–Me voy a Esmirna para traerme mi fortuna -dijo Quinto Servilio Cepio a su cuñado Marco Livio Druso mientras regresaban a casa caminando desde el Foro.

Druso se detuvo y enarcó una de sus puntiagudas cejas negras.

–¡Oh! ¿Crees que es prudente? – inquirió, arrepentido inmediatamente de haberlo dicho.

–¿Cómo prudente? – replicó Cepio, con gesto belicoso.

–Sólo te digo eso, Quinto -contestó Druso cogiendo a Cepio por el brazo derecho-. No es que insinúe que tu fortuna en Esmirna sea el oro de Tolosa ni que tu padre se apoderara de ese oro, pero ¿acaso toda Roma no cree culpable a tu padre y está convencida de que la fortuna que tienes a tu nombre en Esmirna no es sino el oro de Tolosa? En los viejos tiempos, haberlo traído a Roma no te habría valido más que aviesas miradas y un rencor que habría marcado tu carrera pública, pero hoy día hay una lex Servilia Glaucia de repetundis inscrita en las tablillas, no lo olvides. Se han acabado los tiempos en que un gobernador podía especular o extorsionar y quedarse tan tranquilo poniendo su rapiña a nombre de otro. La ley de Glaucia especifica que la recuperación de caudales adquiridos ilegalmente se efectuará tanto del último beneficiario como del culpable. Ya no vale servirse del tío Lucio Tiddlypus.

–Te recuerdo que la ley Glaucia no es retroactiva -contestó Cepio muy envarado.

–Bastará con que un tribuno de la plebe con ansias de venganza haga una petición a la asamblea plebeya para que se invalide esa laguna y te encontrarás con que es retroactiva. – Replicó Druso con firmeza-. ¡De verdad, hermano Quinto, piénsalo! No quiero ver a mi hermana y a sus hijos quedarse sin paterfamilias ni fortuna, ni deseo verte desterrado durante años en Esmirna.

–¿Y por qué tuvieron que hacer víctima a mi padre? – inquirió Cepio enojado-. ¡Mira Metelo el Numídico, él vuelve a Roma cargado de gloria, mientras que mi padre muere desterrado!

–Los dos sabemos por qué pasan esas cosas -comentó Druso con paciencia, deseando por enésima vez que Cepio fuese más inteligente-. Los que dirigen la Asamblea plebeya perdonan cualquier cosa a un noble, sobre todo cuando ha transcurrido algo de tiempo. Pero lo del oro de Tolosa fue algo fuera de lo corriente. Y desapareció mientras estaba confiado a la custodia de tu padre. ¡Una cantidad de oro mayor de la que tiene Roma en el Tesoro! Una vez que se convencieron de que tu padre se había apoderado de él, comenzaron a alimentar un odio hacia él que nada tiene que ver con el derecho, la justicia ni el patriotismo -añadió, reemprendiendo la marcha seguido por Cepio-. ¡Piénsalo despacio, Quinto, por favor! Si la suma que traigas equiVale a un diez por ciento del valor del oro de Tolosa, toda Roma dirá que tu padre lo robó y tú lo has heredado.

–No será así -replicó Cepio, muy seguro de sí mismo, riéndose-. Lo he pensado todo bien, Marco. He tardado muchos años en solucionar el problema, pero lo he conseguido. ¡De verdad!

–¿Cómo? – inquirió Druso, escéptico.

–Para empezar, sólo tú sabrás adónde he ido en realidad y lo que me propongo. Para Roma, como diré a Livia Drusa y a Servilia Cepionis, voy a la Galia itálica, al otro lado del Padus, para inspeccionar unas propiedades. Llevo meses hablando de ello y nadie se va a sorprender ni se va a preocupar en verificarlo. ¿Por qué iban a hacerlo, si les he repetido a todos machaconamente mis planes de organizar en una serie de ciudades fundiciones completas en las que se manufacture desde rejas de arado hasta cota de malla? Y es la faceta de la propiedad lo que me interesa del proyecto, para que nadie pueda poner en duda mi integridad senatorial. Que los dueños de las fundiciones sean otros, yo me contento con poseer las ciudades.

Cepio hablaba con tal convicción que Druso (que apenas había oído hablar del proyecto a su cuñado porque casi no le escuchaba) le miró sorprendido.

–Pareces dispuesto a hacerlo -dijo.

–Pues claro. Las ciudades-fundición no son más que una de las cosas en las que pienso invertir mi dinero de Esmirna. Voy a mantener mis inversiones en territorio romano y no en la propia Roma, por lo que no entrará ninguna cantidad de mi dinero en las instituciones financieras de la ciudad. Y yo no creo que el Tesoro sea tan inteligente, ni tenga tiempo, en mirar cómo y cuánto invierto en negocios alejados de Roma -dijo Cepio.

Druso escuchaba atónito.

–¡Quinto Servilio, me dejas de piedra! No pensaba que hilaras tan fino -dijo.

–Ya me imaginé que te quedarías de piedra -replicó Cepio con aire de suficiencia-, aunque debo confesarte que recibí una carta de mi padre antes de morir diciéndome lo que debía hacer -añadió, anulando la sorpresa que había causado-. En Esmirna hay una enorme cantidad de dinero.

–Sí, claro, me lo imagino -comentó Druso con sequedad.

–¡Pero no es el oro de Tolosa! – exclamó Cepio, abriendo las manos-. ¡Es la fortuna de mi madre y la de mi padre! Tuvo la prevención de transferir el caudal antes de que le procesaran, a pesar de las medidas para impedírselo de Norbano, ese cunnus engreído, que mandó encarcelarle antes del juicio. A lo largo de los años he ido trayendo a Roma parte del dinero, aunque en cantidades que no llamaran la atención. Por eso, como tú bien sabes, sigo viviendo modestamente.

–Ya lo creo que lo sé -dijo Druso, que desde la condena del viejo Cepio albergaba en su casa al cuñado con su familia-. Sin embargo, hay algo que no acabo de entender. ¿Por qué no dejas tu fortuna en Esmirna?

–No puedo -se apresuró a contestar Cepio-. Mi padre dijo que no estaría perpetuamente segura en Esmirna, ni en ninguna otra ciudad de la provincia de Asia que tenga servicios normales de banca, como es el caso de Cos, o incluso de Rodas. Me explicó que los recaudadores han hecho que las gentes de la provincia odien a Roma y que tarde o temprano se sublevarán.

–Si eso sucediera no tardaríamos en recuperarla -dijo Druso.

–Ya lo sé, pero, entretanto, ¿crees que el oro, la plata y las monedas y valores depositados en ella estarían seguros? Mi padre dijo que lo primero que los revolucionarios harían sería saquear los templos y los bancos -añadió Cepio.

–Seguramente tenía razón -dijo Druso, asintiendo con la cabeza-. Por eso vas a trasladar tu dinero. Pero, ¿por qué a la Galia itálica?

–No todo. Parte de él irá a Campania, parte a Umbría y otra parte a Etruria. Luego, hay ciudades como Massilia, Utica y Gades a las que también trasladaré parte de él. Todo quedará en el Mediterráneo occidental.

–Quinto, ¿por qué no confiesas la verdad, al menos a mí, que soy cuñado tuyo por partida doble? – inquirió Druso un tanto hastiado-. Tu hermana es mi esposa y mi hermana es tu mujer; esos vínculos nos unen indefectiblemente. Al menos a mí, ¡confiésame que es el oro de Tolosa!

–No es el oro de Tolosa -contestó imperturbable Quinto Servilio Cepio.

Qué terquedad, pensó Marco Livio Druso, precediéndole en el jardín peristilo de su casa, la mejor mansión de Roma. Es más terco que una mula. Y hay que verlo… Dueño de quince mil talentos de oro que su padre trasladó en secreto de Hispania a Esmirna hace ocho años, pretextando que había sido robado en el traslado de Tolosa a Narbo, donde quedó aniquilada la cohorte de excelentes tropas romanas que custodiaban los carros, y él tan tranquilo. Y más aún su padre, que debió organizar la matanza. Lo único que les imPorta es su precioso oro. Son Servilios Cepiones, los Midas romanos, incapaces de salir de su sopor intelectual a menos que oigan la palabra ¡oro!

Era el mes de enero del año en que Cneo Cornelio Léntulo y Publio Licinio Craso eran cónsules, y los árboles de loto del jardín de Livio Druso estaban desnudos, si bien el magnífico estanque con estatuas y fuentes obra de Mirón seguía funcionando, gracias a la instalación de agua caliente. A principios de año habían retirado las pinturas de Apeles, Zeuxis, Timantes y otros artistas de los muros de la columnata para guardarlas, al sorprender a dos de las hijas de Cepio pintarrajeándolas con pigmentos que habían hurtado a dos artistas que estaban restaurando los frescos del atrium. Las dos niñas habían recibido una buena paliza, pero Druso creyó prudente evitar la tentación y, dado que lo que habían embadurnado era reciente, aún podía arreglarse; pero ¿quién podía saber si no volvería a suceder lo mismo cuando el niño pequeño creciera y fuera más travieso? Las valiosas colecciones de arte era preferible no exponerlas en las casas en que había niños. No creía que Servilia y Servililla volvieran a las andadas, pero habría más hijos.

Por fin había fundado su propia familia, aunque no de la manera que se había propuesto, porque él y Servilia Cepionis no tenían hijos, y dos años antes habían adoptado al hijo pequeño de Tiberio Claudio Nerón, un hombre empobrecido, como casi todas las ramas de los Claudios, quien cedió encantado al niño para que se convirtiera en heredero de la fortuna de Livio Druso. Era más corriente adoptar al hijo mayor de una familia, para que el hogar que lo acogía tuviese la certeza de que era un niño sano, de buen carácter y de inteligencia normal. Pero Servilia Cepionis ansiaba un pequeñín y se empeñó en que fuese un niño de pecho. Por eso, Marco Livio Druso, que había llegado a querer a su esposa profundamente, aunque no hubiera sido así cuando se casaron, no quiso contrariarla. Y aplacó sus recelos con un generoso sacrificio a Mater Matuta, para que la diosa le garantizase que el niño crecería satisfactoriamente.

Las mujeres estaban en el salón de Servilia Cepionis, al lado del cuarto de los niños, y salieron a recibir a sus maridos con evidente placer. Aunque sólo eran cuñadas, más parecían hermanas, pues las dos eran de baja estatura, de ojos y pelo muy oscuros y de armónicas facciones. Livia Drusa, la esposa de Cepio, era la más bonita, pues se había librado de la tara familiar de unas piernas achaparradas y tenía mejor silueta que su cuñada; por añadidura, respondía a los criterios de belleza en una mujer, porque tenía ojos muy grandes, bien separados y abiertos, y una boca fina, fruncida como una flor. La nariz era algo pequeña para complacer a los entendidos, pero rompía la monotonía de la rectitud con una leve protuberancia en la punta. Su cutis era sano y cremoso, su cintura estrecha, y de pechos y caderas bien curvados y amplios. Servilia Cepionis, esposa de Druso, era una versión algo más pequeña, aunque de cutis proclive a producir granos en torno a la barbilla y la nariz y con las piernas y el cuello demasiado cortos.

Sin embargo, era Marco Livio Druso quien amaba a la menos agraciada, mientras que Quinto Servilio Cepio no amaba a la más guapa. En el momento de su doble boda, ocho años antes, había sido al revés. Aunque ninguno de los dos hombres lo advertía, la diferencia se debía a las propias mujeres; Livia Drusa aborrecía a Cepio y se había visto obligada a casarse con él, mientras que Servilia Cepionis estaba enamorada de Druso desde niña. Pertenecientes a la más rancia nobleza romana, las dos mujeres eran esposas ¡nodélicas a la antigua, obedientes, sumisas, de humor equilibrado y respetuosas al máximo. Luego, conforme transcurrieron los años y se fueron acostumbrando al matrimonio, la indiferencia de Marco Livio Druso fue cediendo al calor constante del afecto de su esposa, un creciente ardor con que ella le obsequiaba en la cama, aunque, lamentablemente, no tenían descendencia. Por el contrario, la desaforada adoración de Quinto Servilio Cepio quedó ahogada por la callada repulsa de su esposa, una creciente frialdad de la que no se recataba en la cama, acrecentada por el resentimiento de que sus dos únicos retoños fuesen niñas.

Se imponía entrar en el cuarto de los niños. Druso estaba muy orgulloso de su pequeño, Druso Nerón, un niñito gordinflón de tez oscura de menos de dos años. Cepio se limitó a dirigir una inclinación de cabeza a sus hijas, que se apretaron aterradas contra la pared sin decir nada. Eran copias en miniatura de su madre, morenas, asimismo con ojos grandes y boquita de rosa, unas niñas encantadoras… si su padre se hubiese tomado la molestia de mirarlas. Servilia tenía cerca de siete años y había aprendido mucho de la paliza recibida cuando intentó mejorar el caballo de Apeles y el racimo de uvas de Zeuxis. Era la primera vez que le pegaban y fue para ella una experiencia más humillante que dolorosa, mortificante más que aleccionadora. Lilla, por el contrario, era una traviesa redomada, irreprimible, tozuda, agresiva y directa. Los azotes recibidos los olvidó en seguida, salvo en el sentido de que le habían infundido respeto hacia su padre.

Los cuatro adultos se dirigieron a continuación al triclinium para cenar,

–Cratipo, ¿no cena con nosotros Quinto Popedio? – preguntó Druso al mayordomo.

Domine, no se me ha indicado nada en sentido contrario.

–En ese caso, esperaremos -dijo Druso, ignorando deliberadamente la mirada adusta que le dirigió Cepio.

Pero Cepio no estaba dispuesto a callarse.

–¿Por qué te tratas con ese hombre despreciable, Marco Livio? – inquirió.

Druso dirigió a su cuñado una mirada impávida.

–No eres el único que me dice eso, Quinto Servilio -dijo sin inmutarse.

Livia Drusa contuvo una exclamación y una risita nerviosa, pero, como esperaba Druso, más como crítica a Cepio.

–Es lo que yo digo -insistió Cepio-. ¿Por qué le tratas?

–Porque es amigo mío.

–¡Una sanguijuela es lo que es! – replicó Cepio con desprecio-. De verdad, Marco Livio, vive a costa tuya. Aparece siempre sin avisar y sólo para pedirte algo, siempre quejándose de los romanos. ¿Quién se cree que es?

–Se cree itálico de los marsos -se oyó decir a una voz alegre-. Siento llegar tarde, Marco Livio; habrías debido comenzar a cenar sin mí, como te he dicho otras veces. Mi tardanza está más que justificada: me ha entretenido Catulo César con un extenso discurso sobre la perfidia de los itálicos.

Silo tomó asiento en el borde trasero de la camilla en que estaba reclinado Druso y dejó que un esclavo le quitase las botas y le lavase los pies, para a continuación enfundarle unos calcetines. Luego, dándose levemente la vuelta, ocupó el locus consularis o sitio de honor a la izquierda de Druso; Cepio estaba reclinado en sentído perpendicular a Druso, en posición menos honorífica por ser parte de la familia y no un invitado.

–¿Estabas quejándote otra vez de mí, Quinto Servilio? – inquirió despreocupadamente, enarcando una ceja y dirigiendo un guiño a Druso.

Druso sonrió y miró a Quinto Popedio Silo con mayor afecto del que aparentaba cuando miraba a Cepio.

–Mi cuñado siempre se queja de algo, Quinto Popedio. No hagas caso.

–No lo hago -contestó Silo, saludando con una inclinación de cabeza a las dos mujeres, sentadas enfrente de las camillas de sus respectivos esposos.

Druso y Silo se habían conocido en el campo de batalla de Arausio, una vez concluido el combate, cuando en la zona quedaban ochenta mil cadáveres de romanos e itálicos, gracias principalmente al padre de Cepio. Forjada en circunstancias inolvidables, su amistad había aumentado con los años y se había reforzado por su mutua preocupación por la suerte de los aliados itálicos, una causa en la que ambos estaban comprometidos. Formaban una singular pareja Silo y Druso, pero ni las quejas de Cepio ni los sermones de algunos de los senadores más viejos habían logrado hacer mella en la amistad.

El itálico Silo más parecía romano y el romano Druso podría pasar por itálico. Silo tenía la nariz correcta, la tez adecuada y el porte necesario; era alto, bien parecido, salvo los ojos, pues eran de un verde amarillento y un tanto ofídicos porque casi nunca parpadeaba.

Esto, sin embargo, no era una cosa rara entre los marsos, que eran gentes que adoraban a las serpientes y se entrenaban para no parpadear más de lo estrictamente necesario. El padre de Silo había sido jefe de los marsos y a su muerte fue sustituido por el hijo, a pesar de su juventud. Acaudalado y muy cultivado, Silo tenía derecho al respeto de los romanos; éstos, sin embargo, cuando no le rehuían descaradamente, le miraban por encima del hombro y mostraban tendencia a tratarle con aire paternal. Todo ello porque Quinto Popedio no era romano y ni siquiera tenía los derechos latinos; Quinto Popedio Silo era un itálico y, por consiguiente, un ser inferior.

Procedía de las ricas tierras altas de la península central italiana, no Muy lejanas de Roma, en las que el gran lago Fucino experimentaba unos misteriosos ciclos que nada tenían que ver con los ríos y las precipitaciones, una región en la que los Apeninos dividían en dos a la población marsa. De todos los pueblos itálicos, los marsos eran los más prósperos y numerosos. Durante siglos habían sido los aliados más fieles a Roma, y tenían a gran orgullo el hecho de que ningún general romano hubiese triunfado sin contar con marsos en su ejército ni hubiese sido capaz de derrotarlos a ellos. Sin embargo, pese al transcurso de tantos siglos, los marsos, igual que las demás etnias itálicas, seguían siendo considerados indignos de la ciudadanía romana. En consecuencia, no podían aspirar a contratos con el Estado ni a casarse con ciudadanos romanos, ni a recurrir a la justicia romana en casos de pena de muerte. Podían ser azotados hasta casi perder la vida, podían robarles las cosechas, sus productos o sus mujeres sin que pudieran apelar a la ley si el ladrón era un romano.

Si Roma hubiese dejado a los marsos a sus expensas en sus fértiles tierras, todas esas injusticias habrían sido menos abrumadoras; pero, igual que sucedía en todas las regiones de la península no estrictamente romanas, las tierras de los marsos tenían una implantación romana en su corazón, concretada en una colonia con derechos latinos llamada Alba Fucentia. Y, naturalmente, esa Alba Fucentia se convirtió en una ciudad, la mayor de toda la región, dado que en ella había un núcleo de ciudadanos romanos con derecho a hacer negocios directamente con Roma, y que el resto de la población poseía derechos latinos, una especie de ciudadanía romana de segunda clase que les confería casi todos los derechos de la plena ciudadanía, salvo que los poseedores del ius Latii no podían votar en las elecciones. Los magistrados de dicha ciudad heredaban automáticamente la plena ciudadanía para ellos y todos sus descendientes directos nada más asumir el cargo. Así, Alba Fucentia creció en detrimento de la antigua capital marsa, Marruvium, y allí seguía como recordatorio perenne de las diferencias entre Roma y los itálicos.

En tiempos pretéritos toda Italia había aspirado a tener los derechos latinos y luego a la plena ciudadanía, pues Roma, bajo la dirección esforzada e inteligente de hombres como Apio Claudio Ceco, era consciente de la necesidad de ese cambio, considerando conveniente la posibilidad de que toda Italia fuese romana, pero después de que las naciones itálicas se pusieran de parte de Aníbal en los años en que el cartaginés había estado haciendo incursiones por la Península, su actitud se había endurecido y había dejado de conceder la plena ciudadanía e incluso el ius Latii.

Uno de los motivos había sido la creciente inmigración de itálicos a las ciudades romanas y latinas, e incluso a la misma Roma. Los pelignos se habían quejado de la pérdida de cuatro mil de los suyos, incorporados a la ciudad latina de Fregellae, y se valieron de ello como pretexto para no entregar soldados a Roma cuando los solicitaban.

De vez en cuando, Roma trataba de hacer algo respecto a aquel problema de emigración masiva, esfuerzos que culminaron en una ley del tribuno de la plebe Marco Junio Penno el año anterior a la revuelta de Fergellae. Penno expulsó de Roma y de sus ciudades colonia a todos los que no eran ciudadanos, descubriendo con ello un escándalo que sacudió a la nobleza romana en sus cimientos, pues se puso en evidencia que el cónsul de cuatro años antes, Marco Perpena, era un itálico que nunca había poseído la ciudadanía romana.

Pero inmediatamente se produjo la reacción entre las filas de los que gobernaban Roma y uno de los principales opositores a la mejora de los itálicos fue el padre de Druso, Marco Livio Druso el Censor, uno de los causantes de la desgracia de Cayo Graco y de la abolición de sus leyes.

Nadie habría podido imaginar que el hijo del Censor, Druso, quien asumió muy joven el papel de paterfamilias al morir su padre mientras desempeñaba el cargo, olvidaría la actitud y preceptos de su progenitor el Censor. De intachable linaje plebeyo-noble, miembro del Colegio de Pontífices, inmensamente rico, relacionado por sangre y matrimonio con las casas patricias de Servilio Cepio, Cornelio Escipión y Emilio Lépido, el joven Marco Livio Druso habría debido convertirse en un pilar de la facción ultraconservadora que dominaba el Senado y, en consecuencia, Roma. Era pura coincidencia que no hubiera sido así; Druso había participado como tribuno de los soldados en la batalla de Arausio, cuando el cónsul patricio Quinto Servilio Cepio se había negado a colaborar con el hombre nuevo Cayo Malio Máximo, y a causa de ello las legiones de romanos y aliados itálicos habían sido aniquiladas por los germanos en la Galia Transalpina.

Druso, a su regreso de la Galia Transalpina, se había consagrado a dos cosas en su nueva vida: la amistad del noble marso Quinto Popedio Silo y a verificar que los de su propia clase y ascendencia, sobre todo su suegro Cepio, no apreciaban ni respetaban los esfuerzos de los que habían muerto en Arausio, fuesen nobles romanos, auxiliares itálicos o capite censi romanos.

No obstante, eso no significa que el joven Druso abrazase inmediatamente los objetivos y aspiraciones de un auténtico reformador, porque sobre él pesaba fuertemente su clase, pero, al igual que otros nobles romanos antes que él, la experiencia bélica le había hecho reflexionar. Se decía que el sino de los hermanos Graco se había sellado cuando el mayor, Tiberio Sempronio Graco -un vástago de la alta nobleza romana- hizo de joven un viaje por Etruria y vio que las tierras públicas de Roma estaban en manos de un puñado de romanos ricos que las explotaban con grupos de esclavos encadenados, a quienes por la noche encerraban en miserables barracas denominadas ergastula. Y Tiberio Graco se había preguntado dónde estaban los pequeños propietarios romanos que habrían debido ser los dueños de aquellas tierras, ganándose bien la vida y criando hijos para el ejército. Aunque fuese un producto de su clase, Tiberio Graco había comenzado a reflexionar, y eso que, como producto de su clase, no carecía de un gran sentido del derecho y de un inmenso amor por Roma.

Siete años habían transcurrido desde la batalla de Arausio, siete años durante los cuales Druso había entrado en el Senado, servido de cuestor en la provincia de Asia, se había visto obligado a alojar a su cuñado con la familia después de la desgracia de Cepio padre, se había convertido en sacerdote de la religión estatal, había vivido los lamentables acontecimientos que concluyeron con el asesinato de Saturnino y sus secuaces, para alinearse finalmente en el Senado en oposición a Saturnino, que quería convertirse en rey de Roma. Siete años durante los cuales Druso había sido anfitrión en innumerables ocasiones de Quinto Popedio Silo, escuchando lo que decía y ampliando sus reflexiones. Su mayor ambición era solventar la enconada cuestión de los itálicos de un modo genuinamente romano, pacífico y conveniente para ambas partes. Dedicaba a ello todas sus energías, sin alharacas, para que no se supieran sus intenciones hasta haber encontrado la solución idónea.

El marso Silo era el único que conocía el rumbo de la mente de Druso, pero Silo actuaba con exquisita delicadeza, pues era suficientemente astuto y prudente para no cometer el error de incitar a Druso ni explicitar su propio punto de vista, que era algo diferente. Los seis mil hombres de la legión que Silo había mandado en Arausio habían muerto casi todos, y eran marsos, no romanos; eran los marsos quienes los habían engendrado, armado y pagado. Una inversión en hombres, tiempo y dinero que Roma posteriormente ni había agradecido ni compensado de ningún modo.

Si lo que Druso soñaba era una emancipación general en toda Italia, Silo aspiraba a la autonomía de su pueblo, vislumbrando una nación itálica totalmente independiente de Roma: Italia. Y cuando se formara Italia -aspiración que Silo había convertido en juramento- los pueblos italianos que la constituyeran declararían la guerra a Roma, derrotándola y absorbiéndola en la nueva nación, junto con todos los territorios extranjeros de la propia Roma.

No era Silo el único con tales aspiraciones, y él lo sabía, porque aquellos últimos siete años había estado viajando por Italia y por la Galia itálica buscando hombres que pensaran como él, y descubrió que abundaban. Todos eran dirigentes en sus respectivas naciones Y de dos tipos distintos: los había que, como Mario Egnacio, Cayo Papio Mutilo y Poncio Telesino, procedían de familias nobles descollantes en sus etnias, y quienes, como Marco Lamponio, Publio Vettio Scato, Cayo Vidacilio y Tito Lafrenio, eran hombres relativamente nuevos de importancia reciente. En los comedores y despachos itálicos se seguía hablando del tema, y el hecho de que la mayoría de estas conversaciones se hicieran en latín no se consideraba suficiente motivo para excusar los crímenes de Roma.

El concepto de una sola nación italiana quizá no era nuevo, pero era evidente que los diferentes dirigentes itálicos nunca lo habían considerado una alternativa viable. En el pasado, todas las esperanzas se habían cifrado en obtener la emancipación total de Roma, convirtiéndose en parte de la misma a lo largo y ancho de la península; tan antigua era la veteranía de Roma respecto a sus aliados itálicos, que ellos pensaban según los criterios romanos y aspiraban a asumir sus instituciones, haciendo que sus hijos, fortunas y tierras fuesen totalmente romanos.

Algunos de los que intervenían en aquellas conversaciones lamentaban Arausio, pero había quienes también lamentaban la falta de apoyo a la causa italiana por parte de las poblaciones con derechos latinos, que ya comenzaban a considerarse distintas a los simples itálicos. Los que esto reprochaban a los habitantes de centros con derechos latinos señalaban, con toda razón, el creciente aumento del disfrute exclusivo de los derechos latinos y la necesidad entre los que los obtenían de mantener un sector de la población peninsular en condiciones de inferioridad.

Arausio, desde luego, había sido la culminación de varias décadas de aquella mortandad de soldados, que había hecho descender enormemente la población masculina de la península, con sus secuelas de abandono de los campos o su venta por endeudamiento, y la escasez de niños y jóvenes. Pero esa mortandad bélica había afectado por igual a romanos y latinos y no era el principal factor. Existían enconados resentimientos hacia los señores romanos, los ricos que vivían en Roma y eran dueños de vastas tierras llamadas latifundia en las que sólo empleaban esclavos para el trabajo. Había numerosos casos de ciudadanos romanos que abusaban descaradamente de los itálicos, amparándose en su influencia y poder para azotarlos sin motivo, apoderarse de mujeres que no les pertenecían y confiscar parcelas ajenas para incrementar sus tierras.

Ni siquiera para Silo estaba claro qué es lo que había impedido que la mayoría de los que propugnaban la secesión no hubiesen obligado a Roma a concederles la plena ciudadanía e iniciar la formación de una nación independiente. Su convicción de que la secesión era el único medio había nacido en Arausio, pero los que hablaban con él no habían estado en Arausio. Así, pensaba que la nueva tendencia a romper con Roma era a causa de que estaban hartos, de un acendrado sentimiento de que había pasado la época en que Roma había estado dispuesta a concederles la ansiada ciudadanía, que la situación presente iba a ser eterna. El insulto se había acumulado sobre la ofensa hasta tal extremo que para los itálicos la vida bajo la férula de Roma resultaba insoportable.

En Cayo Papio Mutilo, dirigente de la nación samnita, Silo veía a alguien que perseguía casi obsesivamente la posibilidad de la secesión, pues él, Silo, no odiaba a Roma y a los romanos, sino que apoyaba las aspiraciones de su pueblo. Pero Cayo Papio Mutilo era de un pueblo que había sido el enemigo más encarnizado y cruel de Roma desde que el pequeño asentamiento romano sobre la ruta de la sal del Tíber había comenzado a enseñar los dientes. Mutilo odiaba a Roma y a los romanos con pleno sentimiento y profundo convencimiento. Él era un samnita, que esperaba que Roma quedara borrada de la historia. Silo era adversario de Roma, Mutilo su enemigo.

Como todas las uniones en las que la causa común es de suficiente importancia para descartar cualquier objeción y consideración práctica, los itálicos que al principio se reunían para ver si se podía hacer algo decidieron sin tardanza que sólo cabía optar por la secesión. Sin embargo, todos ellos conocían de sobra a Roma para pensar que la nación italiana pudiera formarse sin guerra; por eso nadie pensó en la posibilidad de declarar la independencia antes de que transcurrieran algunos años dedicados a preparar la guerra contra Roma; una tarea que exigiría enormes esfuerzos y grandes sumas de dinero, y más hombres de los que posiblemente pudieran reclutarse en los años inmediatos a Arausio. Por ello no se fijó ni se habló de fecha concreta. De momento, mientras crecía la población infantil, el esfuerzo y el dinero se dedicaron a fabricar armas y armaduras y a hacer acopio de materiales de guerra en cantidad suficiente para hacer la guerra a Roma y poder obtener la victoria.

No disponían de gran cosa. Casi todas las bajas de itálicos se habían producido lejos de Italia, y sus armas y corazas no se habían recuperado, principalmente porque Roma había procurado recogerlas del campo de batalla en todos los casos posibles y, naturalmente, no las habían considerado pertenencia de los aliados. Podían comprar legalmente algunas armas, pero ni por asomo para pertrechar a los cien mil hombres que Silo y Mutilo consideraban necesarios para la victoria de la nueva Italia sobre Roma. Por consiguiente, lo del armamento era un asunto secreto que progresaba muy despacio. Tardarían años en lograr el objetivo.

Para complicar más las cosas, todo tenía que hacerse en presencia de personas que, si advertían algo, darían cuenta inmediata a algún romano o a la propia Roma. No se podía confiar en las colonias con derecho latino ni en los ciudadanos romanos de paso, y por eso los centros de conspiración y escondrijo de pertrechos estaban situados en zonas pobres y alejadas de las rutas por las que circulaban viajeros romanos y de las colonias latinas. Los dirigentes itálicos no hacían más que tropezarse con ingentes dificultades por doquier. No obstante, la tarea de armamento proseguía y a ella se había sumado hacía poco la del entrenamiento de tropas, pues los niños ya comenzaban a ser mayores.

Quinto Popedio Silo citó todos estos datos secretos en la conversación durante la cena, sin remordimiento alguno; tal vez al final no sería Marco Livio Druso quien encontrara una solución pacífica y eficaz. ¡Cosas más raras se habían visto!

–Quinto Servilio nos deja durante unos meses -comentó Druso, cambiando drásticamente de tema.

Silo no sabía si era un destello de alegría lo que observaba en la mirada de Livia Drusa. A él le parecía una mujer muy guapa, pero nunca había llegado a saber qué clase de mujer era; si le gustaba su vida, si le gustaba Cepio, si vivía contenta en casa de su hermano. Su instinto respondía negativamente a los tres interrogantes, pero no estaba seguro. Pero en seguida dejó de pensar en Livia Drusa, porque Cepio hablaba de lo que pensaba hacer.

–… cerca de Potavium y Aquileia sobre todo -decía-. Con hierro de Noricum, voy a procurar hacerme con la concesión, se pueden abastecer las fundiciones que se construyan en Potavium y Aquileia. Lo más importante es que esas zonas de la Galia itálica están muy cerca de grandes bosques con varias especies de árboles, muy aptas para hacer carbón. Mis agentes me han informado que existen grandes extensiones de haya y olmo listos para la tala.

–Sin duda es el abastecimiento de hierro lo que impone la ubicación de las fundiciones -terció Silo, que escuchaba con atención-. Por eso Pisae y Populonia se han convertido en ciudades llenas de fundiciones, debido al hierro que llega directamente de Ilva, ¿no es cierto?

–Eso es una falacia -replicó Cepio, con extraña coherencia-. En realidad es la disponibilidad de árboles aptos para hacer carbón lo que las ha convertido en ciudades llenas de fundiciones, e igual puede decirse de la Galia itálica occidental. El carbón se obtiene mediante un proceso de manufactura y las fundiciones consumen diez veces más carbón que metal. Por eso mi proyecto en la Galia itálica depende tanto de fundar pueblos de carboneros como de ciudades para la manufactura del hierro. Compraré terrenos adecuados para la construcción de viviendas y talleres y convenceré a herreros y carboneros para que se establezcan allí. Es más fácil trabajar con cierto número de talleres de estructura similar que tratar con muchos pero desperdigados.

–Pero, ¿no se creará una nociva competencia entre los talleres, aparte de la dificultad de encontrar clientes? – inquirió Silo, ocultando su creciente entusiasmo.

–No veo por qué -contestó Cepio, que había estudiado el tema y lo conocía bastante bien-. Si, por ejemplo, un praefectus fabrum del ejército busca diez mil camisas de cota de malla, diez mil cascos, diez mil espadas y puñales y diez mil lanzas, ¿no va a preferir dirigirse a una localidad en la que le baste con ir de una fundición a otra, en lugar de tener que perder el tiempo buscándolas en sitios muy distintos? ¿Y no le resultará más fácil al propietario de una pequeña fundición de diez libertos y diez esclavos, por ejemplo, vender lo que produce sin tener que pregonar los artículos por toda la ciudad, teniendo ya de antemano asegurados los clientes?

–Tienes razón, Quinto Servilio -dijo Druso, pensativo-. Los ejércitos actuales requieren, efectivamente, diez mil de esto y de lo otro con suma urgencia. Es muy distinto a los viejos tiempos en que los soldados eran propietarios, y cuando un joven cumplía diecisiete años, su tata le regalaba la cota de malla, el casco, la espada, el puñal y las espuelas, y su mamá le obsequiaba con las caligae, la funda del escudo, el macuto, el penacho de crines y el sagum; y las hermanas tejían los calcetines y seis o siete túnicas. Y esos pertrechos le valían para el resto de su vida, y la mayoría de las veces, cuando terminaba la edad militar, se los cedía a su hijo o a un nieto. Pero desde que Cayo Mario enroló al censo por cabezas en nuestros ejércitos, nueve de cada diez reclutas no pueden ni costearse una bufanda para enrollársela al cuello y que no les roce la cota de malla, ni cuenta ninguno de ellos con madres y hermanas que les pongan de punta en blanco. Ahora nos vemos con ejércitos de reclutas tan desprovistos de equipo militar como los no combatientes auxiliares de antaño. La demanda ha agotado las existencias, pero habrá que proveerse donde sea; a los legionarios no se les puede enviar al combate si no van debidamente equipados.

–Ahora me explico una cosa -dijo Silo-. Me preguntaba por qué tantos veteranos retirados pedían créditos para establecerse como herreros… ¡Tienes toda la razón, Quinto Servilio! Pero se tardará casi una generación en que esos centros de fundición hagan algo distinto a pertrechos militares. Yo, como dirigente de mi pueblo, me devano los sesos para encontrar armas y corazas para las legiones que, sin duda, nos pedirá Roma en breve. Y lo mismo sucede con los samnitas, y me imagino que con los demás pueblos itálicos.

–No hay que olvidar Hispania -dijo Druso-. Me imagino que allá habrá bosques cerca de las minas de hierro.

–En la Ulterior, sí -contestó Cepio, sonriendo complacido por ser el centro de atención, experiencia nueva para él-. Las antiguas minas cartaginesas de Orospeda ya hace tiempo que agotaron las reservas de madera, pero todas las nuevas están en buenas zonas arboladas.

–¿Cuánto tardarán en empezar a producir tus ciudades? – inquirió Silo displicente.

–En la Galia itálica, espero que dentro de dos años. Desde luego -se apresuró a añadir-, yo nada tengo que ver con la producción y la venta, pues no quiero incurrir en nada que desagrade a los censores. No, lo que voy a hacer es construir esas ciudades para que me den rentas; una labor que no empaña la dignidad senatorial.

–Y muy loable -dijo Silo con ironía-. Supongo que las situarás a la orilla de ríos caudalosos y cerca de los bosques.

–Elegiré emplazamientos cerca de ríos navegables -contestó Cepio.

–Los galos son buenos herreros -comentó Druso.

–Pero no están debidamente organizados para prosperar -dijo Cepio con alarde de enterado, actitud que últimamente comenzaba a prodigar-. Cuando los organice yo, producirán mucho más.

–El comercio es tu fuerte, Quinto Servilio, no me cabe duda -dijo Silo-. Deberías abandonar el Senado y hacerte caballero, así podrías ser dueño de las fundiciones y de las manufacturas de carbón.

–¿Y tratar con la gente? – replicó Cepio aterrado-. ¡No, no, que lo hagan otros!

–¿Y piensas ir tú mismo a cobrar las rentas? – inquirió Silo taimado, bajando la vista al suelo.

–¡Ni mucho menos! – exclamó Cepio, mordiendo el anzuelo-. Voy a crear en Placentia una empresa de agentes que se ocupe de todo. Quizá se considere permisible que tu prima Aurelia cobre directamente las rentas, Marco Livio -añadió, dirigiéndose a Druso-, pero yo lo considero de mal gusto.

Hubo una época en que el simple nombre de Aurelia hacía que a Druso se le encogiera el corazón, pues había sido uno de sus más fieles pretendientes, pero ahora, apaciguado con el amor por su esposa, sonreía al oírlo.

–Es imposible medir a Aurelia con parámetros corrientes -contestó, sonriendo despreocupadamente a su cuñado-. Para mí es una mujer de un gusto sin tacha.

La conversación la habían seguido las mujeres sentadas en sus sillas sin intervenir para nada, no porque no tuviesen nada que decir, sino porque nadie las animaba a hacerlo; estaban acostumbradas a permanecer sentadas y calladas.

Al acabar la cena, Livia Drusa se excusó, con el pretexto de una tarea inaplazable, y dejó a su cuñada Servilia Cepionis en el cuarto de los niños con el pequeño Druso Nerón. La noche era muy oscura y hacía frío, y Livia Drusa pidió a un criado que le trajera un manto, con el que se cubrió, y cruzó al atrium hasta la logia, donde nadie pensaría en buscarla y podría disfrutar de una hora de tranquilidad. Sola. Maravillosamente sola.

¡Así que se marchaba! ¡Por fin se iba! Incluso en la época de cuestor había pedido destino en Roma, y ni una sola vez en los tres años que su padre había estado desterrado antes de morir se había aventurado a viajar a Esmirna para verle. Salvo aquel breve período durante su primer año de matrimonio, en que había sido tribuno de los soldados -escapando sospechosamente sin un rasguño de la batalla de Arausio-, Quinto Servilio Cepio no se había apartado de su esposa.

Livia Drusa no sabía qué se traía entre manos, ni le preocupaba, con tal de que fuese algo que le indujera a viajar. Era de suponer que su situación financiera comenzaba a resentirse al extremo de impulsarle a hacer algo por mejorarla, aunque muchas veces durante aquellos años Livia Drusa se había preguntado si su marido sería en realidad tan pobre como decía. No entendía cómo su hermano los aguantaba en su casa, además de que se había visto obligado a retirar su preciosa colección de pintura. ¡Cómo se habría horrorizado su padre! Pues era su padre quien había construido aquel domus enorme, simplemente para exhibir adecuadamente sus obras de arte. «Oh, Marco Livio, ¿por qué me obligaste a casarme con él?»

Ocho años de matrimonio y dos hijos no habían podido conformarla con su destino, aunque ya no era aquel profundo abatimiento de los primeros años, pues al tocar fondo se había conformado con su desgracia, pero sin olvidar lo que le había dicho su hermano al lograr finalmente doblegarla:

«Espero que te muestres con Quinto Servilio como cualquier joven a quien alegra el matrimonio. Le dirás que te complace y le tratarás con absoluta deferencia, respeto, interés y dedicación. En ningún momento, ni siquiera en la intimidad del dormitorio cuando estéis casados, le darás el más mínimo indicio de que no es el marido que deseas.»

Luego, Druso la había conducido ante el altar del atrium en que se adoraba a los dioses del hogar -Vesta de la tierra, los Di Penates de la despensa y los lar familiaris- y la había obligado a hacer aquella terrible promesa mediante juramento. Ya hacía tiempo que había dejado de abominar de su hermano por aquello, desde luego, merced a la madurez y a haber descubierto una faceta desconocida de Druso.

El Druso de su niñez y su adolescencia era terco, reservado, indiferente a ella y le causaba un profundo temor, y hasta después de la caída y destierro de su suegro no se había dado cuenta de cómo era en realidad. O quizá, se dijo (dado que también ella poseía la frialdad de Livio Druso), el afecto que le había cobrado sería consecuencia de aquel cambio tras la batalla de Arausio. En cualquier caso, se había ablandado y era más abierto, aunque no había vuelto a mencionar el hecho de haberla obligado a casarse con Cepio, ni la había exonerado de aquel terrible juramento. Pero sobre todo, ella le admiraba por su irreprochable deferencia con ella y con Cepio, porque jamás se había quejado ni de palabra ni con gestos de su presencia en la casa. Por eso le había sorprendido tanto que aquella noche Druso hubiese plantado cara a Cepio por criticar a Quinto Popedio Silo.

¡Qué deslumbrante había estado Cepio en la cena! Por el entusiasmo con que había hablado del tema, explicándolo con tanta lógica y detalle, era de creer que lo tenía organizado de un modo muy práctico y comercial. Puede que Silo tuviese razón y Cepio tuviese madera de comerciante y de caballero despierto para los negocios. Lo que pensaba hacer parecía apasionante. Y muy rentable. ¡Ah, qué maravilla tener casa propia!, pensó con añoranza.

Una carcajada brotó de las fauces de la escalera que conducía del peristilo a las dependencias de los criados en el sótano; Livia Drusa se sobresaltó, temblorosa, y se acurrucó temiendo que fueran a salir criados al atrium. Efectivamente, salía un grupito charlando entre risitas en tan rápido dialecto griego que Livia Drusa no entendió la gracia. ¡Qué contentos iban! ¿Por qué? ¿Qué tenían ellos que no tuviera ella? La posibilidad de llegar a ser libertos, obtener la ciudadanía romana y vivir su propia vida. A ellos les pagaban, y a ella no; tenían muchos amigos y compañía, y ella no; podían establecer relaciones íntimas entre sí sin que los criticasen ni se lo impidiesen, y ella no. Que su razonar no fuese del todo exacto, a Livia Drusa no le importaba. Para ella, era así.

No la habían visto y volvió a relajarse. La luna gibosa había alcanzado altura suficiente para esclarecer la ciudad. Se dio la vuelta en el banco de mármol y apoyó los brazos en la balaustrada, mirando hacia el Foro. La casa de Druso estaba situada al borde del Germalus del Palatino, donde el Clivus Victoriae torcía en ángulo recto y discurría paralelo al Foro, y la vista era inmejorable; antiguamente la panorámica se extendía hasta la izquierda del Velabrum, en la época en que junto a la casa estaba el solar vacío del area Flaciana, pero ahora el enorme pórtico que había construido Quinto Lutacio Catulo César alzaba sus columnas al cielo y la ocultaba. El resto no había cambiado. La casa de Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, seguía asomando por debajo de la de Druso y podía ver el peristilo.

Era una vista de Roma muy distinta del animado panorama diurno; ahora los llamativos colores de los edificios se reducían a grises y reflejos. No es que la ciudad estuviera inmóvil, pues se veían antorchas por las calles y se oía el traqueteo de carros y los gritos a los bueyes, dado que muchas tiendas y comerciantes aprovechaban la ausencia de gente en las calles para abastecerse. Por el bajo Foro pasaba un grupo de borrachos cantando una canción popular de amor, ¿de qué, si no? Un nutrido séquito de esclavos escoltaba una litera muy cerrada entre la basílica Sempronia y el templo de Cástor y Pólux; sin duda, alguna dama importante que volvía a casa tras un banquete. Un gato de ronda maullaba a la luna y le contestaban una docena de perros, cosa que divirtió tanto a los borrachos que uno de ellos tropezó cuando bordeaban la oscura hondonada de la Comitia y cayó en las gradas, entre gritos de jolgorio de sus amigotes.

Livia Drusa dejó vagar la mirada hacia el peristilo de la casa de Domicio Ahenobarbo, situada más abajo, mirándolo anhelante. Hacía mucho tiempo, antes de su matrimonio, la habían recluido prohibiéndole tratar incluso con muchachas de su edad, y ella había llenado aquel vacío con la lectura, enamorándose de alguien a quien no tenía esperanzas de conocer. Una época en que solía sentarse allí por el día para mirar hacia el balcón de abajo por si veía al joven alto y pelirrojo que tanto le atraía y sobre el que trenzaba sus fantasías, tomándole por el rey Odiseo de Itaca y asumiendo ella el papel de Penélope, que le espera fiel. Durante años, las pocas veces que le había visto -ya que el joven no visitaba la casa con mucha frecuencia- habían bastado para fomentar aquel rapto callado, un estado emocional que había perdurado tras su matrimonio y que sólo servía para agravar su desgracia. No sabía de quién se trataba, aunque le constaba que no era un Domicio Ahenobarbo, pues los de esa familia eran rechonchos, aunque también pelirrojos. No, él no parecía un Ahenobarbo.

Nunca olvidaría el día de su desilusión, el día en que su suegro había sido acusado de traición en la Asamblea de la Plebe, el día en que Cratipo, el mayordomo de su hermano, había llegado corriendo al otro extremo del Palatino para, a toda prisa, sacarlas a ella y a Servilia niña de la casa de Servilio Cepio por si les sucedía algo. ¡Qué día! Al ver por primera vez a Servilia Cepionis con Druso, comprendió cómo una mujer puede influir en el marido y supo también que no siempre las mujeres quedan excluidas de los consejos de familia; y había sido la primera vez que había probado vino sin aguar. Y fue luego, al cesar los disturbios, cuando Servilia Cepionis había mencionado el nombre del Odiseo pelirrojo: Marco Porcio Catón Saloniano. ¡Nada de caballero! Ni siquiera noble, pero sí nieto de un campesino túsculo por un lado y biznieto de un esclavo celtíbero por otro.

En aquel instante, Livia Drusa se había hecho mayor.

–¡Ah, estás ahí! – dijo la voz chillona de Cepio-. ¿Pero qué haces ahí, mujer? ¡Te vas a helar! ¿Entra en casa!

Livia Drusa, obediente, se levantó para ir a su odiosa cama.

A fines de febrero, Quinto Servilio Cepio salió de viaje, después de decir a Livia Drusa que no le esperase hasta pasado un año como mínimo, o quizá más. Ella se sorprendió, pero él le explicó que era necesario, ya que había invertido todo su dinero en aquel negocio en la Galia itálica y tenía que estar allí para supervisar la operación. Había sido insistente en su actividad sexual, dijo, porque quería un hijo y si se quedaba encinta estaría ocupada durante su ausencia. En los primeros años de matrimonio, a Livia Drusa tales intimidades la habían agobiado enormemente, pero después de saber el nombre de su adorado Odiseo pelirrojo, los actos amorosos de Cepio habían sido un simple aburrimiento al que ya no se sumaba el asco. Sin decir nada a su marido de los planes que tenía para ocupar el tiempo que él iba a estar ausente, le despidió y aguardó un intervalo de mercado de ocho días antes de pedir una entrevista con su hermano.

–Marco Livio, tengo que pedirte un gran favor -comenzó diciendo, sentada en la silla de los clientes, poniendo cara de sorpresa y riendo-. ¡Por los dioses! ¿Sabes que ésta es la primera vez que me siento aquí desde que me convenciste para que me casase con Quinto Servilio? Í

La tez color oliva de Druso se oscureció y se miró las manos que tenía cruzadas sobre la mesa.

–Ocho años hace -dijo en tono neutro.

–Eso es -añadió ella con otra carcajada-. Pero hoy no me siento para hablar de lo que sucedió hace ocho años, hermano, sino para pedirte un favor.

–Si puedo concedértelo, Livia Drusa, lo haré con mucho gusto -dijo él, complacido de que no le hubiese hecho mayores reproches.

Muchas veces había pensado pedirle excusas, pues no se le había escapado su constante desdicha, y él había tenido que admitir que la pobre había aguantado el aburrido temperamento de Cepio, pero el orgullo le había impedido hablar y nunca le había abandonado el convencimiento profundo de que, casándola con Cepio, al menos había evitado la posibilidad de que acabara como su madre. Aquella horrible mujer le había avergonzado durante muchos años con las lamentables aventuras eróticas que trascendían en las conversaciones de terceros.

–Tú dirás -dijo, viendo que Livia Drusa callaba.

Ella, con el entrecejo fruncido, se humedeció los labios y alzó sus bellos ojos, mirándole de frente.

–Marco Livio, hace ya mucho tiempo que me vengo dando cuenta de que mi esposo y yo hemos prolongado excesivamente nuestra estancia.

–Te equivocas -se apresuró él a contestar-, pero si he podido causarte esa impresión por alguna cosa, te ruego me perdones. De verdad, hermana, sabes que en esta casa siempre has sido bien acogida, y siempre lo serás.

–Te lo agradezco, pero lo que te digo es cierto. Tú y Servilia Cepionis nunca tenéis ocasión de estar a solas, lo que quizá sea la causa por la que no ha tenido hijos.

–Lo dudo -replicó él con una mueca.

–Yo no -dijo ella, inclinándose hacia adelante-. En estos momentos, Marco Livio, vivimos tiempos tranquilos. Tú no tienes ningún cargo oficial y ya hace tiempo que por la presencia del pequeño Druso Nerón es mayor la posibilidad de que tengas un hijo. Eso dicen las viejas, y yo lo creo.

–¡Al grano, al grano! – la instó él, apenado.

–La cuestión es que, mientras Quinto Servilio está de viaje, quisiera irme con mis hijos al campo -dijo ella-. Tú tienes una villa cerca de Tusculum, que no está a más de media jornada de viaje de Roma. En esa casa hace muchos años que no vive nadie. ¡Por favor, Marco Livio, cédemela un tiempo! ¡Déjame vivir a solas!

Druso la miró de hito en hito buscando algún indicio que delatara que pensaba cometer alguna indiscreción, pero no advirtió nada.

–¿Se lo has dicho a Quinto Servilio?

–Naturalmente -respondió ella muy serena, sin dejar de mirarle a los ojos.

–Pues no me lo comentó.

–¡Fantástico! – replicó ella sonriente-. Aunque, muy propio de él.

Druso soltó una carcajada.

–Bien, hermana, si él está de acuerdo, no veo motivo para negártelo. Como bien dices, Tusculum no está lejos de Roma y podré vigilarte.

Con expresión extasiada, Livia Drusa dio efusivamente las gracias a su hermano.

–¿Cuándo quieres irte?

–Inmediatamente -contestó ella, poniéndose en pie-. ¿Puedo decirle a Cratipo que lo organice todo?

–Desde luego -contestó él con un carraspeo-. En realidad, Livia Drusa, te echaremos de menos. Y a tus hijas.

–¿A pesar de haberle pintado otra cola al caballo y cambiar el racimo de uvas por unas horribles manzanas?

–Habría podido hacerlo el pequeño Nerón con dos años mas -replicó él-. Si se piensa bien, hubo suerte porque la pintura aún estaba fresca y el daño no fue irreparable. Las obras de arte de nuestro padre están a seguro en el sótano, y allí quedarán hasta que hayan crecido los niños.

Se puso también en pie y juntos fueron por la columnata hasta la sala de estar del ama de casa, en donde Servilia Cepionis estaba tejiendo en un telar mantas para la nueva cama del pequeño Druso Nerón.

–Nuestra hermana quiere dejarnos -dijo Druso al entrar.

No cabía duda de la consternación de su esposa, ni de su morboso placer.

–¡Oh, Marco Livio, qué lástima! ¿Por qué?

Pero Druso prefirió evadirse y dejar que su hermana diera las explicaciones.

–Voy a irme con las niñas a la villa de Tusculum; viviremos allí hasta que regrese Quinto Servilio.

–¿En la villa de Tusculum? – inquirió estupefacta Servilia Cepionis-. Pero, querida Livia, si aquello está hecho una ruina… Creo que fue del primer Livio, y no tiene baño ni letrina, ni una cocina decente. Y te faltará sitio.

–Me da igual -contestó Livia Drusa, cogiendo la mano de su cuñada y llevándosela a la mejilla-. Querida ama de casa, soy capaz de vivir en un tugurio con tal de ser ama de casa. No te lo digo como reproche ni para herirte, pues desde el día en que tu hermano y yo vinimos a vivir aquí has sido de lo más amable, pero debes comprender mi postura. Quiero mi propia casa, quiero sirvientes que no me llamen dominilla y no me hacen caso porque me conocen desde niña. Quiero un poco de terreno para pasear y un poco de libertad que me libere del agobio de esta horrenda ciudad. ¡Por favor, Servilia Cepionis, compréndelo!

–Lo comprendo -respondió la dueña de la casa, mientras dos lágrimas corrían por sus mejillas.

–¡No te apenes, alégrate por mí!

Se abrazaron en perfecta armonía.

–Voy a buscar ahora mismo a Marco Livio y a Cratipo -dijo Servilia Cepionis animada, dejando su labor y tapando el telar-. Contrataremos albañiles para que conviertan la villa en algo cómodo donde puedas vivir.

Pero Livia Drusa no pensaba esperar. Tres días más tarde tenía a punto a las niñas, numerosos cubos de libros preparados, y con los pocos criados de Cepio se puso en camino hacia Tusculum.

Aunque no había vuelto a estar allí desde niña, lo encontró todo casi igual. Era una casita enlucida y pintada de un amarillo bilioso, sin un auténtico jardín ni peristilo. Pero su hermano no había perdido el tiempo y ya estaba llena de obreros de un constructor de la localidad, que la recibió en persona, prometiéndole que en un par de meses tendría la obra acabada.

Por lo tanto, Livia Drusa se instaló en medio de aquel caos relativo, con el polvo del yeso, el ruido de martillos, mazas y sierras y el constante alud de instrucciones y comentarios gritados en el latín de los tusculanos, que vivían tan sólo a veinticuatro millas de Roma pero que apenas iban a la ciudad. Las niñas reaccionaron según su carácter: la pequeña Lilla, de cuatro años y medio, estaba en la gloria, mientras que la reservada y sosegada Servilia era evidente que detestaba la casa, la actividad de los obreros y a su madre, aunque no necesariamente en ese orden. De todos modos, la actitud de Servilia no alteró el panorama, mientras que la alborotadora participación de Lilla en todo lo que se hacía acrecentó el caos.

Tras dejar a la pequeña a cargo de la niñera y a Servilia al cuidado del anciano y severo tutor, Livia Drusa, al día siguiente, se fue a pasear por el placentero y tranquilo campo invernal, casi sin acabar de creerse que hubiese roto los barrotes de tan largo encarcelamiento.

Aunque el calendario marcaba primavera, estaban en pleno invierno. Cneo Domício Ahenobarbo, pontífice máximo, no había instado al Colegio de Pontífices que presidía a que hicieran su cometido manteniendo el calendario abreviado en consonancia con las estaciones. Y no es que en Roma y alrededores hubiesen sufrido aquel año un invierno crudo, pues había nevado poco y el Tíber no se había helado, por consiguiente, la temperatura estaba bastante por encima de cero, el viento sólo soplaba frío a ratos y había bastante yerba.

Feliz como no lo había sido en su vida, Livia Drusa recorrió las tierras de la casa, saltó una cerca de piedra y caminó detenidamente por el perímetro de un campo que estaban arando, saltó otra divisoria de piedra y entró en un prado con ovejas. Bien tapados con sus abrigos de lana, los estúpidos animales trotaron alejándose de ella cuando intentó atraerlas; sonriendo, se encogió de hombros y siguió andando.

Más allá del prado encontró un hito divisorio pintado de blanco junto a un altarcito cubierto, delante del cual aún se notaba la mancha de sangre de un sacrificio. En las ramas más bajas del árbol que le daba sombra, colgaban muñequitos y pelotas de lana y cabezas de ajo, todo descolorido y ajado por la intemperie. Detrás del altar había una cazuela de barro boca abajo. Livia Drusa la levantó con curiosidad para soltarla de inmediato, pues escondía el cadáver descompuesto de un gran sapo.

Demasiado hecha a la ciudad para entender que si seguía caminando entraba en propiedad ajena -y que se hallaba en tierras de alguien escrupuloso con las atenciones debidas a los dioses del suelo y los límites- Livia Drusa siguió andando. Cuando vio el primer azafrán se arrodilló para contemplar mejor su flor amarilla; luego se puso en pie y contempló las ramas desnudas de un árbol como si fuese la primera vez que veía algo semejante.

A continuación se encontró con un huerto de perales; quedaban algunos frutos sin recoger y Livia Drusa sucumbió fácilmente a la tentación. La pera era dulce y jugosa y se puso las manos hechas una pena. Oía correr agua no muy lejos y cruzó por entre los frutales en dirección al murmullo hasta dar con un arroyuelo. El agua estaba helada, pero no le importó; metió las manos en la corriente y, riendo por lo bajo, se las secó al sol, que ya estaba alto y calentaba. Se quitó la palla, arrodillada junto al arroyo, la extendió y la dobló en un rectángulo fácil de llevar y se levantó. Y entonces le vio.

Estaba leyendo y tenía el rollo en la mano izquierda, ya enroscado porque se había distraído mirando fijamente a la furtiva. ¡El rey Odiseo de ítaca! Al mirarle a los ojos, Livia Drusa se quedó sin respiración, pues, efectivamente, eran los ojos de Odiseo, grandes, grises y hermosos.

–Hola -le dijo, sonriéndole sin timidez ni cortedad. Después de los años que habían pasado desde la época en que le veía desde el balcón, parecía realmente el viajero que había vuelto al hogar, un hombre al que conocía tan bien como la reina Penélope a Odiseo.

Se puso la palla doblada en el brazo y se dirigió hacia él, sonriente y sin dejar de hablar.

–He robado una pera -dijo-. ¡Qué buena estaba! No sabía que en esta época del año hubiera peras en los árboles. Sólo salgo de Roma en verano para ir al mar, pero es muy distinto.

Él no decía nada y se limitaba a dejar que se acercara, mirándola con sus luminosos ojos grises.

Sigo amándote, iba diciéndose ella para sus adentros. ¡Aún te amo! Me da igual que seas descendiente de un esclavo y de un campesino. Te amo. Había olvidado el amor, igual que Penélope. Y ahora te encuentro al cabo de los años. Sigo amándote.

Cuando se detuvo, estaba ya demasiado cerca de él para considerarlo un encuentro fortuito de dos desconocidos; él notaba el calor que irradiaba su cuerpo, y aquellos grandes ojos oscuros que se clavaban en los suyos le miraban como reconociéndole. Con amor, dándole la bienvenida. Por consiguiente, le pareció perfectamente natural acercársele hasta casi rozarla y rodearla con sus brazos. Ella alzó el rostro y le rodeó el cuello con los suyos, y los dos se besaron sonrientes. Viejos amigos, antiguos amantes; un esposo y una esposa que no se ven desde hace veinte años, separados por maquinaciones ajenas, divinas y humanas, y que se gozan en el reencuentro.

El tacto seguro y firme de sus manos también le pareció conocido, y no tuvo necesidad de decirle adónde ir ni lo que había que hacer; era el rey de su corazón y siempre lo había sido. Con la seriedad de una niña a quien han confiado un tesoro, se desnudó y le ofreció sus senos, y le fue desvistiendo mientras él extendía la amplia túnica en el suelo, y se tumbaron en ella. Temblorosa de placer, le besó el cuello y le lamió el lóbulo de la oreja, cogió su rostro entre las manos y volvió a besarle, acariciando su cuerpo con deleite y musitando mil ternuras cuando los labios de él rozaban su piel.

Frutos dulces y pegajosos; ramas desnudas entrelazadas bajo un cielo muy azul; la sacudida de un estirón de pelo; un pajarillo con las alas inmóviles atrapado en los sutiles zarcillos de una nube; un nudo de desbordada euforia por la naciente -ya renacida- libertad… ¡Libertad, oh, qué éxtasis!

Estuvieron echados en aquella túnica durante horas, calentándose mutuamente los cuerpos, sonriéndose embobados, atónitos de haberse encontrado, sin temor por la transgresión, embebidos en el encanto de toda clase de descubrimientos.

También charlaron. Estaba casado con una Cuspia, hija de un publicanus, y su hermana era la esposa de Lucio Domicio Ahenobarbo, el hermano menor del pontífice máximo. La dote de su hermana había constituido un enorme gasto, al que únicamente había podido hacer frente casándose con Cuspia, que tenía un padre inmensamente rico. Aun no tenían hijos, pues él tampoco encontraba en su esposa nada digno de amor ni de admiración; y explicó que la mujer ya empezaba a quejarse al padre de que no le hacía caso.

Cuando Livia Drusa le dijo quién era, Marco Porcio Catón Saloniano se quedó muy parado.

–¿Te has enfadado? – inquirió ella, irguiéndose y mirándole angustiada.

Él sonrió y negó con la cabeza.

–¿Cómo voy a enfadarme si los dioses me han escuchado y te han enviado a las tierras de mis antepasados? En cuanto te vi en el arroyo supe que eras para mí. Y si estás vinculada a familias tan poderosas, debe ser otra señal de que me favorecen.

–¿De verdad que no tenías idea de quién era?

–En absoluto -contestó él, algo entristecido-. No te había visto en mi vida.

–¿Nunca? ¿No salías nunca al balcón de Cneo Domicio, ni me habías visto en el balcón de mi hermano, más arriba?

–Nunca -contestó él.

–Yo te he visto muchas veces durante años -dijo ella suspirando.

–Me alegra profundamente que te gustase la visión.

–Me enamoré de ti a los dieciséis años -dijo ella reclinando la cabeza en su hombro.

–¡Qué perversos son los dioses! – comentó él-. Si hubiese mirado hacia arriba y te hubiese visto, no habría descansado hasta casarme contigo. Ahora tendríamos muchos hijos y no nos veríamos en esta terrible situación.

–No puedo divorciarme hasta que regrese mi marido -dijo ella, estremecida-. Tardará un año, por lo menos. Y no creo que mi hermano y mi esposo te acepten. Seguramente no tendré dote y perderé a mis hijas.

–Yo no puedo divorciarme de Cuspia -añadió él muy entristecido-. Tardaré diez años en pagar la dote de mi hermana, porque no tuve más remedio que hacerlo a plazos, a pesar de la fortuna de Cuspia.

Se abrazaron instintivamente, con una mezcla de placer y aflicción.

–¡Oh, será horrible si nos descubren! – exclamó ella.

–Sí.

–No es justo.

–No.

–No deben enterarse, Marco Porcio.

–Debemos unirnos con honor, Livia Drusa, no sintiéndonos culpables -replicó él, rebulléndose.

–No faltamos al honor -insistió ella muy seria-. Sólo por las circunstancias parece lo contrario. Yo no siento vergüenza.

–Ni yo -añadió él, sentándose y abrazándose las rodillas, pero su mirada era triste-. Mi deseo es poder casarme contigo, y mantener este secreto será muy penoso.

–Penoso o no, yo lo guardaré -dijo ella muy decidida-. Te he encontrado, mi rey Odiseo, y no te perderé.

Él volvió a abrazarla y la retuvo hasta que ella dejó oír su protesta, deseosa de mirarle, tan bien formado, aquellos brazos y aquellas piernas, la tez cremosa y con un vello escaso, del mismo color llamativo que el cabello, en un cuerpo musculoso, el rostro anguloso. Un auténtico Odiseo. O, en cualquier caso, su Odiseo.

–Te amo, Marco Porcio Catón -dijo.

–Yo también te amo, Livia Drusa.

La tarde estaba avanzada cuando le dejó, después de acordar que se verían en el mismo lugar y a la misma hora al día siguiente; pero prolongaron tanto la despedida que cuando llegó a la casa de Druso los obreros ya habían acabado la jornada. Mopsus, el mayordomo, estaba a punto de enviar a la servidumbre en su busca. Volvía tan contenta y eufórica que no se le había ocurrido pensar en aquellos aspectos de la realidad, y se quedó mirando como una estúpida a Mopsus, a la tenue luz del crepúsculo, sin saber qué decirle como excusa.

Tenía un aspecto lamentable. La melena en su espalda era una maraña plagada de ramitas y de yerbas, sus vestiduras estaban manchadas de barro y los delicados zapatos que calzaba los llevaba colgando de la mano: tenía sucias la cara y las manos y los pies llenos de barro.

Domina, domina, ¿qué os ha sucedido? – exclamó el mayordomo-. ¿Os habéis caído?

Ante tales palabras, Livia Drusa volvió a la realidad.

–Efectivamente, Mopsus -respondió animosa-. Ha sido una terrible caída, pero estoy viva.

Los criados, alborotados, la rodearon y la entraron en la casa, donde la prepararon una antigua bañera de bronce en la sala de estar. Lilla, que había estado llorando por la ausencia de su madre, salió correteando tras la nodriza para ir a cenar, mientras Servilia seguía en silencio a su madre y desde un rincón observó cómo una criada le desabrochaba la túnica, lanzando exclamaciones al ver el estado de su cuerpo, más sucio que las ropas.

Cuando la criada se dio la vuelta para ver si el agua estaba bien de temperatura, Livia Drusa, desnuda y sin pudor, estiró los brazos por encima de la cabeza tan lenta y voluptuosamente que la discreta Servilia, que estaba junto a la puerta, comprendió el sentido de aquel gesto a un nivel primitivo y atávico que sólo con el tiempo esclarecería definitivamente. Livia Drusa bajó los brazos y se llevó las manos a los redondos senos, jugueteando unos instantes con los pezones sin dejar de sonreír. Luego entró en la bañera y se volvió para que la criada le echase agua por la espalda y le frotase con una esponja, por lo que no vio que Servilia abría la puerta y salía.

Durante la cena, en la que a Servilia se la permitía acompañar a la madre, Livia Drusa charló animadamente por los codos de la pera que se había comido, de la flor del azafrán, de los muñequitos en el árbol del altar limítrofe, del arroyuelo, y adornó su imaginaria y vertiginosa caída por un terraplén con toda clase de detalles. Servilia permanecía sentada, comiendo con melindre, inexpresiva. Un desconocido habría considerado el rostro de la madre como el de una niña feliz, y el de la hija, como el de una madre preocupada.

–¿Te sorprende mi felicidad, Servilia? – inquirió la madre.

–Sí, es muy raro -contestó la hija sosegadamente.

Livia Drusa se inclinó sobre la mesita que compartían y apartó un mechón de pelo de la frente de su hija, auténticamente interesada por primera vez en aquella réplica en miniatura de sí misma, y los recuerdos de su desgraciada niñez acudieron a ella en tropel.

–Cuando tenía tu edad -dijo-, mi madre no me hacía caso. Era a causa de Roma; hace poco me di cuenta de que Roma me estaba afectando de igual modo. Por eso nos hemos venido a vivir al campo Y vamos a estar aquí hasta que tata vuelva. ¡Soy feliz porque soy libre, Servilia! No quiero pensar en Roma.

–A mí me gusta Roma -replicó Servilia, sacando la lengua a los distintos platos-. Tío Marco tiene un cocinero mejor.

–Ya encontraremos un cocinero que te guste, si eso es lo que te preocupa. ¿Es lo que más te preocupa?

–No. Los obreros.

–Bueno, dentro de un mes o dos habrán acabado y estaremos tranquilas. Mañana… -comenzó a decir, recordando de pronto-, no, pasado, iremos a pasear las dos.

–¿Por qué no mañana? – protestó Servilia.

–Porque necesito otro día para mí sola.

–Estoy cansada, mamá -dijo Servilia levantándose de la silla-. ¿Puedo irme a la cama?

Y así comenzó el año más feliz en la vida de Livia Drusa, una época en la que lo único que importaba era el amor, y el amor se llamaba Marco Porcio Catón Saloniano; una pequeña reserva de ese amor era para Servilia y Lilla.

No tardaron en acordar una rutína, pues, naturalmente, Catón no pasaba muchos días en la casa de campo tusculana, o no los había pasado hasta conocer a Livia Drusa. Era imperativo encontrar un lugar de cita más seguro, un sitio en el que no pudiese sorprenderlos ningún campesino o algún pastor y en el que Livia Drusa pudiera lavarse y acicalarse. Catón lo solventó expulsando a una familia que vivía en una casita aislada dentro de sus tierras, anunciando a todo el mundo que iba a utilizarlo como lugar de estudio, pues pensaba escribir un libro. El libro se convirtió en pretexto para todo, en particular para sus largas ausencias de Roma, lejos de su esposa. Siguiendo los pasos de su abuelo, la obra iba a ser un minucioso compendio de la vida rural romana, incluyendo todos los ritos, hechizos, preces, supersticiones y costumbres de naturaleza religiosa, para concluir con una exposición de las técnicas y métodos de la agricultura moderna. En Roma, a nadie le extrañó, dados los antecedentes familiares de Catón.

Siempre que podía ir a Tusculum se veían a la misma hora todas las mañanas, pues Livia Drusa se las había reservado para ella, ya que las niñas estaban ocupadas con sus lecciones. Se separaban, con gran aflicción, a mediodía. Incluso cuando Marco Livio Druso acudía a ver cómo estaba su hermana y a supervisar las reformas de la casa, ella seguía dando sus «paseos». Naturalmente, era tan evidente y sencilla su felicidad, que Druso no podía por menos de aplaudir el buen sentido de su hermana por haberse ido a vivir allí, mientras que si hubiera dado muestras de nerviosismo o mala conciencia, sí que habría dado en pensar algo. Pero Livia Drusa jamás traslucía el menor nerviosismo, puesto que pensaba que sus relaciones con Catón eran justas, correctas y limpias; merecidas y correspondidas.

Naturalmente que hubo dificultades, sobre todo al principio. Para Livia Drusa, la principal eran los dudosos antepasados de su amado, aunque eso ya no le importaba tanto como cuando Servilia Cepionis le había dicho quién era, pero seguía reconcomiéndola. Menos mal que no era tan tonta como para decírselo abiertamente; lo que hacía era buscar la manera de sacar a colación el tema de modo que él viera que no le subestimaba por ello, aunque así era. ¡No, no lo hacía con aires de superioridad ni con malevolencia! Era simplemente por el pesar que le producía la seguridad de su impecable estirpe, por el deseo de que él pudiese ser también beneficiario de aquel desahogo social tan romano.

Su abuelo era el ilustre Marco Porcio Catón el Censor. De estirpe latina rica, los Porcios Priscos habían tenido suficiente preminencia social para tener a su cargo durante varias generaciones los caballos públicos de los caballeros de Roma ya antes del nacimiento de Catón el Censor; pero, aunque gozaban de plena ciudadanía y de la condición de caballeros, vivían en Tusculum más que en Roma y no habían mostrado aspiraciones por ocupar cargos públicos.

Pronto descubrió Livia Drusa que su amado no consideraba en absoluto dudosa su ascendencia, pues, como le dijo:

–Ese mito tiene su origen en el carácter de mi abuelo, que se hizo pasar por campesino cuando un exquisito patricio le hizo un desprecio siendo cadete a los veintisiete años, en la primera guerra contra Aníbal; se complació tanto en aquella farsa, que nunca la descubrió, y pensamos que hizo muy bien, pues si los hombres nuevos surgen y caen en el olvido, a Catón el Censor no le olvidará nadie.

–Lo mismo puede decirse de Cayo Mario -dijo apocada Livia Drusa.

Su amado se sobresaltó como si le hubiera mordido.

–¿Ése? Él sí que es un auténtico hombre nuevo, un campesino! ¡Mi abuelo tenía antepasados! Sólo era un hombre nuevo en el sentido de que fue el primero de la familia que entró en el Senado.

–¿Cómo sabes que tu abuelo simplemente se fingía campesino?

–Por las cartas suyas que conservamos.

–¿Y la otra rama de la familia no es la que conserva sus papeles? Al fin y al cabo es la rama más antigua.

–¿Los Licinianos? ¡Ni los nombres! – contestó Catón en tono de disgusto-. Es la rama de los Saloníanos, la nuestra, la que brillará en el futuro cuando los historiadores hablen de la Roma de nuestra época. ¡Somos nosotros los auténticos descendientes de Catón el Censor! ¡Nosotros no nos damos aires de finos! ¡Hacemos honor a la clase de hombre que era Catón el Censor, Livia Drusa!

–Que se fingía campesino.

–¡Efectivamente! Un auténtico romano rudo, audaz, sincero, apegado a la tradición! – replicó Catón con los ojos brillantes-. ¿Sabes que bebía el mismo vino que sus esclavos? Nunca enlució las alquerías ni las villas, ni tenía tapices ni telas púrpura en su casa de Roma, y jamás pagó más de seis mil sestercios por un esclavo. Nosotros, los Salonianos, hemos seguido esa tradición y vivimos igual que él.

–¡Oh! – exclamó Livia Drusa.

Pero él no advirtió su consternación porque estaba obcecado en explicar a su joven y amada Livia lo fantástico que había sido Catón el Censor.

–¿Cómo iba a haber sido realmente un campesino si fue el mejor amigo de Valerio Flaco y, cuando se trasladó a Roma, el mejor orador y abogado de todos los tiempos? Nadie le ha superado; estuvo muy por encima de especialistas como Craso Orator, y el viejo Mucio Escévola el Augur afirma que su retórica era única y que nadie ha sido capaz de utilizar mejor el aforismo y la hipérbole. ¡Y mira sus soberbios escritos! Mi abuelo fue educado a lo grande, hablaba y escribía latín con tal perfección, que jamás tuvo necesidad de hacer un borrador.

–Ya veo que tendré que leer algo de él -dijo Lívia Drusa con un ligerísimo retintín, pues su tutor no había considerado a Catón digno de su interés.

–¡Hazlo! – se apresuró a decir Catón, abrazándola y atrayéndola entre sus piernas-. Empieza por el Carmen de Moribus, que te dará una idea de la clase de hombre moral que era y qué profundamente romano. Desde luego, fue el primer Porcio que llevó el cognomen de Catón, pues hasta entonces los Porcio ostentaban el de Prisco; ¿te das cuenta de lo antiguo que es nuestro linaje que a él le llamaban el Antiguo? ¡Figúrate que el abuelo de mi abuelo tuvo que pagar el coste de cinco caballos públicos muertos en combate por Roma mientras él era el encargado!

–Lo que me importa es lo de Saloniano, no lo de Prisco ni lo de Catón. Salonio era un esclavo celtíbero, ¿no?, mientras que la rama más antigua dice descender de una Licinia noble y de la tercera hija del gran Emilio Paulo y de la Cornelia mayor de los Escipiones.

Ahora era él quien ponía ceño, pues el razonamiento denotaba sin lugar a dudas la presunción de Livia. Pero ella le miraba con ojos adorables y él estaba muy enamorado; no era culpa de la pobrecilla el que no le hubiesen informado debidamente respecto a los Porcios Catones. Tendría que ponerla él al corriente.

–No ignorarás la historia de Catón el Censor de Salonia -dijo, apoyando la barbilla en su hombro.

–No la conozco, meum mel. Cuéntamela, por favor.

–Mi abuelo no se casó por primera vez hasta los cuarenta y dos años. Ya entonces había sido cónsul, obtenido una gran victoria en la Hispania Ulterior y celebrado un triunfo, ¡pero no era codicioso! jamás tomó su parte de los botines ni vendió a los prisioneros para embolsarse el dinero. Él lo daba todo a los soldados, y sus descendientes siguen mostrándole afecto por ello -dijo Catón, tan orgulloso de su abuelo que había perdido el hilo de la historia.

–Así que fue a los cuarenta y dos años cuando se casó con la noble Licinia -se aprestó ella a recordarle.

–Exacto. De ella sólo tuvo un hijo, Marco Liciniano, aunque parece ser que la adoraba y no sé por qué no tuvieron más hijos. En fin, al morir Licinia mi abuelo tenía setenta y siete años y tomó a una esclava de la casa como compañera de lecho. En la casa vivían su hijo Liciniano y la mujer de éste, la dama de alta cuna que tú has mencionado; aquello los ofendió, pues parece ser que no hizo de ello ningún secreto y la esclava se movía por la casa como si fuese la dueña. Pronto se supo en Roma lo que sucedía, porque Marco Liciniano y Emilia Tercia se encargaron de comentarlo. A todos menos a Catón el Censor. Pero, claro, él se enteró de que estaban pregonándolo por toda la ciudad, y en lugar de preguntarles por qué no le habían dicho nada a él, lo que hizo fue despachar tranquilamente a la esclava una buena mañana y dirigirse al Foro sin decir que ya no estaba la mujer.

–¡Qué cosa tan extraña! – comentó Livia Drusa.

Catón prosiguió sin replicar.

–Catón el Censor tenía un cliente llamado Salonio, un celtíbero de Salo, que había sido uno de sus escribas esclavos.

»-¡Eh, Salonio! – exclamó mi abuelo al llegar al Foro-. ¿Has encontrado ya marido para tu preciosa hija?

»-Pues no, domine -contestó Salonio-, pero tened la certeza de que cuando encuentre un buen hombre para ella os lo llevaré para que me deis vuestra opinión y la aprobación.

»-No tienes que seguir buscando -replicó mi abuelo-. Tengo un buen marido para ella, ¡alguien excepcional! Buena fortuna, fama intachable, excelente familia, todo lo que puedas desear. Salvo que me temo que tiene los dientes algo largos, aunque está sano, eso sí, pero hasta el más considerado no tendría más remedio que decir que es un hombre muy viejo.

»-Domine, si la elección es vuestra, ¿cómo no iba a complacerme? – dijo Salonio-. Mi hija nació siendo yo esclavo vuestro y su madre era también esclava vuestra. Cuando me disteis el gorro de liberto, tuvisteis la bondad de hacer libre a toda mi familia. Pero mi hija sigue estando a vuestro servicio, como yo, mi esposa y mi hijo. Perded cuidado que Salonia es una buena chica y se casará con quien os hayáis tomado la molestia de buscarle, pese a la edad que tenga.

»-¡Sensacional, Salonio! – exclamó mi abuelo-. ¡Soy yo!

–¡Qué mal lenguaje! – comentó Livia Drusa, rebulléndose-. Creía que el latín de Catón el Censor era impecable.

Mea vita, mea vita, ¿es que no tienes sentido del humor? – inquirió Catón, mirándola-. ¡Lo decía como una gracia, porque quería quitarle hierro, nada más! Salonio se quedó pasmado, y no podía creerse que le ofreciesen una alianza matrimonial con una casa noble en la que se contaban un censor y un triunfo.

–No me extraña que se quedara pasmado -dijo Livia Drusa.

–Mi abuelo -prosiguió Catón- le reiteró que hablaba en serio y trajeron a la tal Salonia, que se casó inmediatamente con él porque era un día propicio. Pero cuando Marco Liciniano se enteró, un par de horas más tarde, porque el hecho se difundió por toda Roma, reunió un grupo de amigos y fueron a ver a Catón el Censor.

»-¿Es porque desaprobábamos que tuvierais una esclava por querida por lo que deshonráis más nuestra casa dándome semejante madrastra? – inquirió Liciniano, muy enojado.

–¿Cómo puedo deshonrarte, hijo mío, si estoy a punto de demostrar lo hombre que soy engendrando más hijos a mi avanzada edad? – replicó mi abuelo con regio ademán-. ¿Preferirías que me hubiese casado con una mujer noble estando más cerca de los ochenta que de los setenta? Semejante alianza no sería adecuada. Me caso con la hija de mi liberto, un matrimonio adecuado a mi edad y mis necesidades.

–¡Qué cosa tan excepcional! – dijo Livia Drusa-. No cabe duda de que lo hizo para vejar a Liciniano y a Emilia Tercia.

–Es lo que creemos los Salonianos -añadió Catón.

–¿Y siguieron viviendo todos en la misma casa?

–Por supuesto. Marco Liciniano murió poco después, aunque la opinión de la gente fue que se debió a un ataque al corazón. Con ello, Emilia quedó sola en la casa con su suegro y su nueva esposa Salonia, suerte más que merecida, en mi opinión. Como su padre había muerto, no tenía casa donde ir.

–Y Salonia engendró a tu padre -dijo Livia Drusa.

–Efectivamente -contestó Catón Saloniano.

–¿Y no te afecta ser el nieto de una mujer que nació esclava? – inquirió Livia Drusa.

–¿Por qué tendría que afectarme? – replicó Catón, perplejo-. Todos tenemos un origen y tengo entendido que los censores mostraron su acuerdo con la tesis de mi abuelo Catón el Censor en el sentido de que su sangre tenía nobleza de sobra para ennoblecer la sangre del esclavo que fuese. Nunca han impedido el acceso de los Salonianos al Senado. Salonio era de estirpe gala; si hubiera sido griego, mi abuelo jamás habría hecho semejante cosa, porque detestaba a los griegos.

–¿Y tú has enlucido las alquerías? – inquirió Livia Drusa, comenzando a achucharse contra él.

–Claro que no -contestó él, ya enfebrecido.

–Ahora ya sé por qué tenemos que beber un vino tan malo.

¡Tace, Livia Drusa! – replicó Catón, tumbándola boca arriba.

La existencia de un amor tan grande que sus partícipes consideran perfecto suele llevar a indiscreciones, a comentarios imprudentes que propician su descubrimiento; pero Livia Drusa y Catón Saloniano prosiguieron las relaciones con eficaz secretismo. Naturalmente, de haber estado en Roma las cosas habrían sido muy distintas, pero, por fortuna, el aletargado Tusculum permaneció ignorante del jugoso escándalo que se estaba fraguando.

Al cabo de un mes, Livia Drusa se percató de que estaba encinta, y bien sabía que el hijo no era de Cepio, porque el mismo día en que el esposo había salido de Roma ella tenía la menstruación, dos semanas más tarde yacía en brazos de Marco Porcio Catón Saloniano y cuando llegó el momento no se le produjo el período. por sus dos embarazos anteriores conocía de sobra los indicios de la gravidez, y ahora los presentaba todos. Iba a tener un hijo de su amante Catón, no de su esposo Cepio.

Tomándoselo con filosofía, Livia Drusa optó por no ocultar su estado, confiando que la proximidad de fechas la serviría de coartada. ¿Y si no hubiera quedado embarazada tan pronto? ¡Oh, mejor no pensarlo!

Druso manifestó su alegría, e igualmente Servilia Cepionis; a Lilla le pareció muy divertido tener un hermanito y Servilia se limitó a mostrar su consabida actitud indiferente.

Desde luego, había que decírselo a Catón, pero no sabía hasta qué extremo. Le venía a la cabeza la flemática cara de Livio Druso y tenía que pensarlo. Era terrible ocultárselo a Catón si era un niño. Y sin embargo… Sin duda nacería antes del regreso de Cepio y todos darían por sentado que era hijo de él. Y si lo que había engendrado Catón era un niño y le ponían el nombre de Quinto Servilio Cepio, sería heredero del oro de Tolosa. Quince mil talentos. El hombre más rico de Roma, y con un nombre glorioso. Muchísimo más ilustre que el de Catón Saloniano.

–Voy a tener un hijo, Marco Porcio -le dijo a Catón cuando se vieron otra vez en la casita de dos piezas que para ella se había convertido en el verdadero hogar.

Alarmado, más que ilusionado, él la miró fijamente.

–¿Es mío o de tu esposo? – inquirió.

–No lo sé -contestó Livia Drusa-. De verdad que no lo sé. Y dudo que lo sepa cuando nazca. Estoy segura que es niño -añadió.

Catón se recostó en el cabezal de la cama, cerró los ojos y apretó sus bellos labios.

–Es mío -dijo.

–No lo sé -repitió ella.

–Tendrás que decir a todo el mundo que es de tu marido.

–¿Qué otra cosa puedo hacer?

Él abrió los ojos y se volvió a mirarla, entristecido.

–Nada, lo sé. Yo no puedo casarme contigo aunque tuvieses la posibilidad de divorciarte. Cosa que no harás a menos que tu esposo regrese antes de lo previsto. Pero lo dudo. Todo parece una trama urdida por los dioses.

–¡Que así sea! Al final son los hombres y las mujeres quienes ganan, no los dioses -dijo Livia Drusa, juntándose a él para besarle-. Te quiero, Marco Porcio. Espero que sea tuyo.

–Yo espero que no -contestó Catón.

El estado de Livia Drusa no afectó en nada a sus actividades; siguió dando los paseos matinales y Catón Saloniano continuó pasando más tiempo que nunca en la finca tusculana de su abuelo. Hacían el amor apasionadamente y sin consideración para con el feto que se iba formando; cuando Catón se recataba, Livia Drusa sostenía que un amor semejante no podía ser nocivo para su hijo.

–¿Sigues prefiriendo Roma a Tusculum? – preguntó a su hija Servilia un idílico día de finales de octubre.

–Oh, sí -contestó Servilia, que había sido un hueso duro de roer durante aquellos meses, eludiendo hablar con su madre y contestando tan concisamente a sus preguntas que las comidas eran un arduo ejercicio para Lívia Drusa.

–¿Por qué, Servilia?

La niña miró el vientre de su madre, ya enorme.

–Para empezar, porque allí hay buenos médicos y comadronas -contestó.

–¡Ah, pierde cuidado por el niño! – exclamó Livia Drusa, riendo-. Está muy bien y cuando llegue el momento todo irá bien. Aún me falta un mes.

–¿Por qué siempre dices «el niño», mamá?

–Porque sé que es un niño.

–Eso no se puede saber hasta que nazca.

–Mira la pequeña cínica -replicó Livia Drusa divertida-. Yo sabía que tú ibas a ser niña, y lo mismo con Lilla. ¿Por qué no iba a acertar esta vez? Lo siento distinto y me habla distinto.

–¿Que te habla?

–Sí. Vosotras también me hablabais cuando estabais dentro.

–¡Mamá, mira que eres rara! – añadió la niña mirándola con sorna-. Y cada vez más. ¿Cómo va a hablarte el niño desde dentro si los niños tardan un año por lo menos en hablar?

–Eres igual que tu padre -replicó Livia Drusa con un gesto despectivo.

–¡Así que no te gusta tata! ¡Ya lo sabía yo! – añadió la hija en tono distanciado más que acusatorio.

La niña tenía siete años; lo bastante mayor, pensó su madre, para asumir ciertos hechos. Oh, no lo expresaría de una manera que la hiciera caer en prejuicio contra su padre, pero… ¿No sería estupendo hacerse amiga de su hija mayor?

–No -contestó Livia Drusa con toda intención-. No me gusta tata. ¿Quieres saber por qué?

–Supongo que vas a decírmelo -contestó Servilia encogiéndose de hombros.

–Bien, ¿a ti te gusta?

–¡Sí, sí! ¡Es la mejor persona del mundo!

–Oh… Pues tendré que decirte por qué a mí no me gusta. Si no, tendrás resentimiento por mi actitud. Tengo mis motivos.

–No dudo que lo creas.

–Cariño, yo no quería casarme con tata, pero tu tío Marco me obligó a hacerlo. Y ése es un mal comienzo.

–Debiste de tener la posibilidad de elegir -dijo Servilia.

–Ninguna. Sucede raras veces.

–Creo que habrías debido aceptar el hecho de que tío Marco sabe las cosas mejor que tú. Yo no veo mal que te eligiera esposo -dijo el pequeño juez de siete años.

–¡Oh, cariño! – exclamó Livia Drusa, mirando cariacontecida a su hija-. Servilia, no se puede decir tajantemente quién nos gusta y quién no nos gusta. Y a mí, tata no me gustaba. Siempre me ha sucedido, desde que tenía tu edad. Pero nuestros padres habían dispuesto nuestro matrimonio y tío Marco no vio en ello nada malo. Yo no pude hacerle entender que la falta de amor no es necesariamente fatal para el matrimonio, mientras que si alguien no te gusta, ya desde un principio se va al agua.

–Yo creo que eres tonta -dijo Servilia con desdén.

¡Más tozuda que una mula!, pensó Livia Drusa.

–El matrimonio es un asunto muy personal, hija. Y cuando a uno de los cónyuges no le gusta el otro, es una pesada carga. En el matrimonio se toca mucho, y cuando alguien no te gusta no te apetece que te toque. ¿Lo comprendes?

–A mí no me gusta que nadie me toque -replicó Servilia.

–¡Afortunadamente eso cambiará! – dijo su madre, sonriendo-. Bueno, como decía, me obligaron a casarme con un hombre que a mí no me gustaba que me tocara. Un hombre que no me gustaba y que sigue sin gustarme. Sin embargo, se crea cierto sentimiento. A ti y a Lilla os quiero. ¿Cómo es entonces que soy incapaz de querer a tata al menos con una parte de mi ser, si él contribuyó a que nacieseis tú y Lilla?

Un gesto de disgusto cruzó el rostro de Servilia.

–¡De verdad, mamá, que eres tonta! Primero dices que no te gusta tata y luego que le quieres. ¡Es una tontería!

–No, Servilia, es humano. Amar y gustar son dos sentimientos muy distintos.

–Bueno, a mí me gustará y querré al esposo que tata me elija -respondió Servilia en tono de superioridad.

–Espero que así sea cuando llegue el momento -dijo Livia Drusa tratando de cambiar el énfasis de tan molesta conversación-. En este momento estoy muy contenta. ¿Sabes por qué?

Servilia inclinó su morena cabecita a un lado, pensativa, y luego contestó muy decidida:

–Sé por qué, pero no veo por qué has de estarlo. Estás contenta porque vives en este sitio horrendo y vas a tener un niño. Y me parece… que tienes un amigo -añadió con los ojos brillantes.

Un gesto de gran temor llenó el rostro de Livia Drusa, una exPresión tan elocuente y atormentada, que la niña se estremeció de contento, sorprendida, pues simplemente lo había lanzado guiándose por el instinto, originado por su propia y acuciante carencia de amigos.

–¡Claro que tengo un amigo! – exclamó la madre, borrando la expresión de temor y sonriendo-. Y me habla desde dentro.

–Para mí no será un amigo -añadió la niña.

–¡Oh, Servilia, no digas estas cosas! Un hermano será el mejor amigo que puedas tener, créeme!

–Tío Marco es tu hermano y te obligó a casarte con tata, que no te gustaba.

–Circunstancia que no impide que sea mi amigo. Los hermanos y las hermanas se crían juntos, se conocen mejor que nadie y aprenden a gustarse -replicó Livia Drusa con entusiasmo.

–No se puede aprender a que te guste alguien que no te gusta.

–En eso te equivocas. Si se intenta, se puede.

–Entonces -replicó Servilia con una especie de bufido-, ¿por qué tú no has logrado que te guste tata?

–¡No es mi hermano! – exclamó Livia Drusa, cavilando qué más cosas podría alegar. ¿Por qué sería tan tozuda aquella niña? ¿Por qué se empeñaba en ser tan reacia, tan obtusa? Porque es hija de su padre, se dijo. ¡Es igual que él! Sólo que mucho más lista y astuta-. Porcella -añadió-, lo único que yo quiero es que seas feliz. Y te prometo que no consentiré que tata te obligue a casarte con alguien que no te guste.

–Quizá tú no estés cuando yo me case -replicó la niña.

–¿Y por qué no iba a estar?

–Tu madre no estaba, ¿no es cierto?

–Mi madre es un caso totalmente distinto -contestó Livia Drusa con cara de consternación-. Pero no ha muerto.

–Ya lo sé. Vive con tío Mamerco, pero no nos hablamos con ella porque es una mujer licenciosa.

–¿Eso a quién se lo has oído?

–A tata.

–¡Tú no puedes saber lo que es una mujer licenciosa!

–Sí que lo sé. Una mujer que olvida que es patricia.

–Una definición muy interesante, Servilia -replicó Livia Drusa, conteniendo una sonrisa-. ¿Crees que tú olvidarás alguna vez que eres patricia?

–¡Jamás! – contestó la niña, altanera-. Yo actuaré conforme a los deseos de mi tata.

–No sabía que hablabas tanto con tata.

–Hablamos continuamente. – Mintió Servilia con tanta maestría que su madre no se percató. Viéndose marginada por los padres, la pequeña se había coligado con el padre desde su más tierna infancia porque le parecía el más poderoso y el más útil para ella. Y sus fantasías infantiles giraban en torno al disfrute con el padre de una intimidad que sabía que no podía darse nunca, pues Cepio consideraba a las hijas un estorbo y lo que deseaba era un hijo. ¿Cómo sabía esto la pequeña? Porque seguía como una sombra a su tío Marco, escuchándolo todo a escondidas y enterándose de cosas que no debía. Siempre le había parecido a Servilia que era su padre el que hablaba como un verdadero romano, y no su tío Marco, y menos aún aquel donnadie itálico llamado Silo. Al faltarle el padre de modo tan angustioso, la niña temía ahora lo peor: que cuando su madre concibiese un niño, ella perdería irremediablemente la esperanza de ser la preferida del padre.

–Bien, Servilia -añadió Livia Drusa con énfasis-, me alegro mucho de que te guste tata, pero debes mostrarte más madura cuando él regrese y volváis a hablar. Lo que te he dicho sobre él de que no me gusta es una confidencia, un secreto entre las dos.

–¿Por qué? ¿Es que él no lo sabe?

Livia Drusa arrugó el entrecejo, perpleja.

–Servilia, si tanto hablas con tu padre, tienes que saber que él no tiene la menor idea de que no me gusta. Tu tata no es un hombre muy perspicaz, precisamente. Si lo fuese tal vez me habría gustado.

–Bueno, es que no perdemos el tiempo hablando de ti -replicó Servilia despectiva-. Hablamos de cosas importantes.

–Para tener siete años eres muy experta zahiriendo.

–Con mi tata nunca lo hago.

–¡Me parece muy bien! Pero no te olvides de lo que te he dicho. Lo que te he dicho, lo que he intentado decirte, es un secreto entre las dos. Te he hecho depositaria de una confidencia y espero que la trates como haría una patricia romana, con respeto.

Cuando Lucio Valerio Flaco y Marco Antonio Orator fueron elegidos censores, en abril, Quinto Popedio Silo llegó a casa de Druso muy excitado.

–¡Oh, qué maravilla poder hablar con Quinto Servilio! – exclamó sonriente. Nunca se recataba de mostrar su antipatía hacia Cepio, del mismo modo que éste tampoco la ocultaba.

Comprendiéndolo -y en secreto acuerdo con Silo, aunque la deferencia hacia su familia le impidiera expresarlo-, Druso hizo caso omiso del comentario.

–¿A qué se debe esa excitación? – inquirió.

–¡A nuestros censores! Proyectan el mayor censo de la historia, cambiando el método para confeccionarlo -dijo Silo, alzando los brazos eufórico-. Oh, Marco Livio, no sabes con qué pesimismo veo la situación de los itálicos. He comenzado a no vislumbrar otra solución que la secesión de Roma.

Como era la primera vez que Druso oía hablar a Silo de sus temores, se irguió en su silla y le miró alarmado.

–¿Secesión? ¿Guerra? – inquirió-. Quinto Popedio, ¿cómo puedes pronunciar tales palabras? ¡Ten la certeza de que la situación de los itálicos se arreglará pacíficamente, yo estoy entregado a ese propósito!

–Lo sé, amigo mío, y debes creerme cuando digo que la secesión y la guerra distan mucho de ser mis deseos. Es una alternativa que no conviene ni a Italia ni a Roma, pues el coste en dinero y en hombres nos dejaría postrados durante décadas, independientemente de quien venza. En las guerras civiles no hay botín.

–¡No menciones eso!

Silo se rebulló en la silla, apoyó los brazos en el escritorio de Druso y se inclinó impaciente.

–¡Es que, justamente, no pienso en ello! Porque se me ha ocurrido un modo de manumitir un número suficiente de itálicos para que cambie radicalmente la actitud de Roma.

–¿Te refieres a una manumisión masiva?

–No es una manumisión completa; eso sería imposible. Pero sí lo bastante importante para que una vez iniciada se llegue a la libertad total -contestó Silo.

–¿Cómo? – inquirió Druso, sintiéndose un poco decepcionado, ya que él siempre se había creído más adelantado que Silo en el proyecto de una ciudadanía romana plena para los itálicos.

–Bien, como sabes, los censores siempre se han preocupado más que otra cosa por saber quiénes viven en Roma, y los censos rurales y provinciales se han hecho con retraso y han sido de índole totalmente voluntaria. Un habitante del agro con deseos de inscribirse tenía que acudir a los duumviri de su municipio o pueblo, o viajar hasta la localidad más próxima con categoría de municipio. Y en las provincias tenía que presentarse al gobernador y a veces eso representaba un largo viaje. Los que se lo tomaban en serio, lo emprendían; los que no, se prometían hacerlo la próxima vez, pensando en que los empleados del censo trasladarían su nombre de los rollos antiguos a los nuevos, que suele ser lo que hacen.

–Sí, todo eso lo sé -comentó Druso en tono amable.

–No importa, me parece que debes volver a oírlo, Marco Livio. Nuestros censores son una curiosa pareja. Antonio Orator nunca me ha parecido realmente eficiente, aunque supongo que, pensando en la clase de campaña que efectuó contra los piratas, debe de serlo. En cuanto a Lucio Valerio, flamen Martialis y consular, lo único que recuerdo de él es el lío que organizó el último año de Saturnino, cuando Cayo Mario no podía gobernar por enfermedad. No obstante, se dice que no hay nadie que no haya nacido dotado de algún talento, y ahora resulta que Lucio Valerio tiene talento para lo que podríamos llamar logística. Hoy he entrado por la puerta Collina y paseaba por el bajo Foro cuando me tropecé con Lucio Valerio. – Silo abrió unos ojos como platos, haciendo un teatral gesto de sorpresa-. ¡Imagínate cómo me quedé cuando me saludó y me dijo si tenía un rato para charlar! ¡A mí, un itálico! Naturalmente, le contesté que estaba a su disposición. En resumen, que quería que le indicase los nombres de algunos marsos con ciudadanía romana que estuvieran dispuestos a efectuar un censo de ciudadanos con derecho latino en territorio marso. Y a fuerza de hacerme el obtuso, al final conseguí que me lo explicase todo. Él y Antonio Orator quieren formar una plantilla especial de lo que ellos llaman administrativos censuales y enviarla por toda Italia y la Galia itálica a finales de año y a principios del que viene para que hagan el censo de las zonas rurales más remotas. Según Lucio Valerio, a vuestros nuevos censores les preocupa que tal como se ha efectuado hasta ahora queden muchos ciudadanos de áreas rurales y con derecho latino que no se hayan inscrito por desidia. ¿A ti qué te parece?

–¿Qué va a parecerme? – replicó Druso, perplejo.

–En primer lugar, Marco Livio, considero que eso es ver las cosas claras.

–Desde luego, y con gran sentido comercial. ¿Pero qué otra cosa especial ves tú para estar tan contento?

–Mi querido Druso, si los itálicos podemos presentarnos a esos administrativos del censo, con toda seguridad podrán inscribir a un gran número de itálicos que merezcan la ciudadanía romana. No la chusma, sino hombres que por derecho merecerían haber sido romanos hace muchos años -dijo Silo con gran convicción.

–Eso no es posible -replicó Druso muy serio-. No es ético y es ilícito.

–¡Es un derecho moral!

–No se trata de la moral, Quinto Popecio, sino de la ley. Todo ciudadano espúreo inscrito en los rollos de Roma será ¡legal. Yo no puedo aprobar eso, ni tu deberías tampoco. ¡No, no me repliques nada! Piénsalo y verás que tengo razón -añadió Druso con firmeza.

Durante un buen rato, Silo observó la expresión de su amigo y finalmente alzó las manos, exasperado.

–¡Oh, maldita sea, Marco Livio, sería tan fácil!

–Sí, y más fácil aún de desenmarañar una vez hecho el mal. Al inscribir a esos falsos ciudadanos, los expones a la furia de la ley romana y a que sus nombres se anoten en una lista negra y les impongan fuertes multas -dijo Druso.

–Bien, bien -replicó Silo con un suspiro, encogiéndose de hombros-, ya te entiendo, pero era una buena idea.

–No era una buena idea -replicó Marco Livio Druso, decidido a no dar su brazo a torcer.

Silo no dijo nada más, pero cuando la casa -con menos gente aquellos días- quedó tranquila por la noche, tomó ejemplo de la ausente Livia Drusa y fue a sentarse en la balaustrada del peristilo.

Ni por un momento se le había ocurrido pensar que Druso no fuese a coincidir con sus apreciaciones; de haberlo pensado, no le habría planteado el asunto. Quizá, pensó Silo entristecido, era ése el motivo por el que muchos romanos decían que los itálicos nunca podrían ser romanos. No entendía la mentalidad de Druso.

Ahora su posición era comprometida porque había descubierto sus intenciones y se daba cuenta de que no podía contar con el silencio de Druso. ¿Iría Druso al día siguiente a contárselo todo a Valerio Flaco y a Marco Antonio Orator?

No le quedaba más remedio que aguardar acontecimientos. Y tendría que trabajar a fondo -¡y con mucha sutileza!– para convencer a Druso de que lo que había calificado de luminosa idea, concebida entre el Foro y el Palatino, era una tontería que no merecía la pena y que se había disipado con un buen sueño.

Pero no tenía intención de abandonar el proyecto. Al contrario, su simplicidad y propósito lo hacían cada vez más atractivo. ¡Los censores esperaban que se inscribieran muchos miles de ciudadanos! ¿A qué, si no, prever un notable aumento de la inscripción rural? Tenía que viajar en seguida a Bovianum a ver a Cayo Papio Mutilo el samnita y luego irían juntos a hablar con otros dirigentes de los aliados itáliCos. Cuando los censores comenzasen a enrolar en serio su pequeño ejército de administrativos, los dirigentes itálicos tenían que estar preparados para sobornarlos y situar en el cargo a empleados que trabajasen en secreto por la causa itálica, alterando o añadiendo rollos al censo. No podrían falsificar nada en la ciudad de Roma, ni él realmente se lo proponía, porque no merecía la pena incluir a los habitantes itálicos de Roma que no tuvieran la ciudadanía, dado que habían emigrado desde las tierras de sus antepasados para vivir mejor o peor en una gran metrópolis y estaban irremediablemente integrados.

Estuvo mucho rato sentado en la columnata reflexionando sobre los medios y los métodos para lograr su propósito de igualdad para todos los itálicos de la península.

Por la mañana se dispuso a borrar la indiscreta conversación con Druso, debidamente arrepentido aunque contento, como si realmente no le importase lo más mínimo que Druso le hubiera mostrado lo equivocado que estaba.

–Estaba en un error -le dijo en tono melifluo-. consultando con la almohada me he dado cuenta de que tenías toda la razón.

–¡Estupendo! – comentó Druso sonriendo.

Quinto Servilio Cepio no regresó a casa hasta el otoño del año siguiente, después de viajar desde Esmirna, en la provincia de Asia, hasta la Galia itálica, a Utica, en la provincia de Africa, a Gades, en la Hispania Ulterior, y de nuevo a la Galia itálica, sembrando dadivosamente sus caudales y recogiendo mayores beneficios aún. Y poco a poco el oro de Tolosa fue transformándose en otra cosa: grandes parcelas de ricas tierras en las riberas del río Baetis, en la Hispania Ulterior, casas de alquiler en Gades, Utica, Corduba, Hispalis, la vieja y la nueva Cartago, Cirta, Nemausus, Arelate y las principales ciudades de la Galia itálica y la península italiana. A las poblaciones dedicadas al hierro y al carbón que fue creando en la Galia itálica, se fueron sumando ciudades de manufacturas textiles, y en las zonas en que las tierras de labranza eran excepcionales, Quinto Servilio Cepio las adquiría, sirviéndose de bancos itálicos más que romanos y de empresas igualmente itálicas. Todo ello sin que su fortuna saliese de Asia Menor.

Llegó a la casa de Marco Livio Druso en Roma sin anunciarse, y por ello, sólo entonces se enteró de que no estaban su esposa e hijas.

–¿Dónde se encuentran? – preguntó a su hermana.

–Donde tú dijiste que podían estar -contestó Servilia Cepionis un tanto perpleja.

–¿Cómo donde yo dije?

–Siguen en la casa de campo de Marco Livio en Tusculum -contestó ella, deseando que su marido volviese a casa.

–¿Y por qué diablos viven allí?

–Para estar más tranquilas -contestó Servilia Cepionis, llevándose la mano a la cabeza-. ¡Oh, debí de entenderlo mal! Estaba convencida de que Marco Livio me había dicho que tú estabas de acuerdo.

–Yo no estaba de acuerdo en nada -replicó Cepio, enojado-. ¡Estoy año y medio fuera, llego a casa esperando que mi esposa y mis hijas me den la bienvenida y resulta que no están! ¡Es absurdo! ¿Qué hacen en Tusculum?

Una de las virtudes que los hombres de la familia de los Servilios Cepionis más valoraban era la continencia sexual vinculada a la fidelidad conyugal, y Cepio no había estado con ninguna mujer durante todo aquel tiempo. En consecuencia, cuanto más se aproximaba a Roma, más crecían sus deseos de volver a yacer con su esposa.

–Livia Drusa estaba harta de Roma y se fue a vivir a la antigua villa de Livio Druso en Tusculum -añadió Servilia Cepionis, con el corazón latiéndole aceleradamente-. ¡De verdad que yo creía que habías dado tu consentimiento! En cualquier caso, a ella no le ha sentado nada mal; nunca la había visto tan bien y tan feliz -añadió, sonriendo a su hermano-. Tienes un hijito, Quinto Servilio. Nació en las calendas de diciembre pasado.

Era una buena noticia, pero no había noticia capaz de neutralizar el enfado de Cepio al descubrir que su esposa no estaba en casa y verse así obligado a postergar sus ansias.

–Envía a alguien que las traiga inmediatamente -dijo.

Poco después llegaba Druso, quien se encontró con su cuñado sentado muy erguido en el despacho, sin ningún libro en la mano ni otra cosa en su mente que la ausencia de Livia Drusa.

–¿Qué es esa historia de Livia Drusa? – inquirió nada más entrar Druso, sin hacer caso de la mano que le tendía ni darle un beso de hermano.

Previamente advertido por su esposa, Druso se dirigió despacio a tomar asiento tras el escritorio.

–Livia Drusa se trasladó a la villa de Tusculum durante tu ausencia -le contestó-. No hay nada malo en ello, Quinto Servilio. Estaba harta de la ciudad; eso es todo. Desde luego, el traslado le ha sentado muy bien y está estupendamente. Y tienes un hijo.

–Mi hermana me ha dicho que tenía la impresión de que yo había dado mi consentimiento al traslado -dijo Cepio con un bufido-. ¡Pues no lo di!

–Sí, Livia Drusa dijo que habías dado el consentimiento -replicó Druso impasible-. Pero bueno, eso es lo de menos. Supongo que no debió ocurrírsele hasta después de haberte marchado tú y para evitar inconvenientes dijo que estabas de acuerdo. Cuando la veas, creo que te darás cuenta de lo bien que ha obrado. Está mucho mejor que nunca de salud y de espíritu. Es evidente que le prueba la vida campestre.

–Tiene que ser disciplinada.

–Eso, Quinto Servilio -dijo Druso enarcando una de sus puntiagudas cejas-, no es asunto mío. No quiero saber nada. Lo que si quiero saber es cómo te ha ido el viaje.

Cuando la comitiva de criados llegó a la villa, aquel mismo día, la tarde ya avanzada, Livia Drusa estaba en casa para recibirlos. No mostró consternación alguna, se limitó a asentir con la cabeza, diciéndoles que estaría lista para volver a Roma al mediodía siguiente. Luego llamó a Mopsus y le dio instrucciones.

La antigua alquería tusculana se había transformado en una auténtica villa campestre, con jardín peristilo y todos los servicios higiénicos. Livia Drusa cruzó las habitaciones hasta la sala de estar, cerró puerta y persianas y se tumbó llorando en la camilla. Todo había acabado. Había vuelto Quinto Servilio, y para Quinto Servilio el hogar estaba en Roma. No la dejaría ir a Tusculum, y seguro que ya sabría que había mentido respecto a lo del permiso para trasladarse; lo que bastaba, dado su temperamento, para que le prohibiese volver a Tusculum por el resto de sus días.

Catón Saloniano no estaba porque había sesión del Senado en Roma, y hacía ya varias semanas que no le veía. Una vez enjugadas las lágrimas, se sentó en su pequeño escritorio, cogió un pliego, pluma y tinta y le escribió.

Ha vuelto mi marido y ha enviado criados a buscarme. Cuando leas la presente estaré ya en Roma entre los muros de la casa de mi hermano y a la vista de todos. No sé cuándo ni cómo podremos volver a vernos.

¿Cómo podré vivir sin ti? ¡Oh, mi adorado, mi tesoro! ¿Cómo podré soportarlo? No verte, no sentir tus brazos, tus manos, tus labios… ¡No lo soporto! Pero él me pondrá tantas restricciones y en Roma hay tanta gente, que desespero de poder volver a verte. Te amo más de lo que sé expresar. No lo olvides. Te amo.

Por la mañana fue a dar un paseo como de costumbre, diciendo a los criados que regresaría antes del mediodía, cuando habían de salir para Roma. Generalmente se apresuraba en acudir a la cita, pero aquella mañana caminó muy despacio, absorbiendo con los cinco sentidos la belleza del campo otoñal, grabando en su memoria todas las peñas y arbustos para los años de soledad que le aguardaban. Y cuando llegó a la casita encalada en que ella y Catón se habían encontrado durante veintiún meses, fue como sonámbula de una pared a otra, tocándolo todo, entristecida, con ternura. Contra toda esperanza había ansiado encontrarle allí, pero no estaba; dejó, pues, la nota a la vista sobre la cama, sabiendo que nadie mas se atrevería a entrar en la casa.

Después emprendió viaje a Roma, en medio del traqueteo y el bamboleo del carpentum de dos ruedas que Cepio consideraba adecuado para el transporte de su esposa. Al principio, Livia Drusa había insistido en llevar al pequeño Cepio -como todos llamaban a su hijo- en el vehículo con ella, pero al cabo de tres millas entregó el niño a un fuerte esclavo para que lo llevase a pie. Servililla estuvo algo más con ella, hasta que su estómago se sublevó y tantas veces se asomó a la ventanilla que también tuvo que seguir a pie. A Livia Drusa le habría encantado sobremanera unirse a ellos, pero cuando lo mencionó le comunicaron que el amo había dado instrucciones terminantes de que viajase en el carpentum con las ventanillas tapadas.

Servilia, a diferencia de Lilla, tenía un estómago de hierro y permaneció en el vehículo; cuando le dijeron de ir a pie, contestó altanera que las patricias no iban a pie. Se notaba claramente, pensó Livia Drusa, que la niña iba muy ilusionada. únicamente la estrecha convivencia de aquellos meses había hecho posible que la madre adquiriese tal penetración psicológica, porque aparentemente sólo se advertía un leve destello en los ojos y un ligero frunce en la comisura de aquella boquita sensual.

–Me alegra mucho que tengas ganas de ver a tata -dijo Livia Drusa, agarrándose a un sujetamanos en un momento en que el carpentum daba un peligroso tumbo.

–Ya sé que tú no -replicó Servilia aviesa.

–Procura entenderlo -exclamó la madre-. ¡Estaba encantada viviendo en Tusculum, sencillamente! ¡Odio Roma!

–¡Ja! – se burló Servilia.

Y ahí concluyó la conversación.

Cinco horas después, el carpentum y la escolta llegaban a casa de Marco Livio Druso.

–Habría llegado antes a pie! – dijo Livia Drusa con aspereza al carpentarius, que se disponía a marcharse.

Cepio los esperaba en la suite de habitaciones que siempre habían ocupado. Cuando su esposa cruzó la puerta, la saludó con una adusta inclinación de cabeza, y cuando hizo pasar a las niñas para que saludaran al padre antes de retirarse a sus aposentos, las acogió también con una neutra y altiva inclinación de cabeza. Y continuó impasible cuando Servilia le dirigió una amplia y tímida sonrisa.

–Id y decid a la nodriza que traiga al pequeño Quinto -dijo Livia Drusa empujándolas hacia la puerta.

Pero la nodriza aguardaba ya; Livia Drusa cogió al pequeño y lo entró ella misma en la sala de estar.

–¡Aquí tienes a tu hijo, Quinto Servilio! – dijo sonriente-. ¿No es precioso?

Era una exageración muy comprensible en una madre, ya que el pequeño Cepio no era un niño guapo, aunque tampoco es que fuese feo. A sus diez meses, permanecía muy derecho en brazos de su madre y lo miraba todo muy tranquilo, sin sonrisas ni carantoñas. La gran mata de pelo largo y lacio era de un rojo llamativo, tenía ojos color de avellana y era larguirucho de miembros y enjuto de cara.

–¡Por Júpiter! – exclamó Cepio, mirándole atónito-. ¿De dónde le viene ese pelo?

–De la familia de mi madre, dice Marco Livio -contestó recatada Livia Drusa.

–¡Ah! – exclamó Cepio aliviado, no porque sospechase de la infidelidad de su esposa, sino porque le gustaba que todo quedase bien atado. Como no era un hombre afectuoso, no se molestó en coger al niño en brazos y hubo que instarle a que hiciera una mamola al pequeño y le hablase como hace un tata-. ¡Bien! – añadió finalmente-. Devuélvelo a la niñera, ya es hora de que tú y yo estemos a solas.

–Pero si es la hora de la cena -replicó Livia Drusa mientras cruzaba la puerta y se lo entregaba a la niñera-. Es tarde y no podemos retrasarla más -añadió, con el corazón en un puño ante la perspectiva del débito conyugal.

–No tengo hambre -dijo Cepio, cerrando las persianas, echando la llave a la puerta y comenzando a despojarse de la toga-. Y peor para ti si la tienes, esposa, ¡porque esta noche no cenas!

Aunque no era hombre sensible ni observador, Quinto Servilio Cepio no podía por menos de percatarse de lo que había cambiado Livia Drusa en cuanto se metió en la cama y la atrajo hacia sí. Estaba tensa y notablemente esquiva.

–¿Qué te sucede? – exclamó decepcionado.

–Que, como todas las mujeres, esto empieza a desagradarme -contestó-. Perdemos el interés después de haber tenido dos o tres hijos.

–¡Pues más vale que lo recuperes! – replicó Cepio, cada vez más disgustado-. Los hombres de mi familia somos moderados y morales y tenemos fama de no dormir más que con nuestras esposas.

La frase sonaba pomposa y absurda, como si la hubiese aprendido maquinalmente.

Así, el reencuentro de aquella noche habría únicamente podido calificarse de positivo al nivel más rudimentario, porque, aun después de varias acometidas de Cepio, Livia Drusa seguía fría, apática y, además, ofendió profundamente a su esposo quedándose dormida en medio del último asalto, ¡y roncando! Él la zarandeó brutalmente para despertarla.

–¿Así es como esperas tener otro hijo? – la recriminó, clavándole los dedos en los hombros.

–No quiero ningún otro hijo -contestó ella.

–Si no te andas con cuidado -balbució él, a punto de experimentar el orgasmo-, me divorcio de ti.

–Si el divorcio significa que puedo volver a vivir en Tusculum. – replicó ella por encima de los bramidos de Cepio-, no me importaría lo más mínimo. Detesto Roma y detesto lo que estamos haciendo -añadió zafándose y apartándose de él-. ¿Puedo dormir ya?

Cepio, cansado, no dijo nada, pero por la mañana volvió a tratar del tema nada más despertarse, aún más enojado.

–Soy tu esposo -dijo bajándose de la cama- y espero que mi esposa cumpla dignamente.

–¡Ya te he dicho que he perdido interés! – contestó ella con aspereza-. Si no te conviene, Quinto Servilio, te sugiero que te divorcies.

Pero el cerebro de Cepio había colegido que ella deseaba el divorcio, aun sin sospechar nada de infidelidad.

–No habrá divorcio, esposa.

–Bien sabes que yo puedo divorciarme de ti.

–Dudo mucho de que tu hermano lo consienta. Así que igual da: no habrá divorcio. Lo que sí tendrás que mostrar un poco de interés. Mejor dicho, yo te lo procuraré -añadió, cogiendo el cinturón de cuero y doblándolo tirante.

Livia Drusa se le quedó mirando atónita.

–¡Bah, deja de hacer baladronadas! ¡No soy una niña!

–Te comportas como si lo fueras.

–¡No se te ocurra tocarme!

A guisa de respuesta, Cepio la agarró del brazo, se lo retorció a la espalda y le subió el camisón para sujetarlo con la misma mano. Con un ruido seco, el cinturón golpeó costado, muslo, nalgas y piernas. Al principio ella trató de soltarse, pero notó que él era capaz de romperle el brazo. A cada nuevo azote el dolor crecía y notaba que su piel ardía; sus gritos sordos se transformaron en sollozos y luego en gritos de miedo. Cuando cayó de rodillas, tratando de taparse la cabeza con los brazos, él no la sujetó y, cogiendo el cinturón con las dos manos, siguió azotándola enfurecido.

Comenzaba a notar sus gritos penetrándole como un himno de alegría; le destrozó el camisón y siguió azotándola hasta cansarse, incapaz ya de sostener el cinturón, que le cayó de las manos.

Le dio un puntapié y, cogiéndola del pelo, la arrastró hasta el cerrado cubículo de dormir, cargado y maloliente de la sesión nocturna.

–¡Ahora veremos! – exclamó jadeante, cogiéndose el pene erecto con la mano-. ¡Tienes que obedecer, esposa, si no, habrá más!

Y subiéndose encima de ella, fornicó convencido de que sus achuchones, los débiles puñetazos y los gritos de angustia eran señal de excitación.

El jaleo procedente de las habitaciones de Cepio no había pasado inadvertido. Lo había oído la pequeña Servilia, que caminaba cautelosamente por la columnata a ver si su tata ya se había despertado, y lo oyeron algunos criados. Druso y Servilia Cepionis no lo oyeron, ni nadie se lo contó, porque no hubo quien se atreviese.

La doncella de Livia Drusa, después de bañarla, explicó con todo detalle y con gestos de horror las contusiones de su señora en las dependencias de los criados.

–¡Está llena de verdugones! – comentó al mayordomo Cratipo-. ¡y ha sangrado! ¡La cama está llena de sangre! ¡Pobrecilla, pobrecilla!

Cratipo lloró desconsolado en su impotencia, pero no fue el único, pues había varios sirvientes que conocían a Livia Drusa desde niña y le tenían afecto. Y cuando la vieron aquella mañana, volvieron a llorar, porque andaba más despacio que un caracol y parecía tener ganas de morirse. Pero Cepio, dentro de su furor, había sido astuto y no se advertía un solo golpe en brazos, rostro, cuello o pies.

Durante dos meses no hubo cambios, salvo que las palizas de Cepio, aplicadas a intervalos de unos cinco días, cambiaron de estructura; ahora se centraba en determinadas zonas del cuerpo de su esposa para que las otras fueran curándose. Le resultaba un estímulo sexual insuperable y sentía un fantástico aumento de poder; por fin comprendía la sapiencia de las antiguas costumbres, el fundamento del paterfamilias. El verdadero papel de la mujer.

Livia Drusa no dijo nada a nadie, ni siquiera a la doncella que la bañaba, y que ahora, además, vendaba sus heridas. El cambio en ella era evidente y Druso y su esposa comenzaron a preocuparse seriamente; sólo podía atribuirse a que hubiese vuelto a vivir en Roma, pensaba Druso, y, recordando su resistencia a casarse con Cepio, llegó también a preguntarse si no sería la presencia de éste el motivo de que anduviese arrastrando los pies, con gesto desvaído y más suave que un guante.

En lo más íntimo de su ser, Livia Drusa apenas sentía más que la angustia física de los golpes y sus secuelas. Quizá a veces diera en reflexionar que era un castigo, o quizá el gran dolor físico que la abrumaba hacía más llevadera la pérdida de su adorado Catón, o quizá los dioses se mostraban propicios, porque había abortado un feto de tres meses que Cepio habría indudablemente comprendido que no era suyo. Con la sorpresa del regreso inesperado de Cepio, no había reparado en el problema hasta que se había solucionado así. Sí, eso debía de ser. Los dioses la favorecían. Más tarde o más temprano moriría si su marido no paraba. Y la muerte era infinitamente mejor que vivir con Quinto Servilio Cepio.

El ambiente en la casa había cambiado radicalmente, y era un detalle que a Druso, desde luego, le irritaba. Lo que habría debido ocupar sus pensamientos era el embarazo de su mujer, un gozoso e inesperado obsequio que ya desesperaba de obtener. Sin embargo, también Servilia Cepionis estaba irritada, contagiada por aquel palio taciturno que era Druso. ¿Qué sucedía? ¿Es que una esposa infeliz podía realmente crear tanta tristeza? Para empezar, los criados andaban serios y silenciosos, y eso que habitualmente eran gente ruidosa que molestaba constantemente, pues, desde niño, él se había acostumbrado a despertarse al oír las carcajadas procedentes de las dependencias debajo del atrium. Y ahora no se reían; andaban todos con cara larga, contestaban con monoSilabos y barrían, fregaban y quitaban el polvo cual si estuvieran cansados o no hubieran dormido bien. Ni siquiera Cratipo, siempre tan compuesto, parecía el mismo.

Al amanecer del día final de año, Druso llamó a su mayordomo antes de que Cratipo fuese a decir al portero que dejase pasar a los clientes del amo que aguardaban en la calle.

–Un momento -dijo Druso, señalando hacia su despacho-, quiero hablar contigo.

Pero una vez cerrada la puerta se vio incapaz de abordar el tema y se puso a pasear de arriba abajo, mientras Cratipo permanecía de pie mirando al suelo. Finalmente, Druso se detuvo y miró al mayordomo.

–Cratipo, ¿qué sucede? – inquirió con la mano abierta-. ¿Te he ofendido en algo? ¿Por qué están tan descontentos los criados? ¿Es que he cometido alguna falta grave contra vosotros al trataros? Si es eso, te ruego que me lo digas. No quiero que haya ningún esclavo descontento por una falta mía o de alguien de mi familia. Pero sobre todo no quiero verte a ti así. ¡Sin ti la casa se nos viene encima!

Para su sorpresa, Cratipo rompió a llorar. Druso estuvo un instante sin saber qué hacer, pero su instinto se impuso y fue a sentarse junto al mayordomo en el sofá, pasándole el brazo por los hombros y ofreciéndole el pañuelo. Pero cuanto más afectuoso se mostraba, más lloraba Cratipo. También al borde de las lágrimas, Druso se levantó a por vino, convenció al griego para que bebiera y siguió consolándole hasta que fue cediendo su aflicción.

–¡Oh, Marco Livio, qué agobiante ha sido!

–¿El qué, Cratipo?

–¡Las palizas!

–¿Las palizas?

–¡Y esa manera de gritar en voz baja! – añadió Cratipo, rompiendo a llorar de nuevo.

–¿Te refieres a mi hermana? – inquirió Druso.

–Sí.

Druso notaba que el corazón le latía apresuradamente, se ruborizaba y las manos le temblaban.

–¡Explícate! ¡Por los dioses del hogar, te conmino a que te expliques!

–Quinto Servilio acabará matándola.

Un estremecimiento agitó a Druso y respiró hondo.

–¿Es que su esposo le pega?

–¡Sí, domine, sí! – contestó el mayordomo, rebulléndose para rehacer su compostura-. ¡Sé que no es de mi incumbencia decirlo y os juro que no lo habría hecho si no me hubierais requerido con tanta amabilidad y preocupación! Yo… Yo…

–Cálmate, Cratipo, no estoy enfadado contigo -dijo Druso con voz queda-. Te aseguro que te estoy profundamente agradecido por habérmelo dicho -añadió, poniéndose en pie y ayudándole a hacer lo propio-. Ahora ve a decir al portero que se excuse con los clientes porque hoy no puedo recibirlos, dile que tengo otras cosas que hacer. Luego, di a mi esposa que vaya al cuarto de los niños y se quede allí con ellos porque tengo que mandar a todos los criados al sótano a que realicen una tarea. Cuando hayas comprobado que toda la servidumbre está abajo, quédate tú también. Pero antes dirás a Quinto Servilio y a mi hermana que vengan al despacho.

Nada más quedarse a solas, Druso se sobrepuso y logró calmarse, pues pensó que tal vez Cratipo exageraba y que el asunto quizá no fuera tal como pensaban los criados.

En cuanto vio a Livia Drusa supo que no era exageración, sino bien cierto. Fue ella la que entró primero y él notó en seguida su dolor, su angustia, su temor, su profunda aflicción, y advirtió su falta de ganas de vivir. A continuación entró Cepio, más intrigado que otra cosa.

Druso permaneció de pie y no los invitó a sentarse, sino que miró a su cuñado de hito en hito con aborrecimiento y dijo:

–Me consta, Quinto Servilio, que estás vejando físicamente a mi hermana.

Livia Drusa contuvo un grito, mientras que Cepio se cruzaba de brazos, asumiendo una truculenta expresión de desdén.

–Lo que haga a mi esposa, Marco Livio, es asunto exclusivamente mío -respondió.

–No estoy de acuerdo -replicó Druso procurando no alterarse. Tu esposa es mi hermana y miembro de una familia grande y poderosa; en esta casa jamás le pegó nadie antes de casarse y no voy a consentir que nadie lo haga.

–¡Es mi esposa, lo que significa que está bajo mi tutela y no bajo la tuya, Marco Livio! Yo hago con ella lo que quiero.

–Tu relación con ella es matrimonial -replicó Druso con gesto duro-, mientras que mi relación con ella es consanguinea y eso es muy importante. ¡No consentiré que pegues a mi hermana!

–¡Tú dijiste que te desentendías de los métodos que emplease para disciplinarla! Y dijiste bien porque no es asunto tuyo.

–Si alguien pega a una esposa, es asunto de todos, hasta del más bajo en la escala social -dijo Druso mirando a su hermana-. Livia Drusa, te ruego que te despojes de tus vestiduras; quiero ver lo que te ha hecho.

–¡No lo hagas, esposa¡ -exclamó Cepio profundamente indignado-. ¡Ni se te ocurra desnudarte ante quien no es tu marido!

–Desvístete, Livia Drusa -dijo Druso.

Ella no hacía movimiento alguno ni abría la boca.

–Querida, haz lo que te digo -añadió Druso con afecto, acercándose a ella-. Tengo que verlo.

Cuando le puso el brazo por encima, ella dio un grito y se apartó. Pero Druso, procurando tocarla lo menos posible, le desabrochó la túnica por los hombros.

Lo que más despreciaba un hombre de rango senatorial eran los maridos que pegaban a sus mujeres. Y a pesar de saberlo, Cepio no tuvo valor para impedir que Druso descubriese su labor. La túnica había caído hasta la cintura de Livia Drusa, descubriendo unos senos cuya belleza quedaba afeada por las marcas de antiguos verdugones levemente rojizos y de un amarillo sulfuroso. Druso le desabrochó el ceñidor, y la túnica y la falda interior cayeron a los pies de su hermana. La última paliza la había recibido en los muslos, que aún estaban hinchados y con la carne enrojecida y contusa. Con ternura, Druso volvió a cubrirla y guió sus manos exánimes para que se sujetara la ropa, antes de volverse hacia Cepio.

–Sal de mi casa -le dijo, dominando el gesto.

–Mi esposa es propiedad mía -replicó Cepio-, y la ley me autoriza a que la trate del modo que estime necesario. Puedo incluso matarla.

–Tu esposa es hermana mía y no consentiré que ni el más estúpido e intratable de los animales de mi granja maltrate a un Livio Druso -respondió Druso-. ¡Fuera de mi casa!

–Si yo me voy, ella viene conmigo -dijo Cepio.

–Ella se queda conmigo. ¡Y ahora vete, infame!

En aquel momento, una vocecita chilló a espaldas de ellos con tono venenoso:

–¡Ella se lo merece, se lo merece! – La pequeña Servilia se acercó corriendo a su padre y le miró a la cara-. ¡No la pegues, padre, mátala!

–Servilia, vuelve al cuarto de los niños -dijo Druso en tono de hastío.

Pero la pequeña se aferraba a la mano de Cepio, impertérrito frente a Druso, con las piernas abiertas y echando fuego por los ojos.

–¡Merece que la mates! – chillaba-. ¡Yo se por que vivía en Tusculum y lo que hacía allí! ¡Y sé por qué se ruboriza!

Cepio soltó la mano de la niña como si quemara, empezando a pensar.

–¿Qué quieres decir, Servilia? – inquirió, zarandeándola bruscamente-. ¡Vamos, di lo que sea!

–¡Tenía un amante… y yo sé quién es! – exclamó la pequeña con encono-. ¡Mi madre tenía un amante! ¡Uno de pelo rojo! Se veían todas las mañanas en una casita de la finca. ¡Lo sé porque la seguí! ¡Y vi lo que hacían juntos en la cama! ¡Y sé cómo se llama! ¡Marco Porcio Catón Solaniano, un descendiente de esclavos! ¡Lo sé porque se lo pregunté a tía Servilia Cepionis! – La niña se volvió a mirar a su padre y su rostro cambió del odio a la adoración-. ¡Tata, si no la matas, déjala aquí! ¡No te merece! ¡Es mala! ¿Qué es al fin y al cabo? ¡Una plebeya, no una patricia como tú y como yo! ¡Si la dejas aquí, prometo cuidarte!

Druso y Cepio estaban como petrificados, mientras que Livia Drusa volvía por fin en sí. Se abrochó el cinto y se encaró con su hija.

–Hijita, no es lo que tú piensas -dijo con gran afecto, alargando la mano para acariciarle la mejilla.

Pero Servilia se la apartó de un manotazo, arrimándose más a su padre.

–¡Yo sé bien lo que pienso y no necesito que me lo digas tú! ¡Has deshonrado nuestro nombre, el nombre de mi padre! ¡Mereces la muerte! ¡Y el niño no es de mi padre!

–El pequeño Quinto es de tu padre -replicó Livia Drusa-. Es tu hermano.

–¡Es del hombre del pelo rojo, el hijo de un esclavo! – exclamó la niña, tirando de la túnica de Cepio-. ¡Tata, por favor, sácame de aquí!

En respuesta, Cepio cogió a la pequeña y la apartó de él con un empellón tan fuerte que la hizo caer al suelo.

–Qué lerdo he sido -dijo con voz queda-. La niña tiene razón: mereces la muerte. Lástima que no te diera con el cinturón más fuerte y más a menudo.

Y con los puños cerrados, salió del cuarto, seguido por la niña, llorosa, suplicándole que la esperase.

Druso se quedó a solas con su hermana.

Las piernas no le sostenían y fue a sentarse pesadamente en la silla. ¡Livia Drusa! ¡Sangre de su sangre! ¡Su única hermana! Adúltera, meretrix. Sin embargo, hasta aquella atroz confrontación no se había percatado de cuánto la quería, ni habría podido imaginarse cuánto le afectaba su aflicción ni lo responsable que él se sentía.

–La culpa es mía -dijo con labios temblorosos.

Ella se dejó caer pesadamente en el sofá.

–No, es culpa mía -dijo.

–¿Es verdad que tienes un amante?

–Tuve un amante, Marco Livio. El primero y el único. No he vuelto a saber de él desde que volví de Tusculum.

–Pero Cepio no te pegaba por eso.

–No.

–¿Por qué, entonces?

–Después de Marco Porcio no podía seguir fingiendo -contestó Livia Drusa- y mi indiferencia le enfurecía; por eso me pegaba. Luego descubrió que pegarme le daba placer, le… le excitaba.

Por un instante, dio la impresión de que Druso iba a vomitar; luego alzó los brazos y los agitó impotente.

–¡Por los dioses, en qué mundo vivimos! – exclamó-, Livia Drusa, te he hecho daño.

Ella se acercó a la silla de los clientes para sentarse.

–Tú obraste de acuerdo con tus ideas, Marco Livio -dijo con voz suave-. De verdad, hermano, eso hace años que lo entendí. Tus innumerables amabilidades desde entonces han hecho que te quiera, igual que a Servilia Cepionis.

–¡Mi esposa! – exclamó Druso-. ¡A saber cómo la afectará esto!

–Debemos ocultárselo lo mejor que podamos -dijo Livia Drusa-. Tiene un embarazo muy tranquilo y no debemos turbarlo.

–Tú quédate aquí -dijo Druso poniéndose enérgicamente de pie y yendo hacia la puerta-. Quiero asegurarme de que su hermano no dice nada que pueda trastornarla. Toma un poco de vino. Vuelvo en seguida.

Pero Cepio ni siquiera había pensado en su hermana. Del despacho de Druso había ido apresuradamente a sus habitaciones, con la niña agarrándosele a la cintura hasta que la abofeteó y la encerró en el dormitorio. Allí la encontró Druso acurrucada en el suelo en un rincón, sollozando.

Los criados habían vuelto a sus obligaciones, y Druso la hizo levantarse y la sacó para llevarla a donde estaban las niñeras.

–Cálmate, Servilia. Que Estratonice te lave la cara y te dé de desayunar.

–¡Quiero a mi tata!

–Tu tata se ha ido de esta casa, niña, pero no te desesperes; seguro que en cuanto se organice enviará alguien a por ti -dijo Druso, dudando entre estar agradecido a la criatura por haber dicho toda la verdad o detestarla precisamente por ello.

–Sí, seguro que enviará a por mí -dijo la pequeña, animándose y siguiendo a su tío hacia la columnata.

–Ahora ve con Estratonice -dijo Druso-. Procura ser discreta, Servilia -añadió muy serio-. Por tu tía y por tu padre… ¡Sí, por tu padre! No digas una palabra de lo que ha sucedido.

–¿En qué puede dañarle que lo cuente? El es la víctima.

–A ningún hombre le gusta que le humillen, Servilia. Puedo asegurarte que a tu padre no le gustaría que lo contaras.

Servilia se encogió de hombros y se fue con la niñera, mientras Druso iba a ver a su esposa para contarle justo lo imprescindible.

Para su gran sorpresa, ella aceptó la noticia sin alterarse.

–Me alegro que por fin sepamos qué es lo que sucedía -dijo-. ¡Pobre Livia Drusa! Marco Livio, creo que no me gusta mucho la actitud de mi hermano. Cuanto mayor es, más intratable se vuelve. Aunque ahora recuerdo que cuando éramos niños le gustaba atormentar a los hijos de los esclavos.

Druso volvió con Livia Drusa, que seguía sentada en la silla de los clientes, aparentemente calmada.

–¡Qué mañana! – exclamó él, sentándose-. ¡No me imaginaba lo que iba a desatarse cuando le pregunté a Cratipo por qué la servidumbre estaba tan afligida!

–¿Están afligidos? – inquirió Livia Drusa perpleja.

–Sí, por ti, querida. Se habían enterado de que Cepio te pegaba; ten en cuenta que te conocen desde niña y te tienen mucho cariño, hermana.

–¡Es muy agradable! No tenía ni idea.

–Ni yo, lo confieso. ¡Por los dioses que he sido lerdo! No sé cómo decirte cuánto lamento todo esto.

–No te preocupes -dijo ella suspirando-. ¿Se ha llevado a Servilia?

–No -contestó Druso con una mueca-. La encerró en vuestro cuarto.

–¡Pobrecilla, con lo que le adora!

–De eso ya me he dado cuenta. Y no lo entiendo.

–Y ahora qué hacemos, Marco Livio?

–¡A decir verdad, no tengo la menor idea! – contestó él, encogiéndose de hombros-. Quizá lo mejor que podemos hacer es comportarnos lo más normal que podamos dadas las circunstancias hasta que sepamos de… -estaba a punto de decir Cepio, como había hecho toda la mañana, pero optó por el tradicional apelativo cortés- Quinto Servilio.

–¿Y si se divorcia de mí, como supongo que hará?

–Entonces te lo habrás quitado de encima.

La principal preocupación de Livia Drusa cobró entidad y preguntó angustiada:

–¿Y Marco Porcio Catón?

–Ese hombre te importa mucho, ¿verdad?

–Sí, me importa.

–¿Es suyo el niño, Livia Drusa?

¡Las veces que le había dado vueltas en la cabeza! ¿Qué diría cuando alguien de su familia cuestionara el color de su pelo o su parecido con Marco Porcio Catón? Consideraba que Cepio la debía algo a cambio de los años de paciente servidumbre, su conducta modélica y… las palizas. Su hijo tenía un nombre, y si admitía que Catón era el padre, lo perdería; dado que había nacido con ese nombre, no podría evitar la tara de ilegítimo si ella se lo negaba. La fecha de nacimiento no descartaba la paternidad de Cepio y ella era la única que sabía con certeza que él no era el padre.

–No, Marco Livio, el niño es hijo de Quinto Servilio -dijo con firmeza-. Inicié relaciones con Marco Porcio cuando ya estaba embarazada.

–Pues es una lástima que sea pelirrojo -dijo Druso con cara adusta.

–¿No has visto nunca las bromas que la Fortuna se complace en gastar a los mortales? – replicó ella, sonriendo con malicia-. Desde el momento en que conocí a Marco Porcio supe que la Fortuna estaba enredando y cuando nació el pequeño con pelo rojo, no me sorprendió… Aunque me doy cuenta de que nadie me creerá.

–Yo te apoyaré, hermana -dijo Druso-. Por lerdo y poca cosa que sea, te respaldaré en todo lo que sea.

–¡Oh, Marco Livio -exclamó ella con lágrimas en los ojos-, cómo te lo agradezco!

–Es lo menos que puedo hacer -añadió él con un carraspeo-. En cuanto a Servilia Cepionis, puedes estar segura de que me apoyará y, por lo tanto, también a ti.

Cepio envió la notificación de divorcio aquella misma tarde y la hizo seguir de una carta dirigida a Druso, que dejó a éste asombrado.

–¿Sabes lo que dice ese desgraciado? – dijo a su hermana, a la que ya habían visto los médicos y ahora estaba en cama, tumbada boca abajo, mientras dos ayudantes le aplicaban cataplasmas desde los hombros hasta los tobillos. En esa postura difícilmente podía ver la cara de Druso, por lo que torció el cuello para mirarle con el rabillo del ojo.

–¿Qué dice? – inquirió.