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3 de octubre de 1998, 04.12
La camioneta arrancó a la primera. Marc ya la había conducido varias veces, en distancias muy cortas. Era generalmente él quien desde hacía dos años maniobraba para sacarla a Dieppe o para aparcarla en el jardín. Nicole le había enseñado los puntos de referencia para ir marcha atrás y girar: el buzón, la contraventana izquierda del vecino de enfrente. Pasaba muy justo si se respetaban las recomendaciones.
La Citroën H de los Vitral era uno de los últimos que se fabricaron en Francia. Pierre Vitral la había comprado en 1979 y Citroën había detenido la producción de la mítica camioneta en 1981. Pierre había elegido el modelo alargado, un poco como el que tenían los carniceros y charcuteros en los años setenta. Naranja con una nariz roja aplastada que le daba a la camioneta un aire de perro grande, con dos faros redondos como ojos y los retrovisores separados por un tallo de hierro como unas orejas. Un perro arrugado de chapa ondulada. Su perrito grande, como lo llamaba Lylie. El gran perrito holgazán que dormía fuera ocupando todo el jardín.
Pierre la había acondicionado él mismo con la ayuda de un primo, mecánico en Neuville. Era el primo quien continuaba manteniendo de vez en cuando el vehículo. La Citroën no aparentaba su edad. Doscientos ochenta y tres mil kilómetros. «Una bestia infatigable», afirmaba el primo. Marc no tenía más opción que creerlo, a pesar de la carrocería abollada, las marcas de óxido, el limpiaparabrisas interior pegado con cinta aislante, el capó delantero que ya no cerraba del todo…
Marc consultó su reloj. Un poco más de las cuatro de la mañana. Dieppe dormía. Cruzó una ciudad fantasma extrañamente vigilada por máscaras de seda agitadas en el cielo por un viento que las arremolinaba. La Citroën funcionaba ruidosamente, pero funcionaba. Marc no quería cantar victoria demasiado rápido, tenía más de seiscientos kilómetros por recorrer. Se había tomado tiempo para consultar el mapa. Prefería evitar París y cortar por el norte. Lo había anotado todo en una hoja: Neufchâtel-en-Bray, Beauvais, Compiègne, Soissons, Reims, Châlons-en-Champagne, Saint-Dizier, Langres, Vesoul, Montbéliard, el monte Terrible. Había calculado que le harían falta cerca de diez horas para completar el camino. Si todo iba bien.
Marc bordeó el puerto. Le quedaba subir el bulevar Chanzy y saldría de Dieppe. No se cruzó con nadie en las calles. Al final del bulevar, Marc pasó por delante de la estación. Volvió la cabeza automáticamente. Una chica dormía en un banco…
La Citroën pegó un frenazo brusco. ¡Al menos los frenos funcionaban!
El claxon también.
Malvina de Carville se despertó sobresaltada. Al instante siguiente, su mano se volvió a cerrar alrededor de uno de los guijarros que se había cuidado de llevarse antes de abandonar la playa. Loca, quizá, pero prudente. Se levantó. Reconoció por fin a Marc al volante del vehículo naranja y rojo. Abrió la ventana de guillotina.
—A pesar de todo, ¿no irás a apedrear la camioneta?
—¡No tienes más que devolverme mi pipa!
—Está en mi bolsillo, ya ves. Bien guardadita. ¡Sube!
Malvina abrió unos ojos incrédulos.
—¿Te vuelves al mercadillo o qué?
—Sube, te digo. Me voy en peregrinación. Con lo pirada que estás, el viaje debería interesarte.
Malvina se acercó sin aflojar su presa alrededor de la piedra. Escudriñó con escepticismo el óxido, el hueco entre el capó y el motor.
—¿No me digas que pretendes ir hasta el monte Terrible en ese ataúd ambulante?
Marc encajó el recordatorio, evitó preguntarse si era voluntario o no.
—Estoy seguro de que nunca has puesto los pies allá en el Jura. Y de que te estás muriendo de envidia.
Malvina soltó el guijarro.
—¡Has dado en el clavo!
Marc abrió la puerta del acompañante. A Malvina le costó un poco levantar la pierna hasta el estribo de chapa amarilla elevado. Gruñó:
—En tu asquerosa camioneta, no vamos a llegar ni a París.
—Vete a la mierda. Y no pasamos por París, acortamos por el norte…
Marc le tendió a Malvina la lista de las ciudades por las que cruzarían.
—Joder —dijo la chica—. Menudos poblachos… Más vale que no nos quedemos tirados. En realidad, ¡eres tú el más tarado de nosotros dos!
Marc no hizo caso. Siguieron silenciosamente la comarcal 1. La carretera se adaptaba con largas curvas al fondo del valle de la región de Bray. Después de diez minutos, Marc fue el primero en romper el silencio:
—Perdónanos por lo de ayer por la noche, no te invitamos a cenar… Otra vez será, ¿verdad?
—Tranqui, sé apañármelas. He hecho buenas migas con unos chicos de por aquí…
Nuevo silencio de diez minutos. Se acercaban a Neufchâtel-en-Bray.
—¿Qué cojones vamos a hacer allí? —soltó de repente Malvina.
—Nos vamos en peregrinación, ya te lo he dicho…
Malvina miró a Marc con cara de curiosidad.
—¿Y esto te ha dado así de repente? Creía que el caso se había acabado. Ese estúpido test de ADN que mi madre pidió. Libélula es tu hermana pequeña, está escrito negro sobre blanco. ¿Es porque te la follas por lo que estás de bajón?
Marc entraba en una localidad, dio un frenazo brusco. Malvina se vio pegada al asiento. El cinturón de seguridad, demasiado alto, le cortó en el cuello.
—Si frenas cada vez que te tire una pulla, no llegamos…
Una pulla…
Pensar que iba a tener que soportar diez horas a esa chica… Replicó como pudo:
—Perdóname por lo del cinturón, se me ha olvidado la silla de bebé en casa de la tata…
—Ja, ja, ja —rio Malvina—. Si pones tu humor a mi nivel, presiento que no vamos a aburrirnos en la carretera.
Marc no tenía ningunas ganas de seguirle el juego. Dejó pasar de nuevo un largo silencio, luego acabó preguntando:
—¿Es que tú te crees ese estúpido test de ADN?
—¡Antes la muerte que creer en ese papelucho!
—Entonces, está bien, estamos de acuerdo.
Malvina insistió mientras tiraba de su cinturón:
—¡Es falso! Siempre he sabido que Grand-Duc estaba de vuestra parte. Por culpa de sus remordimientos. Por culpa de los melones de tu abuela, también…
Esta vez, Marc no frenó, pero se preguntó seriamente si no dejarla allí, en el borde de la carretera. Lo habría hecho si no la necesitara. Debía ser paciente, Malvina sería útil, se había traicionado ya, sin darse cuenta. Acababa de hablar de los remordimientos de Grand-Duc. Eso no era más que un comienzo…
Mantuvieron el silencio cerca de una hora, hasta Beauvais. La nacional se sucedía, desierta, monótona. Malvina se inclinó hacia adelante. El viejo cinturón de seguridad polvoriento, rígido, le rozó la oreja.
—Apuesto a que no funciona la radio.
—La radio está escacharrada. Eso seguro. Pero el lector de casetes todavía debe de funcionar. Los minicasetes que escuchábamos cuando éramos críos todavía estarán ahí…
Malvina rompió a reír.
—¡Joder! Minicasetes. ¿Eso todavía existe?
—Mira en la guantera, delante de ti. Vas a encontrarte una docena.
Malvina abrió la guantera.
—¿A qué se parece un minicasete?
Se volvió hacia Marc, casi con malicia en los ojos.
—¡No irás a pegar un frenazo por eso! ¡Estoy de coña!
Se pasó unos minutos escudriñando los minicasetes, luego metió uno en el lector sin enseñárselo a Marc. Un riff brutal de guitarra mezclado con el sonido de una sirena de policía llenó el habitáculo de chapa ondulada. La ballade de Serge K. La ronda nocturna de un detective privado solitario.
Marc reconoció el álbum al primer acorde. Poèmes Rock.
«Mañana, mañana. Mañana como ayer», cantaba la voz nasal de Charlélie Couture.
—Estaba seguro de que pondrías ese —dijo Marc.
—Me lo imagino. No quería decepcionarte…
Marc sonrió a su vez. Entraban en Beauvais. Incluso a las cinco de la mañana cruzarla se hacía pesado. Avanzaron a saltos lentos entre semáforos tricolores aparentemente regulados por un funcionario sádico para que un automovilista que respetase los límites de velocidad los cruzase todos en rojo.
—Tienes razón —dejó caer Marc entre dos semáforos—. Lo confirmo. Poèmes Rock es el mejor álbum de rock francés jamás escrito…
—Pues ni idea. No conozco más que una canción. Ya te imaginas cuál… Pero como no tienes CD, hay que chuparse toda la cara A…
—¿Qué escuchas normalmente?
—Nada.
La voz de Charlélie Couture llenó el silencio que siguió. Salieron, por fin, de Beauvais. La cara A se terminó. Malvina le dio la vuelta al casete, sin decir una palabra, y subió el volumen de la radio. Demasiado alto. La chapa vibró con los primeros acordes de piano.
Como un avión sin ala… he cantado toda la noche, sí, he cantado por aquella que no me creyó en toda ella…
Un escalofrío recorrió la nuca de Marc. Malvina había cerrado los ojos, abría los labios, cantaba la letra; movía los labios más bien, su boca deformada no producía ningún sonido.
Aunque no pueda echar a volar, llegaré hasta el final, oh, sí, quiero jugar, aunque no tenga buenas cartas.
A su pesar, Marc había reducido un poco la velocidad. Había escuchado esa canción centenares de veces. Cuando estaba solo. Cuando se protegía, cuando dudaba. Siempre sin Lylie. Lylie no la soportaba. Se ponía a chillar en cuanto la oía. Cuando tenía ocho años, Lylie había roto en pedazos un transistor de una amiga, Manon, contra los azulejos de la cocina, simplemente porque sonaba la canción por la radio.
Escucha la voz del viento, que se desliza, se desliza bajo la puerta, escucha, cambiemos de cama, cambiemos de amor, cambiemos de vida, cambiemos de luz…
A Malvina parecía embargarla la emoción. El desgarrador solo de guitarra no ayudaba nada. Marc miraba fijamente al horizonte.
Ay, libélula, tú tienes las alas frágiles, yo, yo tengo la carlinga rota…
La voz de Charlélie Couture se alejó poco a poco. Malvina sorbió por la nariz. Marc no dijo nada. Continuaron su camino. La nacional pasaba, atravesando tristes pueblos que, en el vano intento de un rodeo, mostraban con profusión de carteles el número de muertos en carretera y el número de vehículos pesados que pasaban cada día. Veinte minutos más tarde se acercaban a Compiègne. La circulación comenzaba a ser más densa.
A la salida de Compiègne, Marc se volvió hacia Malvina.
—En el próximo pueblucho, si vemos una panadería abierta, podríamos parar a comer algo.
Malvina se volvió hacia la parte trasera de la camioneta.
—¿Y eso? Creía que ibas a dejarme el volante, y mientras conducía, te ibas a deslizar a la parte trasera de la camioneta para prepararlo todo. Creps. Gofres… Como el yayo y la yaya.
Marc no respondió nada. Ya no valía la pena, había tomado una decisión. Era el momento… Después de todo, en cierta forma, era Malvina quien había abordado la cuestión. Cruzaron un pueblecito, Catenoy, cuyo centro, iglesia, colegio y ayuntamiento habían sido prudentemente construidos lejos de la nacional. Marc aparcó en un vasto aparcamiento polvoriento. Al fondo del parterre asfaltado, todas las casas, todos los comercios estaban cerrados, incluso el restaurante, que mostraba orgulloso su menú completo para camioneros a cuarenta y nueve francos. Marc comprobó que el Mauser estaba todavía en su bolsillo, quitó las llaves del contacto, luego bajó de la Citroën. Algunos abedules de hojas ennegrecidas por el flujo incesante de vehículos pesados bordeaban el aparcamiento. Marc se alejó un poco, hizo pis detrás de un árbol y volvió a la camioneta.
Malvina no se había movido. Marc se acercó a la puerta del acompañante. La abrió. Sacó del bolsillo trasero de su vaquero cinco hojas arrancadas y se las tendió a Malvina.
—Toma, lee esto.
Malvina abrió unos ojos de sorpresa. Marc recalcó:
—Son unas páginas del cuaderno de Grand-Duc, su célebre libreta. Su investigación. Lee esto, es un pasaje muy instructivo. Luego tengo otra cosa que enseñarte.