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Diario de Crédule Grand-Duc
La ventaja con los periodistas de prensa regional es que raramente consiguen una exclusiva antes que París. Incluso cuando los sucesos se desarrollan delante de sus narices, en su jardín, los medios parisinos son avisados, de todas formas, antes que ellos, llegan los primeros, y obtienen las entrevistas de los principales actores del acontecimiento desde el telediario de la noche. Así que, cuando la prensa regional tiene una noticia que puede interesarle a toda Francia, no se priva de ella… Más aún, despliega montones de ingenio para hacer que fructifique, exprimirle todo el jugo hasta la última gota.
Un cuarto de hora después de la llamada telefónica de Pierre Vitral, un periodista de Informations Dieppoises se plantaba en su casa, calle Pocholle. Lucile Moraud había actuado lo más rápido posible. L’Est Républicain pertenecía al mismo grupo de prensa que las Informations Dieppoises, el semanario local. El freelance asignado tenía como misión recoger las primeras noticias, las primeras imágenes, y mandar por fax luego el resto a la sede en Nancy. Lucile Moraud negoció su exclusiva con las televisiones regionales, FR3-Franche-Comté y FR3-Haute-Normandie. La estrategia estaba calculada con la mayor precisión posible para vender el máximo número de periódicos al día siguiente: había que sensibilizar a la opinión, dar algunos detalles en la televisión, la noche anterior, para que todos tuviesen ganas de leer la entrevista exclusiva de los Vitral, íntegramente, en la página dos de L’Est Républicain. Los breves reportajes de las televisiones regionales fueron recogidos desde la noche por las cadenas nacionales. Un equipo de TF1 llegó incluso a pillar a Léonce de Carville delante de su casa, en Coupvray, antes de que sus abogados hubiesen tenido tiempo de interponerse y hacerlo callar. Se encargó él mismo de echar leña al fuego mediático.
No, no lo negaba.
Sí, les había ofrecido dinero a los Vitral.
Sí, tenía la convicción íntima de que la superviviente era su nieta, Lyse-Rose, y había actuado por generosidad hacia los Vitral, o por piedad, parecía confundir las dos cosas. Dios, por supuesto, había salvado a su familia. No podía ser de otra manera.
Al día siguiente, el 18 de febrero de 1981, llegó a añadir, en directo en antena de RTL, en los informativos de las diez:
—En caso de duda, si no se conoce la verdad con certeza, entonces el juez debe pensar en el interés del niño, únicamente en el interés del niño. Si eso fuera posible, debería ser el bebé el que eligiese. Si tuviera la opción, ¿quién puede dudar que ese recién nacido elegiría el futuro que le ofrezco, y no el de los Vitral?
Me he enterado de ello al trabajar en este caso: la máquina mediática funciona como una enorme bola de nieve lanzada por una pendiente, que ya nadie puede dominar. Si todavía hoy tienen en la memoria el caso «Libélula», es sin duda aquel momento el que recuerdan, esas pocas semanas que precedieron al juicio. Entre febrero y marzo de 1981, a excepción de la campaña presidencial, por supuesto, ya no se hablaba más que de aquello. Francia estaba dividida en dos. Grosso modo, si caricaturizo, los ricos contra los pobres. Dos bandos no iguales, pues. Si se divide Francia en dos según la riqueza media, hay mucha más gente por debajo que por arriba. La gran mayoría de los franceses defendía a capa y espada a la familia Vitral, quien multiplicó su paso por la televisión, por la radio, por los periódicos. Están pensando, ¡un culebrón que no se acaba nunca!
Carville tuvo que asumir, a su pesar, el papel del malo. La serie Dallas empezaba a hacerse popular en Francia. Léonce de Carville no tenía nada que ver, físicamente, con un J. R. Ewing, y, no obstante, nadie se cortó en establecer el paralelismo. La oportunidad era demasiado buena. Y, como en Dallas, J. R. de Carville podía ganar.
Suspense. Emoción.
¿Tal vez habrían elegido su bando ustedes también en esa época?
Yo no lo hice. En aquel momento, pasaba del caso «Libélula». De todos los detalles me enteré más tarde, durante mi larga y minuciosa investigación. En febrero de 1981, todavía estaba con mis casos de casino; de la costa vasca me había ido a la Costa Azul y a la Riviera, en la parte italiana. Vigilando, siempre vigilando. Un trabajo soporífero que me aportaba cada vez menos. Me acuerdo, de todas formas, de haber entrevisto un fragmento de emisión, una especie de telerrealidad adelantada a su tiempo, una noche, bastante tarde, mientras vagueaba en una habitación de hotel. Se recibía allí a Nicole Vitral. Era ella quien, progresivamente, había tomado las riendas de las relaciones con los medios. Pierre Vitral estaba superado desde hacía mucho tiempo por la máquina que había puesto en marcha. Rehuía las cámaras. Si hubiese podido, tal vez se habría retirado de la partida y dejado trabajar a la justicia, incluso a riesgo de perderlo todo.
Nicole Vitral debía de tener cerca de cuarenta y siete años en la época. Se trataba de una abuela joven. No era guapa en el sentido clásico del término, pero era lo que los medios de comunicación llaman, de eso también me enteré entonces, un fenómeno mediático. Emanaba una especie de energía comunicativa, su causa era una cruzada y ella era la santa, la mártir, la que predicaba con una franqueza y con un acento de Caux inimitables… Era sincera, simple, conmovedora, divertida, y todo eso se trasladaba maravillosamente a la pantalla. Su rostro, demacrado, estropeado por años de viento y de yodo en el canal de la Mancha, no resistía bien los primeros planos. Con cuarenta y siete años era ya una mujer bastante fuerte… Nada que ver con una top model…
Salvo que aquella noche, solo delante del televisor, sin saber nada del caso o de su cruzada, ese encanto de mujer que nunca había visto antes me dejó trastornado. En lo físico, se entiende.
No debía de ser el único. Tenía los ojos azules, chispeantes, los típicos que se burlan de la vida y de todas sus desgracias, en efecto… Pero, por encima de todo, estaban sus pechos. Nicole Vitral tenía desde siempre una forma muy natural de llevar prieto su generoso pecho, en vestidos escotados o en blusas abiertas. Eso sin duda debía de ayudar a los vientos en el paseo marítimo de Dieppe. Para sazonarlo todo, llevaba del mismo modo casi siempre una chaqueta, una cazadora, y se pasaba el tiempo volviéndosela a cerrar para disimular sus formas desnudas. La he observado a menudo desde entonces, se ha convertido en su tic, un reflejo: le hablas y siempre, en un momento dado, tu mirada se desvía, incluso por un instante muy breve; entonces, casi instantáneamente, sin que Nicole Vitral cambie de conversación ni se sienta molesta, sin ni siquiera darse cuenta, sus manos vuelven a cerrar la chaqueta, que se abrirá de nuevo unos segundos más tarde.
Un juego extraño, perturbador, que siempre me ha parecido irresistible.
El juego resultaba más perverso todavía en televisión. El telón de su chaqueta se abría y se volvía a cerrar sobre sus pechos a merced de la mirada del presentador, progresivamente, cada vez más incómodo. Pero, cuando se volvía para preguntarle a otro invitado de la emisión, el telespectador tenía una ventaja casi divina: podía observar el telón abierto del opulento pecho, sobre el que un cámara hacía zoom con pudor y un fuerte sentido de la sugestión, sin que el detector inconsciente de Nicole quedase advertido de ello y sin que la chaqueta volviera entonces a cubrir su pecho.
Nicole Vitral, tal vez sin que se diese cuenta de ello, por su atractivo atípico, había trastornado Francia en febrero de 1981. Me había trastornado también aquella noche, a mí, que no sabía nada de ella, que no la conocí hasta meses más tarde. Me ha trastornado durante estos dieciocho años. Me trastorna todavía hoy, cerca de los sesenta y cinco. Es decir, casi con mi misma edad.
Lo han comprendido, la causa de los Vitral y de la pequeña Émilie se volvió de forma rápida totalmente defendible. Los mejores abogados de Francia, al menos aquellos que no trabajaban ya para Carville, ofrecieron sus servicios a la familia de Dieppe. Gratuitamente, ¡ni que decir tiene! La publicidad en torno al caso era máxima, tenían la opinión pública de su parte… ¡Una ganga! Los profesionales en liza eran ahora tan competentes en un lado como en el otro.
El primer trabajo de los abogados de los Vitral, nuevos, competentes, influyentes, mediáticos, fue llevar a cabo una auténtica guerrilla, de febrero a marzo de 1981, contra el juez Le Drian. Lo acusaban de parcialidad, convencidos de que al final daría la razón a los Carville, al pertenecer ambos al mismo mundo. Lions Clubs, Rotary, francmasones, cenas en casa del embajador, se filtró todo, y no sólo insinuaciones sobre su gran distinción… ¡El Ministerio de Justicia acabó cediendo! El juez Le Drian entregó su dimisión el 1 de abril, un numerito, y se nombró a un nuevo juez, un as del Tribunal de Estrasburgo, el juez Weber, un tipo bajito, recto, con gafas, algo así como un cruce entre Eliot Ness y Woody Allen… Un tipo cuya probidad nadie puso nunca en cuestión, ni siquiera los Carville.
La audición de los primeros testimonios comenzó el 4 de abril. Fuera lo que fuese, un mes más tarde se sabría. El juez debía decidir. Las dos partes estaban de acuerdo en evitar toda solución intermedia, todo juicio que instituyese una doble identidad, que preconizase un acuerdo tal como la custodia compartida, los laborables en casa de una de las familias, las vacaciones en casa de la otra. La eclosión de un monstruo de dos apellidos. Lylie de por vida.
No, el juez Weber debía zanjar el caso. Tomar una decisión de vida y muerte. Decidir quién había sobrevivido y quién había perecido. ¿Lyse-Rose de Carville o Émilie Vitral? Me hice esa pregunta desde entonces. ¿Ha tenido otro juez un día tal poder: matar a un niño para que otro pueda vivir? Ser a la vez salvador y verdugo. Una familia ganaba, la otra lo perdía todo. Era mejor así, todo el mundo estaba de acuerdo…
Zanjarlo.
Por supuesto. Pero ¿a partir de qué?
Desde entonces, he releído docenas de veces los documentos de la instrucción, los centenares de páginas que tenía entre las manos el juez Weber; he escuchado continuamente las docenas de horas de audición durante el juicio, obtuve la autorización para su acceso, años más tarde, gracias a los Carville…
¡Aire! Peritajes y peritajes de comprobación a los que se podía decir una cosa y su contrario. Las audiencias se resumieron en peleas de expertos convocados por las dos partes, todos parciales. ¡Los expertos imparciales no tenían nada que decir! Después de días de audiencia estábamos en el mismo punto: el bebé tenía los ojos azules… Como los Vitral. Los Vitral ganaban por puntos, y de nuevo, por muy poco, los abogados de los Carville encontraron a una prima lejana de ojos claros… Venga, ¡vamos!
El juez Weber debía de tener una moneda en el bolsillo y sopesarla en secreto durante las interminables audiciones.
Los abogados de Carville pusieron toda su energía en hacer olvidar las salidas mediáticas desastrosas de su cliente, en cambiar su imagen, en darle la vuelta a la opinión pública. No estaba ganado, y, no obstante, lo lograron, en parte al menos. Atacaron públicamente a lo que llamaron «el clan Vitral»; «el clan» quería decir a la vez la familia, el barrio, la región…
Frente al clan, frente a la opinión pública desfavorable, Léonce de Carville estaba a fin de cuentas solo con su dignidad, sus principios y su moral. Los abogados lograron mal que bien que se pusiera el traje de la víctima sacrificada, del que se rasga las vestiduras ante la muchedumbre; le hicieron encarnar el papel del hombre duro pero honesto, que ha luchado toda su vida para triunfar y al que le niegan, no obstante, el derecho al descanso. El derecho a ser el abuelo. El derecho a ser «abuelito» más bien, el «abuelito» de Pagnol, de Jean de Florette, que comete los peores errores durante toda su vida, pero, al final, cuando el curso de los acontecimientos se vuelve contra él, en lugar de gritar «¡Se lo merece!», al lector se le saltan las lágrimas.
Ese es el papel que debía tener Léonce de Carville durante las audiencias ante los periodistas: ¡el árbol caído! La duda brotó, a la fuerza, entre el público, entre los periodistas: ¿y si al final era Carville quien decía la verdad…? ¿Y si se habían dejado engañar por las alharacas mediáticas de los Vitral, por su miseria, de la que presumían de manera tan impúdica… por los grandes pechos de Nicole Vitral…?
Los abogados de Carville tenían verdadera pericia…
Todo el sumario llevaba al empate; a pesar de la urgencia, se disponían a jugar la prórroga. Los penaltis se anunciaban interminables.
Fue entonces, el último día de las audiencias, cuando entró en juego el más joven de los abogados de los Vitral, el letrado Leguerne. Desde entonces, puedo confirmarles que es más bien famoso en París. Posee un bufete de abogados de tres plantas en la calle Saint-Honoré. Pero en la época, en 1981, era un perfecto desconocido. Formaba parte de esos abogados que defendían gratuitamente la causa de los Vitral. Eso demuestra que hay una moral, defender a la viuda y al huérfano insolventes también puede aportar grandes…
Leguerne había preparado bien sus golpes de efecto. Le preguntó al juez Weber si podía tomar la palabra en último lugar, como si fuese a sacarse de la manga en el último minuto un cuerpo del delito decisivo…