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2 de octubre de 1998, 16.48
Nicole Vitral anduvo lentamente hacia la lonja, al final del puerto pesquero de Dieppe. Se acercó al puesto.
—Gilbert, ¿qué tienes hoy? ¿Algo no demasiado caro?
El pescadero respondió sin titubear:
—Lenguados. Directamente del barco de esta noche. ¿Te pongo uno?
—¡Dos!
El ojo de Gilbert, de perfil, se agrandó como el de uno de esos peces muertos.
—¿Dos? ¿Tienes a alguien para cenar? ¿Es Émilie? ¿Es Marc? ¿O es un novio?
¡Gilipollas!
—¡Es Marc, idiota! —subrayó Nicole.
—Vale, pues te pongo una buena pieza entonces. ¿Cómo le va a Marc?
Nicole respondió con evasivas. Banalidades. Perdida en sus pensamientos. Pagó.
—Gracias, Gilbert. Esta semana pasaré a dejarte octavillas del ayuntamiento, para el puerto. Todo está escrito allí.
El pescadero suspiró.
—Otra vez andas con las mismas gilipolleces. Mejor harían en el ayuntamiento si se ocuparan de los comerciantes antes que de los estibadores. Créeme, somos nosotros los que reventaremos los primeros, incluso antes que los pescadores…
Nicole ya se alejaba. Gilbert Letondeur era el mejor pescadero de Dieppe, pero también un cretino alineado con el bando de los armadores y de la Cámara de Comercio y de Industria de Dieppe. En resumen, un tío que votaba a la derecha… Nicole admitía que su visión de las cosas era un poco simplista, pero veía la ciudad de Dieppe así. Dos bandos enfrentados. A pesar de su camioneta en el paseo marítimo, nunca se habría alineado en el lado de los comerciantes.
¡Una traidora!
Doblemente traidora. Comía pescado del bando contrario.
Nicole siguió hacia el paseo marítimo. Apreció el tiempo seco. El viento constante. Saboreó también la agitación en el césped. Se acababan de instalar unas docenas de pequeñas carpas blancas, todas gemelas, alineadas, cubiertas de banderas multicolores que representaban los estados de todo el mundo. Como cada dos años, durante diez días, Dieppe vivía al ritmo del Festival Internacional de Cometas.
El cielo estaba ya atestado de rombos abigarrados, de inmensos círculos inmóviles, de triángulos que describían curvas cerradas. Muy arriba en el cielo se veía un dragón chino, una máscara inca, un gato azul gigantesco, un círculo vaciado en el que giraba a toda velocidad una veleta. Otras tantas constelaciones imaginarias y coloridas.
Nicole Vitral avanzó, distraída, un poco nostálgica. No podía evitar volver a pensar en las anteriores ediciones del festival. Dieppe había sido la primera de las estaciones balnearias, a finales de los años setenta, en poner en marcha el festival de cometas. Desde entonces, esa clase de manifestación había sido copiada en todas las grandes playas de arena ventosas del norte de Europa.
Nicole había vivido con Pierre los dos primeros festivales, en 1980 y 1981. Días de recuerdos. Festivos. Lucrativos, también. Su puesto ambulante, en el paseo marítimo, era ya una institución en la época. Durante la primera edición, su nuera, Stéphanie, estaba embarazada, casi saliendo de cuentas. Se había pasado, de todas formas, el fin de semana ayudándolos. Como podía. Pierre y Pascal, padre y marido atentos, se habían esforzado por convencerla de que se quedase sentada en una silla, de que comprendiese que, sobre todo, no era el momento de dar a luz, ¡ese mismo fin de semana! Al final, Émilie había nacido unos días más tarde, el 30 de septiembre, como si hubiese procurado esperar…
Sucedió el drama del Airbus… luego el juicio. Pierre Vitral conoció un tercer festival, en 1982, antes de dormirse para no despertar nunca más, el 7 de noviembre, en Tréport. El festival marcaba el ritmo de la vida de Nicole, como un símbolo macabro: la vida y la muerte pendían de un hilo, a merced del viento. Nicole continuó, no obstante, aparcando su camioneta en el paseo marítimo, los diez días de fiesta, sin Pierre para ayudarla. No tenía elección, el festival seguía siendo su mayor ingreso.
Marc y Émilie eran demasiado jóvenes para acordarse. El festival, para ellos, no era más que un gigantesco carnaval esperado durante semanas. Marc no se las apañaba mal, con los hilos en la mano, para impresionar a su hermana pequeña. Un vecino le había regalado una cometa con forma de insecto gigante, rojo y oro, con una cola muy larga llena de lazos y alas de papel vitral transparente. Por supuesto, Marc había bautizado a su cometa «Libélula»; porque todavía llamaban a veces a Émilie así. Gilipollas. Comerciantes de Dieppe, por ejemplo.
Émilie, por su parte, corría con los ojos cerrados. Iba de stand en stand, recorriendo todos los países del mundo. Perú. China. Planicies etíopes. Mongolia. Ecuador. Yemen. Quebec. El cometa como un hilo tendido entre todos los niños del planeta: sólo un poco de viento, no se necesitaba más.
El arte de domesticar el cielo con el único fin de pasarlo bien.
Siempre más alto. Sin pasajeros, sin viajeros.
Sin accidentes.
Nicole, después de 1980, ya no había vuelto a mirar al cielo como antes. La pequeña Émilie devoraba kilómetros. Japón. Mali. Colombia. Volvía corriendo a la Citroën H, con los ojos chispeantes. Todas las tribus del mundo se daban cita sobre el césped.
«¿Has visto, yaya? ¿Has visto, yaya?».
Nicole dejó el paseo marítimo. Conmocionada. Émilie, ese año, por primera vez en su vida, se perdería las cometas de Dieppe.
Entró en la panadería. Se temía que tendría que vivir el mismo numerito que con el pescadero. Tenía razón.
—¿Una baguette, Nicole?
—Una baguette. Y me pones un salammbô también.
—¿En serio? ¿Un salammbô? ¿Ha vuelto Marc?
Un salammbô. El pastel preferido de Marc. Cuando tenía diez años, al menos. Nicole se sabía ridícula por seguir queriendo satisfacer así a su chico mayor con los antojos de su infancia. Pero, después de todo, disfrutaba con ello, y Marc era un chico educado.
Nicole miró su reloj. Su nieto estaría allí en dos horas. Bordeó a paso lento el puerto deportivo, hacia el puente transbordador que separaba el barrio de Pollet del resto de Dieppe. Una isla en el corazón de la ciudad.
A su pesar, volvía a pensar en su diálogo telefónico con Marc. El sobre azul de Mathilde de Carville. El test de ADN confiado a su nieto. La prohibición de abrir el regalo para su yaya.
¡La muy zorra!
Nicole tuvo que detener sus pasos. El puente transbordador se levantaba, dejaba pasar un paquebote no muy grande, con pabellón nigeriano. Todavía quedaban algunos. ¿Plátanos? ¿Piñas? ¿Madera exótica?
¿Qué se creía, la Carville? ¿Que tenía el monopolio de la clarividencia? ¿Que era la única en haber pensado en el test de ADN? ¿Que tenía a Crédule Grand-Duc a sueldo? ¿Que había hecho una punción de una gota de sangre de Émilie así, tranquilamente, sin que su abuela reaccionase?
La fila de coches se extendía ante el puente. A Nicole le dio una tos expectorante con el olor mezclado del pescado y de los tubos de escape. ¡No lo había entendido todo, la Carville! Grand-Duc no era semejante cabrón. No había dado celos a ninguna. Había encargado dos tests de ADN. Dos sobres azules. Uno para cada abuela.
Nicole volvió la cabeza. Una cometa gigante, el dragón chino, superaba el remate de los edificios del paseo marítimo. Sonrió. En el segundo cajón de su cómoda, bajo llave, había guardado el sobre azul que le confió Grand-Duc. El resultado del test que comparaba su propia sangre con la de Émilie, que confirmaría el recibido por Mathilde de Carville, que Marc le llevaba, muy obedientemente.
El puente transbordador bajó por fin. Los coches se impacientaban. Nicole tosió de nuevo.
Nicole había abierto el sobre en 1995. Ella también tenía la respuesta desde hacía ya tres años.
Era necesario que hablara con Marc. Era necesario para él, por supuesto. Aquella misma noche. Todavía podía salvar una vida. Después, sería demasiado tarde. Debería haberlo hecho antes, claro. Fácil de decir.
Una respuesta así.
¿Una liberación?
Quizá…
A condición de aceptar perderlo todo.