Una de las últimas tareas de Escauro estaba relacionada con dos reyes destronados, Nicomedes de Bitinia y Ariobarzanes de Capadocia. El esforzado príncipe del Senado había enviado uná comisión a Asia Menor para que investigase la situación relativa al rey Mitrídates del Ponto. El que dirigía la delegación era Manio Aquilio, colega de Cayo Mario en el quinto consulado y vencedor de la guerra servil de Sicilia. Acompañaban a Aquilio otros como Tito Manlio Mancino, Cayo Malio Maltino y los dos reyes Nicomedes y Ariobarzanes. El cometido de dicha comisión había quedado claramente expuesto por Escauro: reinstaurar a los dos soberanos y advertir a Mitrídates que no traspasara las fronteras.
Manio Aquilio había cortejado profusamente a Escauro para que le concediera la misión, pues su situación financiera era muy apurada debido a las graves pérdidas sufridas al estallar la guerra contra los itálicos. Su puesto de gobernador en Sicilia diez años atrás no le había aportado nada más que una querella judicial al regreso, y, aunque había sido declarado inocente, su reputación se había resentido inmerecidamente. El oro que su padre había recibido de Mitrídates V a cambio de la cesión al Ponto de la mayor parte de Frigia se había acabado hacía tiempo, pero el hijo seguía siendo objeto del odio que había levantado aquel abuso. Escauro, firme partidario de la costumbre de que los cargos fuesen hereditarios -y convencido de que el padre había hablado con el hijo de los problemas de aquella zona- consideró juicioso encomendar a Manio Aquilio la misión de reponer en su trono a los dos reyes, concediéndole el privilegio de que él mismo escogiese a los miembros de la comisión.
El resultado fue una delegación más preocupada por la rapiña que por la justicia, por acumular dinero que por el bienestar de dos países extranjeros. Antes de efectuarse los primeros preparativos del viaje, Manio Aquilio había convenido un trato satisfactorio con el rey Nicomedes, de setenta años, y cien talentos de oro de Bitinia habían ingresado milagrosamente en su banca. De no haber sido por ello, tan difícil era la situación financiera del comisionado, que ni habría podido salir de Roma, ya que todos los senadores estaban obligados a solicitar formalmente permiso para salir de Italia y no había posibilidad de hacerlo sin que se enterasen las bancas y los banqueros, que verificaban minuciosamente las listas expuestas en los rostra y la Regia.
Una vez decidido el viajar por mar en vez de hacerlo por tierra por la Via Egnatia, la comisión llegó a Pérgamo en junio del año anterior y fue recibida con cierta pompa por el gobernador de la provincia de Asia, Cayo Casio Longino.
En Cayo Casio encontró Manio Aquilio la horma de su zapato en cuanto a codicia y carencia de escrúpulos, como ambos comprendieron inmediatamente con suma complacencia. Así, aquel caluroso junio se urdió en Pérgamo una conspiración en el preciso momento en que Tito Didio caía en el ataque a Herculaneum. El objeto de la misma era ver cuánto oro podían sacarle a la situación los delegados y el gobernador, y en particular en los territorios que bordeaban el Ponto y que en realidad no estaban bajo la autoridad romana, principalmente Paflagonia y Frigia.
Las cartas del Senado a Mitrídates del Ponto y a Tigranes de Armenia conminándolos a retirarse de Bitinia y Capadocia se enviaron por correo desde Pérgamo. Pero apenas habían abandonado la ciudad los portadores de las cartas, Cayo Casio ordenó la instrucción extraordinaria de una legión de tropas auxiliares y decretó una leva de milicia de un extremo a otro de la provincia de Asia. Luego, con un destacamento armado por escolta, los delegados Aquilio, Manlio y Malio se dirigieron a Bitinia con el rey Nicomedes, mientras el rey Ariobarzanes permanecía en Pérgamo con el súbitamente activo gobernador.
El poder de Roma seguía dando sus frutos. El rey Sócrates se quedó sin trono y emprendió el regreso al Ponto, el rey Nicomedes ocupó dicho trono y al rey Ariobarzanes se le ordenó regresar a Capadocia. Los tres delegados permanecieron en Nicomedia para pasar el resto del verano y planear la invasión de Paflagonia, la franja de territorio que separaba Bitinia del Ponto a lo largo de las riberas del mar Euxino. Los templos de Paflagonia eran ricos en oro, al contrario de los del país de Nicomedes, como descubrieron con decepción los delegados. Al huir a Roma el año anterior, el anciano se había llevado consigo la mayor parte del tesoro, yendo a parar a las cuentas bancarias de varios romanos, desde Marco Emilio Escauro (que no le hacía ascos a aceptar un pequeño obsequio) hasta Manio Aquilio y Otras muchas manos codiciosas.
El descubrimiento de que Nicomedes no tenía oro había suscitado cierto odio entre los delegados, y Manlio y Malio se sentían engañados, mientras que Aquilio pensó que tendría que ingeniárselas para encontrar suficiente cantidad para darles satisfacción sin necesidad de recurrir a su depósito de Roma. Naturalmente, quien pagó las consecuencias fue el rey Nicomedes. Los tres nobles romanos le instaron denodadamente a que invadiese Paflagonia y le amenazaron con la pérdida del trono si no obedecía sus órdenes. Mensajes de Cayo Casio desde Pérgamo corroboraron las exigencias de la comisión, y Nicomedes cedió, movilizando su modesto pero bien armado ejército.
A fines de septiembre, los delegados y el anciano rey Nicomedes marchaban sobre Paflagonia, Aquilio al mando del ejército y el rey como simple invitado a la expedición. Deseando echar sal a las heridas de Mitrídates, Aquilio obligó a Nicomedes a cursar órdenes a las guarniciones navales y flotas de Bitinia del Bósforo tracio y del Helesponto para que no dejasen navegar a ningún barco del Ponto entre el mar Euxino y el mar Egeo. ¡Desafía a Roma si te atreves, rey Mitrídates!, era el aviso implícito en esta medida.
Todo se desarrolló exactamente como había previsto Manio Aquilio. El ejército bitinio avanzó por la costa de Paflagonia asaltando ciudades y saqueando templos, al tiempo que crecía el montón de objetos de oro, capitulaba el gran puerto de Amastris, y pilamenes, mandatario de la Paflagonia continental, unía sus fuerzas a las de los invasores romanos. En Amastris, los tres delegados decidieron regresar a Pérgamo, dejando al pobre y anciano rey invernando con su ejército entre Amastris y Sinope, peligrosamente próximo a la frontera del Ponto.
Fue en Pérgamo, a mediados de noviembre, donde los delegados recibieron una embajada del rey Mitrídates, quien hasta entonces no había dicho ni hecho nada. Encabezaba la delegación un tal Pelópidas, primo del rey.
–Mi primo, el rey Mitrídates, suplica humildemente al procónsul Manio Aquilio que ordene al rey Nicomedes y a su ejército regresar inmediatamente a Bitinia -dijo Pelópidas, que iba vestido al estilo griego y se había personado en Pérgamo sin escolta armada.
–Eso es imposible, Pelópidas -contestó Manio Aquilio, sentado en su silla curul, con la varilla de mando de marfil y rodeado por los doce lictores con túnica carmesí y las hachas en los fasces-. Bitinia es un estado soberano, amigo y aliado del pueblo romano, sí, pero completamente dueño de sus destinos. No puedo ordenar nada al rey Nicomedes.
–Entonces, procónsul, mi primo el rey Mitrídates suplica humildemente que le deis permiso para defender su reino de las depredaciones de Bitinia -replicó Pelópidas.
–Ni el rey Nicomedes ni el ejército de Bitinia están en territorio del Ponto -contestó Manio Aquilio-. Por consiguiente, prohíbo terminantemente a tu primo Mitrídates que levante un solo dedo contra el rey Nicomedes y su ejército. ¡Bajo ningún concepto, díselo a tu rey, Pelópidas! En ninguna circunstancia.
Pelópidas lanzó un suspiro, alzó los hombros y abrió los brazos, en gesto nada romano, y dijo:
–Entonces, lo último que se me ha encomendado deciros, procónsul, es que en tal caso, mi primo el rey Mitrídates dice lo siguiente: «¡Incluso el que sabe que va a perder presenta batalla!»
–Si tu primo el rey presenta batalla, perderá -contestó Aquilio, haciendo seña a sus lictores para que acompañasen a Pelópidas.
Se hizo el silencio al salir el noble póntico, roto por el cejijunto Cayo Casio.
–Uno de los nobles del Ponto que acompañaban a Pelópidas me ha dicho que Mitrídates va a enviar directamente a Roma una carta de protesta.
–¿Y de qué le va a servir eso? – inquirió Aquilio, enarcando una ceja-. En Roma no hay nadie que tenga tiempo para escucharle.
Pero los de Pérgamo tuvieron que escuchar un mes después, cuando Pelópidas regresó.
–Mi primo el rey Mitrídates me envía para repetiros la súplica de que le permitáis defender su país -dijo Pelópidas.
–Su país no está amenazado, Pelópidas, así que mi respuesta sigue siendo no -contestó Manio Aquilio.
–Entonces, a mi primo el rey no le queda otro remedio que llevaros la contraria, procónsul. Se quejará oficialmente al Senado y al pueblo de Roma de que sus delegados en Asia Menor apoyan a Bitinia en un acto de agresión y al mismo tiempo niegan al Ponto el derecho a defenderse -dijo Pelópidas.
–Más vale que tu querido primo el rey se abstenga, ¿me oyes? – replicó tajante Aquilio-. En cuanto al Ponto y a toda Asia Menor, ¡yo soy el Senado y el pueblo de Roma! ¡Y ahora vete y no vuelvas!
Pelópidas permaneció en Pérgamo un tiempo para ver qué podia averiguar de los misteriosos movimientos de tropas que había puesto en marcha Cayo Casio, y estando allí llegaron noticias de que un hijo de Mitrídates llamado Ariarates -nadie sabía cuál de los hijos llamados Ariarates- pretendía de nuevo ocupar el trono de Capadocia. Manio Aquilio hizo venir inmediatamente a Pelópidas y le dijo que conminaba al Ponto y a Armenia a retirarse de Capadocia.
–Harán lo que se les dice porque les aterran las represalias de Roma -comentó Aquilio complacido, con un estremecimiento-. Hace frío aquí, Cayo Casio. ¿No crees que los recursos de la provincia de Asia dan para tener un fuego o dos en el palacio?
En febrero, en la residencia pergameña del gobernador, la confianza había alcanzado tales cotas, que Aquilio y Casio concibieron un plan aún más audaz: ¿A qué detenerse en los confines del Ponto? ¿Por qué no dar a su rey una buena lección invadiendo el Ponto? La legión de la provincia de Asia estaba en óptimas condiciones, la milicia acampada entre Esmirna y Pérgamo, también en buenas condiciones, y, además, a Cayo Casio se le había ocurrido otra brillante idea.
–Podemos añadir otras dos legiones a la fuerza expedicionaria si sumamos las de Quinto Opio en Cilicia -dijo Manio Aquilio-. Cursaré un mensaje a Tarsus para que Quinto Opio venga a Pérgamo a conferenciar sobre el destino de Capadocia. Opio sólo tiene imperium pretoriano y yo proconsular, y tendrá que obedecerme. Le diré que nuestro plan es contener a Mitrídates atacándole por detrás en vez de invadir Capadocia.
–Dicen que en Armenia Parva hay más de setenta reductos llenos a rebosar de oro de Mitrídates -añadió Aquilio embelesado.
Pero Casio, que procedía de una familia guerrera, no estaba dispuesto a desviarse del plan.
–Invadiremos el Ponto por cuatro puntos distintos a lo largo del curso del río Halys -dijo impaciente-. El ejército bitinio se encargará de Sinope y Amisus en el Euxino, para después avanzar hacia el interior siguiendo el Halys, así dispondrán de buen forraje, ya que cuentan con la mayor parte de la caballería y animales de carga. Aquilio, tú mandarás la legión mía de auxiliares y atacarás por Galacia. Yo avanzaré con la milicia por el curso superior del Meandro hacia Frigia. Quinto Opio puede desembarcar en Ataleia y avanzar hacia Pisidia; yo y él nos encontraremos en el Halys en la zona intermedia entre tus tropas y las de Bitinia. Con cuatro ejércitos distintos sobre el curso del río confundiremos a Mitrídates y no sabrá dónde acudir. ¡Es un reyezuelo, querido Manio Aquilio, con más oro que soldados!
–No tiene salvación -dijo Aquilio sonriente, soñando con los setenta reductos atiborrados de oro.
Casio lanzó un estentóreo carraspeo.
–Sólo hay una cosa con la que debemos tener cuidado -dijo con distinto tono de voz.
–¿Cuál? – inquirió Manio Aquilio con la mosca en la oreja.
–Quinto Opio es antes que nada un tradicionalista romano para quien el honor está por encima de todo, así que olvidaos de ganar ni un sestercio con actividades reprobables. Y no podemos hacer ni decir nada que le haga sospechar que la expedición no obedece estrictamente a restablecer la justicia en Capadocia.
–¡Así tocaremos a más! – dijo Aquilio con una risita.
–Eso digo yo -añadió Cayo Casio, satisfecho.
Pelópidas procuró olvidarse del sudor que le chorreaba por la frente y colocar las manos de forma que no se le notase el temblor.
–Así pues, gran rey, el procónsul Aquilio me despidió sin más -dijo, concluyendo su relato.
El rey no hizo más que pestañear, sin modificar la expresión que había mantenido durante toda la audiencia, impasible, casi benigna. A sus cuarenta años, con veintitrés de reinado, el sexto Mitrídates, llamado Eupator, había aprendido a ocultar sus sentimientos, salvo en el caso de sus temibles disgustos. Y no es que la noticia que le traía Pelópidas no le causase profundo desagrado, pues se la esperaba.
Durante dos años había vivido en la constante esperanza alumbrada desde el primer día en que Roma había entrado en guerra con sus aliados itálicos. El instinto le decía que era su oportunidad y esta vez había incluso escrito a su yerno Tigranes avisándole para que estuviese preparado. Al recibir contestación de que Tigranes le apoyaba en todo, decidió que lo primero que debía hacer era lograr que la guerra de Italia le resultase a Roma lo más dura posible, y envió una embajada a los itálicos Quinto Popedio Silo y Cayo Papio Mutilo a la nueva capital, Itálica, ofreciéndoles dinero, armas, barcos e incluso tropas de refuerzo. Pero, para su gran sorpresa, los embajadores regresaron con las manos vacías. Silo y Mutilo habían rechazado la oferta del Ponto indignados y con desprecio.
–¡Decid al rey Mitrídates que a él no le importa para nada la querella de Italia con Roma! Italia no va a mover un dedo para ayudar a un rey extranjero a hacer daño a Roma -fue la respuesta.
El rey del Ponto había recogido velas, enviando aviso a Tigranes de Armenia para que aguardase el momento oportuno, preguntándose si realmente llegaría ese momento, cuando incluso Italia, que tan desesperadamente necesitaba ayuda para vencer en su lucha por la libertad y la independencia, se permitía despreciativa morder la mano del Ponto que generosamente le ofrecía amistad y apoyo militar.
Nervioso y un si es no es más indeciso de lo normal, Mitrídates no quiso adoptar ninguna decisión; si en un momento determinado estaba convencido de que había llegado la hora de declarar la guerra a Roma, al poco rato no estaba tan seguro. Preocupado e inquieto, ocultaba sus dudas a todos, pues el rey del Ponto no podía tener confidentes ni asesores, ni siquiera su yerno, que era también un rey poderoso. Su corte era una especie de vacío en el que nadie sabía con certeza lo que sentía el rey, y la nobleza no estaba al corriente de los planes del monarca ni de si había riesgo de guerra.
Frustrado su ofrecimiento a los itálicos, Mitrídates pensó en Macedonia, país con el que la provincia romana mantenía una dificil frontera de más de mil quinientas millas frente a las tribus bárbaras del norte. Seria cuestión de inducir disturbios a lo largo de ella para que Roma dirigiese toda su atención a aquella zona. Así, envió agentes a reavivar los rescoldos del odio que sentían por Roma las tribus de los bessi y los escordiscos y las demás de Mesia y Tracia, con el resultado de que Macedonia comenzó a sufrir la peor racha de incursiones bárbaras desde hacía muchos años. En el primer empuje, los escordiscos llegaron hasta Dodona en el Epiro. Sin embargo, por suerte, la Macedonia romana contaba con un soberbio e íntegro gobernador en la persona de Cayo Sentio, quien tenía a sus órdenes al legado Quinto Bruto Sura, de mayor fuste aún.
Como con los disturbios causados por los bárbaros no se logró que Sentio y Bruto Sura pidiesen refuerzos a Roma, Mitrídates pensó en provocarlos en el interior de la provincia. Y poco después de haberlo decidido, apareció en Macedonia un tal Eufenes, que afirmaba ser descendiente directo de Alejandro el Grande (su parecido era sorprendente), alegando sus derechos al antiguo y caduco trono del país. Los habitantes de localidades refinadas como Salónica y Pella en seguida comprendieron sus intenciones, pero los rudos campesinos del interior abrazaron fervientemente su causa. Lamentablemente para Mitrídates, Eufenes demostró carecer de auténtico espíritu militar y talento para organizar a sus partidarios en forma de ejército. Sentio y Bruto Sura se encargaron de él sin necesidad de pedir urgentemente a Roma dinero para tropas de refuerzo, que era el propósito de los manejos del rey del Ponto.
Y así estaban las cosas a los dos años de estallar la guerra entre Roma y sus aliados itálicos. Mitrídates no había avanzado nada en sus ambiciosos planes, se hallaba nervioso, vacilaba y sufría reconcomiéndose y haciéndoselo pagar a los cortesanos; conteniendo a Tigranes, más agresivo y menos inteligente, y pensando solo, sin confiar en nadie.
De pronto, el rey se rebulló en el trono y todos los cortesanos del salón se sobresaltaron.
–¿Y qué más has descubierto durante tu segunda y prolongada visita a Pérgamo? – preguntó a Pelópidas.
–Que el gobernador Cayo Casio ha puesto en pie de guerra su legión de tropas auxiliares y está entrenando y equipando otras dos legiones de milicia, oh poderoso -contestó Pelópidas, humedeciéndose los labios y ansioso por demostrar que, a pesar de haber fracasado en su misión, su lealtad al rey seguía siendo debidamente fanática-. Ahora tengo un espía en el palacio del gobernador en Pérgamo, gran rey, y antes de marchar me comunicó que cree que Cayo Casio y Manio Aquilio proyectan invadir el Ponto esta primavera en coordinación con Nicomedes de Bitinia y su aliado pilamenes de Paflagonia. Al parecer, también en combinación con el gobernador de Cilicia, Quinto Opio, que fue a Pérgamo a conferenciar con Cayo Casio.
–¿Sabes si esta proyectada invasión cuenta con la sanción del Senado y el pueblo de Roma? – inquirió el rey.
–En el palacio del gobernador se rumorea que no, gran rey.
–Por parte de Manio Aquilio era de esperar, si el cachorro ha salido al perro que había en tiempos de mi padre. La codicia del oro. Mi oro -dijo Mitrídates, abriendo los rojos y carnosos labios para enseñar sus grandes dientes amarillentos-. Y parece que el gobernador de la provincia romana de Asia es de la misma ralea. Igual que Quinto Opio de Cilicia. ¡Un trío hambriento de oro!
–En cuanto al gobernador de Cilicia, oh gran rey, no parece ser así -dijo Pelópidas-, pues han tenido buen cuidado de hacerle creer que es una expedición organizada contra nuestra presencia en Capadocia. Tengo entendido que Quinto Opio es lo que los romanos llaman un hombre honorable.
El rey guardó silencio, contrayendo y extendiendo los labios como un pez y mirando al infinito. Si amenazan nuestras tierras es muy distinto, pensaba Mitrídates. Porque me obligan a quedarme con la espalda pegada a mis fronteras y se me exige que deponga las armas y consienta que esos denominados dueños del mundo violen mi país. El país que me acogió cuando era un fugitivo, el país que amo más que a la propia vida. El país que deseo sea dueño del mundo.
–¡No lo harán! – exclamó con fuerte voz.
Todos levantaron la cabeza, pero el rey no decía nada más. Siguió contrayendo y extendiendo los labios una y otra vez, sin pausa.
Ha llegado la hora. Es el momento decisivo, pensaba Mitrídates. Mi corte ha escuchado las noticias de Pérgamo y ahora estarán juzgando; no a los romanos, sino a mí. Si permanezco sumiso mientras esos codiciosos delegados de Roma continúan pretendiendo ser representantes del Senado y el pueblo de Roma y amenazan con cruzar mis fronteras, mis súbditos me despreciarán, mi fama menguará tanto que dejarán de tenerme miedo, y entonces algún pariente pensará que ha llegado el momento de cambiar al rey del Ponto. Ahora tengo hijos con edad de reinar, cada uno de ellos respaldado por una madre hambrienta de poder, y están mis primos de sangre real, Pelópidas, Arquelao, Neoptolemo y Leónipo. Si me someto como el canalla que los romanos creen que soy, dejaré de ser el rey del Ponto. Moriré.
»Así pues, es la guerra contra Roma. Ha llegado la hora. No por decisión mía, y seguramente tampoco por decisión de ellos, sino provocada por tres delegados romanos codiciosos. Estoy decidido. Haré la guerra a Roma.
Y una vez adoptada la decisión, Mitrídates notó que se le quitaba un gran peso de encima y desaparecía una especie de sombra en el subconsciente; sentado en el trono, pareció hincharse como un enorme sapo dorado, con los ojos brillantes. El Ponto iba a entrar en guerra. El Ponto iba a dar una lección a Manio Aquilio y a Cayo Casio. El Ponto iba a ser dueño de la provincia romana de Asia. Y el Ponto iba a cruzar el Helesponto para irrumpir en Macedonia oriental y avanzar por la Via Egnatia hacia el oeste. El Ponto haría zarpar sus naves del Euxino rumbo al Egeo para extenderse hacia occidente. Hasta que Italia y Roma se sometieran a los ejércitos y flotas del Ponto. El rey del Ponto sería el rey de Roma, el soberano más poderoso de la historia, muchísimo más grande que Alejandro Magno. Sus hijos reinarían por todo el orbe en lugares tan remotos como Hispania y Mauritania, sus hijas serían reinas de todas las tierras desde Armenia hasta Numidia y la Galia Transalpina. Todos los tesoros del mundo serían del rey del mundo, todas las mujeres hermosas, ¡las tierras de todo el orbe! Luego se acordó de su yerno Tigranes y sonrió. Que Tigranes se quedase con el reino de los partos y se expansionara hacia la India y los misteriosos paises aún más lejanos.
Pero el rey no dijo que iba a emprender la guerra contra Roma. Abrió la boca y dijo:
–Que venga Aristión.
Todos los cortesanos estaban tensos, aunque ninguno sabía exactamente qué sentimiento animaba a aquel temible personaje sentado en el trono de pedrería. Sólo sabían que sucedía algo.
En el salón de audiencias entró un griego alto y de gran belleza, ataviado con túnica y chlamys, quien sin torpeza ni rubor se postró a los pies del rey.
–Levántate, Aristión. Tengo un trabajo para ti.
El griego se levantó y se le quedó mirando extasiado, como en adoración. Era una pose que practicaba delante del espejo que el rey Mitrídates había colocado con toda idea en su lujosa habitación, y el griego se jactaba de haber hallado el equilibrio exacto entre un servilismo que el rey desdeñaría y una autonomía que no le habría hecho ninguna gracia. Llevaba casi un año en la corte póntica de Sinope, a la que había llegado desde su Atenas natal, pues era un filósofo peripatético de la escuela fundada por los discípulos de Aristóteles, que hacía aquel viaje resuelto a ganarse prosélitos en tierras menos cultivadas que Grecia, Roma y Alejandría. Por pura suerte había encontrado al rey del Ponto, que le había tomado a su servicio, ya que el soberano estaba acomplejado por sus carencias educativas desde su viaje a la provincia de Asia, diez años atrás.
Aristión, con gran cuidado en arropar sus lecciones en términos puramente de plática, acariciaba los oídos del monarca con relatos de la grandeza preterida de Grecia y de Macedonia, el poder repelente y odioso de Roma, las condiciones en que se desarrollaban el comercio y los negocios y la geografía e historia del mundo. Y, finalmente, Aristión se había llegado a creer el árbitro de la elegancia y sofisticación de Mitrídates en lugar de su pedagogo.
–Pensar que pueda seros de utilidad me llena de placer, oh poderoso Mitrídates -dijo Aristión con tono melifluo.
Tras lo cual, el rey procedió a demostrar que, aunque había temido emprender la guerra contra Roma, llevaba años pensando cómo hacerla.
–¿Eres de linaje lo bastante alto para tener poder político en Atenas? – inquirió inopinadamente el rey.
–Lo soy, gran rey -mintió Aristión con gesto encantador, ocultando su gran sorpresa.
En realidad era hijo de esclavo, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Y en Atenas nadie le recordaba. Lo que contaba era la apariencia; y su aspecto era enormemente aristocrático.
–Pues necesito que regreses inmediatamente a Atenas y comiences a acaparar poder político -dijo Mitrídates-. Necesito un agente leal en Grecia que tenga ascendiente para suscitar resentimiento contra Roma. No me importa el método que emplees, pero cuando los ejércitos y flotas del Ponto invadan las tierras de las dos orillas del mar Egeo, quiero tener a Atenas, ¡y a Grecia!, en la palma de la mano.
Un murmullo recorrió el salón, seguido de un estremecimiento de bélico fervor. ¡El rey no iba a postrarse a los pies de Roma!
–¡Estamos contigo, mi rey! – exclamó Arquelao con una sonrisa de satisfacción.
–¡Oh, poderoso, tus hijos te lo agradecen! – gritó Farnaces, su hijo mayor.
Mitrídates se Pavo neÓ aún más, embelesado de placer. ¿Cómo no se había percatado antes de lo peligrosamente que había estado a un paso de la rebelión? ¡Sus súbditos y parientes ansiaban emprender la guerra contra Roma! Pues él estaba preparado. Llevaba años preparado.
–No nos pondremos en marcha antes de que los delegados romanos y los gobernadores de la provincia de Asia y de Cilicia den un solo paso -dijo-. Pero en cuanto crucen nuestras fronteras, caeremos sobre ellos. Que armen las flotas y dispongan las dotaciones y que los ejércitos estén en pie de guerra. Si los romanos piensan apoderarse del Ponto, yo voy a apoderarme de Bitinia y de la provincia de Asia. Capadocia ya es mía y lo seguirá siendo porque cuento con tropas suficientes para que mi hijo Ariarates no tenga que prestarme las suyas -dijo, clavando sus ojos verdes, levemente desorbitados, en Aristión-. ¿Qué esperas, filósofo? Ve a Atenas con suficiente oro de mis tesoros para activar la causa. Pero, ¡cuidado! Nadie debe saber que eres mi agente.
–¡Comprendo, poderoso rey, comprendo! – dijo Aristión con voz sonora, retrocediendo para salir del salón.
–Farnaces, Macares, joven Mitrídates, joven Ariarates, Arquelao, Pelópidas, Neoptolemo, Leónipo, vosotros quedaos conmigo -dijo el rey, tajante-. El resto podéis marcharos.
El abril del año en que Lucio Cornelio Sila y Quinto Pompeyo Rufo fueron cónsules se iniciaba la invasión romana de Galacia y el Ponto. Mientras Nicomedes III lloraba y se retorcía las manos, suplicando que le dejasen regresar a Bitinia, Pilemenes, príncipe de Paflagonia, ordenaba al ejército de Nicomedes avanzar hacia Sinope. Manio Aquilio se puso al frente de la legión romana de tropas auxiliares acuartelada en la provincia de Asia y marchó por tierra desde Pérgamo, atravesando Frigia, con la intención de cruzar la frontera del Ponto al norte del gran lago salado Tana. Existía una ruta de comercio sobre el itinerario, por lo que Aquilio pudo avanzar bastante de prisa. Cayo Casio se puso al frente de las dos legiones de milicia en las afueras de Esmirna y remontó el valle del Meandro para Internarse en Frigia sobre un eje que apuntaba al modesto asentamiento comercial de Prymnessus. Mientras, Quinto Opio zarpaba de Tarsus rumbo a Attaleia y marchaba con sus dos legiones hacia Pisidia sobre una línea que le conducía al oeste del lago Limnae.
En la primera semana de mayo, el ejército bitinio cruzaba la frontera del Ponto y llegaba al Amnias, afluente del Halys que discurría hacia el interior y que en las cercanías de Sinope era paralelo a la costa. La estrategia adoptada por Pilemenes consistía en avanzar desde la confluencia del Amnias y el Halys en dirección norte hacia el mar, donde pensaba dividir sus fuerzas para atacar Sinope y Amisus a la vez. Lamentablemente, el ejército bitinio se tropezó en el Ammas con un poderoso ejército póntico al mando de los hermanos Arquelao y Neoptolemo, antes de poder llegar al valle más amplio del Halys, y sufrió una aplastante derrota. Campamento, pertrechos, tropas, armas, todo se perdió. Menos el anciano rey Nicomedes, que, acompañado de un séquito de nobles y esclavos de su confianza, abandonó a sus tropas a su fatídica suerte para tomar inequívocamente el camino de Roma.
Casi al mismo tiempo en que el ejército bitinio se enfrentaba a los hermanos Arquelao y Neoptolemo, Manio Aquilio llegaba con su legión a las cumbres, avistando el lago Taita a lo lejos, al sur. Pero Aquilio no pudo deleitarse en la contemplación de la panorámica: a sus pies, en la llanura, se veía un ejército más vasto que el lago, con armas relucientes y formado de tal manera, que a un experto no se le podía escapar la magnífica disciplina y confianza. ¡Aquello no era ninguna horda de bárbaros! Cien mil soldados pónticos de caballería e infantería aguardando a que cayera en sus garras. Con la rapidez del rayo privativa de un general romano, Aquiho dio media vuelta con sus tropas y escapó. Cuando se aproximaba al río Sangarius, cerca de Pessinus -¡tanto oro y no poder detenerse a cogerlo!– el ejército póntico dio alcance a su retaguardia y comenzó a destrozarla. Igual que el rey Nicomedes, Aquilio abandonó el ejército a su suerte y huyó con sus oficiales y sus dos colegas delegados a través de las montañas de Misia.
El rey Mitrídates en persona fue a enfrentarse con Cayo Casio, pero su indecisión le jugó una mala pasada; empezó a vacilar y Casio tuvo noticia de la derrota de los bitinios y de Aquilio antes de que Mitrídates le alcanzara. El gobernador de la provincia de Asia se retiró con su ejército en dirección sudeste a la gran ciudad de Apameia, situada en un cruce de rutas comerciales, acantonándose tras sus fortificaciones. Situado al suroeste de Casio, Quinto Opio se enteró también de la derrota y optó por quedarse en Laodiceia, justo sobre la ruta que seguía el ejército de Mitrídates bajando por el curso del Meandro.
Así, el ejército póntico, mandado por Mitrídates en persona, se encontró con Quinto Opio antes de localizar a Casio. Decidido a aguantar el asedio, Opio vio en seguida que los laodicenses no eran de la misma opinión. La población abrió las puertas al rey del Ponto, le lanzó pétalos de flores y le entregó como obsequio extraordinario a Quinto Opio. Las tropas cilicias regresaron a su país por el mismo camino por el que habían venido, pero el rey se quedó con el gobernador romano, quien fue atado a un poste en el ágora de Laodiceia. Entre grandes carcajadas, el propio Mitrídates instó a la población a que arrojasen a Quinto Opio excrementos, huevos podridos, verduras pochas y toda clase de materiales blandos y silenciosos. Nada de piedras ni palos. Porque el rey recordaba que Pelópidas le había dicho que el romano era un hombre honorable. Dos días después, Opio quedaba en libertad prácticamente ileso, haciéndole encaminarse a Tarsus. A pie.
Cuando Cayo Casio supo la suerte que había corrido Quinto Opio, abandonó la milicia en Apameia y huyó en un caballo de fortuna hacia la costa de Mileto, manteniendo el rio Meandro entre él y Mitrídates, y viajando totalmente solo. Consiguió cruzar la red póntica en torno a Laodiceia, pero en Nisa le reconocieron y fue conducido a presencia del etnarca, un tal Chaeremon. Casio tornó su angustia casi en grito de placer al ver que Chaeremon era ferviente partidario de Roma y dispuesto a hacer lo que fuese por ayudarle. Lamentándose por no atreverse a quedarse, Casio se zampó una buena comida, montó en un caballo fresco y se marchó al galope hacia Miletus, en donde buscó la nave más rápida dispuesta a llevarle a Rodas. Llegado a Rodas sin incidentes, tuvo que acometer la más ardua tarea que imaginarse pueda, redactando una carta para el Senado y el pueblo de Roma tratando de convencerlos de la grave situación existente en Asia Menor, pasando por alto sus propias debilidades. Naturalmente no dio término a tan hercúleo cometido en un día, ni siquiera en un mes, pues, aterrado porque pudiera trascender su culpabilidad, Cayo Casio Longino fue aplazando la decisión.
A fines de junio toda Bitinia y la provincia de Asia habían caído en poder de Mitrídates, con excepción de algunas intrépidas y dispersas poblaciones que confiaban en sus defensas, su inaccesibilidad y el poder de Roma. Un cuarto de millón de soldados del Ponto holgaban en las verdes praderas desde Nicomedia a Milasa. Como en su gran mayoría eran bárbaros del norte, cimerios, escitas, sármatas, roxolanos y caucasianos, sólo el temor al rey Mitrídates impidió que se desbocaran.
Las distintas ciudades helenizadas jónicas y dorias y puertos de la provincia de Asia se apresuraron a dar al monarca oriental el trato obsequioso que encarecía. El odio acumulado durante los cuarenta años de ocupación romana fue una inapreciable baza para el rey Mitrídates, que fomentó la romanofobia proclamando que aquel año y los cinco siguientes quedaban derogados los impuestos, diezmos y tasas. Los que debían dinero a prestamistas romanos o itálicos quedaban eximidos de sus deudas, y, como consecuencia, la provincia de Asia llegó a nutrir la esperanza de que bajo el dominio del Ponto viviría mejor que bajo el yugo de Roma.
El rey descendió por el curso del Meandro y se dirigió al norte costeando hacia una de sus ciudades preferidas: Éfeso. Y allí se instaló temporalmente para impartir justicia, granjeándose aún más el afecto de los habitantes de la provincia de Asia, prometiendo que todos los destacamentos de milicia que se rindiesen serían perdonados, quedarían en libertad y, además, recibirían dinero para regresar a sus casas. Los que más odiaban a Roma -o al menos lo proclamaban más alto- fueron nombrados para ocupar los principales cargos en pueblos, ciudades y distritos; las listas de personas simpatizantes con los romanos o empleados por éstos aumentaron rápidamente y los delatores hicieron su agosto.
Sin embargo, bajo aquel regocijo y aquellas lisonjas se palpaba el terror de los que sabían de sobra lo que era la crueldad y el capricho de los reyes orientales y lo superficial que era su aparente magnanimidad, pues no eran más que unos sátrapas que en un momento dado conceden su favor y cuando menos se espera te hacen decapitar. Y nadie sabía cuándo se inclinaría la balanza.
A finales de junio, en Efeso, el rey del Ponto cursó tres órdenes secretas, pero la tercera, la más secreta de todas.
¡Cuánto disfrutó con aquellas órdenes, diciendo lo que tenía que hacer éste, dónde tenía que ir aquél! ¡Ah, cómo se moverían sus peones! Que otros seres inferiores definieran y perfeccionasen los detalles, el mérito de la ingeniosa y complicada trabazón era estrictamente suyo. ¡Y qué trabazón! Recorrió el palacio tarareando y silbando, trayendo de cabeza cien escribas para redactar y sellar las órdenes, ingente tarea realizada en un solo día. Y cuando el último paquete del último correo quedó sellado, reunió en el patio de palacio a los escribas y ordenó a la guardia que los degollara. ¡Los muertos no hablan!
La primera orden era para Arquelao, que en aquel momento no gozaba de gran favor porque había querido tomar la ciudad de Magnesia en un asalto frontal, que había sido un rotundo fracaso en el que había resultado gravemente herido. No obstante, Arquelao seguía siendo su mejor general y él debía recibir el paquete de la primera orden. Uno solo. Le mandaba tomar el mando de todas las flotas del Ponto y cruzar el Euxino hasta el Egeo a finales de Gamelio -el Quinctilis romano-, a un mes vista.
La segunda orden era también un solo paquete. Se lo envió a su hijo Ariarates (otro distinto al Ariarates rey de Capadocia), encomendándole el mando de un ejército de cien mil hombres para cruzar el Helesponto e internarse en Macedonia oriental a finales de Gamelio, a un mes vista.
La tercera orden se distribuyó en varios cientos de paquetes, enviados a todos los pueblos, ciudades y distritos o comunidades desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y Apameia, en Frigia, para su entrega al principal magistrado local. Decretaba en ella que todo ciudadano romano, latino o itálico de Asia Menor -hombre, mujer o niño- fuese ejecutado con todos sus esclavos a fines de Gamelio, a un mes vista.
La tercera era la orden que más ilusión le hacía, la que le impulsaba a frotarse las manos y emitir una risita o dar un saltito inopinado mientras paseaba por Éfeso con una sonrisa de oreja a oreja. A fines de Gamelio no habría un solo romano en Asia Menor. Y cuando hubiese acabado con Roma y los romanos, no quedaría uno solo desde las columnas de Hércules hasta la primera catarata del Nilo. No existiría Roma.
A principios de Gamelio, acariciando sus secretos, el rey del Ponto salió de Éfeso para viajar a Pérgamo, donde le esperaba algo especial.
Los otros dos delegados y los oficiales de Manio Aquilio habían optado por huir a Pérgamo, mientras que Manio Aquilio estaba refugiado en Mitilene en la isla de Lesbos, con la intención de tomar allí un barco para Rodas, donde, por un mensaje, sabía que se encontraba refugiado Cayo Casio. Pero nada más desembarcar en Lesbos cayó enfermo de fiebres tifoideas y tuvo que posponer el viaje. Pero cuando los de Lesbos se enteraron de la caída de la provincia de Asia (de la que oficialmente formaban parte), enviaron prudentemente al procónsul romano de regalo al rey Mitrídates.
Desembarcado en el pequeño puerto de Atarneus, enfrente de Mitilene, Manio Aquilio fue encadenado a la silla de montar de un gigantesco jinete bastamiano y arrastrado hasta Pérgamo, donde le aguardaba ansioso y relamiéndose el rey del Ponto. Cayendo constantemente, tropezando, cubierto de porquería, zaherido e injuriado, Aquilio logró sobrevivir a aquel horrendo viaje, enfermo como estaba. Pero cuando Mitrídates le examinó en Pérgamo, comprendió que si seguían dándole semejante trato no duraría mucho y le fastidiarían unos planes maravillosos que tenía dispuestos para el romano.
Así, el procónsul fue atado a la silla de un pollino, montado al revés, y paseado cruelmente de arriba abajo por Pérgamo para que los ciudadanos de la antigua capital romana viesen la estima en que tenía el rey del Ponto a un magistrado romano y lo poco que temía las represalias.
Finalmente, lleno de mierda y convertido en sombra de lo que había sido, Manio Aquilio fue conducido a presencia del autor de sus tormentos. Sentado sobre un estrado, en trono dorado con un lujoso dosel en medio del ágora de Pérgamo, el rey bajó la vista hacia el hombre que se había negado a retirar el ejército de Bitinia, le había impedido la defensa de su reino y no había querido presentar directamente sus quejas al Senado y al pueblo de Roma.
Fue en aquel momento, al ver el cuerpo informe y lleno de pústulas de Manio Aquilio, cuando el rey Mitrídates del Ponto perdió el último vestigio de temor hacia Roma. ¿De qué había tenido miedo? ¿Por qué había retrocedido ante aquel ridículo y débil ser? ¡El, Mitrídates del Ponto era mucho más poderoso que Roma! Cuatro modestos ejércitos con menos de veinticinco mil hombres! Era Manio Aquilio quien encarnaba Roma, no Cayo Mario ni Lucio Cornelio Sila. Su concepto de Roma había sido un mito perpetuado por dos romanos atípicos. La Roma auténtica la tenía allí a sus pies.
–¡Procónsul! – clamó con fuerte voz.
Aquilio alzó la vista, pero no tenía fuerzas para hablar.
–Procónsul de Roma, he decidido darte el oro que codiciabas.
La guardia subió hasta el dosel a Manio Aquilio y le obligó a sentarse en una banqueta a cierta distancia a la izquierda del rey, donde le ataron fuertemente los brazos al cuerpo con correas de cuero, sujetando un soldado las del lado izquierdo y otro las del derecho para que no se moviera.
Acto seguido llegó un herrero con unas tenazas y un crisol al rojo vivo, capaz para varias copas de metal fundido, que despedía un humo acre y un olor abrasador.
Un tercer soldado se colocó a la espalda del romano, le agarró del pelo y le obligó a echar la cabeza hacia atrás; luego le cogió de la nariz con la otra mano y le cerró brutalmente las coanas. Manio Aquilio no pudo evitar el acto reflejo de respirar, y abrió la boca. Al instante un chorro de turgente y brillante metal le entró en la garganta y continuó vertiéndose mientras él aullaba debatiéndose en vano para levantarse de la banqueta, hasta que expiró, con la boca, la barbilla y el pecho cubiertos por una cascada de oro solidificado.
–Abridle en canal y recuperad hasta la última partícula -dijo el rey Mitrídates, recreándose en la escena del meticuloso raspado interno y externo del romano.
–Arrojad sus restos a los perros -añadió el rey, levantándose del trono, descendiendo despreocupadamente del estrado y cruzando ante los restos despedazados de Manio Aquilio, procónsul de Roma.
¡Todo iba estupendamente! Nadie lo sabía mejor que el rey Mitrídates mientras paseaba por las frescas terrazas del palacio de Pérgamo, en lo alto de las montañas, aguardando a que finalizase Gamelio, el Quinctilis romano. Le habían llegado noticias de Aristión desde Atenas, diciendo que su misión había tenido éxito.
Nada nos detendrá ahora, oh poderoso Mitrídates, pues Atenas marcará el camino a Grecia. Inicié mi campaña hablando de la antigua hegemonía y riqueza de Atenas, porque en mi opinión la gente mayor piensa en la gloria del pasado con profunda nostalgia, y, por ello, es fácil seducirla con la promesa de un regreso a esos días gloriosos. Hablé en el ágora seis meses seguidos, venciendo poco a poco a la oposición y ganando prosélitos. Incluso convencí a mi público de que Cartago se había aliado con vos contra Roma, ¡y me creyeron! ¡Qué lejanos los tiempos en que los atenienses eran el pueblo más culto del mundo! Nadie sabía que Cartago fue totalmente arrasado por Roma hace casi cincuenta años. Increíble.
Escribo porque tengo el placer de comunicaros que acabo de ser elegido capitán militar de Atenas; escribo a mediados de Poseidón. Yme han concedido autoridad para elegir a mis colegas. Naturalmente, he elegido a hombres que creen firmemente que la salvación de nuestro mundo griego está en vuestras manos, gran rey, y que ansían ver el día en que aplastéis a Roma con vuestra bota leonina.
Atenas es totalmente mía, incluido el Pireo. Lamentablemente, los elementos romanos y mis enemigos jurados huyeron antes de que pudiera echarles la mano encima, pero los que han sido tan necios de quedarse -casi todos atenienses ricos que no acababan de creerse que pudieran Correr peligro- ya han perecido. He confiscado todas las propiedades de los desterrados y los muertos y he reunido un fondo para nuestra guerra contra Roma.
Lo que he prometido a mis electores lo cumpliré, tengo que cumplirlo, pero no entorpecerá vuestra campaña, oh gran rey. Les he prometido liberar la isla de Delos de los romanos. Es un emporio muy rentable, cuyas rentas mantuvieron la prosperidad ateniense en épocas de máxima hegemonía. A principios de Gamelio, mi amigo Apelicon (magnífico almirante y diestro general) organizará una expedición contra Delos. Es una manzana podrida y no opondrá resistencia.
Y eso es todo de momento, mi señor y dueño. La ciudad de Atenas es vuestra y el puerto del Pireo está abierto a vuestras naves siempre que lo necesitéis.
Sí que necesitaba el rey el Pireo; y la ciudad de Atenas conectada a él por la Larga Muralla. Porque a fines de Quinctilis, el Gamelio griego, las flotas de Arquelao zarparon del Helesponto y se dirigieron a la ribera occidental del mar Egeo. Totalizaban trescientas galeras de guerra con puente de tres o más bancos de remeros, más de cien birremes sin puente con doble banco y mil quinientas embarcaciones de transporte con tropas y marinos. Arquelao no se preocupó del litoral de la provincia de Asia, pues ya estaba en poder de su rey. Su intención era establecer la presencia póntica en Grecia para que Macedonia quedase aplastada entre dos ejércitos del Ponto, el suyo en Grecia y el del joven Ariarates en Macedonia oriental.
El joven Ariarates se había ajustado también al plan previsto por su padre el rey. A fines de Quinctilis cruzó con sus cien mil hombres el Helesponto e inició el avance por la estrecha franja costera hacia la Macedonia tracia por la Via Egnatia construida por los romanos. No encontró resistencia alguna, por lo que estableció acantonamientos en la costa, en Abdera, y un poco más tierra adentro en Filipos, para continuar en dirección Oeste hacia el primer asentamiento fortificado romano, la ciudad de Salónica, residencia del gobernador.
A últimos de Quinctilis, los ciudadanos romanos, latinos e itálicos residentes en Bitinia, la provincia de Asia, Frigia y Pisidia fueron asesinados sin excepción: hombres, mujeres, niños y esclavos. En esta orden, la más secreta de todas, Mitrídates había aplicado gran astucia, pues, en lugar de recurrir a sus hombres para llevarla a cabo, había dispuesto que fuese la población indígena compuesta por griegos jónicos y dorios la que llevara a cabo la matanza. En muchas zonas se recibió con alborozo el decreto y no hubo dificultad en reunir una fuerza de voluntarios dispuestos a eliminar al opresor romano, pero hubo zonas en las que se horrorizaron y no hubo manera de persuadir a nadie para matar a los romanos. En Tralles, el etnarca tuvo que contratar a una banda de mercenarios frigios para llevarla a cabo. Otros distritos hicieron lo propio, en la esperanza de que la culpa recayese sobre extranjeros.
Ochenta mil romanos, latinos e itálicos con sus familias murieron en un mismo día, junto con setenta mil esclavos. La matanza se extendió desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y tierra adentro hasta Apameia. No se salvó nadie ni los huidos recibieron ayuda para escapar. El terror del rey Mitrídates no admitía compasión alguna. De haber utilizado sus propios soldados, la responsabilidad de la matanza hubiese sido enteramente suya, pero obligando a los principales núcleos de población griega a hacer el trabajo sucio, pretendía lavarse las manos. Y los griegos comprendieron perfectamente lo que se les venía encima: con el rey Mitrídates del Ponto, la vida no era más prometedora que bajo el yugo de Roma, por muchos impuestos que hubiese condonado.
Muchos fugitivos buscaron amparo en templos, pero se les negó y fueron detenidos mientras seguían implorando a este o a aquel dios. A los que se aferraban aterrados a altares o estatuas les cortaron las manos para sacarlos del lugar sagrado y ejecutarlos fuera.
Lo peor de todo era la última cláusula de la orden de ejecución, sellada personalmente por Mitrídates: ningún esclavo romano, latino o itálico debía ser quemado: había que trasladar los cadáveres lo más lejos posible de los núcleos habitados para que se pudrieran en barrancos, valles cerrados, cumbres y en lo profundo de los mares. Ochenta mil romanos, latinos, itálicos y setenta mil esclavos. Ciento cincuenta mil personas. Los animales carroñeros de tierra, mar y aire comieron bien aquel Sextilis, pues ninguna población se atrevió a desobedecer la orden quemando a las víctimas. El rey Mitrídates se complació enormemente en viajar de un lugar a otro para contemplar los inmensos montones de cadáveres.
Pocos romanos se libraron de la muerte. Sólo los desterrados, despojados de la ciudadanía y condenados a no volver a Roma. Y entre ellos estaba Publio Rutilio Rufo, amigo de romanos famosos, ciudadano de Esmirna muy respetado y autor de procaces retratos literarios de personajes como Catulo César y Metelo Numidico el Meneitos.
En general, pensó Mitrídates a principios del mes de Antesterión, que era el Sextilis romano, las cosas no podían ir mejor. En la provincia de Asia, sus sátrapas estaban instalados en la sede gubernamental desde Mileto hasta Andramyttium, e igualmente en Bitinia, en donde ya no habría más reyes, pues el único candidato que Mitrídates habría permitido ascender al trono, había muerto. Efectivamente, Sócrates, después de su regreso al Ponto, irritó tanto al gran rey con sus lloriqueos que éste le había mandado ejecutar para no oírle. Toda Anatolia al norte de Licia, Panfilia y Cilicia estaba en poder del Ponto y el resto no tardaría en caer.
Sin embargo, nada complacía tanto al rey como la matanza de romanos, latinos e itálicos. Cada vez que pasaba por un lugar en el que habían amontonado miles de cadáveres para que se pudrieran, reía y se regocijaba. No había hecho distingos entre romanos e italianos a pesar de que sabía que Roma e Italia estaban en guerra, fenómeno que nadie mejor que él podía entender, pues se trataba de una lucha fratricida por hacerse con el poder.
Sí, todo iba viento en popa. Su hijo Mitrídates actuaba de regente en el Ponto (aunque el prudente monarca se había hecho acompañar de la nuera en su avance por la provincia de Asia, para asegurarse el buen comportamiento del hijo); su hijo Ariarates era rey de Capadocia; Frigia, Bitinia, Galacia y Paflagonia eran satrapías reales al mando de sus hijos mayores, y su yerno Tigranes de Armenia tenía carta blanca para actuar al este de Capadocia a condición de no pisar los dedos al Ponto. Que Tigranes conquistase Siria y Egipto. Así estaría ocupado. Mitrídates frunció el entrecejo. En Egipto, el populacho no admitiría un rey extranjero. Es decir, un Tolomeo títere; si es que podía encontrarse alguien dispuesto. Pero, desde luego, las reinas de Egipto serían descendientes de Mitrídates. No podía consentir que una hija de Tigranes usurpara un puesto destinado a una hija de Mitrídates.
Lo más impresionante fue el éxito de las flotas del rey, haciendo salvedad del rotundo fracaso de Aristión y su «magnifico almirante y diestro general» Apelicon, pues la invasión ateniense de Delos fue un desastre. De todos modos, después de apoderarse de las Cícladas, Arquelao fue a tomar Delos y allí también hizo ejecutar a veinte mil romanos, latinos e itálicos; luego se la cedió a Atenas para asegurarse que Aristión seguía en el poder, ya que las flotas pónticas necesitaban el Pireo como base occidental.
En manos del Ponto estaban ya las islas de Eubea, Sciathos y gran parte de la Tesalia lindante con la bahía de Pagasae, además de los importantes puertos de Demetrias y Metona. Gracias a sus conquistas en el norte de Grecia, las fuerzas pónticas pudieron cortar las carreteras de Tesalia con Grecia central, factor que hizo que casi todo el resto de Grecia se uniera a Mitrídates. El Peloponeso, Beocia, Laconia y todo el Atica aclamaron fervientemente al rey del Ponto como libertador del yugo romano y permanecieron expectantes para ver cómo los ejércitos y la flota del gran rey aplastaban Macedonia.
Pero la ocupación de Macedonia, de momento, no fue viable. Atrapados entre una Grecia súbitamente hostil y las fuerzas de tierra pónticas que avanzaban por la Via Egnatia, Cayo Sentio y Quinto Bruto no cedieron al pánico ni se resignaron a la derrota; reclutaron febrilmente cuantas tropas auxiliares pudieron y las acuartelaron con las dos legiones romanas que era toda la fuerza disponible en Macedonia para hacer frente a Mitrídates. El Ponto no conquistaría Macedonia sin pagar un alto precio.
A fines del verano los días transcurrían algo aburridos para el rey Mitrídates, ya cómodamente instalado en Pérgamo y dueño indiscutible de Asia Menor. La única perspectiva interesante que se le presentaba era ir a ver los montones de cadáveres, y el más apabullante de esos monumentos ya lo había visto. Pero se dio cuenta de que le faltaba el del distrito del curso alto del Caicus, sobre el que se alzaba Pérgamo. Había en la provincia de Asia dos ciudades llamadas Stratoniceia; la mayor estaba en Caria y continuaba resistiendo tenazmente el asedio de las fuerzas del Ponto. La Stratoniceia menor estaba más tierra adentro que Pérgamo y era plenamente leal a Mitrídates. Así, cuando el rey entró en esta ciudad, sus habitantes salieron en masa a aclamarle y arrojaron pétalos de flores en honor a su victorioso avance.
Entre la multitud, sus ojos se posaron en una joven griega llamada Monima e inmediatamente ordenó que se la trajesen. Era tan pálida su piel, que el cabello parecía blanco y no se le notaban pestañas y cejas, lo cual le confería una extraña belleza. El rey la examinó detenidamente y, al ver lo extraña que era, con aquellos ojos rosa oscuro brillante, la unió a sus otras esposas. El padre, Filopoemon, no se opuso, y menos aún cuando Mitrídates se lo llevó consigo (igual que a Monima) al sur, a efeso, donde le nombró sátrapa de la región.
Aun deleitándose con las diversiones que daban fama a Éfeso -y disfrutando de su esposa albina-, el rey tuvo tiempo para un acto de gobierno, enviando un lacónico mensaje a Rodas exigiendo la rendición y la entrega del gobernador Cayo Casio Longino, refugiado en la isla. La respuesta, que no tardó en llegar, fue un rotundo no a ambas exigencias. Rodas era amiga y aliada del pueblo romano y honraría su compromiso hasta la muerte, de ser necesario.
Por primera vez desde el principio de la campaña, Mitrídates tuvo un arrebato de cólera. Mientras sus cortesanos y los más descarados aduladores de Efeso se amedrentaban, el rey recorría de arriba abajo el salón de audiencias despotricando hasta ahogar su rabia y dejarse caer abatido en el trono, con la barbilla apoyada en la mano, los labios contraídos y rastros de lágrimas en sus carnosas mejillas.
A partir de aquel momento perdió todo interés en las diversas empresas que había puesto en marcha y centró exclusivamente sus energías en conseguir la sumisión de Rodas. ¡Cómo osaban negarse a rendirse a él! ¿Es que una pequeñez como Rodas se creía capaz de resistir al poderío del Ponto? Bien, pronto sabrían lo que era bueno.
Su flota estaba muy atareada en las operaciones en el Egeo occidental para mermar las escuadras y dedicarlas a una insignificante campaña como sería la que iba a lanzar contra la pequeña isla de Rodas. Por eso, el rey exigió que Esmirna, Éfeso, Priene, Miletus, Halicarnassus y las islas de Chios y Samos le donasen las naves que necesitaba. Tropas de tierra tenía de sobra, pues mantenía dos ejércitos en la provincia de Asia; pero gracias a la tenaz resistencia de Patara y Termessus en Licia, no podía conducirlas al punto lógico para lanzar la invasión de Rodas, es decir, las playas y ensenadas de Licia. La marina de Rodas tenía merecida fama de irreductible y se hallaba concentrada en la costa occidental de la isla, vigilando el mar entre Halicarnassus y Cnidus. Así, impedida la utilización de Licia, las fuerzas de invasión de Mitrídates tendrían que optar por aquellos corredores marítimos.
Pidió centenares de naves de transporte y todas las galeras de guerra que hubiese en la provincia de Asia y ordenó que se concentrasen en Halicarnassus, y a aquella ciudad, tan querida de Cayo Mario, condujo uno de sus ejércitos para embarcarlo. Zarpaba a fines de septiembre con su gigantesca galera acorazada de dieciséis bancos de remeros en medio de la armada, fácilmente identificable por el trono oro y púrpura erigido bajo palio a popa, desde el cual, dueño y señor, lo contemplaba todo con deleite.
Por torpes y pesadas que fuesen las mayores naves de guerra, aún debían navegar tan despacio como las de transporte, una heteróclita colección de todo tipo de navíos de cabotaje, sólo aptos para costear cabos y ensenadas. Por tanto, cuando la vanguardia de la flota daba la vuelta a la punta de la península de Cnido y entraba en mar abierto en el mar Cárpato, la mayoría de las naves se extendía en interminable ringlera hasta Halicarnassus, en donde los últimos navíos de transporte salían del puerto, llenos de aterrados soldados del Ponto.
Con trirremes ligeras y muy rápidas, parcialmente cubiertas, la marina de Rodas hizo su aparición en el horizonte y puso proa hacia la improvisada flota póntica. La táctica naval de Rodas no incluía galeras pesadas de dieciséis bancos como la que utilizaba el rey Mitrídates; aquellos navíos acorazados cargaban mucha marinería y muchas piezas de artillería, pero los rodenses desdeñaban la eficacia de la artillería en el combate naval y nunca se mantenían lo bastante quietos para permitir el abordaje. La marina de Rodas había cobrado fama por la rapidez y extrema maniobrabilidad de sus naves, capaces de surcar las aguas como rayos entre los pesados acorazados; la tripulación sabía embestir con tanta fuerza con el espolón, que la velocidad compensaba de sobra la falta de peso y el espolón de roble reforzado con bronce de la trirreme rodense penetraba profundamente en el flanco del más fuerte acorazado. Los de Rodas afirmaban que el único método decisivo en un combate naval era horadar los navíos enemigos.
Cuando la flota póntica avistó a la de Rodas, se dispuso a una encarnizada batalla; pero, al parecer, Rodas sólo hacía una incursión, pues, después de volver locas a las galeras de Mitrídates con la velocidad de sus virajes, dio media vuelta y se alejó sin más hazaña que destrozar a dos galeras de cinco bancos, particularmente ineptas. No obstante, antes de abandonar las aguas consiguieron dar al gran rey el mayor susto de su vida. Era la primera vez que el del Ponto se enfrentaba a un enemigo por mar y sólo había navegado por el Euxino, en el que ni el más osado pirata se habría atrevido a atacar a una nave del Ponto.
Excitado y fascinado, el rey asistía al espectáculo naval sentado en su trono de oro y púrpura, tratando de no perderse el menor detalle, sin ocurrírsele pensar que podía correr peligro. Había virado hasta apartarse por la izquierda para ver las travesuras de una galera enemiga magistralmente maniobrada a cierta distancia a popa, cuando su gran navío sufrió una sacudida, crujió, vibró con fuertes convulsiones y el ruido de muchos remos quebrándose como varas mezclado a gritos de consternación y de alarma.
Su súbito y cerval pánico cesó casi al instante de iniciarse, pero hizo mella en él. En aquel breve pero intenso lapso de terror, el rey del Ponto se cagó y lo puso todo perdido de heces sólidas mezcladas a una profusa cantidad de líquidos intestinales, una masa maloliente empapando el almohadón púrpura bordado en oro, que chorreaba por las patas del trono y por sus piernas hasta la melena de los leones de oro del empeine de sus botas, enfangando todo el puente cuando lo pisoteó al levantarse. ¡Y sin poder ir a ningún sitio! No podía ocultarlo a sus estupefactos servidores y oficiales, ni a los marineros del centro del navío que habían alzado la vista para comprobar si su rey estaba bien.
Luego vio que el navío no había sufrido ninguna embestida y sólo se trataba de uno de sus propios barcos, una galera grandota y torpe de la isla de Chios que había rozado a lo largo de la borda, arrancando los remos de ambas embarcaciones.
¿Era asombro lo que expresaban sus ojos? ¿O regocijo? Los ojos desorbitados del monarca brillaban de furor mientras miraba aquellos rostros, viéndolos sonrojarse y palidecer como una copa transparente de la que se vacía el vino.
–¡Me siento mal! – gritó-. No sé qué me pasa. ¡Estoy enfermo! ¡Ayudadme, estúpidos!
El inmovilismo se quebró y en un segundo se vio rodeado de gente, con ropa limpia surgida como por arte de ensalmo, y dos servidores que habían reaccionado con verdadera celeridad acudieron con dos cubos de agua de mar y la vertieron sobre el rey. Al sentir la frialdad en sus piernas Mitrídates pensó en un mejor modo de resolver la grave situación y, echando la cabeza hacia atrás, soltó la carcajada.
–¡Vamos, estúpidos, cambiadme la ropa!
Se alzó el faldón de pteryges de oro, el inferior de malla de oro y la túnica púrpura que le cubría la piel, mostrando robustos muslos, fuertes nalgas y por delante un poderoso miembro que había engendrado medio centenar de hijos. Una vez retirado lo peor hacia otra zona del puente, se quitó toda la ropa y quedó desnudo en la popa del navío, mostrando a su asombrada tripulación qué magnífico espécimen era su rey. Seguía riéndose complacido y de vez en cuando se golpeaba el vientre, lanzando un gruñido.
Pero más tarde, cuando la escuadra de Rodas ya estaba en lontananza y los dos acorazados pónticos quedaron destrabados, sentado en un almohadón limpio en su recién fregado trono, el mudado monarca llamó al capitán del navío.
–Capitán, quiero que al vigía y al timonel de esta nave les corten la lengua, les arranquen los testículos, les saquen los ojos y les corten las manos. Luego, mándalos por ahí con una escudilla colgada al cuello -dijo Mitrídates-. En la nave de Chíos, que se dé el mismo castigo a vigía, timonel y capitán; al resto de la tripulación, que la ejecuten. ¡Y nunca más dejes que me encuentre a menos de un tiro de piedra de un navío de Chios ni de esa vil isla! ¿Te percatas de lo que digo, capitán?
–Sí, gran rey -contestó el marino, tragando saliva-, me percato. Poderoso rey -añadió el hombre con un carraspeo, haciendo acopio de valor-, tengo que poner rumbo a algún sitio para proveerme de remos, pues a bordo no tenemos suficientes de reserva. Así no podemos navegar.
Por lo visto el rey recibió muy comprensivo la noticia de la nueva contrariedad.
–¿A dónde sugieres que pongamos rumbo?
–A Cnido o a Cos. Hacia el sur, no.
Un destello de interés por algo distinto a su pública humillación iluminó los ojos del rey.
–¡A Cos! – exclamó-. ¡Rumbo a Cos! Tengo que arreglar cuentas con los sacerdotes del Asklepeion que dieron asilo a los romanos. Y quiero ver el tesoro que tienen. Y el oro. Sí, a Cos, capitán.
–El príncipe Pelópidas desea veros, gran rey.
–Si desea verme, ¿a qué espera?
Seguía siendo peligroso, nunca era más peligroso que cuando reía sin tener ganas. Podía desatarse ante cualquier cosa, una palabra inoportuna, una mirada indiscreta, una falsa interpretación. Cuando Pelópidas se personó en un santiamén, estaba aterrado, pero tuvo la enorme prudencia de no mostrarlo.
–Bien, ¿de qué se trata?
–Gran rey, he oído que ordenáis que la nave vaya a Cos para repararla. ¿Puedo trasladarme a otra nave para seguir rumbo a Rodas? Supongo que querréis que siga en la escuadra cuando desembarquen nuestras tropas, a menos que penséis transbordar a otro barco, en cuyo caso, si os place, yo me quedo en éste para supervisar la reparación. Decidme qué he de hacer, gran rey.
–Tú ve a Rodas. Dejo a tu criterio el lugar de desembarco. Pero que no sea tan lejos de la ciudad que el ejército se fatigue con la marcha. Acámpalo y espera mi llegada.
Cuando el acorazado real entró en el puerto de la ciudad de Cos, en la isla del mismo nombre, el rey Mitrídates dejó que el capitán se ocupase del asunto de los remos y él desembarcó en una esbelta barcaza ligera. Inmediatamente se dirigió con su guardia al recinto del santuario del dios Asklepios, patrono de la curación, que estaba en las afueras de la ciudad. Todo había sido tan rápido, que nadie sabía quién era cuando entró en el zaguán del templo, diciendo a voces que quería ver al encargado, característico insulto por parte de Mitrídates, que sabía perfectamente que el encargado era el sumo sacerdote.
–¿Quién es este arrogante advenedizo? – preguntó un sacerdote a otro a poca distancia del rey.
–Soy Mitrídates del Ponto, y vosotros, hombres muertos.
Así, cuando llegó el sumo sacerdote, dos de sus acólitos yacían decapitados entre él y el visitante. El sumo sacerdote, que era un hombre muy sutil e inteligente, se imaginó quién era el recién llegado en cuanto le dIjeron que un orangután vestido de oro y púrpura pedía a gritos verle.
–Bien venido al santuario de Asklepios, rey Mitrídates -dijo con gran calma, sin mostrarse amedrentado.
–Tengo entendido que eso es lo que les dices a los romanos.
–Se lo digo a todos.
–Pero no a los romanos que he mandado matar.
–Si vos llegarais pidiendo asilo, se os concedería en igual medida, rey Mitrídates. El dios Asklepios no hace distingos, pues todos los hombres le necesitan más pronto o más tarde. Un hecho que conviene recordar. Es un dios de vida, no de muerte.
–De acuerdo, considera eso como un castigo -dijo Mitrídates señalando los dos sacerdotes muertos.
–Un castigo el doble de grande de lo merecido.
–¡No me tientes el genio, sumo sacerdote! Ahora muéstrame tus libros… y no los que enseñas al gobernador romano.
El Asklepeion de Cos era la institución bancaria más importante del mundo después del banco estatal de Egipto, y su prosperidad se debía a la perspicaz actividad de un largo elenco de sacerdotes administradores que se remontaban a tiempos de los Tolomeos de Egipto, pues Cos había sido posesión egipcia. Por consiguiente, su desarrollo como entidad dedicada a la formación de capitales era una consecuencia lógica del sistema bancario egipcio. Al principio, el templo había sido un santuario de lo más característico, similar a los de otros lugares; consagrado a la curación y a la higiene, el Asklepeion de Cos era una concepción de unos discípulos de Hipócrates, donde en sus orígenes se practicaba el arte de la incubación, la curación por el sueño con interpretación de lo soñado, como aún se hacía en los santuarios de Epidauro y de Pérgamo. Pero al paso de las generaciones, y con la ocupación de Egipto, en Cos el dinero había sustituido a las curaciones y era la principal renta del templo, decantándose los sacerdotes más por lo egipcio que por lo griego.
Era un enorme recinto con edificios dispersos entre jardines floridos, con gimnasio, ágora, tiendas, baños, biblioteca, un seminario, alojamientos para eruditos de paso, casas y residencias para esclavos, palacio para el sumo sacerdote, una necrópolis en terreno sagrado, círculos de cubículos subterráneos para dormir, hospital, el gran edificio dedicado a asuntos bancarios y el templo del dios. Todo ello rodeado por un bosque sagrado de plátanos.
La estatua no era criselefantina ni de oro, sino de mármol blanco de Paros y obra de Praxíteles; era una deidad barbada, parecida a Zeus, de pie y apoyado en un tronco con una serpiente enroscada. Tenía la mano derecha extendida, sujetando una tablilla, y a sus pies un perro grande tumbado. La estatua la había pintado Nicias de un modo tan realista que en la penumbra parecía dotada de movimiento. Los ojos del dios, azul fuerte, destellaban un regocijo humano y bonachón.
Nada de aquello gustó a Mitrídates, quien dio una vuelta al templo, diciéndose que aquella estatua no valía nada y no merecía ser saqueada. Luego examinó los libros y comunicó al sumo sacerdote que iba a hacer una incautación. Todo el oro romano en depósito, para empezar; unos ochocientos talentos de oro en depósito a plazo fijo del gran templo de Jerusalén, cuyo sínodo tenía la loable prudencia de mantener una reserva de urgencia a salvo de las depredaciones de seléucidas y tolomeos; y los tres mil talentos de oro que había depositado unos catorce años atrás la anciana reina Cleopatra de Egipto.
–Veo que la reina de Egipto os confió también tres niños -comentó Mitrídates.
Pero el sumo sacerdote estaba más preocupado por el oro, y dijo en tono más frío que enojado:
–¡Rey Mitrídates, no tenemos aquí todo ese oro… lo prestamos!
–No te lo he pedido todo -replicó él en tono amenazador-. He pedido… sí, digamos cinco mil talentos del oro romano, tres mil talentos del oro egipcio y ochocientos talentos del oro judío. Un modesto porcentaje de lo que hay registrado en los libros, sumo sacerdote.
–¡Pero entregaros casi nueve mil talentos de oro nos dejará prácticamente sin reservas!
–Qué lástima -replicó el rey, levantándose del pupitre en que había examinado los libros-. Entrégalo, sumo sacerdote, o verás tu santuario reducido a polvo antes de que tú mismo lo muerdas. Ahora enséñame los tres niños egipcios.
–Os entregaré el oro, rey Mitrídates -dijo el sumo sacerdote con voz neutra, aceptando lo inevitable-. ¿Hago que comparezcan aquí los príncipes egipcios?
–No, prefiero verlos a la luz del día.
Lo que buscaba, naturalmente, era un tolomeo títere. Aguardó impaciente a que los trajeran a su presencia en el lugar sombreado que había elegido entre pinos y cedros.
–Ponedlos a los tres ahí -dijo, señalando un lugar a veinte pies de distancia-. Y tú, sumo sacerdote, ven aquí. ¿Quién es ése? – añadió, señalando al mayor de los tres, un joven que lucía un vaporoso vestido.
–El hijo legítimo del rey Tolomeo Alejandro de Egipto y heredero del trono.
–¿Y por qué está aquí en lugar de estar en Alejandría?
–Porque su abuela, que le trajo aquí, temía por su vida.
–¿Qué edad tiene?
–Veinticinco años.
–¿Quién fue su madre?
La influencia que Egipto ejercía en Asklepeion era manifiesta en el respetuoso tono con que contestaba el sumo sacerdote, y era evidente que consideraba mucho más augusto el linaje de los tolomeos que el del propio Mitrídates.
–Su madre fue Cleopatra IV.
–¿La que le trajo aquí?
–No, ésa era Cleopatra III, su abuela. Su madre era hija de ella y del rey Tolomeo Gran Vientre.
–¿No se casó con el hijo menor, Alejandro?
–Más tarde. Primero se casó con el hijo mayor, y tuvo una hija.
–Eso tiene más lógica. La hija mayor se casa siempre con el hijo mayor, tengo entendido.
–Así es, pero no es necesariamente obligatorio. La anciana reina detestaba tanto a su hijo mayor como a su hija mayor, y los obligó a divorciarse. Cleopatra hija huyó a Chipre y allí se casó con su hermano menor y tuvieron este hijo.
–¿Y qué fue de ella? – inquirió el rey, sumamente interesado.
–La anciana reina obligó a Alejandro a divorciarse de ella y la joven huyó a Siria, donde se casó con Antioco Ciziceno, que estaba en guerra con su primo carnal Antioco Gripo. Al ser derrotado Ciziceno, fue apuñalada ante el altar de Apolo en Dafne por su propia hermana, esposa de Gripo.
–Muy parecido a lo de mi familia -dijo Mitrídates sonriente.
El sumo sacerdote no pensaba que fuese asunto de risa y prosiguió como si no hubiera oído nada.
–La anciana reina logró finalmente expulsar a su hijo mayor de Egipto e hizo venir a Alejandro, el padre de este joven, haciéndole rey. Y este joven fue a Egipto con él, pero Alejandro tenía miedo de su madre y la detestaba. Quizá ella imaginase lo que le aguardaba, no lo sé; lo cierto es que llegó a Cos hace catorce años con varias naves cargadas de oro y tres niños, y nos encomendó su custodia. Poco después de su regreso a Egipto, el rey Tolomeo Alejandro la mandó matar -añadió el sumo sacerdote con un suspiro; era evidente que apreciaba a la anciana Cleopatra III-. A continuación, Alejandro se casó con su sobrina Berenice, hija de su hermano mayor Soter y de la joven Cleopatra, que había sido esposa de ambos.
–Así que el rey Tolomeo Alejandro gobierna Egipto con su sobrina Berenice, tía de este joven y al mismo tiempo hermanastra.
–Por desgracia, no. Sus súbditos le desposeyeron hace seis meses y murió en un combate, tratando de recuperar el trono.
–¡Luego este joven debería ser el rey de Egipto!
–No -contestó el sumo sacerdote, procurando ocultar su deleite por la confusión de su indeseado visitante-. Soter, el hermano mayor del rey Tolomeo, vive aún. Cuando el pueblo depuso a Alejandro, hizo venir a Tolomeo Soter para gobernar, y sigue haciéndolo con su hija la reina Berenice, aunque, naturalmente, no puede esposarla. Los tolomeos sólo pueden casarse con hermanas, sobrinas o primas.
–¿No tuvo Soter otra esposa después de que la anciana reina le obligase a divorciarse de la joven Cleopatra? ¿No tuvo más hijos?
–Sí, volvió a desposarse con su hermana menor Cleopatra Selene; y tuvieron dos hijos.
–Sin embargo, dices que este joven es el heredero.
–Lo es, porque cuando muera el rey Tolomeo Soter el trono lo hereda él.
–¡Ajá! – exclamó Mitrídates, frotándose las manos con fruición-. ¡Ya veo que tendré que guardarlo bien, sumo sacerdote! Y hacer que se case con una de mis hijas.
–Podéis intentarlo -comentó secamente el sumo sacerdote.
–¿Cómo intentarlo?
–No le gustan las mujeres y no se acostará con una por ningún concepto.
Mitrídates profirió un ruido de contenida irritación y se encogió de hombros.
–¡Entonces no procreará un heredero! De todos modos, me lo llevo. Luego ésos -añadió, señalando a los otros dos- han de ser los hijos de Soter y su segunda hermana-esposa, Cleopatra Selene.
–No -contestó el sumo sacerdote-. Los hijos de Soter y Cleopatra Selene los trajo aquí la anciana reina, pero murieron al poco tiempo de la enfermedad infantil estival. Estos son más jóvenes.
–Pues, ¿quién los ha traído aquí? – exclamó Mitrídates, exasperado.
–Son los hijos de Soter y su concubina real, la princesa Arsinoe de Nabatea. Nacieron en Siria mientras Soter combatía allí contra su madre, la anciana reina, y su primo Antioco Gripo. Cuando Soter abandonó Siria, no se llevó a los hijos y a su madre; los confió a su a liado sirio, su primo Antioco Ciziceno, y de pequeños vivieron en Siria. Luego, hace ocho años, Gripo fue asesinado y Ciziceno se convirtió en rey de Siria. En aquel momento, la esposa de Gripo era Cleopatra Selene, pues la había esposado para sustituir a su primera esposa, la hermana mediana de Tolomeo, que había muerto… ejem, de un modo horrible.
–¿Qué modo horrible? – inquirió el rey sin inmutarse, dado que la historia de su familia era muy parecida, aunque no tuviese el brillo generalmente atribuido a los Tolomeos de Egipto.
–Ella había matado a la joven Cleopatra, como os he dicho, ante el altar de Apolo en Dafne. Bien, Ciziceno la capturó y la mandó ejecutar muy, muy despacio. Diente por diente, por así decir.
–Así pues, la hermana menor, Cleopatra Selene, no fue mucho tiempo viuda después de la muerte de Gripo, y se casó con Ciziceno.
–Exactamente, rey Mitrídates. Pero no le gustaban estos niños; eran algo relacionado con su anterior matrimonio con Soter, a quien detestaba. Y fue ella quien los envió aquí hace cinco años.
–Tras la muerte de Ciziceno, sin duda. Luego se casó con el hijo de su esposo muerto y sigue siendo la reina Cleopatra Selene de Siria. ¡Fantástico!
–Veo que conocéis muy bien la historia de la casa de los Seléucidas -comentó el sumo sacerdote enarcando las cejas.
–Algo. Estoy emparentado con ellos -contestó el rey-. ¿Qué edad tienen los niños, y cómo se llaman?
–El mayor es Tolomeo Filadelfo, pero le damos el sobrenombre de Auletes porque cuando llegó tenía una voz aguda parecida al sonido de una flauta. Me complace decir que merced a la madurez y a nuestras enseñanzas, ya no tiene ese pitido musical. Ahora cuenta dieciséis años. El otro tiene quince y le llamamos simplemente Tolomeo. Es un buen chico, pero indolente -dijo el sumo sacerdote con un suspiro, cual un padre paciente pero decepcionado-. Nos tememos que es indolente por naturaleza.
–Así pues, en esos dos jóvenes reside el futuro de Egipto -dijo Mitrídates pensativo-. El inconveniente es que son bastardos, y supongo que no podrán heredar.
–Su linaje no es totalmente puro, es cierto -replicó el sumo sacerdote-, pero si su primo Alejandro no engendra (lo que parece bien probable) son los únicos Tolomeos que hay. He recibido carta de su padre, el rey Tolomeo Soter, diciéndome que se los envíe inmediatamente. Ahora es otra vez rey, pero no tiene reina a quien esposar, y quiere mostrárselos a sus súbditos, que están dispuestos a aceptarlos como herederos.
–Pues tiene mala suerte -dijo Mitrídates con toda naturalidad-, porque me los llevo yo. Así se casarán con hijas mías y sus hijos serán mis nietos. ¿Qué fue de su madre, Arsinoe? – inquirió, cambiando de tono.
–No lo sé. Creo que Cleopatra Selene mandó matarla en la época en que envió sus hijos aquí, a Cos. Los muchachos no están seguros, pero lo temen -contestó el sumo sacerdote.
–¿Y cuál es el linaje de Arsinoe? ¿Es de calidad?
–Arsinoe era la hija mayor del rey Aretas de Nabatea y de su reina. La política nabatea ha consistido siempre en enviar la princesa más perfecta como concubina del rey de Egipto. ¿Qué mejor alianza para una de las casas reales semíticas menores? La madre del anciano rey Aretas era una seléucida de la casa real siria. Su esposa, madre de Arsinoe, era hija del rey Demetrio Nicanor de Siria y de la princesa parta Rodoguna, también seléucida, con buena parte de sangre de Arsaces. Yo diría que el linaje de Arsinoe es espléndido -dijo el sumo sacerdote.
–¡Oh, sí, como el de una de mis esposas! – dijo cordial el rey del Ponto-. Una pequeña encantadora, hija de Demetrio Nicanor y Rodoguna. Me ha dado tres varones estupendos y dos hijas. ¡Las niñas serán esposas ideales para estos muchachos; perfectas! Así se refuerza el linaje.
–Creo que el rey Tolomeo Soter piensa casar a Tolomeo Auletes con su hermanastra y tía, la reina Berenice -comentó resuelto el sumo sacerdote-. Por lo que a los egipcios respecta, así se refuerza mucho mejor el linaje.
–Tanto peor para los egipcios -replicó Mitrídates, volviéndose furioso hacia el sumo sacerdote-. ¡Hay que tener en cuenta que Tolomeo Soter de Egipto y yo tenemos la misma sangre seléucida! Mi tatarabuela Laodice se casó con Antioco el Grande y su hija Laodice casó con mi bisabuelo, Mitrídates IV. Por consiguiente, Soter es primo mío y mis hijas Cleopatra Trifena y Berenice Nisa son también primas suyas, y dos veces primas de los hijos habidos con Arsinoe de Nabatea porque su madre es hija de Demetrio Nicanor y de Rodoguna, igual que la madre de Arsinoe.
El rey lanzó un profundo suspiro.
–Escribe al rey Tolomeo Soter diciéndole que yo cuidaré de sus hijos. Indícale que, como en su casa real no quedan mujeres de edad idónea, Berenice debe tener ya cuarenta años, sus hijos se casarán con las hijas de Mitrídates del Ponto y de Antioco de Siria. ¡Y puedes dar las gracias a tu dios de la serpiente en el tronco de que te necesito para escribir esa carta! Pues si no, viejo, te habría matado, porque te encuentro muy irrespetuoso.
El rey se dirigió a donde estaban los tres jóvenes, mirando estupefactos y amedrentados.
–Vais a vivir en el Ponto, jóvenes Tolomeos -les dijo tajante-. ¡Vamos, seguidme de prisa!
Y así fue como cuando la galera real del rey Mitrídates se hizo de nuevo a la mar, la acompañaban varios navíos más pequeños que tomaron rumbo a Cnido, camino de Efeso. Transportaban casi nueve mil talentos de oro y a los tres herederos del trono de Egipto. Cos había sido una escala necesaria más que rentable. Y el rey del Ponto disponía de un Tolomeo títere.
Cuando el rey arribó al lugar elegido por Pelópidas para el desembarco en Rodas, se encontró con que no habían llegado la mayor parte de las naves de transporte de tropas y no pudo tomar al asalto la ciudad de Rodas hasta que, como dijo Pelópidas:
–…se pueda organizar el viaje de otro ejército, gran rey. El almirante Damagoras de Rodas atacó dos veces a nuestras naves de transporte y la mitad de las tropas yacen en el fondo del océano. De los supervivientes, algunos llegaron hasta aquí, pero otros regresaron a Halicamassum. La próxima vez tendremos que rodear con galeras las naves de transporte en lugar de dejarlas ir a su ritmo y sin escolta.
Naturalmente, las noticias distaban mucho de satisfacer al rey, pero como había llegado sano y salvo, le había ido bien en Cos y le traía sin cuidado la suerte que habían corrido los soldados pónticos, aceptó la realidad de que debía esperar refuerzos y se dedicó a escribir a su regente en el Ponto, el joven Mitrídates, a propósito de los herederos del trono de Egipto.
Parecen todos muy cultos, pero ignoran totalmente la importancia del Ponto en el orbe, hijo mío; y eso hay que rectificarlo. Mis hijas Cleopatra Trifena y Berenice Nisa serán prometidas en matrimonio a estos jóvenes. Cleopatra Trifena será para Tolomeo Filadelfo y Berenice Nisa para Tolomeo a secas. Las bodas respectivas se celebrarán cuando las hembras cumplan quince años.
En cuanto al afeminado, Tolomeo Alejandro, habrá que poner coto a su amor por los hombres, porque los egipcios le preferirán como futuro rey, dado que es el hijo legítimo. Por consiguiente, se le enseñará a que le gusten las mujeres si quiere conservar la cabeza sobre los hombros. En tus manos dejo la aplicación de este edicto.
Ponerse a escribir era un sufrimiento para el rey, que generalmente se valía de escribas, pero no quería que nadie viese la carta y tardó varios días en dejarla a punto, después de quemar varios borradores.
A finales de octubre la carta estaba en camino y el rey del Ponto se sintió, por fin, lo bastante fuerte para acometer el ataque de Rodas. Montó el asalto de noche, concentrándolo sobre el perímetro urbano de la parte de tierra, porque en el puerto estaba la escuadra enemiga. Pero nadie en la jerarquía de mando póntica tenía conocimientos ni ingenio para tomar una ciudad tan grande y bien fortificada como Rodas, y la operación fue un fracaso. Lamentablemente, el rey carecía de paciencia para someterla a un largo bloqueo y el único modo seguro era conquistarla. La asaltarían. Pero esta vez atraerían a la escuadra rodense para que saliera del puerto y persiguiera a un señuelo, ya que el principal empuje del ataque se haría por mar, precedido de una sambuca.
Lo que más emocionaba al rey era que lo de la sambuca era idea suya y, en la reunión de estado mayor, Pelópidas y los otros generales la habían elogiado, diciendo que era una estratagema muy ingeniosa que, sin duda, daría resultado. Ruborizado de regocijo, Mitrídates decidió construir personalmente la sambuca, es decir, bocetarla y supervisar la construcción.
Cogió dos galeras inmensas de dieciséis remos, idénticas y construidas en el mismo astillero y las ató por las bordas tangentes, y fue precisamente ahí en lo que la sambuca más adoleció de la ignorancia ingenieril del gran rey, pues debió mandar atarlas por las bordas de fuera y distribuir el peso uniformemente por toda la estructura. Pero él mandó atarlas por las bordas tangentes, y sobre ambas dispuso un puente tan grande, que parte de él sobresalía en voladizo, y no hizo nada por afirmarlo debidamente a la base. Sobre ese puente hizo erigir dos torres en el centro, una situada sobre el espacio entre las dos proas y otra sobre las popas, separadas por menor distancia. Entre ambas torres se construyó un amplio puente susceptible de ser elevado y bajado mediante un juego de poleas y cabrestantes hasta el plano del puente y lo alto de las torres. Dentro de éstas había unos inmensos molinos de ruedas movidos por los pies de cientos de esclavos para subir el puente levadizo. Uno de los lados largos del puente tenía acoplada mediante bisagras una alta valla de gruesas planchas de madera como protección contra los proyectiles, y cuando el puente alcanzaba su máxima altura o un poco más del adarve de las murallas del puerto de Rodas, la valla caía sobre ellas formando una pasarela.
El ataque se inició un día tranquilo del mes de noviembre, dos horas después de distraer a la escuadra enemiga que zarpó hacia el norte. El ejército póntico asaltó las murallas de la parte de tierra por sus puntos más débiles, con el flanco externo desplegado para mantener entretenida a la flota de Rodas, que en ese momento comprendió la estratagema y regresó. En el centro de la enorme flotilla póntica se alzaba la sambuca remolcada por docenas de galeras ligeras y seguida de cerca por los navíos cargados de tropas.
Entre gritos de alarma y enfebrecida actividad en las defensas rodenses, las tripulaciones de las naves ligeras arrimaron rápidamente la sambuca al paño de muralla marítima en que se asentaba el templo de Isis; una vez concluida la maniobra, los navíos cargados de tropas se fueron acercando. Sin sufrir graves daños por la enloquecida lluvia de piedras, flechas y lanzas, los soldados del Ponto abordaron la sambuca para estacionarse apretadamente en el puente levadizo; inmediatamente, los que operaban las poleas comenzaron a azotar a los esclavos para que pusieran en movimiento con sus piernas el molino de rueda. Entre horrendos crujidos y chirridos, el puente entre las torres comenzó a elevarse con su carga de tropas. Cientos de cascos de los defensores llenaron los adarves, para contemplar entre fascinados y aterrados la maniobra. Mitrídates la seguía desde su «acorazado» en medio de la apretada flota, viendo cómo la sambuca concentraba toda la resistencia rodense en el tramo de muralla del templo de Isis. Una vez que la sambuca acaparase toda la atención de los defensores, los otros barcos podían acercarse a los demás puntos de la muralla y montar impunemente un asalto con escalas y así todas las fortificaciones que rodeaban el puerto habrían quedado coronadas por soldados.
¡No puede fallar! Esta vez caen en mis manos, pensaba el rey, mientras sus ojos se recreaban mirando la sambuca y el puente que iba elevándose lentamente entre las dos torres. Muy pronto alcanzaría la altura de la muralla, la valla protectora se abatiría sobre los goznes y formaría una pasarela para que los soldados asaltaran la muralla. Había tropa suficiente en el puente para mantener a raya a los defensores mientras el artilugio descendía hasta el puente de las dos embarcaciones para cargar nuevas tropas y volver a elevarlas. ¡No existe la menor duda de que soy el mejor!, se decía Mitrídates.
Pero conforme el centro de gravedad fue elevándose con el puente de la sambuca, la distribución de peso cambió, las embarcaciones trabadas comenzaron a separarse, las sogas que las unían fueron rompiéndose en sucesivos estallidos y las torres comenzaron a tambalearse; el puente de las embarcaciones fue combándose y el puente ascendente comenzó a balancearse. Luego, las dos embarcaciones que soportaban todo el peso comenzaron a zozobrar por el centro: cubiertas, torres, puente, soldados, marineros, artífices y esclavos cayeron al agua en medio de los navíos que se balanceaban, y una algarabía de gritos, siniestros crujidos, rugidos y vítores histéricos de los eufóricos rodenses que lo contemplaban desde la muralla; vítores que en seguida se transformaron en auténticas carcajadas.
–¡No quiero volver a oir el nombre de Rodas! – dijo el gran rey mientras su poderosa galera le conducía de nuevo a Halicarnassum-. Está demasiado próximo el invierno para proseguir esta pequeña campaña contra una pandilla de idiotas y locos. Los ejércitos que avanzan hacia Macedonia y las flotas que costean Grecia requieren más mi atención. Además, que ejecuten a todos los ingenieros que tengan algo que ver con la construcción de esa absurda sambuca. No, matarlos no. ¡Que les corten la lengua, les saquen los ojos, les corten las manos, los testículos y les pongan una escudilla al cuello!
Tan furioso estaba el rey de tamaña humillación que se dirigió a Licia con un ejército dispuesto a asediar Patara, pero al mandar talar un bosque de árboles consagrados a Latona, la madre de Apolo y Artemis se le apareció en sueños y le disuadió de ello. Al día siguiente, el rey dejó el sitio en manos de sus subalternos, dio el mando al desventurado Pelópidas y se fue con su fascinante esposa albina a Hierapolis. Allí, retozando entre cabriolas en los estanques de aguas termales en medio de las cascadas de cristal petrificado que caían de las alturas, logró olvidar las risotadas de Rodas y el navío de Chios, que le había dado el mayor susto de su vida.