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2 de octubre de 1998, 11.01
Miromesnil.
Campos Elíseos-Clemenceau.
Las estaciones pasaban. El vagón se vaciaba, parada tras parada. El metro aceleraba con brusquedad para reducir la velocidad casi de inmediato, como un inagotable esprínter ciego.
Una chica guapa subió en Inválidos. Por un momento, Marc Vitral creyó reconocer a Lylie, por su silueta estilizada y su cabello rubio recatadamente peinado. Sólo un momento. El metro estaba lleno de rubias guapas, no era el azar lo que volvería a ponerle tras los pasos de Lylie, ni sus mensajes desesperados en un contestador, sino la lectura atenta de ese cuaderno; era a Grand-Duc al que debía encontrar, a cualquier precio.
Varenne.
Marc estaba ahora casi solo en el vagón. La rubia ya se había bajado. Hizo la extraña reflexión de que de las once personas presentes en el vagón, siete eran negras. Cualquiera habría dicho que una ley les prohibiese todavía en la actualidad a los africanos caminar al aire libre por las aceras de las calles para gente adinerada que había justo por encima de sus cabezas, las calles de Grenelle, de Varenne, de Babylone. Definitivamente, Marc no se acostumbraba a París, a su miseria, a su indiferencia, a sus soledades. Echaba de menos Dieppe, el puerto comunista de su infancia. Suspiró. No tenía mucha elección. La urgencia estaba en otra parte. Resignado, se sentó de nuevo y retomó su lectura.
Diario de Crédule Grand-Duc
La decisión del juez Weber llegó por correo oficial al buzón de los Vitral, calle Pocholle, la mañana del 11 de mayo de 1981. Como un símbolo.
Toda la noche anterior, el inmenso paseo marítimo de Dieppe se había transformado en el teatro improvisado de una gigantesca fiesta popular. Se había cantado, bebido, reído y bailado descalzo toda la noche en el césped de la explanada. Dieppe, la ciudad roja, el puerto obrero, la ciudad afectada por la desaparición de sus fábricas una a una, había celebrado como el más grande de los 14 de julio la elección a la presidencia de la República de François Mitterrand; la llegada histórica al poder de la izquierda, los comunistas al gobierno… ¡Cambio! El eslogan corría por todas las bocas. La decana de las estaciones balnearias francesas se había puesto por una noche el vestido de su primer baile. ¡Y todavía le sentaba bien!
Pierre y Nicole Vitral también participaron en la fiesta, a su manera. Hacía una generación que esperaban aquello, que luchaban, que se manifestaban, que repartían octavillas en los mercados… Su camioneta, en el paseo marítimo, se mantuvo abierta casi toda la noche, creps, gofres y hojaldres se habían mezclado con el champán y la sidra en un alegre follón… Todas las generaciones estaban felices. Pero los Vitral no habían logrado liberarse completamente. Esperaban el correo del juez, la decisión final; se temían aún un recurso de los Carville, un último giro. No querían gozar de una victoria semejante antes de tener el papel oficial en sus manos, antes de estrechar a Émilie, todavía al cuidado del nido de Montbéliard, entre sus brazos.
No se atrevían a creer en ello.
Pero, después de todo, ¿quién había creído en realidad, incluso en Dieppe, antes de ese 10 de mayo de 1981, en la victoria de la izquierda?
Pierre abrió la carta del juez hacia las ocho de la mañana. Temblando. No había dormido más que dos horas. El correo del juez Weber no dejaba ninguna duda. La superviviente de la catástrofe del monte Terrible se llamaba Émilie Vitral. Sus abuelos paternos se convertían en sus tutores legales. Podían ir a buscarla a Montbéliard esa misma mañana.
En el barrio del Pollet no se habían guardado las copas, el champán, el aceite de fritura y las parrillas. Se compartieron los restos. La fiesta se prolongó. El 10 y el 11 de mayo de 1981.
Los dos días más hermosos de sus vidas.
Mathilde de Carville dejó que pasara la tarde, ya era casi de noche, para acercarse a la camioneta de los Vitral. Había esperado con paciencia a que los últimos clientes se alejasen. También había tenido la precaución de que Nicole Vitral estuviera sola; su marido estaba en el Pollet, para la reunión del barrio, ese 13 de mayo de 1981, como todos los miércoles por la noche. Se planteaba seriamente presentarse en la lista de las municipales de 1983. Hacía un buen tiempo de mayo, pero con demasiado viento, como siempre.
Ha llegado el momento de presentarles a Mathilde de Carville. Entró en juego dos días después de la euforia. No es fácil para mí dibujar un retrato imparcial, lo comprenderán en unas páginas. Asumo el cuadro que les voy a pintar, en la forma y en el fondo. Si no les parezco objetivo, crean al menos en mi sinceridad. Mathilde de Carville, durante todo el tiempo de la instrucción, había confiado en su marido; en su marido y en Dios. Hasta el momento presente, en el transcurso de su vida, nunca había tenido que quejarse de Dios, ni de su marido, por otra parte. Nacida noble de un linaje angevino emigrada a las elegantes afueras de París, bastante encantadora, inteligente, humanista, llevaba alto el moño, con una pizca de malicia a lo Romy Schneider. Mathilde, desde sus veinte años, fue rápidamente admirada, envidiada, cortejada. No mucho tiempo… Confiaba en Dios. Se enamoró del primer hombre que el cielo puso en su camino y le juró fidelidad eterna. Fue Léonce, un joven ingeniero brillante, ambicioso y pobre. El ingeniero destruyó poco a poco todo lo que Mathilde tenía de encantadora y humanista. Si Dios así lo quería…
Mathilde aportaba una dote de un valor inestimable: su apellido. Mathilde de Carville. La descendencia privilegiada, la sangre noble, la raza, la sucesión… Léonce tomó el apellido de su esposa. No es muy común, pueden admitirlo conmigo, ¡un hombre que toma el apellido de su mujer! Hace falta al menos un «de» y un árbol genealógico que se remonte a san Luis para eso… Mathilde le ofrecía a su marido su apellido y, no hay que olvidarlo, los pocos millones en bonos del Tesoro que fueron necesarios para fundar la empresa de Carville. El genio industrial de Léonce hizo el resto: la multiplicación de los primeros millones en docenas de millones, el éxito comercial de la empresa, las patentes jugosas, las filiales en los cinco continentes. Hasta ahí, Mathilde debió de pensar que su apellido había sido fenomenalmente invertido…
Cuando Dios se llevó a Alexandre, su hijo, en ese accidente de avión, Mathilde no dudó. Esto puede parecerles extraño, pero he aprendido después de todos estos años que las pruebas que exige la religión refuerzan la fe más que la ponen a prueba. La injusticia divina, por curioso que pueda parecer, lleva a la sumisión más que a la revuelta. Como el castigo obliga a la obediencia. Sobre todo el castigo injusto, el que llegar por azar, por ejemplo. Mathilde de Carville tomó el velo y expió. Sólo Dios sabe qué falta. Tenía confianza en la justicia de Dios, en la justicia de los hombres también, ya que la clarividencia divina ilumina la de los mortales.
Sin embargo, cuando el juez Weber decretó la muerte de su nieta, por primera vez Mathilde dudó. Oh, no de Dios, no. Sino de la justicia de los hombres. De su marido, también.
Su fe mudó.
No se tambaleó, al contrario, era sin duda más fuerte que antes. Pero ella había cambiado. Su fe ya no era sólo contemplativa, pasiva, sumisa. Mathilde de Carville había tomado a partir de entonces conciencia de que era la intermediaria en la tierra entre Dios y los hombres; de que su fe era su fuerza, su arma. Que su fe le daba una dirección, que tenía una misión divina. Que debía actuar.
Sé adónde puede llevar ese tipo de razonamiento, a qué fanatismos; en todos los rincones del mundo las personas se matan entre ellas por dioses que no les han pedido nada. Lo he olido de cerca en otra vida, antes de sentar la cabeza como detective privado.
Por suerte para Mathilde de Carville, la transición se hizo despacito. Al menos, eso creo. En 1981, estimaba simplemente que ciertos hombres hacían caso omiso a los mandatos divinos, y que si Dios le había dado tanto dinero, no era sin duda para ir en contra de esa decisión, sino para utilizarla para cambiar el orden de las cosas.
Así que, segura de sus nuevas convicciones, Mathilde de Carville tomó dos decisiones muy meditadas. La segunda me concierne. La primera fue ir a encontrarse con Nicole Vitral, esa tarde de mayo, en el paseo marítimo de Dieppe; un encuentro del que Nicole se acordaba todavía, de cada palabra, del más mínimo silencio, cuando me encontré con ella veinte meses más tarde.
Nicole Vitral vio llegar a Mathilde de Carville con una desconfianza extrema. Se cerró maquinalmente la chaqueta por encima de sus pechos desnudos. Se habían cruzado, mirado con desdén, durante las audiencias, con ocasión del juicio. Todo era diferente en ese momento, Nicole Vitral conocía su derecho. Émilie era su nieta. Nadie, ningún Carville podía hacer nada en contra de ese hecho. Por esa razón, por esa sola razón, aceptó escuchar lo que tenía que decirle.
Mathilde de Carville se quedó de pie delante de la camioneta Citroën H. Nicole Vitral, en el vehículo, estaba una veintena de centímetros más alta. Su voz no emanaba ninguna emoción:
—Señora Vitral, voy a ir al grano. Hay lutos más difíciles de llevar que otros. La decisión del juez Weber, lo sabe, ¡es una pena de muerte! Para dar vida a un niño, ha matado a otro…
Nicole Vitral esbozó un gesto de irritación, como si deseara cerrar su cortina metálica y no pasar de ahí. Mathilde de Carville elevó muy ligeramente el tono:
—No, no me interrumpa, por favor. Ah, hoy, menos de un mes después, uno no se da bien cuenta. Tiene un bebé en custodia. Lyse-Rose sigue presente en nuestro recuerdo. Pero ¿dentro de cinco años, de diez, de veinte? Lyse-Rose no habrá existido jamás, no habrá jugado jamás, no habrá asistido jamás a ningún colegio… Émilie, por su parte, existirá, vivirá. Todo el mundo se habrá olvidado de la catástrofe, de la terrible duda. Será para siempre Émilie Vitral, y aunque no lo fuera, se convertirá en ella. Todo el mundo se olvidará de este incidente.
Un fuerte viento frío hizo restallar el tejadillo de tela naranja y rojo. Nicole Vitral se sentía violenta, incómoda, pero no podía interrumpir a Mathilde de Carville.
—Nicole… ¿Permite que la llame Nicole? Sí, este es de los lutos difíciles de llevar. No tendré nunca ninguna tumba que adornar con flores, ningún mármol que grabar. Pues lo peor, Nicole, es que si lo hiciese, si llorase a Lyse-Rose como a una muerta, si celebrase misas en su nombre, ¿no sería el peor de los monstruos? Porque la enterraría y tal vez esté muy viva…
—¡Ya estamos! —cortó Nicole Vitral con sequedad.
El potente viento del oeste parecía incapaz de hacer mover el más mínimo cabello del estricto moño de Mathilde de Carville.
—¡No, Nicole! ¡No estamos! Escúcheme hasta el final. No quiero quitarle a Émilie. Todo esto es muy sencillo para usted. Si en verdad se trata de su nieta, entonces todo es para mejor. Si no lo es, la habrá criado como a una hija adoptiva… La duda no tiene ninguna importancia para usted. No es más importante que la del padre que nunca sabe realmente si su hijo es suyo. Pero para mí, la duda…
—Pero ¿qué es lo que quiere? —dijo Nicole Vitral, casi gritando.
Su chaqueta voló al viento, su pecho de madona se hinchó. Nicole Vitral había cogido seguridad desde el comienzo de esta historia a causa de los medios, de los abogados, de los policías. Continuó en el mismo tono:
—¿Quiere que la pequeña la llame «abuelita»? ¿Que la telefonee de vez en cuando? ¿Invitarla el primer domingo de cada mes para comer pastas?
No se movió ni una arruga, ni una pestaña de Mathilde de Carville.
—No tiene necesidad de ser desagradable, Nicole. De verdad que no. Lyse-Rose está muerta. Estoy segura de que siente lo que siento… Esa pequeña renacuaja a la que quiere, la llamará Émilie, pero en el fondo de usted no lo sabrá nunca. Ni usted ni yo. La vida nos ha acorralado.
Nicole Vitral suspiró.
—De acuerdo, venga. ¿Qué quiere?
—Simple y llanamente ayudar a esa niña. Si es Lyse-Rose, entonces tendré la conciencia tranquila. Si es Émilie, entonces… mejor para ella.
Nicole Vitral se acercó tanto como pudo con su mostrador delante, fulminándola con la mirada.
—¿Qué ayuda? ¿Verla?
—No… Creo que es mejor que no me conozca. Ignoro si desea hablarle de todo esto a Émilie. Más adelante, quiero decir. No sé si ha pensado en ello. Pero creo que es mejor para ella que lo ignore el mayor tiempo posible. No tengo ningunas ganas de acecharla, de lejos, a la salida del colegio. De verla crecer a través de un parabrisas. De tener la esperanza de descubrir una semejanza con mi hijo. No, eso no es propio de mí, está por encima de mi umbral de tolerancia al sufrimiento.
A Mathilde de Carville le vino una risita que no era propia de ella.
—No, Nicole, la gente rica tiene medios más radicales para aliviar su conciencia…
—¿El dinero?
—Sí, el dinero. Guárdese su dignidad, Nicole, no he venido, como mi marido, a comprar a la pequeña. No es un chantaje, un trato, nada de todo eso. Sólo una donación para ella. No pido nada a cambio.
Nicole Vitral iba a responder. La ira crecía en ella, como ese viento de alta mar que se metía en la camioneta. Mathilde de Carville no le dejó tiempo:
—No lo rechace, Nicole… Tiene a Émilie, ha ganado. No la estoy comprando ni a usted ni a la niña. Reflexione simplemente, por qué rechazar ese dinero que le es regalado a Émilie, que le cae del cielo…
—No he dicho que lo rechace —dijo Nicole Vitral—. Ni que acepte…
El tono de su voz bajó, brusco:
—Lo que me propone es complicado…
La inflexión de voz de Mathilde, como en eco, se elevó:
—Ábrale una cuenta bancaria a nombre de Émilie, es todo lo que ha de hacer…
Los labios de Nicole Vitral temblaron.
—¿Y después?
—Émilie recibirá cien mil francos al año en esa cuenta. Hasta sus dieciocho años. Ese dinero no deberá servirle más que a ella, a su educación, a sus placeres, para que tenga las mejores oportunidades. Por supuesto, estará en su mano gestionarlo durante estos dieciocho años. Hará como desee. Le doy los medios y la libertad para utilizarlos. No tiene de qué quejarse…
Nicole Vitral dejó un largo rato que el viento hiciese volar su chaqueta, acariciar la parte de arriba de su pecho desnudo, hasta sentir escalofríos. Se dejó mecer por el ruido de los guijarros, arrastrados incansablemente por el flujo y el reflujo de las olas.
Los pros y los contras.
Por fin, se lanzó:
—Abriré esa cuenta, madame de Carville. Para Émilie. Porque si no lo hiciese, podría reprochármelo. Ella podría reprochármelo, más bien. Ingrese esa fortuna si quiere…
—Gracias.
—¡… pero no lo tocaremos!
Nicole Vitral casi había chillado.
—Émilie será educada como su hermano Marc, y lo lograremos. Haremos los sacrificios que haga falta, pero lo conseguiremos. A los dieciocho años, a su mayoría de edad, Émilie hará lo que quiera con ese dinero. Será suyo, si acaso lo quiere, no nuestro. ¿Entiende?
Una ligera sonrisa apareció en la comisura de los labios de Mathilde de Carville.
—Es usted cruel, Nicole. Pero se lo agradezco de todas formas.
Dudó apenas un segundo, luego continuó:
—¿Puedo pedirle un segundo favor?
Nicole Vitral suspiró, exasperada.
—No tengo ni idea. Rápido. Estoy cerrando.
Mathilde de Carville sacó un estuche azul del bolsillo de su largo abrigo. Lo abrió, lo acercó y lo dejó sobre el mostrador de la camioneta. Nicole Vitral no pudo apartar la mirada del zafiro claro de la sortija.
—Es una tradición antigua —dijo Mathilde con voz tranquila—. Las chicas jóvenes de la familia, por sus dieciocho años, reciben una sortija con una piedra del color de sus ojos engarzada en ella. Es así desde hace generaciones. Yo llevo la que me regaló mi madre hace más de treinta años. Por desgracia, no tendré ocasión de hacer lo mismo por Lyse-Rose.
Por fin, Nicole alzó la mirada.
—Sin duda debo de ser estúpida, pero no lo entiendo…
—Le dejo la sortija. Cuídela. Tal vez dentro de tres años, o dentro de diez, a fuerza de frecuentar a Émilie, lo adivinará. Sabrá si es verdaderamente su nieta o no. Una certeza así a veces se impone en uno. Si ese fuera el caso, y si en lo más profundo de usted misma llega a estar convencida de que la nieta que está criando no es de su sangre, creo que se guardará ese secreto para usted…
Resopló, emocionada, y añadió:
—Y sin duda sería mejor así, para la pequeña al menos. Pero si tal fuese el caso, si tuviese las pruebas, la convicción, con el paso de los años, de que no es su nieta, entonces, el día que cumpla los dieciocho, regálele esta sortija. Nadie más que nosotras dos, ni siquiera ella, sabrá lo que significa. Pero así, tanto para usted como para mí, se habrá hecho justicia…
Nicole Vitral iba a rechazar la oferta, apartar la sortija, gritarle que encontraba esa nueva idea ridícula y malsana, pero Mathilde de Carville no le dio tiempo. Se había dado la vuelta, sin ni siquiera esperar la respuesta. Su largo abrigo oscuro comenzaba ya a fundirse con la noche que caía.
El estuche azul se quedó allí, sobre el mostrador de formica.