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4 de octubre de 1998, 07.12
Los rayos del sol se colaban por los agujeros del techo de la cabaña, como los rayos láser de la caja fuerte de un banco en una película policíaca. Uno de ellos acabó alcanzando el rostro de Malvina. Saboreó primero el agradable calor en su mejilla antes de dar vueltas en su saco, varias veces, después de abrir los ojos.
Automáticamente, su mano buscó el saco de al lado, el de Marc.
Se cerró sobre la tierra seca.
Nadie.
Ya no había saco. Ya no había cuerpo caliente. Nada.
Sólo una nota, una hoja de papel:
He ido a por los cruasanes. Marc.
¡Gilipollas! Encima se creía gracioso.
Al lado, la guía de senderismo. El mensaje estaba claro. «¡Búscate la vida!».
Malvina refunfuñó contra sí misma y se levantó de un salto. ¡Qué zoquete! Debería habérselo imaginado, no confiar en un Vitral. Qué lista parecía ahora, sola, en la cima del monte Terrible, con un teléfono móvil que no tenía cobertura alguna. Se había dejado engañar como a una tonta, ya no le quedaba más que una solución. Volver a bajar.
Malvina lo dejó todo en la cabaña, saco, linterna, restos de la comida frugal de la víspera, y se puso en camino. Ni una vez durante la bajada le echó una mirada al sol rasante de la mañana que les daba a las montañas suizas el aspecto del Himalaya.
Una buena hora más tarde, la casa del parque natural estaba a la vista. Unos niños se divertían ya alrededor del pequeño parque de columpios de madera mientras sus padres, unos metros detrás de ellos, se estaban un tiempo inacabable atándoles su calzado de senderismo. Ninguna camioneta Citroën en el aparcamiento. ¡Por supuesto! Ese cabrón de Vitral la había abandonado de verdad.
Automáticamente, consultó su teléfono móvil. ¡Por fin tenía cobertura! Iba a poder salir de ese agujero. Un sobrecito amarillo aparecido en la pantalla atrajo su atención: un mensaje en su contestador. Alguien había intentado localizarla, entre el día anterior por la tarde y esa mañana. Su abuela Mathilde, seguramente. ¿Quién si no? Malvina trasteó en su teléfono y contuvo un gesto de sorpresa. El mensaje procedía de un número desconocido.
¿Marc Vitral? ¿Crédule Grand-Duc?
Malvina se puso el aparato en el oído.
«Malvina. Soy Rachel de Carville, tu tía abuela…».
¿Rachel? Su tía abuela, la heredera de las perfumerías Elytis en La Baule. ¿Qué era lo que quería? No debía de haber hablado con ella desde hacía diez años.
«Malvina, mi pobrecita niña. Me tienes que llamar rápidamente. Ha pasado algo terrible en Coupvray, en la Rosaleda. Dios mío, cariño. Tu abuela y tu abuelo no se han despertado. Los han encontrado a ambos, cada uno en su cama, ya no respiraban. Han ido al cielo juntos, angelito mío».
Malvina apagó el teléfono. Su brazo cayó como si el aparato de pronto pesase una tonelada. Se quedó mirando el bosque oscuro y se dejó invadir por ese silencio de las montañas, desconocido para ella. Durante mucho tiempo. Luego su mano se deslizó hacia el bolso. No debía reflexionar más, no llorar, no rezar. Debía actuar. Comprender. Vengarse. Debía concentrarse en su único objeto, muy real, con mucha vida, él.
En su bolso, sus dedos apretaron la culata del Mauser L110. Vitral se creía el más listo de todos, pero no debería haberse quedado dormido esa noche: cuando quería, sabía muy bien hacerse la loca y fingir pesadillas. No había hecho más que recuperar su arma. De todas formas, ese falso de Marc Vitral habría sido claramente incapaz de valerse de un revólver.
Ella no.