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2 de octubre de 1998, 16.19
—¡Te digo que es una boda!
Las manitas de Judith se agarraban a la verja del patio de la escuela infantil.
—¡Que no, mema! ¡No es una boda! Si estás viendo que van todos de negro. Es alguien que se ha muerto…
El cortejo se alejaba lentamente por la calle. Judith no creía demasiado en lo que le decía su amiga Sarah. Siempre le contaba historias para hacerse la interesante. Cuando la gente se paseaba bien vestida por la calle, en filas, como para ir al comedor, cuando salían de la iglesia, cuando sonaban las campanas… Eso era una boda, bien lo sabía ella. Había estado ya en muchas. En dos, por lo menos, más todas aquellas en las que era demasiado pequeña para acordarse.
—¡No te creo, Sarah!
Sarah sacudió la verja de irritación.
—¡Que se ha muerto alguien, te digo! Van a meterlo en un agujero. Hicieron lo mismo con mi abuela…
—¡No te creo!
—Vale. Entonces ¿dónde está la novia, según tú?
—Nos la hemos perdido, ya ha pasado, ¡eso es todo!
—¡Claro! Para empezar, ¡es viernes! Uno no se casa cuando hay cole. Pero cuando uno se muere, no es lo mismo, uno no puede elegir el día.
Judith debía darse cuenta claramente de que su amiga tenía razón. Asimismo, insistía:
—Y, además, en una boda, la gente no es tan vieja. Lo estás viendo, todos esos son viejos.
—¡No, todos no!
—Sí…
—¡No! Mira. Allí. ¡Señora! ¡Señora!
Lylie salió de golpe de su aturdimiento.
Descubrió con sorpresa a dos adorables niñitas de unos cinco años, envueltas en unos abrigos de lana de colores vivos y el cabello tapado bajo dos sombreros peruanos.
—Señora, señora, ¿es una boda o un muerto?
Lylie sonrió a su pesar. Encontraba conmovedor el contraste entre los gritos alegres del patio del colegio y el silencio del cortejo fúnebre de ese entierro anónimo. Lylie se acuclilló para ponerse a la altura de las chiquillas.
—Es un entierro —respondió con dulzura.
—¡Ah, lo ves! —dijo Sarah triunfal.
Judith hizo una mueca. Otras tres crías fueron a pegarse a la verja. En la acera, Lylie se convertía en la atracción de la clase, como un poni detrás de un alambre de espino.
—¿Quién era la muerta? —prosiguió Sarah.
—No la conocía —dijo Lylie—. Sólo pasaba por aquí. No soy de la familia. Vengo del edificio blanco grande, el de justo enfrente. Tengo que volver, además.
—Si no la conocías, entonces ¿por qué estás triste? —insistió Judith.
Lylie no pudo ocultar su sorpresa. Se acercó todavía más a la niñita. Minúsculas pecas salpicaban sus mejillas rojas.
—¿Qué te hace decir que estoy triste?
—Vaya, pues que tienes los ojos muy rojos. Y hay que estar supertriste para preferir seguir a un muerto al que no conoces de nada antes que, no sé, ir de tiendas, jugar en un parque, ver una peli…
Quince pares de ojos, apenas visibles entre sombreros, buzos y bufandas, escudriñaban ahora a Lylie.
—Has acertado —murmuró inclinándose hacia el oído de Judith—. Pero no se lo digas a nadie. ¿Cómo te llamas?
—Judith. Judith Potier. Soy de las mayores de infantil. Y tú, ¿cómo te llamas?
—No lo sé…
Judith se tapó los labios, como si acabase de hacer una pregunta demasiado indiscreta. Se quedó un momento pensativa. Era sin duda la primera vez que se cruzaba con alguien que no tenía nombre. Trató de sonreír a la desconocida, como cuando intentaba reconciliar a dos amigas que discutían.
—Entonces ¿es por eso que estás triste?