grandes bosques, pero se cultivaba excelente trigo labrando el suelo.
–¿Y por qué no lo labran? – inquirió Mario.
–Hay poca gente -contestó el guía encogiéndose de hombros-. Cultivan lo que pueden y un poco más para venderlo en el Halis, por el que remontan las barcazas mercantes. Pero no pueden venderlo en Cilicia porque el camino es muy malo. ¿Para qué van a preocuparse, si comen bien y están contentos?
Esa fue casi la única conversación que sostuvo Mario con el guía durante el camino; incluso por la noche, cuando se guarecían en tiendas de cuero marrón de algunos pastores nómadas o en casas de adobe de alguna aldea, hablaban poco. Las montañas se sucedían más próximas o más lejanas, pero nunca eran menos elevadas, menos verdes o menos nevadas.
Luego, cuando el guía dijo que Mazaca se encontraba sólo a cuatrocientos estadios (que Mario tradujo en cincuenta millas romanas), entraron en una región tan extraña, que él lamentó que no la viera Julia. Seguían las llanuras onduladas, pero interrumpidas por barrancos serpenteantes llenos de torres cónicas que parecía que habían sido cuidadosamente construidas con arcilla multicolor, una vasta región de juguete edificada por un niño gigante loco. En algunas zonas, las torres estaban rematadas por enormes piedras planas; Mario imaginó que se balanceaban, dado lo precariamente que se sostenían en los escasos pináculos de las torres. ¡Ah, maravilla! Sus ojos comenzaban a distinguir ventanas y puertas en algunas de aquellas estructuras naturales tan extrañas.
–Por eso no se ven más pueblos -dijo el guía-. Aquí hace frío y el buen tiempo dura poco, por eso la gente excava la vivienda en esas torres de piedra, que en verano son frescas y en invierno calientes. ¿Para qué van a construir casas si ya se las da la Gran Diosa?
–¿Cuánto tiempo hace que viven en esas casas de piedra? – inquirió Mario, fascinado.
–Desde que existe el hombre -contestó el guía, que lo ignoraba-. En Cilicia decimos que los primeros hombres llegaron de Capadocia y ya entonces vivían así.
Seguían cabalgando por aquellos barrancos llenos de torres, cuando Mario comenzó a otear la montaña; estaba casi aislada y era la más alta que él había visto, más alta que el monte Olimpo de Grecia, incluso más alta que las de la cordillera que bordea la Galia itálica. El macizo principal era cónico, pero tenía otros conos menores en las laderas y estaba totalmente cubierta de nieve, que brillaba bajo un cielo límpido. Naturalmente sabía de qué montaña se trataba: era el monte Argacus, descrito por los griegos y que sólo unos pocos occidentales habían visto. Y sabía que a sus pies estaba Eusebia Mazaca, la única ciudad de Capadocia y sede del rey.
Lamentablemente, viniendo de Cilicia se aproximaban a la montaña por el lado desde el que no se podía ver la ciudad, situada al norte a la orilla del Halis, el gran río rojo de Anatolia central, río que era el mejor medio de comunicación de Mazaca.
Poco después de mediodía Mario avistó las edificaciones apiñadas detrás del monte Argacus, y estaba a punto de lanzar un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de que estaban entrando en un campo de batalla. ¡Que extraordinaria sensación cabalgar por un terreno en el que habían luchado y perecido miles de hombres pocos días antes, sin tener noticia de que hubiera habido una batalla! Por primera vez en su vida, Cayo Mario, vencedor de Numidia y de los germanos, cruzaba como observador un campo de batalla.
Sentía picor, escozores y calor, pero continuaba cabalgando hacia la pequeña ciudad sin preocuparse mucho. No habían hecho nada por limpiar aquella extensión y por doquier se veían cadáveres hinchados en descomposición, desprovistos de armadura y ropa, y en la hedionda atmósfera sólo campaban nubes de moscas. El guía lloraba y los dos esclavos habían enfermado, pero Cayo Mario seguía cabalgando como si nada, atento a descubrir algo menos atroz; el campamento de un ejército vivo y victorioso. Y allí estaba, a tres millas al noreste, un mar enorme de tiendas de cuero bajo un tenue palio azulado de los innumerables fuegos.
Mitrídates. No podía ser otro. Y Cayo Mario no cometió el error de pensar que el ejército de cadáveres era el de Mitrídates. No; el suyo era el indemne y victorioso, porque aquel terreno por el que cabalgaba estaba lleno de capadocios; miserables habitantes de cuevas en la roca, pastores nómadas y probablemente -se dijo, recobrando su sentido práctico- también cadáveres de mercenarios sirios y griegos. ¿Dónde estaría el pequeño rey? No había necesidad de preguntarlo. No se había presentado en Tarsos ni había contestado a las cartas porque había muerto. Igual que los correos, sin duda alguna.
Quizá otro hombre habría vuelto grupas, alejándose precipitadamente con la esperanza de que no hubiesen detectado su llegada; pero no Cayo Mario. Por fin había dado con el rey Mitrídates Eupator, aunque fuera de su reino. Y lo que hizo fue azuzar en los flancos a su cansada montura para apresurar el encuentro.
Cuando se dio cuenta de que no había guardia y no habían detectado su avance, que nadie le salía al paso al cruzar la gran puerta de la ciudad, Mario quedó asombrado. ¡Qué seguro debía de sentirse el rey del Ponto! Deteniendo la sudorosa cabalgadura, atisbó los bloques en ascenso de las calles en busca de una acrópolis o ciudadela y vio en la ladera, detrás de la ciudad, lo que dedujo sería el palacio: un edificio en piedra blanda poco resistente al mordisco de los vientos invernales, pues estaba enlucida y pintada de azul oscuro, en el que destacaban las columnas de color rojo fuerte y con capiteles en rojo aún más oscuro, realzados por relucientes dorados.
¡Allí debe de estar!, se dijo Mario. Hizo entrar al caballo por una de las estrechas calles en cuesta, orientándose hacia el palacio, que circundaba una tapia pintada de azul y asomaba en medio de unos jardines desnudos. La primavera se hace esperar en Capadocia, pensó, lamentando que el joven Ariarates no hubiera alcanzado a verla. Era evidente que las gentes de Mazaca se habían escondido, pues las calles estaban desiertas, y cuando llegó a la puerta del recinto de palacio se la encontró sin guardia alguna. ¡Sí que se sentía seguro Mitrídates!
Dejó el caballo en manos de los criados que había al pie de la escalinata de la puerta principal, una doble puerta de bronce cincelado con relieves representando escenas del estupro de Perséfone por Hades, con increíble lujo de detalles. Disponía del tiempo que quisiera para fijarse en aquellas repugnantes bufonadas y se detuvo un momento a la espera de que contestasen a su atronadora llamada. Finalmente, oyó crujir y chirriar la puerta y se abrió una de las hojas.
–¡Sí, sí, ya he oído! ¿Qué deseáis? – preguntó un anciano en griego.
Mario sintió en lo más profundo de su ser unas ganas incontenibles de echarse a reír y habló con voz temblona, casi burlona.
–Soy Cayo Mario, cónsul de Roma. ¿Está el rey Mitrídates?
–No -contestó el viejo.
–¿Y se le espera?
–Sí, antes de que anochezca.
–¡Estupendo! – dijo Mario cruzando la puerta y entrando a una vasta sala, que sin lugar a dudas era el salón del trono o de recepción, haciendo gesto a sus servidores para que le siguieran-. Necesito alojamiento para mí y estos tres hombres. Hemos dejado los caballos fuera, necesitan ser conducidos al establo. Para mí, un baño caliente ahora mismo.
Cuando supo que llegaba el rey, Mario, revestido con la toga, salió al pórtico del palacio y aguardó solo en lo alto de la escalinata. Por las calles de la ciudad se veían avanzar tropas de caballería al paso, bien montadas y bien armadas; llevaban escudos rojos con el emblema de una luna creciente ciñendo una estrella de ocho puntas, vestían túnica roja sobre corazas de plata sin cincelar y cascos cónicos, rematados no por plumas o crines de caballo, sino por un creciente de oro en torno a una estrella de plata.
El rey no encabezaba el cortejo y era imposible distinguirlo entre aquellos centenares de soldados. Quizá no le preocupe que no haya guardia en palacio cuando él no está, pensó Mario, pero desde luego, cuida bien de su persona. El escuadrón cruzó la puerta y llegó hasta la escalinata, en medio del curioso ruido que hacen los cascos sin herrar, lo que a Mario le hizo recordar que el Ponto era un país no lo bastante desarrollado para disponer de herreros para las monturas. Naturalmente, él era perfectamente visible y permanecía majestuosamente envuelto en su toga bordada en púrpura varios pies por encima de aquella tropa.
El escuadrón abrió filas y el rey Mitrídates Eupator salió del centro en un gran caballo bayo. Llevaba una capa púrpura, igual que el escudo que portaba su escudero, aunque con el mismo emblema del creciente y la estrella. Pero él no llevaba casco, sino que se tocaba con una piel de león, cuyos colmillos superiores le rozaban las cejas, con las orejas erguidas y las cuencas de los ojos vacías. Por debajo de la coraza dorada llena de adornos y la faldilla de tiras asomaba otra faldilla y las mangas de una malla dorada; calzaba unas preciosas botas griegas de piel de león con cordones de oro y borlas en forma de cabeza de león.
Mitrídates bajó del caballo y se detuvo al pie de la escalinata, mirando a Mario desde una posición inferior que en absoluto parecía complacerle. Pero reaccionó inteligentemente y en seguida comenzó a ascenderla. Debe tener la misma contextura y estatura que tenía yo, pensó Mario. No era guapo, aunque su rostro era agradable, bastante ancho y cuadrado, con barbilla redonda prominente y nariz grande, ligeramente torcida. Era de tez clara, con destellos de cabello dorado y patillas que asomaban por debajo de la cabeza de león, y ojos castaños; la boca, pequeña y de labios muy rojos, daba a entender que el rey era colérico y malhumorado.
Vamos, ¿cuándo habrás visto antes a alguien con toga praetexta?, se dijo Mario, repasando mentalmente lo que sabía del rey, sin recordar ninguna ocasión en que hubiera podido verla, ni siquiera una toga alba. Porque Mitrídates no había dejado traslucir ninguna duda de que no hubiese identificado a un consular romano, de eso estaba seguro Mario, pues la experiencia le decía que los que no habían visto nunca la vestidura siempre quedaban fascinados, aunque la conocieran por referencias. ¿Donde has visto tú un cónsul?
El rey Mitrídates Eupator acabó de ascender con soltura la escalinata y, ya en lo alto, tendió la mano derecha con arreglo al gesto universal de paz. Se estrecharon la mano, y ambos fueron lo bastante inteligentes para no convertir la ceremonia en una pugna de fuerza.
–Cayo Mario -dijo Mitrídates, en un griego con igual deje que el de Mario-, es un inesperado placer.
–Rey Mitrídates, ojalá pudiera decir lo mismo.
–¡Pasad, pasad! – dijo el monarca, cordial, echando un brazo por encima de los hombros de Mario y empujándole hacia la puerta entreabierta-. Espero que la servidumbre os haya hecho sentir cómodo.
–No puedo quejarme, gracias.
Una docena de miembros de la guardia real se les adelantaron en el salón del trono, cerrando el cortejo otros doce. Revisaron todos los rincones y recovecos y la mitad de ellos salió para seguir registrando el resto del palacio, mientras los que quedaban no apartaban la vista de Mitrídates, quien se dirigió al trono de mármol con cojín púrpura y tomó asiento, chascando los dedos para que colocasen al lado un sillón para Cayo Mario.
–Os ¿an ofrecido refrescos? – Inquirió el rey.
–He preferido tomar un baño -contestó Mario.
–Pues ¿qué os parece si cenamos?
–Bien. Pero ¿por qué no lo hacemos aquí mismo, a menos que deseéis otra compañía? No me importa comer sentado.
Dispusieron, pues, una mesa entre ambos, trajeron vino y un sencillo plato de ensalada… yogur mezclado con ajo y pepino y unas sabrosas albóndigas de cordero a la parrilla. El rey no hizo ningún comentario respecto a la sencillez de la comida, sino que se dedicó a dar cuenta de ella con voracidad, igual que Mario, hambriento por el viaje.
Sólo una vez que hubieron acabado, y ya retirados los platos, se dispusieron a hablar. Afuera aún se veía un crepúsculo añil de ensueño, pero el salón del trono había quedado a oscuras; los aterrados criados iban de lámpara en lámpara, creando puntos de luz con una llamita temblona debido a la mala calidad del aceite.
–¿Dónde está Ariarates VI? – inquirió Mario.
–Ha muerto -contestó Mitrídates, hurgándose los dientes con un palillo de oro-. Murió hace dos meses.
–¿De qué?
La escasa distancia de un descansillo que separaba a Mario del rey le permitía ver que Mitrídates tenía los ojos tirando a verdes y que el color marrón se debía a múltiples motas, un detalle bastante notable. Ahora, aquellos ojos se tornaron glaciales, desviándose, para volver a fijarse en él muy abiertos y candorosos; va a mentirme, pensó inmediatamente Mario.
–De una enfermedad incurable -contestó Mitrídates con gesto compungido-, Creo que murió en palacio. Yo no estaba.
–Disteis batalla fuera de la ciudad -dijo Mario.
–No tuve más remedio -contestó escuetamente Mitrídates.
–¿Por qué?
–Porque había un pretendiente sirio al trono, una especie de primo seléucida. Hay mucha sangre seléucida en la familia real de Capadocia -añadió el rey.
–¿Y eso en qué os concierne?
–Atañe a mi suegro, uno de mis suegros, que es capadocio. El príncipe Gordio. Y mi hermana era madre del difunto Ariarates VII y de su hermano menor, que sigue vivo. Ese hijo es ahora, naturalmente, el rey, y así garantizo que se siente en el trono de Capadocia el rey debido -contestó Mitrídates.
–No sabía que Ariarates VII tuviese un hermano más joven -dijo Mario con voz queda.
–Oh, sí. No os quepa duda.
–Debéis decirme qué sucedió.
–Pues que recibí una petición de ayuda en Dasteira el mes de Boedromion y, naturalmente, puse en pie mi ejército y marché sobre Eusebia Mazaca. Estaba desierta, el rey había muerto y su hermano había huido a las tierras de los trogloditas. Yo ocupé la ciudad y en ésas se presentó el pretendiente sirio con sus tropas.
–¿Cómo se llama ese pretendiente sirio?
–Seleuco -se apresuró a contestar Mítrídates.
–¡Ah, un nombre verdaderamente apropiado para un pretendiente sirio! – comentó Mario.
Pero aquella cruda ironía no la captó Mitrídates, que no poseía la sutileza romana o griega respecto a las palabras, y seguramente apenas reía. Es mucho más raro que Yugurta de Numidia, pensó Mario; quizá no tan inteligente, pero sí mucho más peligroso. Yugurta asesinó a muchos parientes próximos, pero siempre consciente de que los dioses le exigirían cuentas, mientras que Mitrídates se cree un dios e ignora toda vergüenza o culpabilidad. Ojalá supiese más cosas de él y del reino del Ponto. Lo poco que me contó Nicomedes no me sirve de nada, seguramente se imagina que conoce a este hombre, pero no sabe nada de él.
–Creo entender que os enfrentasteis y derrotasteis a Seléuco, el pretendiente sirio -dijo Mario.
–Exacto -dijo el rey con desprecio-. ¡Era una tropa deplorable! Los matamos a casi todos.
–Eso he visto -dijo Mario con sequedad, inclinándose hacia adelante-. Decidme, rey Mitrídates, ¿no es costumbre en el Ponto limpiar el campo de batalla?
Mitrídates parpadeó, mostrando su perplejidad por la falta de recato del romano.
–¿En esta época del año? – replicó-. ¿Para qué? Cuando llegue el verano ya se habrán descompuesto.
–Ya entiendo. – Erguido, porque era el modo romano de sentarse, ya que la toga no permitía rebullirse mucho, Cayo Mario apoyó las manos en los brazos del sillón-. Me gustaría ver al rey Ariarates octavo, si es que así se llama. ¿Sería posible?
–¡Desde luego, desde luego! – replicó Mitrídates afablemente, y dio unas palmadas-. Que vengan el rey y el príncipe Gordio -ordenó al anciano servidor que acudió a la llamada-. Hallé a mi primo y al príncipe Gordio a salvo entre los trogloditas hace diez días -añadió, dirigiéndose a Mario.
–¡Qué suerte! – comentó éste.
Entró el príncipe Gordio llevando de la mano a un niño de unos diez años. El tendría más de cincuenta y ambos vestían al estilo griego; permanecieron obedientemente a los pies del estrado, frente a Mitrídates y Mario.
–Hola, jovencito, ¿cómo estás? – inquirió Mario.
–Bien, gracias, Cayo Mario -contestó el niño, de un asombroso parecido a Mitrídates.
–Tengo entendido que tu hermano ha muerto.
–Sí, Cayo Mario. Murió aquí en palacio hace dos meses de una enfermedad incurable -trinó el pequeño monarca.
–¿Y tú eres ahora el rey de Capadocia?
–Sí, Cayo Mario.
–¿Y te complace?
–Sí, Cayo Mario.
–¿Tienes edad para gobernar?
–Me ayudará el abuelo Gordio.
–¿Abuelo?
–Soy abuelo de todo el mundo, Cayo Mario -terció Gordio con un suspiro y una aviesa sonrisa.
–Entiendo. Gracias por la audiencia, rey Ariarates.
El niño y el adulto salieron, tras una airosa reverencia.
–Es un buen chico mi Ariarates -dijo Mitrídates con gran satisfacción.
–¿Vuestro Ariarates?
–Metafóricamente, Cayo Mario.
–Se os parece mucho.
–Su madre era mi hermana.
–Sí, ya se que en vuestro linaje hay muchos matrimonios consanguíneos -dijo Mario agitando las cejas, elocuente aviso para Lucio Cornelio Sila, aunque para el rey Mitrídates carecía de significado-. Bien, por lo visto, los asuntos de Capadocia han quedado bien arreglados -añadió jovial-. Eso significa, naturalmente, que vais a regresar al Ponto con vuestro ejército.
Mitrídates tuvo un sobresalto.
–Creo que no, Cayo Mario. Capadocia aún no está segura y ese niño es el último del linaje. Será mejor que mantenga aquí mi tropa.
–¡Sería mejor que regresarais con ella a vuestro país!
–No puedo.
–Sabéis que sí.
El rey comenzó a rebullirse, entre crujidos de su coraza.
–¡No podéis decirme lo que debo hacer, Cayo Mario!
–Oh, sí puedo -replicó Mario con firmeza, sin perder la calma-. A Roma no le interesa notablemente esta parte del mundo, pero si comenzáis a mantener ejércitos de ocupación en países que no os pertenecen, puedo aseguraros que aumentará enormemente el interés de Roma por esta región. Y las legiones de Roma las forman romanos, no campesinos capadocios ni mercenarios sirios. Estoy seguro que no deseáis ver las legiones romanas por aquí. Pero, a menos que regreséis al Ponto con vuestro ejército, rey Mitrídates, veréis legiones romanas. Os lo garantizo.
–¡No podéis decir eso sin tener ningún cargo!
–Soy un romano consular, puedo decirlo y os lo digo.
La cólera del rey iba en aumento, pero Mario advirtió que también comenzaba a sentir miedo. ¡Siempre los asustamos!, pensó regocijado. Son como esos animales tímidos que se alejan gañendo con el rabo entre piernas.
–¡Aquí me necesitan, igual que a mi ejército!
–No es cierto. ¡Volved a vuestro país, rey Mitrídates!
El rey se puso en pie de un salto y se llevó la mano a la espada, al tiempo que se acercaban los doce soldados de guardia que había en el salón, a la espera de órdenes.
–¡Podría mataros, Cayo Mario! ¡Y creo que lo haré! Podría mataros y nadie sabría lo que os ha sucedido. Podría enviar vuestras cenizas a Roma en un gran jarrón de oro con una carta de pésame diciendo que habíais muerto de una enfermedad mortal en este palacio de Mazaca.
–¿Como Ariarates VII? – inquirió Mario inmutable, irguiéndose en el sillón audazmente, sin alterarse-. ¡Calmaos rey Mitrídates! Sentaos y sed razonable. Sabéis perfectamente que no podéis matar a Cayo Mario. Si lo hicieseis, las legiones romanas acudirían al Ponto y a Capadocia con la rapidez que permitan nuestras naves. Sabéis -prosiguió en tono locuaz, tras un carraspeo- que no hemos tenido una guerra desde que derrotamos a tres cuartos de millón de bárbaros germanos. ¡Y eso sí que era un enemigo! Aunque no un enemigo que pueda compararse en riqueza al Ponto. El botín que Roma podría obtener en esta parte del mundo haría esa guerra muy deseable. ¿Para qué provocarla, rey Mitrídates? ¡Volved a vuestro país!
De pronto, Mario se vio solo. El rey había abandonado el salón con su guardia. El romano, pensativo, se puso en pie y salió de allí camino de sus habitaciones, con el estómago lleno de buena comída sencilla, como a él le gustaba, y la cabeza plena de interesantes cavilaciones. Que Mitrídates retiraría su ejército, no le cabía la menor duda, pero ¿dónde habría visto romanos togados? ¿Y dónde habría visto un romano con toga bordada en púrpura? Que el rey supiese que él era Cayo Mario sería porque el anciano le habría enviado aviso, pero lo dudaba. No, el rey habría recibido las cartas que él había enviado a Amasia y desde entonces había tratado de eludir su visita. Lo que quería decir que Batacio, el archigallos de Pessinus era un espía a su servicio.
Y por mucho que madrugó al día siguiente, deseoso de emprender el camino a Cilicia lo antes posible, resultó tarde para ver al rey del Ponto. El rey del Ponto, le dijo el anciano servidor, había salido con su ejército de regreso a su país.
–¿Y el pequeño Ariarates Eusebio Filopator? ¿Ha partido con el rey Mitrídates o sigue aquí?
–Está aquí, Cayo Mario. Su padre le nombró rey de Capadocia y aquí debe estar.
–¿Su padre? – inquirió Mario con brusquedad.
–El rey Mitrídates -contestó el anciano cándidamente.
¡Así que era eso! Nada de hijo de Ariarates VI, sino hijo de Mitrídates. Era listo, pero no lo bastante.
Gordio salió a despedirle, todo sonrisas y reverencias; pero al rey niño no lo vio por ninguna parte.
–Así que haréis de regente -dijo Mario, de pie junto a un caballo nuevo, mucho más alto que el que le había traído desde Tarsos; también sus servidores llevaban mejores monturas.
–Hasta que el rey Ariarates Eusebio Filopator sea mayor de edad para reinar, Cayo Mario.
–Filopator -dijo Mario en tono burlón- significa hijo amante de su padre. ¿Creéis que echará de menos a su padre?
–¿A su padre? – replicó Gordio, abriendo unos ojos como platos-. Su pobre padre murió cuando él era muy pequeño.
–No, Ariarates VI hace mucho que murió para haber podido engendrar este niño -espetó Mario-. No soy tonto, príncipe Gordio. Llevad este aviso a vuestro señor Mitrídates. Decidle que sé de quién es hijo el rey de Capadocia. Y que estaré vigilante -añadió, aceptando que le ayudara a meter el pie en el estribo-. Me imagino que sois el abuelo real del niño y no el abuelo de todo el mundo. La única razón por la que he dejado las cosas como están es porque la madre del niño, al menos, es capadocia… vuestra hija, supongo.
Incluso aquel ser, rendido servidor de Mitrídates, comprendió que era inútil seguir fingiendo y asintió con la cabeza.
–Mi hija es la reina del Ponto, y su hijo mayor sucederá al rey Mitrídates. Por eso me complace que este niño reine en mi propio país. Es el último del linaje; mejor dicho, lo es su madre.
–No sois príncipe real, Gordio -dijo Mario con desdén-. Seréis capadocio, pero supongo que el título de príncipe os lo habéis atribuido. Con lo cual vuestra hija no es la última del linaje. Llevad mi aviso al rey Mítrídates.
–Así lo haré, Cayo Mario -contestó Gordio sin ofenderse.
Mario hizo girar al caballo, pero se detuvo y miró hacia atrás.
–¡Ah, una última cuestión! ¡Limpiad el campo de batalla, Gordio! Si los orientales queréis ganaros el respeto de los países civilizados debéis conduciros como personas civilizadas. No se dejan miles de cadáveres tirados después de un combate, aunque sean del enemigo y se les desprecie. No es un buen recurso militar, sino un signo de barbarie. Y, por lo que veo, eso es lo que precisamente es vuestro amo Mitrídates… un bárbaro. Adiós.
Y puso el caballo al trote, seguido de sus servidores.
No es que Gordio admirase la audacia de Mario, pero tampoco admiraba a Mitrídates de corazón. Por eso volvió grupas y se dispuso a hablar con el rey antes de que abandonase Mazaca para repetirle todo lo que le había dicho Mario y complacerse en el enfado de Mítrídates. Claro que su hija era reina del Ponto, y su nieto Farnaces, heredero del trono del Ponto. Sí, no le iban mal las cosas a él, que, como había dicho Mario, no era príncipe real de Capadocia.
Cuando el rey niño, que era hijo de Mitrídates, tuviera derecho a reinar, sin duda apoyado por su padre, él se aseguraría el reinado en el templo de Ma de Comana, en un valle de Capadocia situado entre el curso alto del Sarus y del Piramo. Allí, siendo sacerdote-rey, estaría seguro y gozaría de enorme prosperidad y poder.
Encontró a Mitrídates al día siguiente en un campamento a la orilla del Halis, no lejos de Mazaca, y le transmitió palabra por palabra lo que Mario le había dicho. El rey se enfureció pero no hizo comentario alguno; se limitó a mirarle con ojos desorbitados mientras apretaba y aflojaba los puños.
–¿Has limpiado el campo de batalla? – inquirió.
Gordio tragó saliva, sin saber qué contestar, y al final dio la respuesta equivocada.
–Claro que no, gran señor.
–Pues, ¿qué haces aquí? ¡Límpialo!
–¡Gran rey, divina majestad, os llamó bárbaro!
–Con arreglo a sus costumbres, claro que lo soy -replicó Mitrídates-. No tendrá una segunda ocasión. Si es indicio de hombre civilizado gastar energías en semejantes tareas cuando la época del año lo hace innecesario, que así sea. Nosotros también gastaremos energías. ¡Nadie que se precie de civilizado encontrará en mi conducta ningún signo de barbarie!
Hasta que se te pase el malhumor, pensó Gordio para sus adentros; Cayo Mario tiene razón, gran señor, eres un bárbaro.
Se adecentó, pues, el campo de batalla en las afueras de Mazaca. Se quemaron los montones de cadáveres y las cenizas fueron enterradas en un enorme túmulo que resultaba insignificante visto con el telón de fondo del monte Argaeus.
Pero el rey Mitrídates no permaneció allí para ver sus órdenes cumplidas; hizo regresar su ejército al Ponto y él emprendió viaje a Armenia de un modo poco habitual, pues se hizo acompañar de casi toda la corte, incluidos diez esposas, treinta concubinas y media docena de sus hijos mayores, en un séquito que se extendía más de una milla de tantos caballos, carros de bueyes, literas, carrozas y acémilas de que constaba. Avanzaban casi a paso de caracol, cubriendo entre quince y veinticuatro millas diarias; pero avanzando constantemente, pese a las súplicas de algunas de sus mujeres más débiles para que hicieran un alto de un día o dos. Los escoltaba una caballería selecta de mil hombres, exactamente el número adecuado para una embajada real.
Porque de una embajada se trataba. En Armenia reinaba un nuevo rey, Mitrídates había recibido la noticia recién iniciada su campaña en Capadocia e inmediatamente envió órdenes específicas a Dasteira para que vinieran mujeres e hijos, notables, regalos, ropas y equipaje. La caravana tardó casi dos meses en llegar al Halis junto a Mazaca, casi al mismo tiempo que Cayo Mario. Mario no había encontrado al rey en Mazaca porque estaba con su corte itinerante a orillas del Halis para comprobar que todo se había hecho conforme a sus deseos.
De momento, lo único que sabía Mitrídates del nuevo soberano armenio es que era joven, hijo legítimo del antiguo rey Artavasdes, que se llamaba Tigranes y que había sido rehén del rey de los partos desde niño. ¡Un rey de mi edad!, pensaba Mitrídates eufórico; un rey de una poderosa nación oriental que no tiene compromisos con Roma, ¡un rey capaz de aliarse con el Ponto contra Roma!
Armenia era un país atravesado por vastas cordilleras, en torno al Ararat, que se extendía por el este hasta el mar Caspio o Hircanio; por tradición y por su situación geográfica, estaba muy vinculado al reino de los partos, cuyos reyes nunca habían manifestado interés alguno por las tierras al oeste del río Éufrates.
La mejor ruta era seguir el Halis hasta su nacimiento, para cruzar la vertiente y llegar al pequeño reino de Mitrídates llamado Armenia Menor y el alto Éufrates y volver a cruzar otra cuenca hidrográfica hasta las fuentes del Araxes, hasta Artaxata, capital de Armenia.
En invierno, el viaje habría sido imposible por la altitud, pero a principios de primavera no podía ser más agradable. La caravana discurrió por valles llenos de flores: la achicoria azul, los amarillos ranúnculos y primaveras, las llamativas amapolas. No había bosques; unicamente plantaciones de árboles leñosos como barrera contra los vientos. Pero la estación era tan breve, que chopos y abedules aún no tenían hojas, pese a ser el mes de junio.
La única ciudad era Carana, y tampoco abundaban los pueblos; incluso las tiendas marrones de los nómadas eran escasas. Lo que significaba que la caravana tenía que transportar grano, forraje, frutas y verduras y recurrir a los pastores con que se tropezase para proveerse de carne. Sin embargo, Mitrídates fue listo y adquirió todo lo que no podía procurarse en la naturaleza, para quedar en la memoria de aquellas gentes como un auténtico dios que repartía espléndidas dádivas.
En Julio llegaron al río Araxes y surcaron el estrecho valle. Mitrídates fue muy escrupuloso en las compensaciones a los campesinos por cualquier destrozo que causaba su caravana, haciendo todas las transacciones por señas, pues los que sabían un poco de griego habían quedado más allá del Éufrates. Había enviado una avanzadilla a Artaxata para anunciar su llegada y se aproximaba a la ciudad muy risueño: algo le decía que aquel largo peregrinaje no iba a ser en vano.
Tigranes de Armenia acudió en persona a recibirle en el camino extramuros, escoltado por su guardia, totalmente cubierta de cota de malla, con largas lanzas en vanguardia y escudo a la espalda. El rey Mitrídates, fascinado, contempló aquellos enormes caballos, también cubiertos de cota de malla. ¡Qué espectáculo el rey armenio, de pie en un carro dorado de ruedas pequeñas tirado por seis pares de bueyes blancos, y a cubierto en un parasol! Vestía falda abierta con borlas, bordada en tonos amarillos y azafrán, chaquetilla de manga corta y se tocaba con una tiara ceñida con la cinta blanca de la diadema.
Mitrídates, con armadura dorada y la piel de león, botas griegas y la espada enjoyada en un tahalí con diamantes que fulgía al sol, bajó de su gran caballo bayo y avanzó hacia Tigranes con los brazos abiertos. Sus manos se juntaron, unos ojos oscuros miraron aquellos ojos verdes y se forjó una amistad que no se basaba estrictamente en el mutuo agrado. Cada uno vio en el otro a un aliado y ambos comenzaron inmediatamente a evaluar sus necesidades en la reciprocidad. Juntos, dieron media vuelta y comenzaron a caminar por el polvoriento camino hacia la ciudad.
Tigranes era de tez clara, pero de pelo y ojos oscuros. Llevaba el cabello y la barba largos, muy rizados y con hilos de oro. Mitrídates pensaba que tendría aspecto de monarca helenizado, pero su estilo no era helenista, sino parto; por eso llevaba el pelo, la barba y las vestiduras largos. No obstante, afortunadamente hablaba un excelente griego, igual que dos o tres de sus notables. El resto de la corte, como el populacho, hablaba un dialecto medo.
–Incluso en lugares tan partos como Ecbatana y Susa, hablar griego es signo de hombre cultivado -dijo el rey Tigranes mientras tomaban asiento en dos sillones reales a un lado del trono de oro armenio-. No deseo ofenderos sentándome más alto -añadió.
–He venido a requerir un tratado de amistad y alianza con Armenia -dijo Mitrídates.
La conversación discurrió delicadamente para tratarse de dos hombres tan arrogantes y autócratas, indicio de que ambos vislumbraban un cómodo acuerdo. Mitrídates, naturalmente, era el más poderoso, pues no dependía de un soberano y su reino era mucho más extenso, aparte de ser muchísimo más rico.
–Mi padre era muy parecido en muchos aspectos al rey de los partos -dijo Tigranes-. Los hijos que tenía a su lado en Armenia los fue matando uno a uno, y yo me libré porque me habían enviado de rehén a los ocho años con el rey de los partos. Así, cuando mi padre cayó enfermo, no le quedaba más hijo que yo. El consejo armenio negoció con el rey Mitrídates de Partia mi liberación, pero el precio del rescate era muy elevado: setenta valles armenios, todos ellos en la frontera entre Armenia y la Atropatene media, lo que significaba que mi país perdía parte de sus tierras más fértiles. Además, esos valles tenían ríos auríferos, lapislázuli de gran calidad, turquesas y ónice negro. He jurado que Armenia recobrará esos setenta valles y me propongo encontrar un lugar mejor que este frío hoyo de Artaxata para construir otra capital.
–¿No contribuyó Aníbal al diseño de Artaxata? – inquirió Mitrídates.
–Eso dicen -contestó Tigranes escuetamente, para volver al tema de sus sueños imperiales-. Mi ambición es la expansión de Armenia hacia el sur, hacia Egipto, y hasta Cilicia por el oeste. Quiero ganar acceso al Mediterráneo, rutas comerciales, tierras más cálidas para cultivar trigo y que todos mis súbditos hablen el griego. – Se detuvo para humedecerse los labios-. ¿Qué os parece todo eso, Mitrídates?
–Me parece bien, Tigranes -contestó el rey del Ponto-. Os garantizo mi apoyo y mis tropas para que lo consigáis… si me apoyáis cuando avance hacia el oeste para apoderarme de la provincia romana de Asia Menor. Podéis quedaros con Siria, Comagene, Osrhoene, Sofene, Gordiea, Palestina y Nabatea. Yo me quedaré Anatolia, la Cilicia incluida.
Tigranes no se lo pensó dos veces.
–¿Cuándo? – inquirió.
Mitrídates se recostó en la silla.
–Cuando los romanos estén demasiado ocupados para percatarse de nosotros -contestó-. Somos jóvenes, Tigranes, y podemos esperar. Conozco a los romanos y sé que más pronto o más tarde Roma se verá envuelta en una guerra en Occidente o en Africa. En ese momento actuaremos.
Para sellar el pacto, Mitrídates presentó a la hija que había tenido con la difunta Laódice, una muchacha de quince años llamada Cleopatra, y se la ofreció a Tigranes por esposa. Como Armenia aún no tenía reina, Cleopatra ascendería al trono, compromiso de gran importancia, ya que un nieto de Mitrídates sería el heredero del trono de Armenia. Cuando la adolescente de cabello y ojos dorados vio a su futuro esposo, rompió a llorar aterrada por su extraño aspecto, Tigranes hizo una gran concesión para una persona que se ha criado en una cerrada corte oriental de barbas -reales y artificiales- y rizos -auténticos y ficticios-, afeitándose la barba y cortándose el largo cabello. La novia comprobó que, después de todo, era un guapo mozo, puso su mano sobre la de él y le sonrió. Deslumbrado por tanta amabilidad, Tigranes pensó que era un hombre afortunado, quizá la última vez en su vida que sentiría algo semejante a la humildad.
Cayo Mario se alegró sobremanera de encontrar a su esposa y a su hijo con la reducida escolta de Tarsos, y contentos de vivir la vida de pastores nómadas; el pequeño Mario había aprendido bastantes palabras de aquel extraño idioma de los nómadas y había asimilado muy bien el cuidado de las ovejas.
–¡Mira, tata! – dijo a su padre, al que había llevado a ver su pequeño rebaño en el sitio en que pastaban. Cogió una piedra y la tiró diestramente a un lado de la oveja que dirigía el rebaño, haciendo que al instante todos los animales dejasen de pastar y se tumbaran obedientes-. ¿Ves? Saben cuál es la señal para tumbarse. ¿Verdad que es estupendo?
–Desde luego -contestó Mario, mirando a su hijo, fuerte, atractivo y tostado por el sol-. Hijo, ¿estás listo para partir?
–¿Partir?
–Tenemos que salir inmediatamente para Tarsos.
El pequeño Mario parpadeó para ahuyentar las lágrimas, miró arrobado a sus ovejas y suspiró.
–Estoy listo, tata -respondió.
Julia arrimó su asno al alto caballo capadocio de Mario en cuanto pudo.
–¿No puedes decirme qué es lo que te trae tan preocupado? – inquirió-. ¿Por qué has enviado tan precipitadamente a Morsimos de avanzadilla?
–Ha habido un golpe de estado en Capadocia -contestó Mario-, y el rey Mitrídates ha puesto a su hijo en el trono, con su suegro de regente. El joven rey capadocio ha muerto, sospecho que asesinado por Mitrídates. No obstante, la lástima es que ni Roma ni yo podemos hacer gran cosa.
–¿Viste al rey antes de que muriera?
–No. He visto a Mitrídates.
–¿Estaba en Mazaca? – inquirió Julia, estremecida, mirando su serio rostro-. ¿Cómo lograste huir?
–¿Huir? – replicó Mario, cambiando la grave expresión por un gesto de sorpresa-. No había necesidad de huir, Julia. ¡Mitrídates será el rey de la mitad oriental del mar Euxino pero jamás osaría hacer daño a Cayo Mario!
–Entonces, ¿por qué nos marchamos tan aprisa?
–Para no darle ocasión de lucubrar ideas para hacer daño a Cayo Mario -contestó él sonriente.
–¿Y lo de Morsimos?
–Es algo muy prosaico, meum mel En Tarsos hará ahora más calor aún, y le he enviado a que nos encuentre una embarcación para zarpar nada más llegar allí. Pasaremos el verano placenteramente explorando las costas de Cilia y Panfilia y haremos un viaje a las montañas para ver Olba. Ya sé que te llevé a toda prisa por la Tracia seléucida cuando íbamos hacia Tarsos, pero ahora no hay prisa. Eres descendiente de Eneas y es de rigor que saludes a los descendientes de Teucro. Dicen que hay unos lagos maravillosos en el alto Tauro, por encima de Ataleia. Iremos también a verlos, ¿te parece bien?
–¡Ya lo creo!
El programa se realizó en todos sus detalles, y Cayo Mario y su familia no llegaron a Halicarnaso hasta enero, tras recorrer plácidamente unas costas famosas por su belleza. No vieron ningún pirata, ni siquiera en Coracesium, donde Mario se dio el gusto de ascender al espolón en que se asentaba la antigua fortaleza de los piratas para, finalmente, descubrir el modo de tomarla.
Halicarnaso fue para Julia y el pequeño Mario como Roma, y nada más desembarcar se dedicaron a pasear por la ciudad, recobrando el contacto con sus encantos. Mario se sentó a descifrar dos cartas, una de Lucio Cornelio Sila, enviada desde la Hispania Citerior, y otra llegada de Roma de Publio Rutilio Rufo. Cuando Julia entró en el despacho se encontró con un Mario de ceño estremecedor.
–¿Malas noticias? – le preguntó.
El ceño fue sustituido por un parpadeo levemente malicioso y Mario adoptó una expresión inocente.
–Yo no diría que son malas.
–¿Hay alguna buena?
–¡Noticias espléndidas de Lucio Cornelio! Quinto Sertorio ha obtenido la corona de hierba.
–¡Ah, estupendo, Cayo Mario! – exclamó Julia. Tiene sólo veintiocho años… Claro, es un Mario. ¿Por qué se la han concedido? – inquirió Julia sonriente.
–Por evitar la aniquilación de un ejército, naturalmente. Es la única manera de ganar la corona obsidionalis.
–¡No te hagas el listo, Cayo Mario! Sabes a qué me refiero.
–El invierno pasado le enviaron con la legión que manda a Castulo para guarnecer la plaza, apoyado por una legión de Publio Licinio Craso de la Hispania Ulterior. Las tropas de ésta se descontrolaron y los celtíberos asaltaron las defensas de la ciudad. ¡Y nuestro muchacho se cubrió de gloria salvando la ciudad, las dos legiones y ganando la corona de hierba!
–Tendré que escribirle dándole la enhorabuena. ¿Lo sabrá su madre? ¿Crees que él se lo habrá dicho?
–Probablemente no. Es demasiado modesto. Escribe tú a Ria.
–Lo haré. ¿Qué más cuenta Lucio Cornelio?
–Poca cosa -contestó Mario con un gruñido-. Que no está contento. ¡Pero es que nunca lo está! Sus elogios a Quinto Sertorio son generosos, pero creo que habría preferido ganar él la corona de hierba. Tito Didio no le da mando en el campo de batalla.
–¡Oh, pobre Lucio Cornelio! ¿Y por qué no?
–Porque es demasiado valioso -contestó Mario, lacónico-. Es un planificador nato.
–¿Dice algo de la esposa germana de Quinto Sertorio?
–Sí. Está viviendo con el niño en una gran ciudad celtibérica fortificada que se llama Osca.
–¿Y su propia esposa germana, la que tuvo gemelos?
–Vete a saber -contestó Mario, encogiéndose de hombros-. Nunca habla de ellos.
Se hizo un breve silencio y Julia miró por la ventana.
–Ojalá hablase de ellos -dijo por fin Julia-. En cierto modo, encuentro algo raro que no lo haga. Ya sé que no son romanos y que probablemente no podrá traerlos a Roma. ¡Pero estoy segura de que les tiene cariño!
Mario optó por no contestar.
–La carta de Publio Rutilio es extensa y llena de novedades -dijo provocador.
–¿Que yo puedo escuchar?
–¡Ya lo creo! – contestó Mario, conteniendo la risa-. Sobre todo la conclusión.
–¡Pues léela, Cayo Mario, léela!
Saludos de Roma, Cayo Mario. Te escribo ésta en Año Nuevo, después de recibir promesa de un rápido trayecto para ella nada menos que por boca de Quinto Granios de Puteoli. Espero que te halle en Halicarnaso, pero si no es así, ya te llegará.
Te alegrará saber que Quinto Mucio conjuró las amenazas de procesamiento, en gran medida gracias a su elocuencia en el Senado y a los discursos de apoyo de su primo Craso Orator y del mismísimo Escauro, príncipe del Senado, quien está totalmente de acuerdo con lo que hemos hecho Quinto Mucio y yo en la provincia de Asia. Como era de esperar, fue más difícil tratar con el Tesoro que con los publicani. Si a un hombre de negocios romano le reconoces lo suyo, siempre se impone el sentido comercial, y en nuestras disposiciones para la provincia de Asia se ha impuesto ante todo el sentido comercial. Fueron sobre todo los coleccionistas de arte los que más pusieron el grito en el cielo, en particular Sexto Perquitieno. La estatua de Alejandro que se llevó de Pérgamo ha desaparecido misteriosamente de su peristilo, quizá porque Escauro, príncipe del Senado, le concedió especial relieve en su discurso ante la Cámara. En cualquier caso, el Tesoro cedió por fin, a regañadientes, y los censores anularon las contratas de Asia. A partir de ahora, los impuestos de la provincia de Asia se basarán en las cifras que calculamos Quinto Mucio y yo. De todos modos, no quiero darte la impresión de que todo ha quedado olvidado, ni aun en el caso de los publicani. Una provincia bien administrada es difícil de explotar, y entre esos recaudadores hay muchos que querrían seguir explotando la provincia de Asia. El Senado ha acordado enviar hombres más distinguidos para su gobierno, y eso impedirá que los publicani se impongan.
Tenemos nuevos cónsules. Nada menos que Lucio Licinio Craso Orator y mi querido Quinto Mucio Escévola. Nuestro pretor urbano es Lucio Julio César, que ha sustituido a un extraordinario hombre nuevo, Marco Herenio. Nunca he visto a nadie que tenga más atractivo para los electores que ese Marco Herenio, aunque no acabo de entender por qué. La cuestión es que basta con que le vean y comienzan a votarle a gritos. Un hecho que no gustó nada a aquel rastrero monumental que tuviste a tu servicio cuando era tribuno de la plebe, me refiero a Lucio Marco Filipo. Cuando se hizo el recuento de votos para pretor, hace un año, Herenio figuraba en cabeza y Filipo en cola. Quiero decir de los seis nombrados. ¡Habrías debido oír los quejidos y gimoteos! Los de este año apenas tienen interés. El año pasado el praetor peregrinus, Cayo Haco, llamó la atención sobre su persona dando plena ciudadanía romana a una sacerdotisa de Ceres en Velia, una tal Califana. Toda Roma ansía saber por qué, pero es de imaginar.
Los censores Antonio Orator y Lucio Haco han concluido la concesión de contratas (complicada por las actividades de dos personas en la provincia de Asia, que hizo que se retrasasen bastante) y han hecho un escrutinio en los rollos senatoriales sin hallar ningún culpable, e igual resultado entre los caballeros. Ahora están poniendo en marcha un censo completo del pueblo romano en todo el orbe, dicen, y afirman que nadie escapará a sus redes.
Con tan loable propósito han alzado una caseta en el Campo de Marte para ir confeccionando el de Roma. Para cubrir Italia, han reunido una fuerza defuncionarios, asombrosamente bien organizada, cuyo cometido es recorrer todas las ciudades de la península para establecer el censo correspondiente. Yo lo apruebo, aunque hay muchos que no, y dicen que basta con el antiguo método de que los ciudadanos rurales se inscriban a través de los duumviri de su municipio y los de provincias a través del gobernador. Pero Antonio y Haco insisten en que su sistema es mejor, y lo es. Tengo entendido, sin embargo, que los ciudadanos residentes en provincias tendrán que seguir inscribiéndose a través de los gobernadores. Naturalmente, los chapados a la antigua dicen que el resultado será el mismo, como lo es siempre.
Y unas cuantas noticias de provincias, ya que, como estás en ese apartado rincón del mundo, no las sabrás. Antíoco VIII de Siria, llamado Gripo Nariz Ganchuda, ha sido asesinado por… no sé si su primo, su tío o su hermanastro, Antíoco IX, llamado Ciziceno. Tras lo cual, la esposa de Gripo, Cleopatra Selene de Egipto, se apresuró a casarse con el asesino de su esposo, el tal Ciziceno. ¿Lloraría mucho entre la viudez y su nueva boda? No obstante, esta noticia significa al menos que de momento en la Siria del norte gobierna un solo rey.
De mayor interés para Roma es la muerte de uno de los Tolomeos, Tolomeo Apion, hijo bastardo del horrendo Tolomeo Gran Vientre de Egipto, que murió hace poco en Cirene. Recordarás que era rey de Cirenaica, pero murió sin dejar heredero. ¡Y, mira lo que son las cosas, dejó el reino de Cirenaica en herencia a Roma! El viejo Atalo de Pérgamo ha iniciado una nueva moda. Es un agradable sistema para acabar dominando el mundo, Cayo Mario. A base de testamentos.
¡Espero que decidas regresar este año! Roma es muy aburrida sin ti, ni siquiera tengo al Meneitos para quejarme de él. Actualmente circula un rumor de lo más curioso, según el cual el Meneítos habría muerto ¡envenenado! El que lo propala es nada menos que el físico de moda en el Palatino, Apolodoro Sículo. Cuando se indispuso el Meneítos, llamaron a Apolodoro, que al parecer no quedó muy convencido con aquella muerte y reclamó una autopsia. El Meneitos hijo se negó, quemaron a su tata, lo enterraron en una tumba de horrendos adornos y de eso hace ya muchas lunas. Pero el pequeño griego siciliano ha hecho averiguaciones e insiste en que el Meneítos bebió una poción muy nociva a base de semillas de melocotón. El Meneítos hijo replica que nadie tenía motivos para hacerlo y ha amenazado con llevar a Apolodoro ante los tribunales si no deja de ir diciendo por ahí que a su padre le envenenaron. Nadie piensa, ¡ni siquiera yo!, que el Meneítos se cargara al tata, ¿y qué otra persona lo habría podido hacer?
Un retazo final delicioso y te dejo en paz. Son cotilleos de familia pero los repite toda Roma. El esposo de mi sobrina, al volver del extranjero y ver el pelo rojo del último híjo, se ha divorciado por adulterio.
Te daré más detalles de esto cuando te vea en Roma. Haré un sacrificio a los lares Permarini para tu feliz regreso.
Dejando la carta en la mesa como si quemara, Mario miró a su esposa.
–Bueno, ¿qué te parecen las noticias? ¡Tu hermano Cayo se ha divorciado de Aurelia por adulterio! Se ve que ha tenido otro hijo, ¡un niño pelirrojo! jo, jo, jo. ¿Quién te imaginas que es el padre?
Julia estaba boquiabierta, sin poder decir nada. Ruborizada y con los labios apretados, comenzó a mover la cabeza sin pausa hasta que recuperó la palabra.
–¡No es cierto! ¡No puede ser! ¡No me lo creo!
–Pues mira, es su tío quien lo dice. Ten -añadió, tendiéndole la última parte de la carta de Rutilio Rufo.
Ella cogió el rollo y comenzó a releer las enmarañadas palabras de las últimas líneas con voz hueca, artificial. Las leyó unas cuantas veces y luego dejó la carta.
–No debe de ser Aurelia -dijo tercamente-. ¡No puedo creer que sea Aurelia!
–¿Y quién, si no? ¡Pelo rojo, Julia! ¡Es la marca de Lucio Cornelio Sila, no de Cayo Julio César!
–Publio Rutilio tiene más sobrinas -replicó Julia en sus trece.
–¿Íntimas de Lucio Cornelio y que vivan solas en el peor barrio de Roma?
–¿Quién sabe? Es posible.
–Como los cerdos que vuelan para los pisidios -replicó Mario.
–En cualquier caso, ¿qué tiene que ver con ello lo de que viva sola en el peor barrio de Roma? – inquirió Julia.
–Pues que es fácil tener una historia sin que nadie se entere -contestó Mario, risueño-. ¡Al menos hasta que se da a luz a un crío pelirrojo!
–¡Bah, deja de regocijarte! – exclamó Julia, enfadada-. No me lo creo y no me lo creo. Además -añadió, al ocurrírsele otra explicación-, no puede ser mi hermano Cayo porque aún no ha vuelto a Roma, y si hubiera vuelto te habrías enterado, ya que está cumpliendo una misión que le has encomendado. – Miró a su esposo con aire amenazador-. ¿Qué, no es cierto, esposo mío?
–Probablemente me escribió a Roma -alegó Mario, no muy convencido.
–¿Después que yo le escribiera que íbamos a estar fuera tres años, y dándole el itinerario aproximado? ¡Vamos, Cayo Mario, admite que es muy improbable que se trate de Aurelia!
–Admito lo que tú quieras -contestó Mario echándose a reír-. De todos modos, Julia, seguro que es Aurelia.
–Me voy a casa -dijo Julia poniéndose en pie.
–Creí que querías ir a Egipto.
–Me voy a casa -repitió ella-. Y no me importa dónde vayas tú, Cayo Mario, aunque preferiría que fueses a la tierra de los hiperbóreos. Yo me voy a casa.