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4 de octubre de 1998, 06.05
Seis de la mañana. Grand-Duc se desperezó en el Xantia. Estaba aparcado en un camino pequeño de tierra donde las matas de hierba trataban de sobrevivir entre las rodadas, justo a la salida de Dannemarie, unas docenas de metros antes del chalet de Mélanie Belvoir. Mélanie Luisans, más bien. Su nueva identidad.
El emplazamiento era ideal para vigilar. Podía distinguir fácilmente los vehículos que subían de Dannemarie, mucho antes de que pasasen delante de él. Ver sin ser visto. El abecé del oficio. Grand-Duc cayó en la cuenta de que hacía años que no se regalaba una noche de vigilancia. Eso le recordaba a su juventud, antes del contrato Carville, las noches en vela delante de casinos en la costa nizarda o vasca. El Xantia de Nazim era casi tan incómodo como las chatarras que conducía en la época.
Crédule Grand-Duc cogió de la enorme guantera un termo de café. Se sirvió uno en una taza de plástico. Puso una mueca al contacto con el líquido todavía hirviendo.
Tenía tiempo. Mélanie Belvoir no debía de volver sino a las nueve de la mañana. Trabajaba como enfermera en el centro hospitalario de Belfort-Montbéliard. Hacía turno de noche. Crédule Grand-Duc había conversado durante un largo rato con ella, por teléfono, antes de que entrase de guardia. Había grabado la entrevista, por supuesto. Era lo mínimo que se le podía ocurrir, dado el tiempo que había tardado en atraparla en sus redes. Se había pasado luego una buena parte de la noche en la casa rural Genevez transcribiendo su conversación en su ordenador personal, y luego había imprimido un ejemplar.
Grand-Duc le echó una ojeada al asiento del acompañante. Ese ejemplar lo había puesto allí, al lado, en un sobre. Mélanie Belvoir-Luisans no tendría más que firmarlo.
Grand-Duc bebió de nuevo. El café tenía un asqueroso regusto a plástico.
¿Cuánto estarían dispuestos a pagar los Carville por ese sobre? Una fortuna, sin ninguna duda. Una auténtica fortuna. Al menos tanto como dieciocho años de salario…
Grand-Duc no tenía ningún escrúpulo, los Carville podían pagar, tenían medios para ello, medios ilimitados. ¿En cuánto podía valorar el precio de su conciencia…? ¿En un saco sin fondo de billetes?
Se mordía los labios. El calor del café. El dolor, también. Como si se le encogiese el corazón. Esa fortuna la habría podido dividir en dos partes… Si Nazim le hubiese hecho caso. Quizá no en dos partes iguales, pero lo bastante en cualquier caso para que Nazim se regalase su casa en Turquía, con Ayla. Pero Nazim no había querido seguirlo. Esta vez se había rajado. «Sentado la cabeza», decía él. Los Carville habían pagado bastante, según él. El caso estaba archivado. Terminado. Crédule Grand-Duc era consciente de que no debería haber levantado la voz. Nazim era un tío encantador, pero nervioso.
«Voy a ir a la poli, Crédul —le había amenazado—. Si no me dejas en paz, soy capaz de hacerlo. Hace tiempo que esto me consume…».
—¿Cómo que hace tiempo que esto te consume? ¿Qué insinúas?
Crédule Grand-Duc se había asustado. Nazim raramente hablaba para no decir nada. Grand-Duc le había pedido explicaciones, garantías, luego todo había degenerado. Nazim había desenfundado su arma el primero. Crédule Grand-Duc había sido más rápido disparando, eso era todo. Matar a Nazim era la última de las cosas que habría premeditado; el resto tampoco lo fue. La cabeza de Nazim que cae sobre el hogar de la chimenea. Las ideas que se le ocurrían, cada una le llevaba a la otra. Empujar un poco más la cabeza de Nazim en las cenizas para volverla irreconocible; sacarla de allí, sólo un momento para afeitarle lo que le quedaba de bigote, ponerle su ropa, sus zapatos, su reloj, para ganar tiempo, por si acaso a Lylie o a Marc les daba por curiosear. Tampoco había premeditado matar a Ayla, pero a partir de ese momento ya no tenía elección. Grand-Duc la conocía bien, habría ido directa a la policía. Nazim no había participado en nada, pero estaba al corriente del asesinato de los abuelos Vitral, por supuesto, y ese cretino debía de habérselo contado todo a su mujer, en la almohada. ¿Era su culpa que Nazim no hubiese pasado de dejar a Ayla fuera de sus asuntos? Le había llamado por teléfono en la víspera. Le había dejado mensajes de pánico. Se había visto obligado a volver a París. Cinco horas de autopista. A seguirla discretamente, desde su tienda del bulevar Raspail. Hasta Butte-aux-Cailles, luego al bosque de Coupvray. A acabar de una vez con todo, allí, la ocasión era inmejorable. Luego volver al Jura, a ciento ochenta kilómetros por hora por la autopista A39. Para pillar a ese cartero. Terminar con el caso.
Grand-Duc se obligó a tragarse el contenido de su taza. Puso una mueca otra vez.
Nazim Ozan. Ayla Ozan.
Sus únicos amigos durante todos esos años. Liquidados, por su propia mano.
¡Menuda broma!
¡Sí, ya podían pagarle bien los Carville!
No había querido nada, no había decidido nada. Todo estaba en juego a su pesar. Una larga espiral y, felizmente, a partir de ese momento, un bonito premio de consolación.
Mélanie Belvoir.
La invitada sorpresa.
Crédule Grand-Duc miró la hora en los números del verde retroiluminado del reloj del Xantia.
06.15.
Todavía había tiempo. Había llegado con mucha antelación.
Antes que todos.