3
2 de octubre de 1998, 08.41
Marc Vitral esperó unos instantes a que Mariam se alejase. Se inclinó hacia su mochila Eastpack que estaba al lado de su silla y sacó de ella un cubito envuelto en papel plateado.
—Feliz cumpleaños, Émilie —dijo Marc con voz jovial.
Émilie puso los ojos en blanco, aparentemente airada.
—¡Marc! —lo regañó—. Es la tercera vez que me felicitas en una semana… Sabes que no necesito todo esto…
—Chis… Abre.
Émilie frunció el ceño y desenvolvió el regalo. Sacó una joya de plata. Una cruz de formas recargadas cuyos extremos terminaban en un pequeño rombo, excepto el de arriba, agujereado con un amplio círculo y rematado con una corona. Émilie cogió la joya entre las manos.
—Estás loco, Marc…
—¡Es una cruz tuareg! Hay veintiuna diferentes, por lo visto. Una forma por cada una de las ciudades del Sahara. Esta es la cruz de Agadez. ¿Te gusta?
—Claro que me gusta. Pero…
Marc continuó, incansable:
—Según dicen, los rombos representan los cuatro puntos cardinales… El que regala una cruz tuareg regala el mundo…
—Conozco la leyenda —murmuró Émilie con voz dulce—: «Te regalo los cuatro confines del mundo porque no sé dónde morirás».
Marc no pudo contener una sonrisa incómoda. Por supuesto, Lylie lo sabía ya todo acerca de las cruces tuaregs, como acerca de todo lo demás. Se quedaron unos segundos en silencio. Émilie acercó la mano hacia su taza de café. Instintivamente, Marc hizo lo mismo. Sus dedos resbalaron esperando el encuentro. De repente, la mano de Marc se quedó paralizada en la mesa, como clavada. ¡Lylie llevaba una sortija en el anular! Una sortija de oro, muy trabajada, que engarzaba un zafiro claro; una joya antigua, soberbia, que sin duda valía una fortuna. Marc no la había visto antes. Se le nubló la mirada durante un largo instante, con esos efluvios de los celos que lo invadían cada vez que un detalle que no comprendía ponía distancia entre Lylie y él. Logró farfullar:
—Esa… esa sortija… es… ¿es tuya?
—No… ¡La he robado esta mañana en la plaza Vendôme!
Marc no hizo caso. Le palpitaba el párpado ligeramente. Aunque la cruz tuareg de plata que acababa de regalarle le había costado un fin de semana y tres noches haciendo de teleoperador para France Telecom, su trabajo de estudiante, pasaba por una vulgar baratija comparada con esa sortija. Además, Lylie ya había dejado su joya africana en su estuchito de tela. Mientras que esa pieza de coleccionista…
—Esa…, tu sortija. Es… ¿es un regalo? ¿De cumpleaños?
Émilie bajó la mirada con dulzura.
—Más o menos… Es un poco complicado… Es magnífica, ¿no? —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Te lo explicaré, no te preocupes, no por esto. No por esta sortija, en todo caso…
Émilie puso la mano sobre la de Marc.
«No te preocupes, no por esto. No por esta sortija, en todo caso…».
Las palabras se agolpaban en la cabeza de Marc. ¿Qué quería decir? Lylie tenía un aspecto terrible esa mañana, como si no hubiese dormido por la noche, aunque trataba de sonreírle, alargando su café con un poco de agua, como hacía siempre. De repente, como si hubiese tomado una decisión importante, la mirada de Émilie se iluminó, bebió algunas gotas de su café y se inclinó a su vez hacia su mochila. Sacó de ella un cuaderno verde pálido y lo deslizó hacia Marc.
—Toma, Marc, me toca. ¡Es para ti!
Una inquietud sorda invadió de nuevo al muchacho.
—¿Qué es esto?
—La libreta de Grand-Duc —respondió Émilie sin dejarle a Marc tiempo para respirar—. Me lo trajo anteayer, al día siguiente de mi cumpleaños. En fin, más bien lo depositó en mi buzón o hizo que alguien lo dejara; lo encontré por la mañana.
Marc tocó con la punta de los dedos, cautelosamente, el cuaderno. Le temblaba de nuevo el párpado.
Ese cuaderno. Las notas de Grand-Duc… Ahora lo entendía. Émilie se había pasado dos días y dos noches leyendo y releyendo ese cuaderno… Dieciocho años de investigación de aquel viejo loco detective privado. Lo que dura una vida. La de Émilie. Día más o día menos.
¡Joder, qué regalo de cumpleaños!
Marc buscó indicios en la mirada de Émilie. ¿Qué había encontrado en esa libreta? ¿Qué verdad? ¿Una nueva identidad? ¿La serenidad, por fin? ¿O nada? Sólo preguntas sin respuestas…
La cara de Émilie no dejaba traslucir nada. Era demasiado buena en ese juego. Vertía con calma agua en su café, como un ritual, y lo bebía a pequeños tragos.
—¿Ves, Marc?, al final me ha confiado esta libreta. Como siempre me había prometido. La verdad, para mi iniciación en el mundo de los adultos.
Émilie rio con más nerviosismo que espontaneidad. Marc dudaba si coger el cuaderno.
—¿Y…? —balbució—. ¿Dice algo en esa libreta? ¿Algo importante? ¿Sabes… sabes algo ahora?
Émilie se evadió de nuevo, apartó la mirada hacia el cristal y el patio de Paris 8, que los estudiantes cruzaban a oleadas dispersas.
—¿Saber qué?
Marc sentía crecer en él una especie de exasperación. De nuevo las palabras pugnaban por salir de su cabeza, pero no lo hacían: «¡Saber eso por lo que han pagado al jodido detective durante todos estos años! Saber quién eres, Lylie. ¡Quién eres!».
Émilie jugaba distraídamente con la montura de su sortija. Una mezcla de cansancio y de frialdad parecían hacerla indiferente al nerviosismo creciente de él.
—Te toca, Marc. Te toca leer ese cuaderno.
En la imaginación de Marc se amontonaba todo, ni siquiera tenía fuerza para pensar en esa sortija extraña que Émilie llevaba. ¿Quién se la había regalado? ¿Cuándo? ¿Por qué? La vio deslizar el cuaderno hasta él y se oyó a sí mismo responder:
—De acuerdo, libélula mía… Me leeré esa puta libreta… —Marcó un silencio y luego dijo—: Pero tú, ¿estás bien?
—Sí… No te preocupes. Estoy bien.
Émilie mojó los labios en el café, dando lengüetadas en el brebaje como si se forzase a beberlo.
¡No! No estaba bien.
Émilie ocultaba algo. Algo que Grand-Duc había descubierto y anotado en su cuaderno.
¿Su identidad?
—¿Grand-Duc ha dejado alguna nota? Con la libreta, quiero decir.
—No, pero todas sus notas están en el cuaderno…
—¿Y bien?
—Ya lo verás. Es mejor que lo leas tú mismo.
—Y Grand-Duc, ¿dónde está ahora?
La mirada de Émilie se nubló, como si dispusiese de una información terrible que no quisiera revelar. Miró ostensiblemente su reloj. Marc se sobresaltó.
—¿Tienes que irte ya?
—Sí… No tengo clase esta mañana. Tú sí, ¡a las diez! Derecho Constitucional Europeo. ¡Prácticas con el joven y apasionante Grandin! Tengo que dejarte, Marc.
Marc puso cara de asco sin contenerse.
—¿Adónde vas?
Émilie vació una última gota de agua en su café, se bebió el resto, poco a poco, y le echó una nueva mirada cansada a Marc. Se inclinó hacia su mochila y se levantó casi de inmediato.
—Tengo… tengo otro regalo para ti.
Le tendió un pequeño paquete, un poco más grande que una caja de cerillas.
Marc se quedó paralizado.
Tuvo un presentimiento siniestro. Todo en la actitud de Émilie parecía falso. Su apariencia jovial, sus gestos forzados para aparentar naturalidad.
—Pero no debes abrirlo inmediatamente —prosiguió Émilie de un tirón—, sólo cuando me haya ido. Dentro de una hora, ¿prometido? ¿Puedo confiar en ti? Es como en el escondite, debes dejarme tiempo para que desaparezca; cierras los ojos, cuentas, digamos, hasta mil…
Émilie parecía haber puesto toda la energía que le quedaba en ese intento de hacer pasar su recomendación por un juego amoroso intrascendente. Marc no era ningún pardillo.
—¿Prometido? —insistió Émilie.
Marc asintió resignado. Sus miradas se encontraron durante un largo rato. Los párpados de Émilie se agitaron primero.
—No, no lo harás. Eres un cabeza cuadrada, Marc, te conozco, vas a tirarte encima del regalo en cuanto haya vuelto la espalda…
Marc no la contradijo. Émilie levantó una mano con gracia.
Otra vez esa maldita sortija.
—¿Mariam?
La dueña del bar, como si acechase sus actos y gestos, reaccionó de inmediato y al instante se encontraba frente a la mesa de Marc y Émilie.
—Mariam, te confío una misión. Te dejo este paquete. Debes dárselo a Marc dentro de una hora, ¡ni un minuto antes! Aunque te suplique, te pague o te haga cantar… Y, ahora que lo pienso, dentro de una hora también me lo envías a clase, aula B318, ¡sin falta!
La mujer se encontró con el paquete en la mano.
—Confío en ti, Mariam.
No tenía elección. Émilie se levantó de un salto, metió el estuche que envolvía la cruz tuareg en su mochila y dio un beso casto en el rostro a Marc. Entre la comisura de los labios y la mejilla. Ambiguo, como para burlarse de Mariam…
Émilie empujó la puerta de cristal del Lenin y se esfumó en el patio, como un fantasma, arrollada por la riada de estudiantes.
La puerta se cerró.
Mariam apretó el paquete en el hueco de la palma de la mano. Iba a obedecer a Émilie, por supuesto, pero no le gustaba ese juego. Mariam tenía experiencia con parejas que se dejaban, las mujeres poseían en esos momentos una determinación y una imaginación sorprendentes.
Émilie era de esas.
Toda esa puesta en escena apestaba a mentira. Émilie huía a todo correr y ese regalo en su mano era una bomba de efecto retardado. Marc no debería haberla dejado irse así. Ese buen chico era demasiado cándido, demasiado confiado… Mariam todavía no lograba decidir si la chica que huía de él era su hermana, su mujer, su amante o su amiga, no lograba determinar el vínculo que los unía, pero estaba segura de que Émilie sólo tenía un objetivo en mente.
Romper ese vínculo.