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20 de mayo de 1999, maternidad de Aubépines, Dieppe.
Tom dormía a pierna suelta en su camita de plástico transparente. Su cuerpo se levantaba poco a poco. No se distinguía de él más que una carita mofletuda y un cabello rubio, sorprendentemente largo para un bebé de cuatro días.
Marc le cogía la mano a Lylie. Estaba cansada. Se le cerraban los ojos a su pesar. Saboreaba la calma. Sola, por fin, con Marc y Tom. Absorbía con ansia el silencio como un aire fresco que escasease, antes de que una nueva enfermera entrara como un torbellino.
Nicole acababa de abandonar la habitación. Lylie le había hecho comprender amablemente que necesitaba descansar. Nicole se habría quedado día y noche a velar al pequeño Tom. Todo Dieppe estaba ya al corriente. Su primera visita había sido para Pierre, en el cementerio de Janval, pero luego se había puesto sus piernas de los veinte años para pasar de comercio en comercio anunciando el nacimiento. ¡Un bisnieto! Apenas repartía octavillas… Marc esperaba con angustia el momento en que todo Dieppe, del alcalde al presidente del puerto de comercio, fuera a plantarse allí con un ramo en la mano.
La cabeza de Lylie caía sobre el hombro de Marc, sentado al borde de la cama. No se atrevía a moverse más. Con la punta de los dedos, cogió la tarjetita enviada por Mélanie Belvoir. Estaba grapada a un enorme ramo de rosas. Tres veces más grande que el que Marc había comprado.
Buena suerte al pequeño Tom. Lylie, no supe ser tu madre. Te pido disculpas de nuevo. ¿Tal vez me aceptes como abuela? Intentaré recuperar el tiempo perdido lo mejor que pueda, todo el que malgasté por culpa de mi silencio. No es demasiado tarde, creo, si quieres. Para Tom, al menos. ¿Quién no ha soñado con tener una yaya de treinta y seis años? Cuida de Marc.
MÉLANIE
Lylie, hasta el momento, se había negado a conocer a su madre. Mélanie no había insistido. Lylie no tenía ánimos para ello. Le hacía falta tiempo. Tom estaba allí, ahora, él sería el vínculo entre las generaciones. Lylie descansaba desde hacía apenas tres minutos cuando una enfermera penetró en la habitación.
«Nunca nos dejan tranquilos», pensó Marc.
¡Era por una buena causa! La enfermera llevaba con esfuerzo un paquete de regalo.
—Acaba de traerlo un mensajero —subrayó la enfermera—. Afortunadamente no los tenemos así de grandes todos los días. La carta para el papá, el paquete para la mamá.
La enfermera salió de la habitación. Lylie abría los ojos de par en par ante el tamaño del regalo. ¡Un metro por dos!
—Venga, ábrelo —dijo Marc.
—Cualquiera diría que es el regalo del pitufo bromista —comentó Lylie—. ¿Estás seguro de que no va a explotar?
—Todo depende de quién lo haya enviado…
Mientras Marc abría el sobrecito blanco, Lylie luchaba contra el paquete, rasgando los grandes pliegos de papel de colores que envolvían la caja.
Marc reconoció de inmediato la letrita casi ilegible.
Malvina.
Lo desbordó una sensación de plenitud.
—¿Quién es? —preguntó Lylie, mientras se ensañaba con el paquete.
—Una amiga —respondió lentamente Marc—. Una amiga muy querida.
—¿Ah, sí?
Lylie venció al paquete. Rasgó a manos llenas el cartón. Un gran oso de peluche, naranja y marrón, surgió de la caja. Lylie lanzó un grito de alegría:
—¡Dios mío! ¡Qué bonito!
Marc descifró en la carta los garabatos de Malvina.
Para el pequeño bastardo.
Más te vale tener cuidado.
No pudo contener una sonrisa. Estrechó muy fuerte la mano de Lylie, luego se volvió hacia el peluche.
—Hola, sol. Hacía un montón de tiempo que esperabas este momento, ¿verdad? ¡Conocer a Lylie!
La joven mamá puso los ojos en blanco de la sorpresa.
—Lylie, te presento a Banjo.